Nubosidad Variable (47 page)

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Authors: Carmen Martín Gaite

Tags: #Narrativa

BOOK: Nubosidad Variable
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—Sofía —te llamo—, Sofía.

Y noto que me voy a desvanecer de un momento a otro, que se me está olvidando un recado que te quería dar, ya no sé lo que era.

—Sofía, dame un beso, yo también me voy a echar a volar como las águilas, y me imagino la casa desde arriba, dando vueltas en la oscuridad igual que un planeta ciego, a la deriva, era alguna pregunta sobre los relojes la que te quería hacer, ya no me acuerdo de dónde metí las joyas ni el papel en que dejé escrito cómo teníais que repartirlas, lo siento sobre todo por el reloj de papá, pero da igual, dime lo que te está pasando, porque eso es lo importante y no da tiempo a más, verme ya no vas a poder, me estoy deshaciendo, despierta, ¿me oyes? ¿Qué haces ahí con ese gato, con esos relojes blandos y despachurrados, con ese pie que has vuelto a sacar fuera?, ¿qué estás soñando?, ¿has tenido algún disgusto?

Y ahora ella rebulle y se queja, seguro que tiene una pesadilla, se vuelve hacia mí, agita un brazo, se destapa la cara, y, aunque todavía con los ojos cerrados, se pinta en ella una expresión contraída, de angustia, como si quisiera gritar y no le saliera el grito, la sacudo, pero ya casi no tengo fuerzas.

—Sofía, Sofía, estoy aquí contigo pero por poco tiempo, despierta, no tengas miedo, todo era un sueño, todo ha sido un sueño, un mal sueño, yo ya me voy, regreso a la barca. Sofía, no olvides lo que te he dicho, no vuelvas a sufrir más, nunca más, adiós Sofía.

* * *

—¿Qué pasa, por favor, qué pasa? ¿Qué hora es? ¿Dónde están los relojes?

Me he despertado sobresaltada, con mucho dolor de cabeza, escalofríos y la boca seca. Creo que es la sed, una sed rabiosa, lo que me ha despertado. Y también un sueño de relojes, mamá no se había muerto, estaba aquí mismo conmigo, yo era mamá. Estoy sentada en la cama, pero no sé qué cama es, el cuarto tardo en reconocerlo, aunque lo veo, porque me he debido dormir con la luz encendida.

Junto a la lamparita hay un vaso con agua. Me la bebo sin resuello. No está nada fresca y sabe raro. O será la boca lo que me sabe a mí raro. Luego, después de mucho aguzar la vista para orientarme, acabo por reconocer un mueble, la estantería de los pirulís de madera. Pero reconocerla no supone un grato aterrizaje en el tiempo, sino un tambaleo que me lleva a rechazar de un manotazo la manta que me cubría, echar pie a tierra y ponerme a dar vueltas por este espacio cerrado, breve viaje de exploración en busca de un armario grande de tres lunas que, evidentemente, no está.

Voy descalza. Me palpo el cuerpo, cubierto por un pantalón de pana y un jersey ligero. Me había dormido vestida, como aquella noche lluviosa de septiembre en la butaca de mamá. Una butaca muy pesada de orejas que también ha desaparecido, la llamábamos «el camfornio.» Tal vez se la llevara Santi con otras antiguallas a su casa de América en uno de esos raptos febriles y disparatados que le dan de vez en cuando al término de un trance de nostalgia. La tenía arrimada ella al balcón, cerca del costurero y la mesita del teléfono. Su butaca de siempre, en la que leía el periódico, hacía labor y resolvía crucigramas, desde la que nos llamaba preguntando que si íbamos a venir a comer el domingo y miraba la calle con aquellos ojos acobardados y turbios de viuda, la butaca color mostaza donde le pilló, sin escapatoria posible, el rayo fulminante del infarto.

