—Oye, ¿a ti también te trata la doctora León? —me preguntó de repente.
—A mí no. ¿Por qué?
—Como el otro día hablabas tanto con ella.
—Es que fuimos compañeras de instituto.
Se puso a hablar de Mariana en términos contradictorios. La necesitaba, no podía vivir sin ella, pero era odiosa. Siempre inalterable, siempre por encima de todo, fría como un témpano, no sabía lo que era una pasión, y con Fefa igual, Fefa decía lo mismo.
Sentí como una cuchillada intempestiva en las vísceras al acordarme de la reacción que tuvo cuando yo me enamoré de Guillermo. Creí que tenía enterradas estas heridas tan antiguas. Y todo el edificio de mi vida se tambaleó. Daniela seguía con su discurso incoherente y me acariciaba los hombros con una mano, mientras con la otra asía débilmente sobre su regazo un plato con restos de comida. Hablaba de las relaciones de odio-amor y de su viaje de novios. Decidí no beber más y darme una vuelta por la terraza.
—Quita un momento, por favor, Daniela. Y dame ese plato, que te lo llevo al buffet. Te estás poniendo perdida —dije con voz resuelta.
Y al levantarme noté que las piernas las tenía entumecidas y que la cabeza me daba vueltas. Pero también que era como salir de un pozo. Daniela lloraba con la cabeza apoyada en el respaldo del sillón.
—Perdóname, pero vuelve, Sofía. No me dejes sola —dijo con los ojos cerrados—. A mí ya no me quiere nadie.
Me crucé con Gregorio.
—¿Qué le pasa a Daniela? —me preguntó, mirando hacia el sofá—. ¿Se te ha puesto en plan tortolita? Ahora le da por las señoras.
—No, es que ha bebido mucho. Lo debe pasar mal.
—Voy a ver quién la lleva. O si no que se acueste. Siempre el mismo número. Es una plasta. ¿Buscas a tu marido?
—No especialmente.
Gregorio me miró con una mezcla de atención e intriga.
—Oye, tú has mejorado mucho desde que te conocí —dijo.
—¿En qué?
—No sé. Estás como más suelta.
—Pues el buey suelto bien se lame.
—¡Qué chula!
—Ya ves. Hasta luego, maestro.
Salí a la terraza, después de dejar el plato de Daniela sobre una bandeja y darme una vuelta por el garaje. A Eduardo no lo vi por ningún lado. Algunos pulpos habían empezado a bailar a los sones de una música estridente. Otros, los más, seguían hablando de dinero y de los negocios que tienen éxito.
Se oían bastante las palabras tema, problemática, cotización, proyección de futuro, coyuntural y obsoleto. Pero sobre todo kilos. No kilos de filetes, ni kilos de oro, ni kilos de papel, kilos de nada, una masa informe, pastosa y marrón en la que se chapoteaba compulsivamente, que pringaba hasta los ojos, kilos de mierda.
Por unos escalones que había en la terraza se bajaba a un espacio ajardinado con piscina iluminada en medio. Se había quedado una noche muy agradable y unas nubes delgadas navegaban oblicuamente entre las estrellas. Suspiré hondo. A veces nos olvidamos de lo bueno que es suspirar. Algo aflora a través del maquillaje del alma. Es una necesidad física de tregua, como bajar el telón para empezar otro acto. Y contener el suspiro puede proporcionar trastornos.
Estaba empezando el mes de mayo. Me senté junto a la piscina, me acordé de Mariana y me eché a llorar desconsoladamente.
Puerto Real, 11 de mayo
Querida Sofía:
Sabía que me iba a pasar esto que me está pasando, pero no creí que tan pronto. No aguanto la soledad, no la aguanto, me da miedo. La casa de Silvia se me cae encima y cuando salgo de ella, a pesar del buen tiempo que hace y de que me doy paseos por el pueblo y las afueras, no soy capaz de encontrar aventura en nada ni de comunicarme con la primavera, con la naturaleza ni con las personas. Y eso que aquí la gente es muy simpática y está deseando pegar la hebra. Entras en un bar o en un chiringuito cualquiera, te ponen una tapa de sepia a la plancha o de pescado frito, y al poco rato notas que podrías sentirte como en casa y que además nadie te va a hacer una pregunta indiscreta, que te miran simplemente como lo que eres en ese momento, una mujer de media edad que está allí en la barra igual que ellos, no importa de dónde venga ni la vida que lleve a las espaldas. La culpa es mía, y eso es lo que me da rabia. Es como si tuviera echado el cerrojo a la puerta por donde quieren entrar las palabras y los gestos de los demás a despertarme curiosidad, a darme un poco de calor.
