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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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Año 1349. La peste negra ha invadido Europa y los cadáveres se amontonan en las calles de los pueblos, aldeas y ciudades, porque nadie ha sobrevidido para enterrarlos. En poco más de un año, Europa quedará despoblada y el cristianismo empezará a convertirse en una anécdota de la historia universal.

Frente al ocaso europeo, el Islam y China se yerguen como las únicas grandes civilizaciones planetarias, que se disputan el dominio del mundo, mientras la India lucha por mantener su independencia, encontrando un aliado inesperado en la original organización política de los indígenas americanos.

A través de los ojos de B. y K., que van reencarnándose sucesivamente en soldados, mujeres, reyes, esclavos, eunucos o alquimistas, presenciamos siete siglos de una historia alternativa, en la que se forja de forma paulatina un nuevo orden político, social y religioso.

Kim Stanley Robinson

Tiempo de Arroz y Sal

ePUB v1.0

dukoman
10.09.11

Titulo Original:
The Years of Rice and Salt

Traducción Franca Borsani

Diseño Cubierta OPALWORKS

TRIPITAKA: Mono, ¿a qué distancia está el Cielo Occidental, la morada de Buda?

WU-KONG: Puedes caminar desde tu juventud hasta que te hagas viejo, y después de eso, hasta que te conviertas en joven otra vez; e incluso después de pasar por ese ciclo mil veces, aún puede resultarte difícil llegar al lugar donde quieres ir. Pero cuando adviertas, por la firmeza de tu propia voluntad, la naturaleza búdica en todas las cosas y cuando cada uno de tus pensamientos regrese a esa fuente en tu memoria, en ese momento habrás llegado a la Montaña Espíritu.

VIAJE AL OESTE

LIBRO 1. Despertar al vacío
En otro viaje hacia el oeste, Bold y Psin encuentran una tierra vacía; Temur está molesto, y el capítulo tiene un final tormentoso.

Mono nunca muere. Continúa regresando para ayudarnos en tiempos difíciles, tal como socorrió a Tripitaka durante los peligros del primer viaje hacia el oeste, para llevar a China el budismo de la India.

Ahora había adquirido la forma de un pequeño mongol llamado Bold Bardash, caballero del ejército de Temur el Cojo. Hijo de un vendedor de sal tibetano y de una espiritual posadera mongol; por lo tanto viajero desde antes de nacer, para arriba, para abajo, para atrás y para adelante, sobre montañas y ríos, cruzando desiertos y estepas, atravesando siempre el corazón del mundo. En la época de nuestra historia ya era viejo: rostro cuadrado, nariz torcida, cabellos grises trenzados y una barba de cuatro pelos. Sabía que ésta sería la última campaña de Temur y se preguntaba si también sería la suya.

Un día, cabalgando al frente del ejército, un pequeño grupo de soldados pasó por unas oscuras colinas al anochecer. Bold empezaba a inquietarse con tanto silencio. Por supuesto, en realidad no todo era sigilo; los bosques siempre resultaban ruidosos comparados con la estepa. Más adelante había un gran río que derramaba sus sonidos en el viento que agitaba los árboles; pero faltaba algo. Tal vez el cantar de los pájaros, o algún otro sonido que Bold no podía terminar de descifrar. Los caballos se reían disimuladamente cuando los hombres los animaban con las rodillas. El clima estaba cambiando y eso no ayudaba, las largas colas de las yeguas trazaban líneas anaranjadas en la parte más alta del cielo, ráfagas de viento, humedad en el aire; una tormenta se acercaba desde el oeste. Bajo el inmenso cielo de la estepa hubiera sido evidente. Aquí en las colinas boscosas el cielo no se dejaba ver tanto, y los vientos eran cambiantes, pero aún así los indicios eran claros.

Cabalgan por campos que no han sido cosechados.

La cebada caída sobre sí misma,

los manzanos con manzanas secas en las ramas,

o negras en el suelo.

