—Perdóname, Mariana. He bebido mucho. Sólo te voy a hacer otra pregunta, para mí importantísima. ¿Me consideras una amiga íntima tuya? Pero no me contestes por lo que te tienes explicado en la cabeza, contéstame de corazón, lo que sientas.
Le dije que me encontraba muy mal y que no me parecía un asunto para ventilarlo por teléfono, y eso ya la sacó de quicio y provocó la avalancha de «verdades del barquero» que desembocó en mi insomnio de anoche. A las doce y media la volví a telefonear en un estado de ánimo desastroso. Pero necesitaba tranquilizarme la conciencia y pedirle perdón. Le dije que viniera a Puerto Real, por favor, que quería hablar con ella despacio. Que si no, iría yo a Carmona. Tardó en reaccionar. Me di cuenta de que la había despertado.
—Gracias, Mariana —me dijo, al cabo, con una voz muy dulce—. Es la primera vez que me pides una cosa. Pasado mañana, en cuanto remate unos asuntos, me tienes ahí por la tarde.
Llega mañana. Pero ya la sola idea de enfrentarme con ella me pesa como una losa. Necesito estar descansada y dormir. Son las tres de la madrugada. Y sin embargo, hoy me voy a la cama sabiendo que algo ha quedado aclarado.
Por lo menos, Sofía, entiendo para qué he venido a Puerto Real. Para escribirte esta carta. Espero no haberte aburrido.
Que duermas bien. Se lo pido a la luna.
Un beso,
Mariana
P.D. Como no me duermo, porque no hay mañera, me he levantado y me he puesto a revisar mis apuntes sobre el erotismo. Llevo un rato con ello, pero está siendo peor el remedio que la enfermedad, porque no me gusta nada de lo que tengo escrito. Y al preguntarme por qué no me gusta, por dónde falla este análisis que emprendí hace unos años con tanta arrogancia, se vuelve a abrir la herida de mis obsesiones más secretas. Una vez que le estaba hablando a Raimundo de este ensayo con bastante entusiasmo, porque creía verlo todo muy claro, me dijo sonriendo que la debilidad de mis argumentos estaba precisamente en eso, en que lo veía todo demasiado claro, cuando el erotismo es por su propia esencia contradicción y oscuridad. Según él, yo a esos pozos de oscuridad no me digno bajar porque me da miedo.
—Bueno —matizó ante mis protestas—, no digo que no hayas bajado alguna vez, pero como un submarinista cauto y sofisticado, protegido por artilugios de seguridad respiratoria, que tiene buen cuidado de revisar previamente para que no le fallen. Es lo que hacéis generalmente los profesores. Por eso vuestras aportaciones al esclarecimiento de los problemas confusos son correctas pero insuficientes. Precisamente el erotismo es como una marea que rompe los diques de lo inteligible. Y tú quieres entender sin arriesgarte a dejarte anegar por esa marea.
—No me gusta correr riesgos que me anulen el entendimiento.
—Ya lo sé. Pero apóyate en la experiencia de otros que los hayan corrido. ¿Por qué no relees, por ejemplo, a Bataille?
Desde aquella conversación, mi trabajo sobre el erotismo empezó a despedir un tufillo a rancio, a caldo de cerebro, que ya no ha perdido. Y esta noche lo reconozco más que nunca. Mis ojos se han quedado prendidos precisamente en una cita de Bataille que acentúa mi malestar.
La vida humana —dice— tiende a la prodigalidad. Una agitación febril latente en nosotros pide a la muerte que ejerza sus estragos a nuestras expensas. El amor y la muerte no son más que momentos álgidos de una fiesta que la naturaleza celebra con la multitud inagotable de los seres, pues uno y otra llevan consigo el despilfarro ilimitado al que propende la naturaleza, en contra del deseo de durar que es propio de cada ser.
Al leer esta frase y copiarla ahora para ti, se me viene a la memoria alguien que la hubiera suscrito apasionadamente, que vivía gastándose. Ya sabes quién te digo. ¿Verdad que todas sus teorías sobre el deseo amoroso iban por ese registro? Aunque la verdad es que no eran teorías siquiera, eran oleadas que irrumpían sin más. Teorías eran las que le oponía yo, en un intento terco de amurallar el mar para que no me invadiera la casa. Nunca me atreví a adaptarme a su ritmo ni fui feliz con él, ya era hora de que lo dijera, Sofía. Necesitaba imaginármelo de otra manera para poderlo resistir y soñar que lo dominaba. La exaltación que provocaba en mis sentidos la sometía a una especie de alquimia y la convertía en excitación polémica. No disfrutaba de él tal como era, sino de las estrategias que montaba yo para poner a prueba su amor, explorarlo desde mi terreno y canalizar su turbulencia. A través del Guillermo que inventé y que no existía —plegado y deslumbrado ante mí, domesticado por una inteligencia serena y superior— me amaba más que nunca a mí misma. Fue mi primer fracaso, aunque he tardado en entenderlo, el primer eslabón de una cadena de bravatas sin otro objetivo que el de ocultar mi cobardía frente al erotismo tumultuoso.
