En un determinado momento me fijé en que las nubes que se habían estado persiguiendo y deshilachando sobre el mar, detenían el paso, se remansaban y empezaban a teñirse del color favorito de Manolo para reflejar en sus acuarelas de antes la fugaz emoción del atardecer, un cócter de marfil, ceniza y malva, color de despedida lo llamaba, que a veces se te sube a la cabeza. Me levanté, me sacudí la arena de la falda y volví sobre mis pasos, camino del chiringuito.
El chiringuito está pasado el hotel, al final de la playa por esa parte. Más allá sólo hay un promontorio de rocas abruptas sobre el cual se asienta el faro.
A medida que me acercaba, se renovaba la sensación de miedo a lo desconocido que mis ensoñaciones habían anestesiado y convertido en plataforma de levitación, de tal manera que ahora cada paso hacia adelante eran dos de retroceso por la cuesta abajo de mis obsesiones iniciales, una senda resbaladiza y estrecha. «Por ahí no, Mariana, agárrate a donde puedas y si no hay agarradero te lo inventas, pero por ahí no, te lo pido por favor, no caigas de nuevo en la caverna, sal afuera. La sorpresa es una liebre, desafía la luz de lo imprevisto. ¿No te acuerdas de cuando querías ser mayor?, pues ya lo eres, vive lo de ahora, que no se te indigeste la vida, mujer» parecía decirme desde lejos, desde las nubes color despedida, una voz atenuada e ingrávida, tal vez la misma que en tiempos, frente a un ocaso parecido, quiso dulcificar mis dolorosas ansias de crecimiento y enseñarme a gustar el zumo de instante presente, la caricia del aire «lleno de ángeles» que se colaba por la ventanilla abierta de un tren.
Pero no venías conmigo, Sofía, como al regreso de aquella excursión a Ávila, y tu consejo se volvía inoperante. No había sabido desatrancar de basura las tuberías por donde fluyó nuestra amistad, sigo sin saber hacerlo, y tus palabras, claro, al encontrar cerrado el conducto de acceso a mi guarida-bunker, repartían su energía luminosa por el aire y se iban columpiando sobre el mar, fertilizando la belleza del ocaso, «la energía no se crea ni se destruye, no hace más que transformarse» ofrenda de luz desdibujándose mientras yo seguía retrocediendo, aunque fingía caminar, rechazando obcecada la mano que me tendías: «Pero si es muy bonito lo que te va a pasar, Mariana, un reencuentro, ¿te acuerdas de cuanto nos gustaban las historias de reencuentros, aunque fueran para cantar "lo que pudo haber sido y no fue"?, conviértelo en aventura romántica, depende de ti, vas hacia lo imprevisto y lo imprevisto es lo más divertido.» Divertido, ivertido, vertido, rtido, tido, ido, do… Y la última o se infló fugazmente como un globo y luego se diluyó en la cola de una nube gris perla.
El chiringuito no está a ras de playa, sino un poco en alto, separado de ella por treinta escalones toscamente excavados en espiral, los conté el otro día. Manolo estaba arriba hablando con Rafa, el camarero. Aunque de lejos no veo muy bien sin gafas, divisé inmediatamente su silueta inconfundible y el corazón me dio un brinco al comprender que la mía también acababa de entrar en su campo visual. Si conservaba su vista de lince y aquella capacidad de no perder detalle, aunque pareciera que no se estaba fijando en nada, calibraría enseguida lo que en mi avance había de merodeo indeciso y podría adivinar incluso mis ganas de tirar la toalla y echarme a correr. Jugaba con ventaja, como las tropas atrincheradas en un castillo desde el que se otea la aparición de las huestes enemigas; me da vergüenza transcribir esta metáfora bélica, pero tengo que reconocer que acudió a mi mente de forma inmediata, ¡qué habrían dicho, de saberlo, mis pacientes, en quienes siempre trato de descastar la noción que vincula lides de amor con estrategias de guerra!, de ahí vienen todos los males; y darme cuenta de que había caído en esa perniciosa retórica me amilanó más todavía. De todas maneras, nada en su actitud daba a entender —como pude comprobar según avanzaba— que estuviera avizorando ni con ansia ni sin ella una posible invasión de su territorio, y en vista de que no se producía gesto alguno dirigido a mí ni despliegue de pañuelo, decidí clavar mis ojos en el suelo por donde iba pisando, atenta simplemente a controlar mi respiración y a no meter los pies en ningún hoyo. Pillarlo desprevenido, caso de que su indiferencia no fuera fingida, ¿de qué me podía servir, si llegaba indefensa, batiéndome de antemano en retirada?