No hay huellas de carros ni de cascos ni de pies

en la tierra del camino. El sol se pone;

la luna, casi llena, desfigurada allí en lo alto.

Los buhos sobre los campos. Una ráfaga repentina:

qué grande parece el mundo en el viento.

Los caballos están tensos, Mono también.

Llegaron a un puente vacío y lo cruzaron; los cascos resonaban en los tablones. Ahora se encontraban con algunas construcciones de madera techadas de paja. Pero no había fuegos ni luces de antorchas. Continuaron avanzando. Aparecieron más construcciones entre los árboles, pero todavía no se veía a nadie. La tierra oscura estaba vacía.

Psin los apremió para que siguieran marchando, y a los costados del cada vez más ancho camino todavía aparecían más construcciones. Luego el camino que se alejó de las colinas y los condujo hasta una planicie; delante de ellos se irguió una ciudad negra y silenciosa. No había luces, ni voces; tan sólo el viento, que hacía rozar las ramas entre sí sobre los rizos de la inmensa y negra corriente del río. La ciudad estaba vacia.

Por supuesto que renacemos muchas veces. Llenamos nuestros cuerpos como el aire llena las burbujas, y cuando las burbujas estallan entramos directos en el Bardo, y erramos hasta que un soplido nos lleva hacia una nueva vida, de regreso a algún lugar del mundo. Generalmente, esta certeza le resultaba bastante reconfortante a Bold cuando tropezaba exhausto sobre los campos después de la batalla, la tierra cubierta de cuerpos rotos que parecen sacos vacíos.

Pero llegar a un pueblo en el que no ha habido batalla alguna y encontrar que todo el mundo ha muerto es algo muy diferente. Gente muerta desde hacía mucho tiempo; los cuerpos secos. Al crepúsculo y a la luz de la luna podían ver el brillo de los huesos expuestos, esparcidos por lobos y cuervos. Bold repitió para sí mismo el sutra del corazón: «La forma es vacío, el vacío es forma. Se ha ido, se ha ido, se ha ido al más allá, se ha ido por completo al más allá. ¡Oh, qué Despertar! ¡Alabados seáis todos!».

Los caballos descansaban en las afueras del pueblo. Excepto por rumor del río, todo estaba en silencio. El ojo desviado de la luna brillaba sobre las piedras vestidas, allí en medio de todas las construcciones de madera. Una gran construcción de piedra, entre otras más pequeñas.

Psin ordenó a sus hombres que se cubrieran el rostro para evitar tener contacto con nada, que se quedaran sobre sus caballos y que evitaran que sus caballos tocaran con los cascos cualquier cosa que no fuera el suelo. Cabalgaron lentamente atravesando calles estrechas, flanqueadas por construcciones de madera de dos o tres plantas, apoyándose unos en otros como en las ciudades chinas. Los caballos estaban intranquilos pero no se negaron a avanzar.

Llegaron a una plaza central pavimentada que estaba cerca del río y se detuvieron frente a la enorme construcción de piedra. Era inmensa. Muchos habitantes del pueblo habían ido a morir aquí. Su lamasería, sin duda, pero sin techo, abierta al cielo; era una obra inacabada. Como si estas personas hubieran recurrido a la religión únicamente en sus últimos días; pero demasiado tarde; aquel sitio era una tumba de huesos. Se ha ido, se ha ido, se ha ido al más allá, se ha ido por completo al más allá. Todo estaba inmóvil; a Bold se le ocurrió que el pasaje de la montaña por el que habían elegido cabalgar tal vez no había sido el correcto, el que conducía a aquel otro oeste, a la tierra de los muertos. Por un instante recordó algo, una visión momentánea de otra vida; un pueblo mucho más pequeño que éste, una aldea aniquilada por algún terrible torrente que había enviado a todos juntos al bardo. Horas en una habitación esperando la muerte; ésa era la razón por la que tan a menudo sentía que reconocía a la gente que se encontraba. Sus existencias eran un destino compartido.