La tarde anterior vine a visitarla, recién llegada de Brighton. Estuvimos hablando durante rato y a gusto, porque yo traía ánimos para dar y tomar de aquel viaje como de novela, y precisamente me dijo ella que había que llamar a Tomás el tapicero, porque el terciopelo mostaza —comentó palpándolo— ya pasaba de castaño oscuro, y se rió del juego de palabras. Cuando las cosas rebasaban cierto límite o alguna situación tocaba fondo, ella lo traducía como que aquello estaba pasando de castaño oscuro, una frase que decía mucho su abuela, por lo visto, y nunca se olvidaba de mencionar la fuente, como quien pone una cita a pie de página. «Ya he comprado en Gancedo la tela nueva, ¿sabes?, al fin me decidí el otro día, me dije "De hoy no pasa", porque si no este asunto, hija, se va a quedar para el Valle de Josafat, cuando suenen las trompetas.» Y yo le pregunté que si aquello del Valle de Josafat también lo decía su abuela. «No, mujer, esa frase es de tu difunto tío Luciano, a cada cual lo suyo.» Y luego se levantó porque me quería enseñar la nueva tapicería para el camfornio, y también sonrió al decirlo, porque sólo le llamaba así a la butaca cuando estaba de buen humor, otras veces le parecía una ofensa. Sacó el paquete del armario, lo acercamos a la luz, y la ayudé a desenrollar la tela del cilindro de cartón que todavía traía, porque era fin de pieza, una tapicería estampada en tonos azules y rojos, y me pidió parecer, dijo que ella la encontraba más sufrida que la otra, aquel adjetivo era garantía de calidad para ella, tal vez por su arraigada tendencia a ensalzar el sacrificio. «Más sufrida no sé, creo que lo contrario, a mí me da la impresión de que mucho más alegre, ¿no?, y es de lo que se trata.» Se negó a entrar en aquella disquisición sobre el sufrimiento y la alegría que tal vez nos hubiera llevado demasiado lejos, cambió descaradamente de tema. «Entonces tú te encargas de llamar a Tomás, hija, si me haces el favor, porque como los dos estamos algo sordos, y Adela lo mismo, son conversaciones las nuestras que parecen de Arniches.» Y se volvió a reír, acordándose de lo gracioso que estaba Valeriano León en aquel papel de sordo, cuando le decían que tenía que oír una misa por no sé quién, y el contestaba, con la trompetilla en la oreja: «¿Oír una mesa?, bueno, yo, si la dicen fuerte— cito.» Y que qué gloria la escena española cuando formaban compañía aquellas parejas eximias, Valeriano León y Aurora Redondo, Vico y la Carbonell, Loreto Prado y Perico Chicote, la López Heredia y Asquerino, tan elegantes, había que ver lo bien que se ponía los guantes Mariano Asquerino. En fin, que ya ibas al teatro sobre seguro, echaran lo que echaran, para verlos a ellos. «Bueno, mamá, los ídolos cambian, pero eso también pasa ahora.» Y ella hizo un mohín despectivo y tajante, que presagiaba tormenta: «Quita, mujer, por favor, ¡me querrás comparar!.» Y me callé, porque sabía que a mamá muchas veces, no una ni dos, por culpa de una discusión tan tonta como ésa o más, se le podía torcer el naipe para toda la tarde o para dos días, y ya surgirle aquella veta de amargura contra el cosmos en masa que le nublaba el resto y la incapacitaba para verles el lado placentero a las cosas que un minuto antes la estaban divirtiendo y haciendo reír, como cuando se funden los plomos; le daba un chasquido la capacidad de disfrute y ya no había forma humana de volverla a poner de buen humor, yo es que ni lo intentaba, a lo que sí había aprendido era a barruntar aquellos extraños nublados suyos, y a temerlos. Me arrodillé en el suelo para doblar la tapicería. «Ya mejor quitando el cilindro, ¿no te parece, mamá?, abulta menos» como tanteando a ver si se había puesto de malas. Se resistió un poco, que qué me estorbaba a mí el cilindro, que qué manía de tirarlo todo, «¡trae acá!» y lo apoyó refunfuñando contra un ángulo de la pared, ella era mucho de guardar cosas inútiles que luego no se acordaba dónde había puesto cuando al cabo del tiempo le venían a hacer falta, en eso como mi hija Encarna. Y me miró de plano a los ojos, de eso que decías ¡me pilló!, porque notabas que te estaba adivinando el pensamiento, y dijo: «Hay que ver, hija mía, lo distintas que somos, parece hasta mentira, lo nuestro es de libro» pero con una sonrisa de condescendencia, o sea que las nubes se habían disipado. Y sin transición ni que viniera a cuento añadió: «Y vienes guapa de Inglaterra, condenada, no se qué te habrán dado allí.» Y ahí ya tuve que mirar para otro lado porque noté que me estaba poniendo como un tomate. Pero ahora pienso que fui tonta, que tenía que haberle contado mi reciente aventura con Guillermo, aunque fuera quitándole lo más escabroso, simplemente a estilo novela rosa. Igual lo hubiera entendido, quién sabe. Además, luego he pensado que me lo pudo leer en la cara en aquellos instantes de penetrante mirada, la última de esa clase que clavó en mí y que no fui capaz de sostenerle. Desde luego, que me ponía colorada lo tuvo que notar de sobra, pero no dijo nada. Y volvimos a meter el paquete en el armario, un retal de dos metros y medio doble ancho; a mí me parecía que aunque el camfornio era mucho camfornio, había comprado demasiada cantidad. «Estaba muy rebajada —dijo ella—, mejor que sobre. Siempre se pueden hacer luego algunos almohadones.»

