“Aquí hay algo anormal. No debo permitir que ella se apodere nuevamente de mí… Debo saber por qué ocurre todo esto…”
Y ya no fue consciente de nada más. Pues Yvala se volvió. Con ambos brazos aterciopelados echó hacia atrás el telón de su cabellera y, a su alrededor, en un espejeo de belleza tangible, irradió la energía que moraba en ella, con tan terrible intensidad que toda la consciencia de Smith se apagó como si fuese la llama de una vela.
De una manera vaga, después de lo que le parecieron eones, fue recobrando la noción de las cosas. No se trataba de la completa consciencia, sino de una especie de conocimiento ciego y opaco de lo que tenía lugar alrededor de él, en él, a través de él. Era como el que pudiera tener un animal, sin el menor rastro de una conciencia real. Pero, por encima de todo, la ensimismada adoración de la completa belleza seguía manteniendo su atracción ardiente en el centro de su universo y le devoraba del mismo modo que una llama hace con su combustible, absorbiendo toda su adoración, dejándole completamente vacío. Inerme, incorpóreo, se derramaba a través de la adoración en la ávida llama que le mantenía cautivo; y mientras tanto se sentía desfallecer y hundirse de alguna manera hasta más debajo del umbral de lo que es un ser humano. En su entumecida conciencia no hizo esfuerzo alguno para comprender, pero sintió que comenzaba a… degenerar.
Era como si el apetito insaciable de admiración que consumía a Yvala y que le estaba consumiendo a él, absorbiese toda su humanidad hasta dejarle seco. Incluso sus pensamientos iban cayendo más abajo a medida que ella le absorbía, y su mente se agitaba en figuras y dibujos por debajo del nivel de los pensamientos humanos…
Ya no era tangible. Era una memoria oscura e inarticulada, incorpórea, sin alma, llena de extrañas sensaciones famélicas… Recordaba que corría. Recordaba la tierra oscura desplazándose bajo sus ágiles pies, el penetrante viento sobre sus fosas nasales, lleno de olores de mil cosas exquisitas. Recordaba la manada que le rodeaba, aullando a las heladas estrellas, su propia voz elevándose, exultante, uniéndose con gutural clamor a los demás. Recordaba el dulzor de la carne que cedía bajo sus colmillos, el cálido flujo de la sangre bajo una lengua voraz. Recordaba poco más que eso. La exultación de la caza, el agradable vaho de la carne caliente bajo los colmillos que la desgarraban… Todo aquello daba vueltas y más vueltas por su memoria, dejando espacio para poco más.
Pero gradualmente, en ecos vagos e indistintos, otros recuerdos fueron abriéndose paso entre el círculo formado por el hambre y la necesidad de alimentarse. Era algo intangible, simplemente el tenue conocimiento de que, en cierta forma, en algún lugar, en alguna remota existencia, él había sido… diferente. Él había…
Bruscamente, a través de la ronda de recuerdos apareció la conciencia de las presencias. Fue consciente de ellas no con los sentidos físicos, pues no poseía sentidos físicos en absoluto. Pero su consciencia, su mente obtusa y muda, supo que había llegado…, supo qué eran. A su memoria afluyó el recuerdo del acre olor del hombre, que conmovía su sangre, y sintió cómo la lengua pasaba sobre unos colmillos súbitamente húmedos de saliva; recordó el hambre volcándose sobre tosas sus sensaciones.
