Nuestra especie (37 page)

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Authors: Marvin Harris

Tags: #Ciencia

BOOK: Nuestra especie
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Así pues, no se hable más de la necesidad innata que siente nuestra especie de formar grupos jerárquicos. El observador que hubiera contemplado la vida humana al poco de arrancar el despegue cultural habría concluido fácilmente que nuestra especie estaba irremediablemente destinada al igualitarismo salvo en las distinciones de sexo y edad. Que un día el mundo iba a verse dividido en aristócratas y plebeyos, amos y esclavos, millonarios y mendigos, le habría parecido algo totalmente contrario a la naturaleza humana a juzgar por el estado de cosas imperantes en las sociedades humanas que por aquel entonces poblaban la Tierra.

Hacer frente a los abusones

Cuando prevalecían el intercambio recíproco y los cabecillas igualitarios, ningún individuo, familia u otro grupo de menor tamaño que la banda o la aldea podía controlar el acceso a los ríos, lagos, playas, mares, plantas y animales, o al suelo y subsuelo. Los datos en contrario no han resistido un análisis detallado. Los antropólogos creyeron en un tiempo que entre los cazadores-recolectores canadienses había familias e incluso individuos que poseían territorios de caza privados, pero estos modelos de propiedad resultaron estar relacionados con el comercio colonial de pieles y no existían originariamente.

Entre los !kung, un núcleo de personas nacidas en un territorio particular afirma ser dueño de las charcas de agua y los derechos de caza, pero esta circunstancia no tiene ningún efecto sobre la gente que está de visita o convive con ellas en cualquier momento dado. Puesto que los !kung de bandas vecinas se hallan emparentados por matrimonio, a menudo se hacen visitas que pueden durar meses; sin necesidad de pedir permiso, pueden hacer libre uso de todos los recursos que necesiten. Si bien las gentes pertenecientes a bandas distantes entre sí tienen que pedir permiso para usar el territorio de otra banda, los «dueños» raramente les deniegan este permiso.

La ausencia de posesiones particulares en forma de tierras y otros recursos básicos significa que entre las bandas y pequeñas aldeas cazadoras y recolectoras de la prehistoria probablemente existía alguna forma de comunismo. Quizá debería señalar que ello no excluía del todo la existencia de propiedad privada. Las gentes de las sociedades sencillas del nivel de las bandas y aldeas poseen efectos personales tales como armas, ropa, vasijas, adornos y herramientas. ¿Qué interés podría tener nadie en apropiarse de objetos de este tipo? Los pueblos que viven en campamentos al aire libre y se trasladan con frecuencia no necesitan posesiones adicionales. Además, al ser pocos y conocerse todo el mundo, los objetos robados no se pueden utilizar de manera anónima. Si se quiere algo, resulta preferible pedirlo abiertamente puesto que, en razón de las normas de reciprocidad, tales peticiones no se pueden denegar.

No quiero dar la impresión de que la vida en las sociedades igualitarias del nivel de las bandas y aldeas se desarrollaba sin asomo de disputas sobre las posesiones. Como en cualquier grupo social, había inconformistas y descontentos que intentaban utilizar el sistema en provecho propio a costa de sus compañeros. Era inevitable que hubiera individuos aprovechados que sistemáticamente tomaban más de lo que daban y que permanecían echados en sus hamacas mientras los demás realizaban el trabajo. A pesar de no existir un sistema penal, a la larga este tipo de comportamiento acababa siendo castigado. Una creencia muy extendida entre los pueblos del nivel de las bandas y aldeas atribuye la muerte y el infortunio a la conspiración malévola de los brujos. El cometido de identificar a estos malhechores recaía en un grupo de chamanes que en sus trances adivinatorios se hacían eco de la opinión pública. Los individuos que gozaban de la estima y del apoyo firme de sus familiares no debían temer las acusaciones del chamán. Pero los individuos pendencieros y tacaños, más dados a tomar que a ofrecer, o los agresivos e insolentes, habían de andar con cuidado.

De los cabecillas a los grandes hombres

La reciprocidad no era la única forma de intercambio practicada por los pueblos igualitarios organizados en bandas y aldeas. Hace tiempo que nuestra especie encontró otras formas de dar y recibir. Entre ellas, la forma de intercambio conocida como redistribución desempeñó un papel fundamental en la creación de distinciones de rango en el marco de la evolución de las jefaturas y los Estados.