Cuando coroné la escalera, cuyo ascenso había significado el tramo más penoso, no tuve más remedio que levantar la mirada. Y lo que es peor, seguir avanzando. No estaban más que ellos dos en el chiringuito, y no era de extrañar, porque la tarde se había puesto muy fresca. Aquella comprobación repentina coincidió con un escalofrío que me incomodó bastante, al recordarme otro de mis fallos. En mi huida apresurada del hotel, no había tenido la previsión de coger alguna prenda de más abrigo, y allí arriba soplaba mucho el viento y no había donde guarecerse. Pero a ellos no parecía hacerles mella el frío. Estaban sentados en una de las mesas del fondo, junto a la barandilla, Manolo de espaldas, en mangas de camisa y con la chaqueta colgada en el respaldo de la silla de tijera, y charlaban animadamente ante unas bebidas que consumían sin prisa, como si no estuvieran esperando a nadie. Ya cuando subía los escalones con los ojos bajos, me habían llegado sus risas y la voz predominante de Manolo que se me clavó como la primera saeta envenenada. Estaban hablando de Nueva York.
Fue Rafa el primero que me vio y avisó con un gesto a su compañero. O sea, que Manolo le había estado diciendo que yo iba a venir. ¿Pero con qué palabras? ¿En qué términos habría aludido a esa mujer que le ha dado una cita, después de tanto tiempo sin verse y de haber sido ella la que rechazó una relación más profunda y duradera? ¿Qué pretendería ahora?, a las mujeres, Rafa, no hay quien las entienda. Comprendí que yo sola me lo estaba diciendo todo y en aquellos breves segundos, consciente de mi incapacidad para adivinar el estado de ánimo con que Manolo esperaba mi presencia, noté que un gesto de malhumor debía estar ensombreciéndome el rostro, mientras mis empalagosas conjeturas se desteñían y me embadurnaban con su pringue inútil.
Manolo se volvió y se puso de pie cuando ya estaba casi junto a ellos, decidida a mostrarme natural, pero más muerta que viva. Y de pronto él me estaba besando:
—¡Hombre, Marianilla, dichosos los ojos!
Fueron los míos los que resbalaron vencidos, temerosos de investigar con qué cara decía aquella frase tan banal. Yo, que le había citado allí para invitarle a una sesión de mirada, ya supe desde ese instante que el experimento no iba a tener lugar, que era yo misma quien decidía suspenderlo. Por miedo, y por la rabia que me daba sentir ese miedo, mientras aspiraba durante aquel primer abrazo fugaz la fragancia artificial que emanaba de su cuerpo y de su cara, Herrera for men, la reconocí porque es la colonia que usa últimamente Raimundo. Estaba tan aturdida que besé también a Rafa, aunque nunca lo había hecho antes, como si quisiera pedirle que se quedara con nosotros, implicarle en los incidentes de aquella ceremonia abocada al fracaso.
De hecho, se quedó bastante rato haciéndonos compañía, porque Manolo le animó a ello, y ante sus protestas de que nosotros tendríamos que hablar de nuestras cosas, yo hice un gesto trivial con la mano, mirando al mar.
—También vosotros estaríais hablando de las vuestras —dije.
—Hombre, ahí tienes, ésa es la respuesta de una tía legal —aprobó Rafa, evidentemente satisfecho.