Seguramente tú supiste seguirle mejor que yo en su tendencia a la prodigalidad y al despilfarro, en la alegría sensual de vivir el instante presente de acuerdo con el puro surgir de los instintos. Tú también eras así, también te atraía el fuego. Estaba escrito que os encontrarais y os amarais «en contra del deseo de durar que es propio de cada ser.» Esta noche os envidio retrospectivamente y pienso que solamente la ceguera y la soberbia me han podido hacer creer a veces que necesitabais de mi absolución. ¡Qué tontería! Ni Catherine ni Heathcliff necesitaron nunca que los perdonara el mesurado Linton. La novela no puede acabar de otra manera, igual que tampoco pudo tener
happy end
la tuya con Guillermo, porque el erotismo es una hoguera que consume lo mismo que va creando y encendiendo. Nada más que por eso.
Sospecho que tú lo has entendido hace mucho tiempo. Está empezando a amanecer. Buenos días, bonita.
M.
Reconozco que no me gusta la realidad, que nunca me ha gustado. He cumplido con ella como Dios me ha dado a entender cuando no había manera de esquivar sus leyes, pero el texto de esas leyes —que además son tantas— no me entra. Lo retengo prendido con alfileres y de una vez para otra se me olvida. Voy de sobresalto en sobresalto, deshaciendo nudos confusos que entorpecen la labor, y siempre me queda la duda de si los habré deshecho bien o mal: no tengo ni idea.
Me pasaba igual con los exámenes de Matemáticas. Nunca me suspendieron en Matemáticas, y llegué a sacar dos notables, uno en quinto y otro en séptimo. Me parece increíble, pero resulta que es verdad. Verdad oficial. Hoy lo he visto escrito y sellado en azul en mi viejo libro escolar, que ha aparecido en el fondo de un cajón grande y revuelto donde estaba hurgando en busca de un papel —no sé cuál— que me había pedido Eduardo para no sé qué. Tengo una ligera idea de que podía ser amarillo y estar algo arrugado. ¿Pero y qué, aunque acertara? Ni aprendería nada nuevo ni me habría divertido. Es un jeroglífico de pacotilla y sin aliciente ninguno, de los muchos que nos equivocan y ponen parches al jeroglífico verdadero. Jeroglífico verdadero. Lo dije varias veces a media voz, deletreando la frase, inventando pausas que la deformaban, columpiándome en su vaivén. «Jero-glífi-co-ver-da-dero-jero.» Siempre me ha gustado colgarme de las palabras, desde que era muy pequeña. Es un juego de cierto peligro, como agarrarse a una argolla que, a su vez, está colgada del vacío. Y por eso mismo apasiona.
Estaba sentada en la alfombra, delante del cajón abierto donde tal vez pudiera esconderse el papel amarillo, y me quedé mirando a la ventana mientras canturreaba la frase y la deshacía y la volvía a coger por la cola. Estaba atardeciendo. Pasaban unas nubes rosáceas que se movían sin sentir, que sin sentir mudaban el perfil, de consistencia y de color. Todas las formas que iban tomando, a cual más sugerente, eran cuchilladas de fugacidad que clamaban por ser descifradas. Desde siempre, desde el principio de los siglos; un texto variable e infinito como el de nuestros viajes interiores. Viajamos con las nubes que se disgregan y oscurecen, cambiamos con ellas sin darnos cuenta, a tenor de su frágil dibujo condenado a la agonía antes de que nadie lo haya entendido. En las nubes, y nunca en los papeles, está el jeroglífico verdadero.
Seguí buscando el papel, pero buscaba desganadamente, a contrapelo, sin fe de encontrar nada. Porque además, al abrir el cajón, se había desprendido el tirador, que tenía los tornillos flojos, me quedé con él en la mano. Y eso ya me avisó de que no sirve tirar de los asuntos que no interesan.
¡Pero son tantos, Dios mío! Proliferan por su cuenta, tenaces como la mala hierba, al margen del interés que despierten o dejen de despertar, eso es lo malo. Cada año, cada mes, cada día, un estrato más de papeles que me implican, que llevan mi nombre y a veces hasta mi firma, que de ésa sí que no me puedo desentender. ¿Tan larga ha sido mi vida, tantos papeles he podido criar? Certificados, recibos, notificaciones de bancos, requerimientos notariales, estados de cuentas, apelaciones, avales, recortes de periódico, radiografías, fes de bautismo, carnets caducados, escrituras de donación, seguros de vida, multas, contratos de inquilinato, libro de familia. Mal que me pese, son asuntos que tienen que ver conmigo; alguien me va a pedir cuenta de ellos más tarde o más temprano. Y ese día tendré que buscar el papel correspondiente, reconocerlo por su fisonomía. Me instarán a hacerlo de forma perentoria, sin andar preguntando si me repugna o no, como cuando te llaman para identificar a un muerto y no tienes más remedio que ir y levantar la sábana.
