Después, otro destello en la penumbra arrancó sus ojos del hechizamiento que se iba acercando y, atónito, vio que otra joven caminaba bajo los árboles que se cernían sobre ellos, con el cabello flotante en lentas ondulaciones que ocultaban y desvelaban la belleza de un cuerpo tan exquisito como el primero. Y como éste ya se hallaba más cerca, Smith pudo contemplar el encanto de su rostro, de tez como el oro pálido, más adorable que un sueño, con el modelado sutil y delicado de su pómulos y de sus mejillas, que se alzaban con una deliciosa suavidad para llegar a una frente ancha y baja, donde el cabello de un color muy vivo caía hacia abajo en zarcillos que se retorcían como llamas. Había un sutil matiz eslavo en aquellos rasgos del color de la miel, en la anchura de sus mejillas y en la suave curva con que los pómulos anunciaban una boca roja como una brasa ardiente, curvada en una sonrisa que prometían… el Cielo.
Ella estaba muy cerca. Podía ver la piel de melocotón de sus pálidos miembros dorados, el latido del pulso en su torneada garganta, los ojos velados que buscaban los suyos. Pero, detrás de ella, la segunda joven se iba acercando, tan hermosa en todo como la primera, con una belleza que atraía magnéticamente su mirada hacia aquel ondulante fluir de encantos. Mas, detrás de ella —sí—, llegaba otra y, detrás de ésta, una cuarta; y, en el crepúsculo verde que se abría tras ella, unas manchas pálidas anunciaban la presencia de muchas más.
Y todas eran idénticas. Los aturdidos ojos de Smith recorrieron aquellos rostros, buscando y descubriendo lo que su cerebro aún no podía creer. Rasgo a rasgo, curva a curva, eran idénticas. Cinco, seis, siete cuerpos del color de la miel, medio velados por cabellos ricamente encendidos, que se dirigían hacia él. Siete, ocho, diez rostros exquisitos sonriendo en una promesa de éxtasis. Extrañado e incrédulo, sintió que una mano agarraba su hombro. La voz del aturdido Yarol murmuró, casi en un susurro:
—¿Estamos en el paraíso… o es que nos hemos vuelto locos?
Al oír aquello, Smith, que se encontraba como hechizado, salió de su trance. Sacudió fuertemente la cabeza, como un hombre aún no despierto del todo que intenta despejarse, y dijo:
—¿A ti también te parecen todas la misma?
—Sí. Son exquisitas…, exquisitas… ¿Viste alguna vez cabellos como los suyos, negros como el satén?
—¿Negros…, negros? —murmuró estúpidamente Smith, mientras se preguntaba qué era lo que no andaba bien. Cuando, finalmente, lo comprendió, la impresión que sintió fue lo suficientemente fuerte para hacerle apartar la mirada del encantamiento que tenía delante y volverla, rápidamente, hacia el arrobado rostro del menudo venusiano.
Su tersura impoluta se había convertido en una máscara de estupor casi sagrado. Incluso la sagacidad, el cansancio y el salvajismo de sus negros ojos se habían perdido entre el encanto de lo que miraban. Casi para sí mismo, murmuró:
—Y blancas, tan blancas como lirios. ¿No crees?… De cabellos más negros y de piel más blanca que…
—¿Estás loco?
La voz de Smith interrumpió brutalmente el arrebato del venusiano. La máscara congelada en el trance se quebró ante el impacto de aquella exclamación. Como un hombre que despertara de un sueño, Yarol se volvió parpadeando hacia su amigo.
—¿Loco? ¿Por qué…, por qué? ¿No lo estaremos los dos? ¿Cómo, si no, podríamos ver algo así?
—Uno de nosotros tiene que estarlo —dijo Smith, misterioso—. Estoy viendo mujeres jóvenes de cabellera rojiza y del color del… melocotón.