Tras aquel comentario, la conversación que mi llegada había interrumpido se reanudó. Versaba sobre unos compatriotas de Chiclana, amigos de ambos, que habían abierto un bar andaluz en la parte sur de Manhattan, gente emprendedora, Manolo caía por allí con frecuencia y aseguraba que les iba muy bien.
—Ya, porque llevarían pasta para el local —intervenía Rafa desde la barra, donde había ido a preparar un gin-tonic para mí—, o porque tendrían la suerte de encontrarse con alguien influyente, como ha sido tu caso. El que tiene padrinos se bautiza, pero si no, ya me dirás.
—Tampoco es eso, Rafa, a la suerte hay que tentarla. Además Sheila no es que sea influyente por su familia, ¿entiendes?, lo que pasa es que se arriesga, y el que no se arriesga no pasa la mar.
—Hombre, yo por lo que has dicho antes de ella… —se encogió de hombros Rafa.
Es decir, que antes de llegar yo ya habían estado mencionando a aquella persona de cuyo nombre no quería acordarme y que, sin embargo, irrumpió desde ese instante como un estribillo de rock duro, Sheila-Sheila-Sheila, y por más esfuerzos que hacía para desintegrarlo, «eila, ila, la, lalalá, lalalá, lalalá» la última vocal no se ahogaba en el mar ni se la tragaban las nubes, resurgía, se agarraba a la cola de la S inicial y vuelta a desplegarse entero el nombre aquél, como una bandera negra con la calavera en medio, agitada a impulsos de una música ensordecedora y trepidante, habría sido preciso hablar a gritos para acallar su estruendo.
… «Es inútil callarla, es imposible callarla» recitaba Manolo bajito a mi oído una noche que estuvimos en la Venta de Vargas escuchando a un gitano amigo suyo que celebraba el cumpleaños de no sé quién y tocaba la guitarra de maravilla, «llora monótona como llora el agua, como llora el viento…» y luego ya de madrugada, volviendo los dos en el Fiat Centauro, borrachos de manzanilla y de luna llena, seguía recitando a García Lorca: «Se rompen las copas de la madrugada» y paró el coche en no sé qué playa y bajamos abrazados por una cuesta hasta la orilla del mar y me decía: «¡Qué ganas tenía de besarte!, hay veces, cuando vamos juntos a los sitios, que me estorba todo el mundo, ¿a ti no?» y yo extrañada, porque en aquella fiesta me había hecho más bien poco caso, estuvo encantador con todo el mundo, cantó, desapareció de mi vista largos ratos y no parecía haberle importado que yo siguiera su ejemplo, que es una de las cosas que más me gustaban de él, Sofía, que nunca sabías por dónde iba a salir. Así que, claro, yo ayer, al calor de ese recuerdo súbito, me pregunté casi sin querer si no iría ahora a pasar lo mismo, si no estaría dándole carrete a Rafa para luego disfrutar más cuando nos lo quitáramos de encima, y ya la imaginación desbocada, «a saber los planes que tendrá para esta noche, queda mucha noche, no ha empezado siquiera todavía, y él sabe que a mí me gustan los preliminares, tal vez ir a bailar boleros al hotel.» Pero no me atrevía, a pesar de todo, a levantar los ojos para mirarle porque nada de lo que estaba diciendo me daba pie, simplemente que había tenido razón al informarle de que Nueva York era una ciudad fascinante. Y yo, aunque no me acordaba de haberle dado aquellos informes abstractos, ni cuándo, me apresuré a asentir, le pregunté que si había visto el Chrysler Building por dentro y comenté que no hay nada como la arquitectura de los años veinte, limitándome a comprobar, mientras tanto, que respiraba mejor y que el repiquete de aquel odioso estribillo de rock duro se iba debilitando, acallado por el llanto de la guitarra y las copas rotas de una madrugada inolvidable a la orilla del mar; y Rafa dirigiéndose a mí desde la barra, cada vez más eufórico, que si tenía predilección por alguna ginebra en particular, que había que brindar por los éxitos de Manolo en la ciudad de los rascacielos, los gastos corrían de su cuenta, y yo que sí, que Gordon's. De repente, me tuteaba.