Ayer Eduardo, al pedirme este vago documento y ver la cara que yo ponía, tuvo el mal gusto de recordarme que de la repugnancia a los papeles administrativos arranca mi patología, ese encerramiento obsesivo en lo que el psiquiatra llamó hace algunos años «vivencias de irrealidad.» Y aunque aludía a ello en pasado y poniendo gesto de quitarle importancia, esforzándose incluso por sonreír, su voz y su mirada tenían la misma dureza impaciente y autoritaria de cuando me dijo entonces (ya no me acuerdo cuándo fue): «Contigo, Sofía, hay que tomar una determinación. Espero que colabores.»
Antes de toparme con el libro escolar, me estaba acordando precisamente de lo mal que lo pasé la primera vez que Eduardo me acompañó al psiquiatra, de las ganas de desaparecer que tenía. Y sólo de acordarme, ya se me volvían a presentar los mismos síntomas. Por dos veces, dejando de revolver el cajón, me pregunté, sentada allí en medio de la alfombra: «¿Qué hago yo en este sitio? ¿Qué quiere decir "yo"?.» Y de verdad que todo me daba vueltas. Me empecé a asustar, porque la sensación de extrañeza se aceleró vertiginosamente, y me iba engordando por dentro del cerebro como un tumor maligno que dañaba a la memoria, al entendimiento y a la voluntad. Y me sorprendí repitiendo entre dientes, como si invocara a los dioses en un trance de sumo peligro: «memoria… entendimiento… voluntad» y no sabía quién era ni desde qué hora ni por qué estaba sentada encima de aquella alfombra. Solamente identificándola con la alfombra de Aladino conseguía un respiro a mi angustia, pensando que tenía que concentrarme si quería que se echara a volar. Y en esos tramos se recomponía el hilo de la voluntad. Porque sí quería. Era lo único que quería: salir volando por la ventana a surcar el cielo de mayo, antes de que se borrara el recado de las nubes.
En el libro escolar con tapas duras de color azul, hay pegada una foto de carnet. Seguro que esa niña de trenzas rubias y cara de interrogación en algún momento supo resolver problemas de Matemáticas; si no, no la habrían aprobado. Pero ella no entendía de números. Los números eran un mero dibujo inalterable y los nombres que los designaban no daban pie a la fantasía. Volví a mirar a la ventana y se empezó a recomponer el hilo de la memoria. Una niña rubia en clase de Matemáticas, y el profesor que dice: «Está usted en las nubes, señorita Montalvo.»
A ella le gustaba inventar palabras y desmontar las que oía por primera vez, hacer combinaciones con las piezas resultantes, separar y poner juntas las que se repetían. Las palabras un poco largas eran como vestidos con corpiño, chaleco y falda, y se le podía poner el chaleco de una a la falda de otra con el mismo corpiño, o al revés, que fuera la falda lo que cambiase. Alternando la «f» y la «g» por ejemplo, salían diferentes modalidades de paz, de muerte, de santidad y de testimonio: pacificar y apaciguar, mortificar y amortiguar, santificar y santiguar, testificar y atestiguar; era un juego bastante divertido para hacerlo con diccionario. Algunos corpiños como «filo» que quería decir amistad y «logos» que quería decir palabra, abrigaban mucho y permitían variaciones muy interesantes. Ella un día los puso juntos y resultó un personaje francamente seductor: el filólogo o amigo de las palabras. Lo dibujó en un cuaderno tal como se lo imaginaba, con gafas color malva, un sombrero puntiagudo y en la mano un cazamariposas grande por donde entraban frases en espiral a las que pintó alas. Luego vino a saber que la palabra «filólogo» ya existía, que no la había inventado ella.
—Pero da igual, lo que ha hecho usted es entenderla y aplicársela —le dijo don Pedro Larroque, el profesor de Literatura—. No deje nunca el cazamariposas. Es uno de los entretenimientos más sanos: atrapar palabras y jugar con ellas.
O sea, que le daba alas. Y ella les daba alas a las palabras, porque era su amiga, y porque ser amigo de alguien es desearle que vuele. Dibujó otra versión del filólogo más detallada, y esta vez tenía trenzas rubias. A su espalda, un ángel de pelo escaso y nariz aguileña le estaba prendiendo en los hombros unas alas plateadas.
Al profesor de Matemáticas, en cambio, no le divertían nada estos juegos de palabras, le parecían una desatención a los problemas serios, una manipulación peligrosa del dos y dos son cuatro, una pérdida de tiempo. Cuando un buen día, sin más preámbulo, empezó a hablar de logaritmos, hubo en clase una interrupción inesperada y un tanto escandalosa. La niña del cazamariposas se había puesto de pie para preguntar si aquello, que oía por primera vez, podía significar una mezcla de palabra y ritmo. Las demás alumnas se quedaron con la boca abierta y el profesor se enfadó.
—No hace al caso, señorita Montalvo. Está usted siempre en las nubes —dijo con gesto severo—. Le traería más cuenta atender.
La niña rubia, que ya estaba empezando a pactar con la realidad y a enterarse de que las cosas que traen cuenta para unos no la traen para otros, se sentó sin decir nada más y apuntó en su cuaderno: «Logaritmo: palabra sin ritmo y sin alas. No trae cuenta.»