En aquel momento se hallaba ciego y carecía de forma en un vacío informe, y si reconocía aquellas presencias era sólo porque se habían topado con la suya. Pero el ser consciente de la presencia de seres humanos tan cerca de él le afectó. Ellos le había sentido, acechando muy cerca, hambriento, y el que sus mentes recibieran el hambriento impacto de la suya, había originado que sus cerebros tradujeran aquella proximidad famélica en una imagen instantánea, pues, desde algún lugar fuera del gris vacío que era su existencia, una voz dijo, claramente:
—¡Mira! ¡Mira! No, ya se ha ido, pero durante un minuto me pareció haber visto un lobo…
Las palabras penetraron en su conciencia con la violencia de un cañonazo; pues, en aquel instante, “supo”. Comprendía el lenguaje que utilizaba el hombre, recordaba que antaño había sido el suyo…, comprendió en qué se había convertido. También supo que aquellos hombres, quienesquiera que fuesen, se encaminaban hacia el mismo peligro que le había vencido a él, y la urgencia de avisarlos acalló su mutismo. Hasta entonces no había comprendido claramente, con los pensamientos de un hombre expresados en palabras, que carecía de ser. No era real… Sólo era los recuerdos de un lobo vagando en la oscuridad. Había sido un hombre. Pero ya sólo era un puro lobo, una bestia, y su alma había sido despojada de su humanidad hasta el mismísimo núcleo de salvajismo que mora en cada hombre. La vergüenza le invadió. Olvidó a los hombres, el idioma que utilizaban, el hambre que sentía. Se disolvió en una nada de recuerdos de lobo y de vergüenza de hombre.
A través de su aturdimiento, una necesidad urgente comenzó a imponérsele. En algún lugar del vacío sonó una voz que le requería irresistiblemente. Le llamaba con tanta fuerza que todo su incierto ser comenzó a dar vueltas alrededor de su cabeza, en respuesta a las corrientes que le arrastraban irresistiblemente hacia la voz.
Brillaba una llama. Llameaba en medio de la nada universal, llamando, ordenando, atrayéndole con tanta dulzura que respondió con todo su ser, pues en aquel fuego había un elemento que despertaba su deseo más profundamente arraigado. Le recordaba la comida, el cálido chorro de sangre, el crujido del hueso entre los dientes, la satisfactoria familiaridad de la carne hundiéndose bajo los colmillos. El deseo de todo aquello brotaba de él como la vida misma, vaciándole…, vaciándole… Iba cayendo lentamente por debajo del lobo, cada vez más bajo, más bajo…
El terror le apuñaló a través del olvido que se acercaba. Era la súbita comprensión de su humanidad perdida desde hacía tanto, un último destello que iluminaba la oscuridad en que se hundía. Y sobre la roca viva de inquebrantable fortaleza que era el núcleo de su ser, aún más bajo, que el nivel del lobo, mucho más que el olvido hacia el que se sentía atraído…, brotó la chispa de la rebelión.
Hasta entonces no había hecho más que patalear impotente, sin ningún apoyo firme donde asentar el pie para luchar; pero a partir de aquel momento, llegado al último extremo, mientras las últimas gotas de vida consciente se escapaban de él, la roca viva de donde brotaban las fuentes de su fortaleza y de su salvajismo comenzó a elevarse, y en aquel último bastión del yo llamado Smith, éste se decidió al instante por la rebelión y comenzó a luchar con toda su naturaleza de lobo, que era el terreno donde había arraigado su alma de hombre. Luchó como un lobo, con el salvajismo de una animal y la fuerza de un hombre, sostenido por la firmeza de la roca viva que apoyaba a ambos. El espacio giró a su alrededor, llameando con fuegos ávidos, oscureciéndose con los exabruptos del olvido, furioso y devorador ante la ardiente presencia de Yvala.
Pero él estaba venciendo. Lo sabía y se empeñaba más en la lucha, hasta que, de repente, sintió que se quebraba la fuerza que se le oponía y de nuevo fue lúcidamente consciente, lúcidamente humano. Yacía sobre el blando musgo como un muerto, terriblemente relajado en todos sus miembros y músculos. Pero la vida volvía rápidamente a él, y la humanidad se derramaba como un río crecido sobre las vacías oquedades de su alma. Durante un instante permaneció a punto de comenzar a flotar, y tuvo que hacer esfuerzos para volver a entrar en su interior. Finalmente, con esfuerzo infinito, alzó los párpados y permaneció a la expectativa, mortalmente quieto.