—Me ha estado contando antes Manolo que eres psiquiatra. Me he quedado de piedra. No te pega nada.
—¿Ah, no? ¿Pues qué me pega?
—Artista de cine.
Manolo se echó a reír, mientras levantaba su vaso y lo hacía chocar con los nuestros. Hablaba como si acabáramos de vernos el día anterior, con un desparpajo incluso excesivo.
—¡Anda ya! Si la conocieras mejor, no dirías eso. Las actrices de cine son todas unas histéricas. Mariana no, ella sabe siempre lo que quiere, y como te descuides, adivina lo que quieres tú y hasta lo que estás pensando, muy sensata la tía, domina la situación. ¡Venga, Rafa, coño, siéntate, te digo!
¡De qué buen humor estaban! Y nos pusimos a hablar de psiquiatría, de cómo el paciente influye en el médico y del valor que hay que echarle, decía Rafa, para estar todo el día entre locos sin volverse como ellos; y Manolo, señalándome con el dedo: «Pues ahí tienes a uno con la cabeza siempre en su sitio, como está mandado.» Y yo sonriendo a la fuerza, con los ojos fijos en el vaso mientras el viento me despeinaba, con ganas de llorar, de recordarle que era precisamente él quien se las había arreglado no sé cómo para convencerme de lo contrario, quien se jactaba de haberme enseñado a desmandarme de lo mandado y de haber descubierto, tras mi aparente sensatez, el pozo oculto de una sed insaciable por beber y por dar de beber, pero era muy hondo el pozo y había que echar soga larga, los cortos de vista se asomaban y creían que estaba seco; se le ocurrían unas cosas tan bonitas, Sofía, de esas que sólo a una amiga como tú se le pueden contar. «No, cielo, sensata no, perdona que te contradiga, eres totalmente insensata, caballo sin freno, y menos mal que se ha enterado alguien» y que él era el primer hombre que me había elegido en vez de dejarse elegir, a ver qué pasaba echando una tea ardiendo sobre mi geometría de cartón piedra, él se había atrevido a hacerlo sin pedir permiso, «porque a ti, guapa, no hay que andarte pidiendo permiso, basta con dártelo para que hagas lo que te dé la gana, encenderte la gana, y también meterte marcha, no digo mucha, pero, según los días, te va un poco de marcha, ¿a que sí?.» Y mientras seguíamos hablando de nuestros respectivos trabajos y viajes ante un Rafa cada vez más cordial y admirativo, yo me sentía como uno de aquellos trozos de hielo que bailaban dentro de mi gin-tonic y me parecía imposible que Manolo no se diera cuenta de que en aquel momento necesitaba toda la marcha del mundo, porque me había quedado sin cuerda, como un juguete viejo que se puede tirar a la basura, él tenía la llave de mi marcha guardada en el bolsillo y bastaba con acertar a darle media vuelta. Cualquier cosa habría servido, con tal que me llegara a calentar el corazón o los instintos, piropo, insulto, aullido, desafío, suspiro, reproche o hasta bofetada, algo, en fin, que rasgara la niebla de los lugares comunes y me diera pie para replicarle, plantarle cara y resucitar de aquella rara inopia, para soltar el freno que me impedía buscar sus ojos y preguntarle si se acordaba de aquello del pozo y de la sed y de la tea ardiendo, que, si no, me iba a volver loca, me iba a creer que lo había inventado yo sola como la carta al cliente de la 204, por favor, era vital que me lo dijera, porque sin el concurso de aquel ajeno recordar, me perdía en el mío como en un sueño laberíntico del que te despiertas aterida. Y casi tiritaba de frío cuando, recién acabado mi gin-tonic, Rafa se levantó para prepararme otro y para atender a una pandilla de jóvenes que acababa de llegar.