Nubes de kétchup (23 page)

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Authors: Annabel Pitcher

Tags: #Drama, Relato

BOOK: Nubes de kétchup
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Por si quieres saberlo, te diré que lo van a hacer en el instituto porque el personal le ha dado luz verde a Sandra para alquilar el salón para una cena de dos platos el 1 de mayo preparada por las cocineras de la escuela.

—Va a ser bonito —me dijo en el invernadero el fin de semana pasado mientras mi madre sonreía y yo pensaba en eso de homenajear a alguien con un pudin de pasas—. Y también se va a recaudar dinero para el instituto. La entrada son quince libras. Ni que decir tiene que la tuya es gratis —añadió dándome palmaditas en la pierna. La aparté fingiendo que me picaba la rodilla—. ¿Has vuelto a pensar en lo que te apetecería leer?

No contesté. No era capaz. El sol irrumpió entre las nubes, sujetándome al sofá como una chincheta de oro al rojo vivo.

—Has estado muy ocupada en el instituto, ¿no? —dijo mi madre mientras el sudor brotaba con esfuerzo de mis poros.

—Bueno, yo creo que estaría bien que fuera algo personal. Algo escrito por ella misma —continuó Sandra como si yo no estuviese allí—. Algo que le salga del corazón.

—Lo vas a hacer muy bien, Zo —respondió mi madre cogiéndome la mano—. Eres una escritora estupenda.

Me gustó oírselo decir, Stu, pero antes de eso yo ya lo había intentado y lo único que conseguí fue subrayar cinco veces el nombre de él. Arrugué el papel y lo tiré con un rugido de frustración a la papelera y le di una patada tan fuerte que me hice daño en el pie, pero como me lo merecía, le di otra y otra más, odiándome a mí misma por el sufrimiento que he causado y las cosas que he hecho. Qué maravilla sería olvidar la lluvia y los árboles y la mano que iba desapareciendo, quedarme como el abuelo después de la embolia, confundida y atontada, apartar a un lado los recuerdos y pedir que me traigan un cuenco de gelatina de fresa.

Pero si no lo puedo olvidar, entonces necesito sacarlo fuera, y ahora más que nunca, Stu, porque no tenemos mucho tiempo. Por muy difícil que se me haga tengo que seguir adelante, porque tú eres el único que lo comprende y si el 1 de mayo todo sale mal, mi oportunidad se habrá esfumado. Morirás sin saber lo peor de mí mientras que yo sé todo lo peor de ti, y eso tampoco es justo, porque estamos juntos en esto, así que tú no te preocupes que yo pienso seguir hablando hasta el mismísimo final para mantenerte distraído y que no te sientas solo en tu celda, que supongo que ahora te parecerá todavía más pequeña, y el mundo exterior, todavía más lejano.

Duodécima parte

Vamos a empezar por el sexto cumpleaños de Dot, que fue el 16 de febrero, así que imagínatela saltando encima de mi cama para despertarme, o más bien encima de mi cabeza si mal no recuerdo, aplastándomela con la rodilla.

—¡Es mi cumpleaños! —dijo por señas poniéndome las manos delante de la cara para que pudiera vérselas. Su dedo meñique me pasó a un milímetro de la nariz.

—Eso ya lo sé.

—Pues ¿dónde está mi regalo?

Fingí ahogar un grito.

—¡Se me ha olvidado!

Dot entrecerró los ojos.

—Es mentira.

—No. De verdad. Se me ha olvidado.

Dot me agarró de las orejas y examinó más de cerca mi expresión, con la nariz tocando la mía.

—¡Mentirosa! —Se puso a bailar alrededor de mí diciendo a toda velocidad por gestos—: ¡Mentirosa mentirosa mentirosa!

Salí riéndome de la cama y saqué del armario el regalo que tenía escondido debajo de los zapatos. Dot rompió el papel de regalo para encontrar una corona de plástico dorado con las palabras «Reina del mundo» en la frente. La miró sorprendida.

—¿Te gusta?

—¡Me encanta!

Nos sentamos en la alfombra de mi dormitorio a tomar un té imaginario en el palacio de Buckingham.