Ante él se levantaba el sagrario de mármol blanco que albergaba la belleza. Pero ya no era la delirante hermosura de Yvala lo que veía. Había arrostrado el fuego del más profundo de sus peligros y la contemplaba como realmente era… No en la forma con que le había hechizado y que para él, tal y como había adivinado —lo mismo que para cualquier ser vivo, ya fuese hombre o animal, que la mirase—, representaba la pura belleza, sino como una llama de ávida luz flameando en el interior del sagrario. La luz estaba viva, se estremecía, temblaba y se movía, pero ya no adoptaba forma humana. No era humano. Era una vida tan alejada de la humana que se preguntó tímidamente cómo sus ojos podrían haberle engañado dándole la belleza hecha carne de Yvala. E incluso en el corazón del peligro tuvo tiempo de lamentar la desaparición de aquella belleza…, de aquella exquisita ilusión que jamás había existido, salvo en su propio cerebro. Y supo que, mientras la llama de la vida ardiese en él, jamás podría olvidar su sonrisa.
Lo que allí ardía era una cosa de orígenes tan terribles como remotos. Adivinaba que su poder había atenazado su cerebro en cuanto se puso a su alcance, y que le había ordenado que la viera bajo aquella forma encantadora que sólo para él representaba el ideal de su corazón. Debía haber hecho lo mismo a un número incontable de seres… recordó las espectrales presencias animales que en el bosque se habían impuesto a sus percepciones con su tímida y vergonzosa presencia. En efecto, él había sido una de ellas…, en ese momento lo supo. Entonces comprendió la advertencia y la angustia en sus ojos. También recordó las ruinas que había visto en la espesura. ¿Qué raza había morado allí antaño, imponiendo su civilización y la huella de sus tranquilos claros y arboledas sobre la voraz jungla? Quizá una raza humana, que vivió apartada bajo la vegetación hasta que llegó Yvala la Destructora. O quizá no fuera humana, ya que sabía que Yvala adoptaba una forma diferente para cada criatura viviente, la encarnación del deseo supremo de cada individuo.
Entonces oyó voces. Después de un esfuerzo infinito consiguió girar la cabeza sobre el césped, hasta que pudo comprobar de dónde venían. Y lo que vio le habría hecho levantarse si hubiera estado en condiciones, pero un cansancio mortal cayó sobre él con el peso de los mundos y fue incapaz de moverse. Aquellas presencias humanas que había sentido cuando revestía forma animal estaban cerca de él… Eran los tres traficantes de esclavos de la pequeña astronave. Debía de haberlos seguido desde no muy lejos, por oscuros motivos que jamás conocería, pues la magia de Yvala había hecho presa en ellos y estaban a punto de perder lo poco de humanidad que les quedaba. Se habían detenido en fila ante el sagrario, con un éxtasis casi sagrado en sus rostros. Y tuvo la certeza de que reflejaban la gloria de Yvala, aunque, a sus ojos, la cosa que miraban no era más que una llama sin forma.
Entonces supo por qué Yvala había cedido tan rápidamente en la desesperada lucha que había mantenido contra ella: porque se ofrecía pasto fresco a su avidez, nuevos adoradores de los que beber. Había dejado a un lado sus fuentes vitales, prácticamente agotadas, para vaciar de su humanidad a otra presa. Él los observó mientras seguían allí, de pie, embriagados por la belleza de lo que creían que era una mujer incomparable, velada por una cabellera flotante, que esplendía con un ardor más que mortal…, donde, para él, sólo ardía una llama clara.
Pero aún veía más. Alrededor de aquellas tres figuras en éxtasis ante el sagrario podía ver cimbreándose… ¿No sería alguna extraña reflexión de ellos mismos bailoteando en el aire? Los contornos vaporosos oscilaron, y Smith supuso —con ojos que a la luz de lo que le acababa de pasar le permitían penetrar hasta la carne— que aquel espejeo que parecía bailar debía ser, sin duda, el reflejo de algún componente vital de los tres hombres, visible de manera tan extraña en aquellos momentos por la evocación mágica de Yvala.