Decir que echo de menos Madrid y la vida que podría estar llevando ahí ahora sería una de esas medias verdades erizadas de pinchos que no se atreve uno ni a coger ni a dejar. Lo único bastante seguro es que sonaría mucho el teléfono, que no pararía de mirar la agenda y que no tendría tiempo de quedarme a solas conmigo misma ni de preguntarme por qué no me aguanto. Me dedicaría a darles recetas sobre cómo aguantarse a sí mismos a los enfermos que vienen a mi consulta aquejados de esta incapacidad. He escrito muchas páginas acerca del asunto y es una lección que ya me sé, que amplío continuamente con citas de otras publicaciones y que recito sin tropiezos. La piedra de toque está en aprender a enfrentarse cara a cara con el tiempo libre, a torearlo con los pies bien quietos, en vez de dar la espantada ante él. Estos símiles taurinos los uso bastante, porque entre mis clientes abundan los aficionados a la fiesta nacional, pero echo también mano de otro tipo de metáforas, tengo un repertorio bastante variado. Si me quisiera lucir ante ti, me bastaría con espigar de él las frases más brillantes y desplegarlas, como acostumbro hacer, a modo de coraza detrás de la cual me escudo. No siempre lo hago con la convicción necesaria, y algunos de mis pacientes —casi siempre mujeres, en este caso— se dan cuenta de que es una coraza, me lo digan o no. Lo noto por cómo me miran, y ahí es donde patino.
Ayer, sin ir más lejos, hablé por teléfono con la dueña de esta casa, mi amiga Silvia, que ahora está en una finca que tiene en Carmona, porque se ha hundido parte del tejado, una tormenta ha arrancado árboles y no sé cuántos estragos más. Era a última hora de la tarde, la pillé en un momento de euforia y su voz me sonaba un poco a hueco porque la sentía motivada por los vapores del alcohol. Pero estoy tan maleada por mi postura ventajista de detectar mentiras ajenas, que hasta después de un rato no comprendí que era ella, desde su inteligencia potenciada por la bebida, quien estaba penetrando toda mi desazón y pretendía echarme un cable. Era a ella a quien mi llamada le había sonado a hueco desde el principio.
Pero, hablando de principios, ¡qué mal te lo estoy contando todo, Sofía! A ver si empiezo mejor. Me doy cuenta de que todavía no he abierto una sola ranura, en lo que va de carta, para que puedas meter tu ojo de charol y hacerte una idea de cómo es el sitio donde estoy. Es como si te estuviera oyendo decir: «Oye, no; o no me escribes o hay que ajustarse a las reglas del juego epistolar, chapuzas no vale.» Pues sí, mi buen Per Abat, tus reglas de oro. Puede que una vez más esto de las reglas me ayude a frenar tanto desarreglo, tanto desmoronamiento como se está produciendo en mi edificio interior, que ya no sé si viene sólo de las tejas o de los cimientos mismos. Si se tambalea la historia es porque no me pongo a ordenarla dentro del marco de su decoración.
Empezaremos por los espejos. En esta casa hay muchos espejos, demasiados. Las otras veces que había venido no me había fijado tanto. Debe ser que estaba yo en un estado de ánimo diferente y por eso no me desasosegaban. Y lo peor es que son solemnes, casi trágicos, y que me salen al paso (o voy yo hacia ellos como atraída por un imán) justamente cuando ver mi imagen es igual que sentir una cuchillada por la espalda, cuando la lucha que me traigo entablada entre aceptarme a mí misma y huir de mí está alcanzando sus cotas más álgidas, de tensión irresistible. No falla. En momentos así, precisamente en ésos, resulta que se me aparece el espejo o que estaba parada delante de él hacía un rato y no me había dado cuenta. Hay cuatro de cuerpo entero, pero el que más me pasa la factura es uno con marco de madera negra labrada, rematado en lo alto por una alegoría de la muerte; que también se necesita imaginación barroca por parte del anónimo maestro carpintero que inventara, sabe Dios cuándo, una ornamentación así. En ése, claro, ya me había fijado otras veces, porque es demasiado aparatoso como para no fijarse, pero bueno, de eso que dices «Madre mía, si lo pillara Visconti» y ya decir tal cosa es como estarlo viendo en una película de Visconti y no incorporado al guión de tu propia película, que se rueda en ese momento aunque no haya cámaras; es una forma de echarle literatura a lo que ya es de por sí pura literatura. Lo tienen en el salón de abajo, una habitación enorme empapelada en rojo y oro, con chimenea de mármol verdoso, cortinajes de terciopelo y mucho sillón con borlas y mucho cuadro de firma representando a antepasados de Silvia y mucho olor a cerrado.
Yo lo que no entiendo es por qué tengo tanta querencia a bajar a ese salón y a pasearme por él, si cuando agarro el picaporte y empujo la puerta siempre me da miedo. Y ya no te digo nada si es después de haber caído el sol y está a oscuras, porque entonces hay que dar la luz buscando a tientas el interruptor dorado, panzudo y con estrías colocado un poco alto a la izquierda de la entrada. Te juro que cuando subo la mano palpando por la pared para encontrarlo y me topo con el desconchado que hay debajo, me falta poco para dar un grito. Tendríamos que ponernos a tirar de Freud para entender por qué entro yo tanto en ese recinto, furtivamente y casi en contra de mi voluntad, como cediendo a la fuerza de un embrujo. Pero bueno, a quién se lo voy a decir, ¿verdad?