Yarol parpadeó nuevamente. Sus ojos recorrieron el ramillete de desconcertantes bellezas que estaban en la carretera. Y dijo:
—Entonces eres tú. Todas tienen el cabello negro, todas y cada una de ellas, reluciente y suave como el largo satén, y nada de la Creación es más blanco que sus cuerpos.
Los pálidos ojos de Smith se dirigieron nuevamente hacia la carretera. De nuevo volvieron a encontrarse con aquellos perfiles y curvas de carne aterciopelada, medio velados por cabellos que oscilaban como llamas. Y una vez más agitó la cabeza, desconcertado.
Las jóvenes revolotearon a su alrededor en la verde penumbra, moviéndose con pasos levemente inquietos en uno y otro sentido sobre la calzada, con pies que parecían pétalos de rosa al caer por su ligereza, y cabellos que se enredaban en las suaves redondeces de sus cuerpos y que ondeaban a su alrededor en continuo movimiento. Volvían sus ojos lánguidos hacia los dos hombres, pero no hablaban.
Después, con el viento llegó el lejano eco a la deriva de aquella risa exquisita y cantarina. Su dulzura hacía más ligero el roce de la brisa sobre sus rostros. Era una caricia y una promesa, además de una invitación irresistible, que flotaba entre ellos y se perdía en la distancia en débiles cadencias desmayadas que acariciaban sus oídos aún después de que su música audible hubiese cesado.
Su sonido sacó a Smith de su aturdimiento, y se volvió hacia la joven que tenía más cerca, preguntando de sopetón:
—¿Quiénes sois?
Entre el enjambre que revoloteaba corrió un pequeño espasmo de excitación. Aquellos rostros adorables, idénticos todos ellos, se volvieron hacia él, y aquella a la que había interpelado sonrió de manera desconcertante.
—Yo soy Yvala —dijo con una voz más suave que la seda, concebida para acariciar los oídos y deslizarse ondulante sobre las mismísimas fibras nerviosas, con una dulzura lenta y relajante. ¡Y había hablado en inglés! Hacía mucho que Smith no oía su lengua materna. El sonido de la lengua de su patria pronunciado por una voz de dulzura encantadora hizo vibrar con intolerable emoción alguna cuerda oculta de su corazón. Durante un momento se quedó sin habla.
El silencio fue interrumpido cuando el sorprendido Yarol silbó por lo bajo.
—Ahora sé que estamos locos —murmuró—. No hay otro modo de explicar que hablara en alto venusiano. Pero… ¡si no ha podido…!
—¡Alto venusiano! —exclamó Smith, que salía de su mutismo—. ¡Habló en inglés!
Se miraron el uno al otro, con la sospecha naciente en sus ojos. En su desesperación, Smith se volvió y repitió a gritos la pregunta a otra de las beldades de aquel grupo, conteniendo la respiración mientras esperaba su respuesta, para estar seguro de que sus oídos no le habían engañado.
—Yvala… Soy Yvala —respondió con la misma voz sedosa que la primera. Inconfundiblemente era inglés, cargado de dulzura con los recuerdos de la patria.
Detrás de ella, entre aquel vergel de cuerpos torneados de piel del color del melocotón, velados por cabellos de colores rojizos, otros labios plenos se movieron y otras voces aterciopeladas murmuraron: “Yvala, Yvala, soy Yvala”, como ecos moribundos que flotasen de boca en boca, hasta que la última sílaba de aquel nombre tan extraño y bonito se desvaneció en el silencio.
A través del extraño silencio que cayó cuando sus murmullos murieron, la brisa sopló de nuevo y, una vez más, aquella risa dulce y casi inaudible llegó desde muy lejos para insinuarse en sus oídos, subiendo y bajando en el viento hasta hacer latir sus corazones al unísono, decayendo después, debilitándose, muriendo a su pesar en la fragante brisa.
—¿Qué era eso?… ¿Quién era? —preguntó Smith en voz baja a las jóvenes que se arremolinaban a su alrededor, mientras lo que quedaba de la voz se desvanecía en el silencio.