Los reflejos en cuestión tenían forma humana. Tendían hacia Yvala desde sus anclajes en los respectivos cuerpos que los albergaban, tirando de ellos como si quisieran abandonar sus raíces carnales y fundirse en un todo con la belleza hecha carne que los llamaba de modo tan irresistible. Los tres permanecían rígidos, con los rostros inexpresivos por el éxtasis, inconscientes del peligroso tirón que iba a sufrir su alma.
Entonces Smith vio cómo al hombre que estaba más cerca se le aflojaban las rodillas, vacilaba y se derrumbaba sobre el musgo. Permaneció inmóvil durante un momento, mientras que, de su cuerpo caído, aquel tenue reflejo de sí mismo daba un tirón tras otro hasta conseguir soltarse en un esfuerzo final y flotar como un espectro de humo en la ardiente luminosidad blanca del sagrario. La llama lo engulló y relució con mayor intensidad, como si acabara de recibir más combustible.
Cuando aquella súbita luminosidad murió, el espectro de humo se movió a la deriva y se arrastró a través de las columnas con una forma que incluso a los debilitados ojos de Smith presentaba una extraña distorsión. Ya no era el alma de un hombre. Toda su humanidad había sido consumida para alimentar la llama que era Yvala. Los bestiales fundamentos, que en todas las criaturas humanas se hallan tan poco profundos bajo el barniz de civilización y humanidad, habían quedado al desnudo, libres. Smith sintió un escalofrío al constatar aquello, mientras observaba el núcleo de instintos bestiales que era todo lo que quedaba después de desaparecer el barniz de humanidad, un núcleo de recuerdos animales arraigados desde hacía eones, desde aquel lejanísimo pasado en que todos los antepasados del hombre corrían a cuatro patas.
Lo que quedaba era un animal taimado, lleno de la astucia del zorro. Vio su forma neblinosa alejarse furtivamente en la verde penumbra del bosque y nuevamente comprendió por qué, cuando se dirigía a aquel lugar, había visto en el parque fugaces reflejos de animales, todos con aquella terrible familiaridad en la manera de erguir la cabeza, y en la línea de sus hombros y en el cuello, que evocaban actitudes diferentes de las de animales de cuatro patas. Debían de ser espectros como aquel, a la deriva entre los bosques, bestias fantasmales que aún conservaban jirones y andrajos de la humanidad de la que habían sido despojados, y que habían rozado con sus mentes la de él, consiguiendo por el impacto de la viveza de su evocación una visión de su realidad de pieles y de carne, pero muy fugaz, antes de que el espectro se desvaneciese. Y él se estremeció espantado al pensar en el elevado número de hombres que habían debido servir de alimento a la llama, despojados de su humanidad como de un vestido y errando en aquellos momentos en la desnudez de su bestial naturaleza a través de los bosques encantados.
Era Circe. Lo comprendió con un escalofrío de repulsión y de espanto. La encantadora Circe, que convirtió a los hombres de la leyenda griega en animales. ¡Y qué tremendo fondo de realidad y mito aparecía vagamente, como una niebla, después de lo que acababa de suceder ante sus mismísimos ojos! La encantadora Circe: una antigua leyenda de la Tierra hecha carne en una luna de Júpiter, muy lejos, en el espacio. El espanto de aquello sacudió todos sus fundamentos. Circe… Yvala… Una entidad extraterrestre que, por lo tanto, debía vagar por el universo y las eras, dejando a lo largo de los siglos vagos rumores sobre su paso. La adorable Circe en su isla azul del mar Egeo… Yvala en su luna encantada bajo el arrebol de Júpiter… pasado y presente fundidos en un todo cegador.