—¿Puedo contarte un secreto? —me dijo por señas. Yo esperé haciendo como que me comía una galleta—. Tú eres la mejor de la familia. Pero la mejor
de verdad
.

Le toqué la nariz con mi taza de té imaginaria.

—Muchas gracias.

—Este es el mejor regalo de mi vida. Mejor que lo que me ha regalado mamá. —Dot arrugó la nariz—. Libros. Y
cuadernos para colorear
. No me ha comprado lo que le había pedido.

Ladeé la cabeza para mirarla.

—Y ¿qué era?

Dot me devolvió la mirada, con la cara triste.

—Unas orejas nuevas.

—¿Por eso le habías pedido un iPod a Papá Noel? —pregunté subiéndomela al regazo—. ¿Le pediste a él también unas orejas nuevas?

Asintió.

—Pero solo en la posdata del final de la carta, así que puede que ni lo viera.

—Puede —alcancé a decirle, sufriendo por ella, meciéndola de un lado para otro con ganas, por mucho que supiera que no iba a servir de nada, pero queriendo hacer algo.

Me miró fijamente, con los ojos verdes de verdad.

—¿Por qué he nacido así?

—No lo sé. Esas cosas no se eligen.

—Pues no me parece justo.

—No —le respondí—. A mí tampoco.

No pude dejar de pensar en ella toda la mañana. En la ducha. Al desayunar. Camino de la biblioteca. Si te digo la verdad, mientras arreglaba algunos libros viejos en el mostrador principal casi ni oía los rollos de la señora Simpson sobre la decoración de su casa.

—… Así que al final me decidí por una alfombra verde oliva.

—Qué bien. —Corté con el pulgar un trozo pegajoso de papel celo, preguntándome si esa preocupación sería lo que mi madre sentía por Dot todos los días.

—O sea, por un momento consideré el verde
salvia
, pero pensé que era algo intenso.

—Ah, ¿sí?

—Si te soy sincera, Zoe, el salvia es un color que no había visto en mi vida, y de eso igual sé un poco, porque me encanta cocinar, que fue precisamente lo que le dije al vendedor. No, yo creo que he hecho la elección adecuada. El verde oliva es mejor. Más sosegado.

—Ya, claro.

—Y además resulta que es más barata, o sea que podría… ¿No es ese tu amigo? —me preguntó la señora Simpson.

—Totalmente —dije, sin escuchar.

—¿El que está ahí arriba, al lado de la escalera de caracol?

Señaló con un libro a una silueta y yo pegué un respingo. Aaron estaba recorriendo los estantes de Literatura en busca de un libro, sin prestarme la más mínima atención. Se rascaba la cabeza y ponía cara de perplejidad seguro que aposta, para que yo subiese y le ofreciera ayuda. Me cargué una etiqueta. Me levanté. Me faltó el valor. Volví a sentarme. La pierna se me movía sola por debajo del mostrador, y entonces me puse en pie de un salto. Volqué sobre el mostrador la caja de Devoluciones, rezando para que hubiera algo de la sección de Literatura.

Dos libros de patrones para hacer punto.

Uno sobre puentes.

Una enciclopedia sobre religión que arrojé a un lado soltando un taco.

Metí la mano en la caja y allí, en el fondo, había algo más. La saqué rápidamente. ¡Una novela de George Eliot! Apretando el libro contra el pecho, corrí hacia las escaleras. Aaron también había cogido un libro y se alejaba ya de la estantería leyendo la publicidad de la contraportada, y si llegó a percatarse, Stu, de que yo iba corriendo hacia él, no se le notó en la cara. Empecé a subir la escalera cuando él empezaba a bajarla, por las vueltas y revueltas, haciendo cantar el metal con nuestros pies. Nos encontramos justo en mitad de la espiral y era como estar dentro de un gran remolino del ADN de Aaron, rodeada de él y envuelta en él mientras el resto del mundo se iba desdibujando hasta esfumarse.

—Me alegro de verte por aquí —le dije. Incluso le sonreí, porque estaba convencida de que había venido a hacer las paces.