Sobraron enteritos los dos metros y medio. Creo que estaba buscando el teléfono de Tomás, o pensando en buscarlo, a la tarde siguiente, cuando llamó Adela, la vieja criada. Vine a toda prisa en un taxi con Encarna y Daría, que son las que en aquel momento estaban en casa, pero ya no llegamos a tiempo.

Mandó que no la movieran del cuarto de costura, había insistido mucho en aquello, según contó Adela, que la dejaran aquí, que tiene que ser donde a uno le pille la suerte, que a su abuela Carmen también la había pillado cosiendo, «No se os ocurra moverme de aquí.» Por lo visto fue lo último que dijo. «Pero no se referiría a la capilla ardiente, mujer.» «Que sí, señorita Sofía de mi alma, le aseguro que sí, precisamente eso, era su voluntad. Ya no podía hablar siquiera, sólo por señas, y me hizo un gesto así con la mano todo a lo largo, y la barbilla acompañando, y me miraba con los ojos perdidos, pero con angustia, como queriendo saber si me había enterado. Y cuando le dije que sí, que estuviera tranquila, ya expiró como una santa, y se le cayó la cabeza, se entendía de sobra lo que había querido decir.»

De manera que allí se la puso, en el cuarto de costura, que era éste, he tardado en darme cuenta, parecía más grande con los tres espejos del armario de luna. Yo me quedé velándola y me venció el sueño acurrucada en la butaca color mostaza, menudo camfornio, si es que cargó con él Santi en alguna de sus mudanzas barrocas al otro continente. El paquete de la tapicería estampada de Gancedo a saber dónde iría a parar, con el follón que se formó aquí poco después. No había vuelto a entrar en este cuarto ni sé por qué estoy en él ahora. Y me quedo absorta, con los ojos fijos en el centro de la estancia, donde se instaló el rectángulo negro rodeado de hachones, y ella acostada dentro, sobre un fondo de raso malva. La miraba desde mi butaca, mejor dicho, la suya, no directamente, sino reflejadas ella y yo en las tres lunas del armario ropero, que cogía casi toda la pared de enfrente. Una visión oblicua que distorsionaba la escena y fomentaba las ensoñaciones que me alejaban de ella y la volvían irreal, como cuando vas al teatro y te distraes pensando en cosas tuyas, porque lo que están diciendo allí no logra prenderte, no te lo crees, pues lo mismo. Veía la escena, pero no pensaba en mamá ni en lo que pasaría luego con el piso, ni en si Santi, que estaba en un congreso en Atlanta, llegaría o no a tiempo para acudir al entierro, ni a quién pertenecerían aquellas voces y pasos cuyo eco se colaba por la ranura de la puerta, ni quién se habría tomado el café cuyos posos quedaban en el fondo de una taza sobre la mesita, probablemente la última persona que me estuviera haciendo compañía, sí, alguien que me había puesto una manta sobre las piernas y me acarició la cabeza. «Dejarla un rato sola, pobrecita, ¿te apagamos la luz?» y yo que no, gracias, que estaba bien así. Me gustó notar que estaba empezando a llover. Y me quedé dormida.