—Era Yvala —dijo el coro de voces acariciantes como el eco múltiple de un mismo tono lánguido y lleno de matices—. Yvala ríe… Yvala llama… Ven con nosotros hasta Yvala.
—¿Geth morri a’ Yvali? —dijo Yarol, con una súbita nota de inflexiones musicales, en el mismo momento en que Smith preguntaba lo mismo en su propia lengua materna, que sólo usaba muy raramente:
—¿Quién es, entonces, Yvala?
Pero no hubo contestación a aquella pregunta, sólo señas y la reiteración entre murmullos del mismo nombre: “Yvala, Yvala, Yvala…”, y risas que consiguieron que el pulso de ambos latiera más fuerte. Yarol alargó tímidamente una mano hacia la joven que tenía más cerca, pero ella se escapó como el humo, sin conseguir nada más que rozar la aterciopelada carne de su hombro, que dejó en sus dedos una sensación deliciosa. Ella sonrió ardientemente por encima del hombro, mientras Yarol cogía a Smith del brazo.
—Vámonos —dijo con urgencia.
En un placentero sueño de voces apenas pronunciadas y adorables cuerpos cálidos dando vueltas alrededor, apenas al alcance de la mano, avanzaron lentamente contra el viento a lo largo de la carretera, en medio de aquel ondulante grupo, hacia donde había sonado aquella risa digna de un Tántalo, mientras las seductoras jóvenes daban vueltas a su alrededor, con pies inquietos y sin rumbo, con sus cabelleras flotando y enroscándose alrededor de la belleza de sus cuerpos entrevistos, mientras lo ecos de aquel simple nombre subían y bajaban en cadencias tan ricas y suaves como la nata: “Yvala… Yvala… Yvala…”, un ensalmo mágico que les impelía a seguirlas.
Jamás supieron el tiempo que estuvieron caminando. La inmutable jungla se deslizaba tras ellos sin que lo notasen; el ancho y enigmático pavimento seguía adelante; una penumbra misteriosa y verde oscurecía por completo el recorrido de aquella carretera encantada por la risa. Fuera del círculo de jóvenes, que murmuraban con voces que eran como los ecos de un sueño mientras hacían girar sus cuerpos ondulantes y sus flotantes cabelleras, nada tenía sentido para ellos. Toda la maravilla, la incredulidad y la estupefacción de las mentes de aquellos dos hombres se habían abismado en la nada, anegadas y engullidas por la fragante música de sus encantadoras.
Después de un largo instante de arrebato, al ver que llegaban al fin de la carretera, Smith alzó su soñadores ojos pálidos y, como a través de un velo, tan vagamente como si la escena tuviera poco significado para él, vio que ante ellos comenzaba a abrirse un gran espacio, una especie de parque, a medida que las paredes de la jungla se apartaban a cada lado. En él cesaban de repente los pantanos primigenios y la vida vegetal animada para dar paso a una escena que bien hubiera podido provenir de un millón de años atrás en el tiempo. El claro estaba surcado por grandes árboles patriarcales que habían evolucionado de las cosas serpenteantes que crecían en la hambrienta jungla. Sus hojas techaban el lugar con un verdor ondulante a través del cual una luz que poseía la suavidad del crepúsculo se filtraba sobre una alfombra de musgo constelado de flores. De un solo paso, franquearon eras de evolución y entraron en aquel espléndido claro lleno de penumbra que bien hubiera podido provenir de un mundo con un millón de años más que la jungla que, impotente, bostezaba de hambre alrededor de su contorno.