—Esto es una biblioteca, ¿no? Necesito un libro. —Su tono me sorprendió. Y la verdad es que me piqué. Aaron llevaba en la mano algo de Dickens—. Para un trabajo que tengo que entregar el lunes. Me he dejado el mío en el colegio. Estoy aquí solo por eso.

Levanté el libro que llevaba yo y señalé hacia el primer piso.

—Ah, vale. Pues yo estoy aquí solo por esto. Tengo que devolver este libro a su estante.

Nos fulminamos mutuamente con la mirada, pero en nuestros ojos había algo más grande que el enfado. No nos movimos ninguno de los dos. No queríamos movernos. Yo le estaba cerrando el paso a él y él me lo estaba cerrando a mí y así nos quedamos rato y más rato, con la gente andando por encima de nuestras cabezas y por debajo de nuestros pies mientras nosotros permanecíamos suspendidos entre dos pisos.

El aire estaba vivo. Cargado. Vibraba y susurraba y crepitaba como la electricidad estática que precede a la tormenta.

—No deberías haberme llamado zorra —dije al fin.

—No deberías haberte portado como tal —respondió, pero aun así seguimos mirándonos a los ojos recordando aquella noche y todas las anteriores, y ahí estaban el mochuelo y la hoguera y el muro de al lado de mi casa y nuestras manos temblorosas en la ventana. Mil ocasiones desperdiciadas.

Mil y una.

—¿Me dejas pasar, por favor? —dijo Aaron—. Me tengo que ir ya.

Demasiado decepcionada para negarme, me aparté a un lado para dejarle paso. Nuestros cuerpos se rozaron al cruzarse, y estoy segura de que él también sintió en la piel un ardor abrasador mientras la escalera repiqueteaba de tal forma que nos temblaban los huesos.

En el primer piso, un hombre gordo se acercó a preguntarme por la sección de novelas policiacas mientras Aaron se dirigía al mostrador de la biblioteca.

—¿Hay libros de autores estadounidenses? —preguntó el hombre—. Aparte de Grisham, quiero decir. —Abajo, Aaron estaba dando su tarjeta. Capté un relámpago castaño (sus ojos volviéndose fugazmente hacia mí) y un golpe de rubor cuando vio que me había dado cuenta—. Me he leído todos los libros que ha escrito. Salvo
El informe Pelícano
, pero como vi la película me conozco el argumento. —A mí me dolían los labios de la cantidad de cosas que quería decir. Que necesitaba decir—. Desde luego no es lo mismo que habérselo leído, pero…

—Lo siento —le interrumpí al ver cómo la señora Simpson pasaba el libro de Aaron por el escáner y estampaba la fecha, y él se encaminaba hacia la salida—. Lo siento. Es que tengo que… —La frase se perdió mientras me lanzaba en tromba escalera abajo. «Espera», le iba rogando para mis adentros al pasar corriendo por delante del mostrador mientras la señora Simpson me llamaba con un siseo. Empujé fuerte con las manos el frío cristal de la puerta y la dejé dando vueltas para salir cruzando como una flecha el vestíbulo a la lluvia de fuera, genuina lluvia inglesa, que en lugar de gota a gota caía a rayas, salpicándome la piel y mojándome el pelo y empapándome la ropa. Miré desencajada a mi alrededor, forzando los ojos y el cuello para buscar a Aaron por la acera llena de gente, pero fue inútil. Ya no estaba.

Volví a entrar en el vestíbulo y me dejé caer en el suelo al lado del radiador, en cuclillas, con la cabeza entre las manos. Eso había sido todo. Mi única oportunidad, perdida… Pero en ese momento oí el ruido de la cadena del retrete y ni que decir tiene que de los lavabos apareció Aaron, secándose las manos en los vaqueros. Me levanté como pude y corrí hacia él, con los zapatos encharcados y el flequillo pegado a la frente. Puede que yo no viera más que lo que quería ver, pero me pareció que los labios de Aaron se curvaban al verme mojar el suelo entero, y, Stu, no pretendía que fuera una metáfora, pero igual era porque me estaba derritiendo solo de pensar que había sonreído.