—Peste —dijo Psin—. Salgamos de aquí.

Cuando miró a Bold, sus ojos se iluminaron y su rostro estaba duro; parecía uno de los guardias de piedra de las tumbas imperiales.

Bold se estremeció.

—Me pregunto por qué no se habrán ido —dijo.

—Tal vez no había adónde ir.

La peste había atacado la India hacía unos años. Los mongoles generalmente no la contraían; sólo caía un bebé de vez en cuando. Los turcos y los indios eran más susceptibles; por supuesto Temur los tenía a todos en su ejército: persas, turcos, mongoles, tibetanos, indios, tajikos, árabes, georgianos. La peste podía matar a cualquiera de ellos, o a todos. Si es que era eso verdaderamente lo que había derribado a aquella gente. No había manera alguna de estar seguro.

—Regresemos para contarles —dijo Psin.

Los demás asintieron con la cabeza, complacidos de que la decisión fuera de Psin. Temur les había dicho que exploraran la llanura magiar y lo que hubiera detrás de ella, cuatro días de cabalgata hacia el oeste. No le gustaba que los destacamentos exploradores regresaran sin obedecer sus órdenes, así estuvieran formados por su qa'uchin más antiguo. Pero Psin podía enfrentarse a él.

Volvieron a cabalgar una vez más a la luz de la luna y acamparon brevemente cuando los caballos estuvieron cansados. Se pusieron en marcha al amanecer y atravesaron una vez más el amplio paso entre las montañas que los primeros exploradores habían dado en llamar la Puerta Morava. No vieron humo en ninguna de las aldeas o chozas por las que pasaron. Espoleaban a sus monturas para que galoparan tanto como pudieran, cabalgaron sin parar todo aquel día.

Mientras bajaban por la larga ladera oriental de la montaña, de regreso hacia la estepa, una enorme muralla de nubes se elevó en la mitad occidental del cielo.

Como la manta negra de Kali sobre ellos,

la Diosa de la Muerte los persigue fuera de su tierra.

La parte oculta, sólida y negra, ondulada,

colas de cerdos negros y anzuelos haciendo remolinos en el aire.

Un presagio tan sombrío que los caballos inclinan la cabeza,

los hombres ya no pueden verse unos a otros.

Se acercaron al gran campamento de Temur, y la negra nube de la tormenta cubrió el resto del día, provocando una oscuridad como la de la noche. A Bold se le erizaron los pelos. Cayeron algunas gotas muy grandes, y los truenos se acercaron desde el oeste como gigantes ruedas de hierro. Se acurrucaron sobre la silla y acicatearon a los caballos para que siguieran avanzando, reacios a regresar con semejante tormenta, con semejantes noticias. Temur lo tomaría como un presagio, tal como lo habían hecho ellos. Temur decía a menudo que todo su éxito se lo debía a un asura que lo visitaba y le daba consejos. Bold había presenciado una de aquellas visitas; había visto a Temur hablando con un ser invisible y luego decirle a la gente lo que estaban pensando y qué iba a sucederles. Una nube tan negra sólo podía ser una señal. El mal en el oeste. Algo malo había sucedido allí, algo aún peor que la peste, tal vez; el plan de Temur de conquistar a los magiares y a los francos tendría que ser abandonado: había sido derrotado por la mismísima diosa de las calaveras. Resultaba difícil imaginarlo aceptando una prioridad como ésa, pero allí estaban, bajo una tormenta como la que nadie había visto antes, y todos los magiares estaban muertos.

El humo de los fuegos de los campamentos invadía el aire, como en un gran sacrificio, el aroma familiar y sin embargo distante, parecía llegar de un hogar al que habían abandonado para siempre. Psin miró a los hombres que lo rodeaban.

—Acampad aquí —ordenó. Pensó unos instantes—. Bold.

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