Se habla de redistribución cuando las gentes entregan alimentos y otros objetos de valor a una figura de prestigio como, por ejemplo, el cabecilla, para que sean juntados, divididos en porciones y vueltos a distribuir. En su forma primordial probablemente iba emparejada con las cacerías y cosechas estacionales, cuando se disponía de más alimentos que de costumbre. Como ilustra la práctica de los aborígenes australianos, cuando maduraban las semillas silvestres y abundaba la caza, las bandas vecinas se juntaban para celebrar sus festividades nocturnas llamadas corroborees. Eran estas ocasiones para cantar, bailar y renovar ritualmente la identidad del grupo. Es posible que al entrar en el campamento más gente, más carne y más manjares, los cauces habituales del intercambio recíproco no bastaran para garantizar un trato equitativo para todos. Tal vez los varones de más edad se encargaran de dividir y repartir las porciones consumidas por la gente. Sólo un paso muy pequeño separa a estos redistribuidores rudimentarios de los afanosos cabecillas de tipo jefe de boy-scouts que exhortan a sus compañeros y parientes a cazar y cosechar con mayor intensidad para que todos puedan celebrar festines mayores y mejores. Fieles a su vocación, los cabecillas-redistribuidores no sólo trabajan más duro que sus seguidores, sino que también dan con mayor generosidad y reservan para sí mismos las raciones más modestas y menos deseables. Por consiguiente, en un principio la redistribución servía estrictamente para consolidar la igualdad política asociada al intercambio recíproco. La compensación de los redistribuidores residía meramente en la admiración de sus congéneres, la cual estaba en proporción con su éxito a la hora de organizar los más grandes festines y fiestas, contribuir personalmente más que cualquier otro y pedir poco o nada a cambio de sus esfuerzos; todo ello parecía, inicialmente, una extensión inocente del principio básico de reciprocidad. ¡Poco imaginaban nuestros antepasados las consecuencias que ello iba a acarrear!

Si es buena cosa que un cabecilla ofrezca festines, ¿por qué no hacer que varios cabecillas organicen festines? O, mejor aún, ¿por qué no hacer que su éxito en la organización y donación de festines constituya la medida de su legitimidad como cabecillas? Muy pronto, allí donde las condiciones lo permiten o favorecen —más adelante explicaré lo que quiero decir con ésto—, una serie de individuos deseosos de ser cabecillas compiten entre sí para celebrar los festines más espléndidos y redistribuir la mayor cantidad de viandas y otros bienes preciados. De esta forma se desarrolló la amenaza contra la que habían advertido los informantes de Richard Lee: el joven que quiere ser un «gran hombre».

Douglas Oliver realizó un estudio antropológico clásico sobre el gran hombre entre los siuais, un pueblo del nivel de aldea que vive en la isla de Bougainville, una de las islas Salomón, situadas en el Pacífico Sur. En el idioma siuai el gran hombre se denominaba mumi. La mayor aspiración de todo muchacho siuai era convertirse en mumi. Empezaba casándose, trabajando muy duramente y limitando su consumo de carne y nueces de coco. Su esposa y sus padres, impresionados por la seriedad de sus intenciones, se comprometían a ayudarle en la preparación de su primer festín. El círculo de sus partidarios se iba ampliando rápidamente, y el aspirante a mumi empezaba a construir un local donde sus seguidores de sexo masculino pudieran entretener sus ratos de ocio y donde pudiera recibir y agasajar a los invitados. Luego daba una fiesta de inauguración del club y, si ésta constituía un éxito, crecía el círculo de personas dispuestas a colaborar con él y se empezaba a hablar de él como de un mumi. La organización de festines cada vez más aparatosos significaba que crecían las exigencias impuestas por el mumi a sus partidarios. Estos, aunque se quejaban de lo duro que les hacía trabajar, le seguían siendo fieles mientras continuara manteniendo o acrecentando su renombre como «gran abastecedor».

Por último, llegaba el momento en que el nuevo mumi debía desafiar a los más veteranos. Para ello organizaba un festín, el denominado muminai, en el que ambas partes llevaban un registro de los cerdos, las tortas de coco y los dulces de sagú y almendra ofrecidos por cada mumi y sus seguidores al mumi invitado y a los seguidores de éste. Si en el plazo de un año los invitados no podían corresponder con un festín tan espléndido como el de sus retadores, su mumi sufría una gran humillación social y perdía de inmediato su calidad de mumi.

Al final de un festín coronado por el éxito, a los mumi más grandes aún les esperaba una vida de esfuerzo personal y dependencia de los humores e inclinaciones de sus seguidores. Ser mumi no confería la facultad de obligar a los demás a cumplir sus deseos ni situaba su nivel de vida por encima del de los demás. De hecho, puesto que desprenderse de cosas constituía la esencia misma de la condición de mumi, los grandes mumis consumían menos carne y otros manjares que los hombres comunes. H. Ian Hogbin relata que entre los kaokas, habitantes de otro grupo de las islas Salomón, «el hombre que ofrece el banquete se queda con los huesos y los pasteles secos; la carne y el tocino son para los demás». Con ocasión de un gran festín con 1.100 invitados, el mumi anfitrión, de nombre Soni, ofreció treinta y dos cerdos y gran número de pasteles de sagú y almendra. Soni y algunos de sus seguidores más inmediatos se quedaron con hambre. «Nos alimentará la fama de Soni», dijeron.