—Mira, Aaron, yo no lo sabía, ¿vale? —le espeté—. No sabía que erais hermanos. Por lo menos al principio. —Si había habido una sonrisa, desapareció al instante—. La primera vez besé a Max porque tú habías desaparecido. ¡Fue solo por eso! Me tienes que creer.

—Tampoco desaparecí por mucho tiempo —murmuró Aaron cruzando los brazos—. Solo me fui calle abajo para contestar el teléfono, porque estaba llamando mi madre y no le habíamos dicho que íbamos a hacer una fiesta.

—Te estuve buscando —dije extendiendo las manos—. ¡Te busqué por todas partes! Y en la hoguera besé a Max solo por el disgusto de ver que tenías novia.

—Pero si no tengo no…

—¡Eso lo sé ahora! —dije enjugándome con desesperación la lluvia de la cara—. Pero aquel día te juro por Dios que pensé que estabais juntos.

Aaron alzó las cejas.

—Ya, claro, y tampoco te dio tiempo de averiguar más porque te largaste con mi hermano.

—Cuando empezó todo esto no sabía que erais hermanos —le grité, con una necesidad urgente de que me creyera—. ¿Cómo podía yo saberlo? Jamás habría…

—¡Pero te enteraste! —replicó Aaron—. Te enteraste de que éramos hermanos y seguiste.

—¡Porque tú me dijiste que siguiera!

—Pero entonces ¿solo le estás utilizando? —preguntó Aaron.

—No, o sea… Mira, no es que no me guste Max, porque sí me gusta. De verdad que me gusta, pero… —Con un gruñido de rabia, Aaron se puso la capucha y salió de malos modos por la puerta. Corrí tras él, le agarré del brazo y le hice volverse en redondo antes de que desapareciera calle abajo—. No podemos dejarlo así —aullé mientras la lluvia se estrellaba contra mi piel.

—Así ¿cómo? —gritó Aaron soltándose de un tirón. Su pecho subía y bajaba, teníamos el pulso a cual más acelerado y yo necesitaba hacerle comprender.

—¡Contigo pensando que he escogido a Max!

—¡Lo has escogido!

—¡Porque no sabía que

eras una opción!

Y sin pensármelo dos veces, sin preocuparme por las consecuencias, le agarré la cara y tiré de ella hacia la mía, y nuestras bocas se encontraron con tanto ímpetu que me dolió de la forma más dulce posible.

Nos separamos con cara de susto. Durante unos segundos no pasó nada. No pasó nada y pasó todo porque en aquel momento no solo no dijimos una sola palabra de arrepentimiento sino que sonreímos los dos con una dicha que era más grande que cualquier culpa. Mirando alrededor para asegurarse de que no nos veía nadie, Aaron me agarró de la mano y empezamos a correr, con la adrenalina zumbándonos por las venas, muriéndonos por encontrar un sitio en el que estar solos. La fuerza de la lluvia se redobló como si la naturaleza estuviera de nuestra parte, atrapando a la gente en sus casas. Los edificios y los adoquines y las escaleras y los callejones y las iglesias y los parques…, todo, la ciudad entera, nos perteneció por un precioso instante que era largo y ancho y, Stu, lo llenamos hasta el último resquicio.

Aquello era vivir.

Vivir de verdad.

Los colores me parecieron más vivos. Los olores, más intensos. Los sonidos, más fuertes. Oí el gorgoteo de cada gota que salía por los desagües, vi todos los matices del verde de los árboles que íbamos dejando atrás, olí cada gota de lluvia y de barro, y de humo cuando nos refugiamos en una torre por la que se llegaba a la muralla de la ciudad. Aaron me besó en aquella oscuridad húmeda, con labios suaves y manos impacientes. Le estaba oliendo, Stu, pasta de dientes y jabón y desodorante, nada especial, pero cerré los ojos, con sus manos en mi nuca, en mi espalda, en mi pelo y puede que hasta en mi corazón mientras nuestras bocas se movían, nuestros cuerpos se apretaban y nuestros pies se empapaban en un charco que apenas notábamos.

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