El musgo era aterciopelado bajo sus pies. A través del crepúsculo, con ojos que apenas comprendían lo que veían, Smith contempló paisajes que se extendían bajo la penumbra verde agazapada bajo los árboles. Era un lugar silencioso, misterioso, muy tranquilo. En ocasiones le pareció ver un destello de vida entre las hojas que se extendían sobre él, una agitación entre los árboles, como si pequeñas cosas se cruzaran en su camino y pájaros revoloteasen entre las hojas, pero no pudo asegurarlo. Una o dos veces le pareció captar el eco del canto de un pájaro, como si la melodía hubiera sonado en sus oídos instantes antes y sólo después, cuando el sonido se desvanecía, hubiese sido consciente de ella. Pero ni una sola vez escuchó de manera efectiva la nota de una canción, ni tampoco vio ninguna vida animada, aunque su presencia fuera frecuente bajo las hojas bañadas por el crepúsculo verde.
Avanzaron lentamente. En una ocasión podría haber jurado que vio un ciervo salpicado de manchas que le miraba con grandes ojos de infelicidad desde un abrigo de ramas, pero cuando miró desde más cerca no vio más que hojas balanceándose en el viento. Y en otro momento, en lo más profundo de su oído, como si fuese el eco de un sonido que acabara de producirse, le pareció distinguir el agudo relincho de un garañón. Pero después de todo, aquello no tenía gran importancia. Las jóvenes seguían comportándose como si fueran sus pastoras mientras los conducían por el florido musgo, rodeándoles con voces profundas de palomas cuya única música era: “Yvala… Yvala… Yvala…”, en una armonía interminable de notas que subían y bajaban.
Caminaban como en un sueño, los árboles y las musgosas perspectivas del parque deslizándose lenta e interminablemente en sentido contrario al de su avance, en una calma inmutable. Cada vez con más insistencia, aquella impresión de vida entre los árboles seguía acaparando la atención de Smith. Se preguntaba si no estaría sufriendo alucinaciones, pues ninguna disposición de las ramas y de las sombras hubiera podido explicar la cabeza de jabalí salvaje que le pareció haber visto entre la vegetación, mirándole durante un instante con ojillos llenos de vergüenza, antes de fundirse bajo su mirada en el cúmulo de sombras.
Parpadeó y se restregó los ojos, por el terror momentáneo de que su propio cerebro le estuviera traicionando; pero instantes después observaba, sin saber a qué atenerse, el espacio que se abría entre dos árboles de ramas bajas, donde le había parecido ver con el rabillo del ojo un magnífico garañón blanco que se detenía indeciso, con la cabeza alzada y una mirada extrañísima y cargada de urgencias, mezcla de advertencia, miedo… y vergüenza. Pero se desvaneció en una mera sombra arrojada por las hojas cuando Smith se volvió.
De repente, se sobresaltó al tropezar con lo que no era más que una rama poblada de hojas que se cruzaba en su camino, aunque un instante antes le hubiera parecido, de una manera muy inverosímil, una bestia felina que caminara agachada por el musgo, cuyos ojos ardientes se volvían hacia él cargados de odio, advertencia y disgusto.
Había algo en aquellos animales que suscitaba en su mente una vaga inquietud cuando los miraba, algo en sus ojos que era advertencia, agonía y un reflejo de inteligencia mayor de lo que se aprecia en los ojos de las bestias, algo espantosamente extraño y embrujadoramente familiar en la forma en que sus cabezas se erguían sobre sus hombros…, algo que sugería horriblemente una postura que no era la usual de cuatro patas.
Finalmente, cuando una hembra de gamo saltó con gracia de entre las hojas, dudando un instante antes de salir huyendo con ligereza impropia de un cuadrúpedo, mientras volvía hacia él, al desaparecer, una mirada de agonía con ojos muy abiertos que, como advertencia, era tan eficaz como un grito, Smith se detuvo bruscamente. Un malestar demasiado profundo para desvanecerse por el efecto de las muchachas que canturreaban le avisó del peligro. Se detuvo y miró con incertidumbre a su alrededor. La gama se había fundido entre las sombras de las hojas que fluctuaban sobre el musgo, pero él no podía olvidar la persistente vergüenza y la advertencia de sus ojos.