La tentación del cuarto cerrado, que ya aparecía en algunos cuentos de hadas y en tantos otros inventados por ti, te resultará más patente cuando te diga que yo no vivo en esta parte de abajo (que vamos a llamar, si te parece, la de los espejos), sino en uno de los apartamentos comunicados con ella por una escalera de caracol que arranca del vestíbulo. Yo habito el de la izquierda, con su entrada independiente que da a un living amplio y decorado de lo más moderno, su cocinita, su baño y su alcoba con hilo musical. Es subir la escalera y franquear siglo y medio en unos minutos, como en las películas de ciencia ficción. Estos dos apartamentos de arriba, que Silvia, en uno de sus raptos de entusiasmo pasajero, proyectó para que pudieran venir a Puerto Real sus amigos y sentirse a gusto, no han estado totalmente rematados hasta hace poco. Bueno, no te lo puedes ni imaginar. Ha sido una obra de romanos. No tanto por lo que haya costado en sí, aunque supongo que también, sino porque, como todas las que inventa Silvia desde que la conozco, se ha visto fatalmente condicionada por la mudanza de sus humores.
Fue la primera reforma de envergadura en la que se metió después de morir su padre, y al poco tiempo de emprenderla le entró una depresión tan horrible que ni atendía a los operarios ni quería saber nada de nadie. La criada no acertaba a decidir, y se quedaron los ladrillos, los tablones, los sacos y los bidés amontonados de mala manera durante varios meses en la escalera, al fondo del pasillo y en un patio precioso que luego hubo que reformar también porque se le habían roto azulejos de tanto obturarlo con material de derribo y aquella cantidad de muebles y aparatos modernos que había encargado Silvia para la parte de arriba y que no paraban de llegar. Total, que parecía la casa un cuartel robado. Y ella metida en la cama del dormitorio grande de abajo, donde había muerto su padre, sin mover ceja ni oreja, agarrada a la botella, así un día y otro día. De vez en cuando, sacaba una mano de las sábanas para firmar cheques en blanco. Era su única actividad. Fue cuando yo empecé a tratarla. De esto hace tres años. Aquí ya se acaba el marco y da comienzo la historia.
Era verano y estaba yo pasando unas vacaciones en Cádiz, mitad de placer y mitad de retiro. Por cierto, lo que son las cosas, que el propósito de mi retiro era empezar a redactar un ensayo bastante ambicioso sobre el erotismo, que he continuado a trancas y barrancas, que tengo muy avanzado y que traía precisamente la idea de rematar aquí estos días. (Una idea, ésa es la verdad, amañada sobre la marcha, según hacía la maleta, para darle algunos visos de lógica a este viaje descabellado.) O sea que las fichas y los libros que me llevé al Hotel Atlántico de Cádiz aquel verano son más o menos los mismos que tengo ahora encima de la mesa y que he apartado con aburrimiento para ponerme a escribirte, en vista de que en el otro asunto no doy chispas. Y es que, desengáñate, Sofía, para lidiar con el erotismo, aunque se trate de una lidia a base de fichas, tiene que sentirse uno congraciado con la vida.
Y yo entonces lo estaba; el cuerpo había salido por sus fueros y se había alzado con el estandarte de la victoria, pero pactando con el alma, no llevándola prisionera con cadenas a su campamento. Esta frase del cuerpo pactando con el alma se me ocurrió tal cual, y la escribí en una ficha que pinché en la pared, como hacías tú en época de exámenes con las citas que podían darte ánimos, o sea que te copié, igual que tantas veces. Y me reía yo sola pensando que a ti quizá te habría gustado añadir un collage del cuerpo con alas y una bandera entre nubes, llevando de la mano al alma vestida de normal, puede que hasta comiéndose un bocadillo. Pero, como a mí esas cosas no se me dan, me limité a pegarle con celo una rosa roja —mandada por un chico, claro—, que se fue secando en aquella pared a lo largo de un mes, todavía la guardo. Y también pensaba, al volver al hotel, las noches que volvía, que cuánto te extrañaría a ti que tuviera una rosa pegada en la pared y la mirara envejecer como cuando se quitan las hojas del calendario. Me acordé muchas veces de ti ese verano —el que viene ahora hará tres— y hasta empecé varias cartas que ya desde el principio sabía que no iba a mandarte. En fin, que era muy feliz. Estaba viviendo un amor de epifanía, de los que surgen como liebre en el erial, te aportan una esperanza provisional de resurrección y consiguen dar un mentís a los espejos más despiadados. Era un pintor gaditano bastante más joven que yo, lo había conocido casualmente allí, en una exposición de sus acuarelas. De esas veces que estás dando un paseo solitario y gustoso por una ciudad que no es la tuya, anochece, hay niños jugando en una plaza, no has hablado con nadie en todo el día y de pronto ves gente en un sitio y barullo, y dices: «Voy a entrar ahí.» Me llamaron la atención las acuarelas ya desde fuera, eran muy románticas, de barcos. Pero bueno, esta historia vamos a dejarla aparcada por ahora. Sólo te digo que aquel verano, que todavía recuerdo como nimbado de chispitas brillantes, además de embellecida, me encontraba muy lista y se me ocurrían continuamente ideas para organizar el ensayo éste sobre el erotismo, que ahora, en cambio, me pesa como un plomo.