El nacimiento de los grandes abastecedores

Nada caracteriza mejor la diferencia que existe entre reciprocidad y redistribución que la aceptación de la jactancia como atributo del liderazgo. Quebrantando de manera flagrante los preceptos de modestia que rigen en el intercambio recíproco, el intercambio redistributivo va asociado a proclamaciones públicas de la generosidad del redistribuidor y de su calidad como abastecedor.

La jactancia fue llevada a su grado máximo por los kwakiutl, habitantes de la isla de Vancouver, durante los banquetes competitivos llamados potlatch. Aparentemente obsesionados con su propia importancia, los jefes redistribuidores kwakiutl decían cosas como éstas:

Soy el gran jefe que avergüenza a la gente […]. Llevo la envidia a sus miradas. Hago que las gentes se cubran las caras al ver lo que continuamente hago en este mundo. Una y otra vez invito a todas las tribus a fiestas de aceite [de pescado…], soy el único árbol grande […]. Tribus, me debéis obediencia […]. Tribus, regalando propiedades soy el primero. Tribus, soy vuestra águila. Traed a vuestro contador de la propiedad, tribus, para que trate en vano de contar las propiedades que entrega el gran hacedor de cobres, el jefe.

La redistribución no es en absoluto un estilo económico arbitrario que la gente elige por capricho, puesto que la carrera de un redistribuidor se funda en su capacidad para aumentar la producción. La selección que lleva al régimen de redistribución sólo tiene lugar cuando las condiciones reinantes son tales que el esfuerzo suplementario realmente aporta alguna ventaja. Pero poner a la gente a trabajar más duro puede tener un efecto negativo en la producción. En las simples sociedades cazadoras-recolectoras [foragings societies] como la !kung, aquellos que intentan intensificar la captura de animales y la recolecta de plantas silvestres aumentan el riesgo de agotamiento de los recursos animales y vegetales. Invitar a un cazador !kung a actuar como un mumi significaría ponerle a él y a sus seguidores en inminente peligro de inanición. En sociedades agrarias como la siuai o la kaoka, en cambio, el agotamiento de los recursos no constituye un peligro tan inminente. Los cultivos a menudo se pueden plantar en superficies bastante extensas, laborear y escardar más a fondo y favorecer con un mayor aporte de agua y fertilizante sin que ello suponga un peligro inmediato de agotamiento de los recursos.

Ahora bien, no deseo conceder más importancia de la debida a la distinción categórica entre los modos de producción cazadores-recolectores y los agrarios. Los kwakiutl no eran agricultores y, sin embargo, su modo de producción se podía intensificar en gran medida. La mayor parte de su alimento procedía de las prodigiosas migraciones anuales río arriba de salmones y lucios y, mientras se limitaran a utilizar sus salabardos aborígenes, no podían agotar realmente estas especies. En su forma primitiva, pues, los potlatch constituían una forma eficaz de impulsar la producción. Al igual que los kwakiutl, muchas sociedades que carecían de agricultura vivían, con todo, en comunidades estables con marcadas desigualdades de rango. Algunas de ellas, como los kwakiutl, incluso contaban con plebeyos cuya condición asemejaba a la de esclavos. La mayoría de estas sociedades cazadoras-recolectoras no igualitarias parecen haberse desarrollado a lo largo de las costas marítimas y los cursos fluviales, donde abundaban los bancos de moluscos, se concentraban las migraciones piscícolas o las colonias de mamíferos marinos favorecían la construcción de asentamientos estables y donde la mano de obra excedente se podía aprovechar para aumentar la productividad del hábitat.

El mayor margen para la intensificación solía darse, no obstante, entre las sociedades agrarias. Por lo general, cuanto más intensificable sea la base agraria de un sistema redistributivo, tanto mayor es su potencial para dar origen a divisiones marcadas de rango, riqueza y poder. Pero antes de pasar a relatar cómo aquéllos que eran servidos por los mumis se convirtieron en siervos de los mumis, quiero intercalar una pausa para dar consideración a otro tema. Si la institución del mumi era positiva para la producción, ¿por qué había de serlo también para los mumis? ¿Qué impulsaba a la gente a no escatimar esfuerzos con tal de poder vanagloriarse de lo mucho que regalaban?

¿Por qué ansiamos prestigio?

Antes planteé que tenemos una necesidad genética de amor, aprobación y apoyo emocional. Para obtener recompensas en la moneda del amor, nuestra especie limita las satisfacciones expresadas en las monedas de otras necesidades y otros impulsos. Ahora planteo que esta misma necesidad explica los ímprobos esfuerzos que hacen cabecillas y mumis por aumentar el bienestar general de los suyos. La sociedad no les paga con alimentos, sexo o un mayor número de comodidades físicas sino con aprobación, admiración y respeto; en suma, con prestigio.

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