Me había despertado de pronto aquí sola, en mitad de la noche, con ella de cuerpo presente, y la lluvia arreciando fuera. Y por encima del féretro abierto y de sus manos cruzadas e inmóviles sosteniendo un rosario, el espejo que había en la otra orilla me devolvía una sonrisa ensimismada y sensual, rastro de una evocación inconfesable pero redentora, blindada contra el óxido de la culpa. Más perversas y retorcidas eran aquellas historias del gitano andrajoso inventadas en mi adolescencia para hacer rabiar a mamá, lejanos rencores sin consumar, la de ahora no era fruto de ningún morboso caldo de cerebro, sino historia fresca, real e intempestiva, de liebre aparecida en el erial, y además sólo me separaba de ella una semana, por eso mi sonrisa, usufructuada aún por aquel reciente choque vitamínico, era al mismo tiempo inocente, audaz y secreta, y su huella en el espejo despedía el iris tornasolado de las penas de amor. Y revivía una y otra vez con todos sus detalles, en mitad de la capilla ardiente, una noche mucho más ardiente, la última que pasé con Guillermo en el cuarto de su pensión londinense también amueblada con un armario de luna que recogía el perfil cambiante de nuestros cuerpos entrelazados —todo es un infinito juego de espejos—, un cuarto empapelado de azul donde él me había pedido llorando que no lo volviera a abandonar, como si fuera yo y no su mujer quien lo hubiera abandonado, petición seguida por un denso silencio donde peleaban recuerdos e intenciones irreconciliables y que por fin rompí yo con mis palabras. «No, Guillermo. No quiero terminar como Anna Karenina» le había contestado con voz firme, pero sintiéndome tocada al mismo tiempo por la mano irreal de Greta Garbo que me convertía por unos instantes en la tentadora adúltera de Tolstoi para hacerme abjurar enseguida de su sórdido destino, entre suspiros y lágrimas tan fantásticos como verdaderos, trasvasados de su ficción a la mía, «En este espejo no te mires —parecía decirme ella—, para eso te lo enseño» otro juego de espejos superpuestos; no, no me complacería en esa imagen de ruina y fatalidad, como Anna Karenina no quería acabar. Era sobre todo esa frase final de mi novela la que iluminaba la embocadura del túnel de regreso a la realidad, un túnel por el que tampoco me atrevía a meterme aún y que se adivinaba interminable. Llovía, llovía sin parar, ¡
oh, le chant de la pluie
! Repasaba aquellas palabras con delectación, como un texto que se conoce de memoria pero cuya relectura sigue emocionando, sobrevolaban el cuarto a manera de pájaros de fuego, se destrenzaban sobre el vientre ligeramente abultado de mi madre, rebotaban fuera con la lluvia, no, como Anna Karenina no, pero dicho entre besos, sinfonía de despedida apasionada con acordes de eros y tánatos. Había sido un final agridulce y perturbador, adiós a la aventura del lobo rubio encanecido, a lo que pudo haber sido y no fue, hasta la eternidad te seguirá mi amor, un final de bolero.

* * *

Sigo teniendo mucha sed, muchísima. Oigo un leve maullido y noto un roce suave junto a mis pies desnudos. Un gatito gris se está frotando contra ellos, se me agarra al borde de los pantalones y me mira pidiéndome permiso para trepar. Me agacho a acariciarlo, mientras busco los zapatos medio sepultados por un almohadón, y él se pone a empujar con las patas un cilindro que rueda sobre la moqueta. Lo persigue dando saltos muy graciosos. Es un tubo de pastillas vacío.

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