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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (3 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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Cuando la carne estuvo asada, comieron en silencio, sentados sobre dos troncos en los lados opuestos del fuego. Los dos miraban fijamente las llamas, observándose de reojo sólo ocasionalmente, tímidos después de haber pasado tanto tiempo solos. Después de todo lo ocurrido, no era muy obvio lo que uno podía decirle a otro ser humano.

Finalmente el hombre habló, al principio entrecortado, y luego de corrido. A veces utilizaba una palabra que a Bold le resultaba familiar, pero no tan familiar como sus movimientos alrededor del fuego, y por mucho que lo intentara, Bold no podía entender nada de lo que el hombre decía.

Él mismo intentó decir algunas frases simples, sintiendo la rareza de las palabras en su boca, como guijarros. El otro hombre escuchaba atentamente, sus ojos azules destellaban a la luz del fuego, como apartados de la sucia palidez de la piel de su delgado rostro, pero no mostraba signo alguno de comprensión; ni mongol, ni tibetano, ni chino, ni turco, ni arábe, ni chagatai, ni cualquier otro de los saludos extranjeros que Bold había aprendido durante los años en que había atravesado la estepa.

Al finalizar el discurso de Bold el rostro del hombre se desfiguró en un espasmo, y lloró. Luego, secándose los ojos, dejando grandes rayas blancas sobre su sucio rostro, se puso de pie frente a Bold y dijo algo, gesticulando mucho. Señaló a Bold con el dedo, como si estuviera enfadado, luego dio un paso hacia atrás y se sentó sobre su tronco, y comenzó a imitar el movimiento que se hace cuando se rema una barca, o al menos eso fue lo que Bold conjeturó. Remó de espaldas, como los pescadores del mar Caspio. Hizo los movimientos que se hacen para pescar, luego los que se hacen para atrapar a los peces, para limpiarlos, para cocinarlos, para dárselos de comer a los niños pequeños. A través de sus gestos evocó a toda la gente a la que había alimentado, a sus hijos, a su esposa, a la gente con la que había vivido.

Luego alzó su rostro y observó las brasas y lloró otra vez. Levantó la precaria camisa que le cubría el cuerpo y señaló sus brazos y antebrazos, y entonces cerró el puño. Bold asintió con la cabeza, sintió cómo el estómago se le encogía cuando el hombre describió con gestos la enfermedad y la muerte de todos los niños, echándose al suelo y gimiendo como un perro. Luego la esposa, luego todo el resto. Todos menos este hombre, que caminaba alrededor del fuego señalando las hojas que cubrían el suelo, salmodiando palabras, tal vez nombres. Para Bold todo estaba muy claro.

Luego el hombre quemó su aldea muerta, todo tan claro en gestos, y también haciendo gestos se fue de allí remando. Remó sobre su tronco durante mucho tiempo, tanto que Bold pensó que se había olvidado de la historia; pero entonces se detuvo de golpe y retrocedió con su barca. Bajó a tierra, mirando a su alrededor y aparentando estar sorprendido. Luego comenzó a caminar. Caminó alrededor del fuego más de diez veces, simuló comer hierbas y palos, aullando como un lobo, encogiéndose debajo de su tronco, caminando un poco más, incluso remando otra vez. Dijo las mismas cosas una y otra vez:


Dea
,
dea
,
dea
,
dea
.

Las gritó a las trémulas estrellas que brillaban sobre ellos a través del tejido de ramas.

Bold asintió con la cabeza. Conocía la historia. El hombre estaba gimiendo, con un suave gruñido, como un animal, golpeando la tierra con un palo. Sus ojos eran tan rojos como los de cualquier lobo a la luz del fuego. Bold comió un poco más de conejo, luego ofreció el palo al hombre, quien se lo arrebató y comió hambriento. Permanecieron allí sentados observando el fuego. Bold se sentía tanto acompañado como solo. Miró al otro hombre, que se había comido sus dos pescados, y ahora daba cabezadas. El hombre se puso de pie bruscamente, murmuró algo, se acurrucó cerca del fuego y se quedó dormido. Con dificultad, Bold avivó el fuego, se acomodó en el otro lado, e intentó hacer lo mismo. Cuando se despertó, el fuego había muerto y el hombre se había marchado. Era un amanecer frío, empapado de rocío, y las huellas del hombre bajaban por la pradera hasta una gran curva en un riachuelo; allí desaparecían. No había señal alguna de hacia dónde había ido el hombre.

Pasaron los días, y Bold siguió su camino hacia el sur. Pasaron largas horas durante las que no pensaba absolutamente en nada, tan sólo exploraba la tierra en busca de comida y el cielo para conocer el clima, murmurando una o dos palabras una y otra vez. Despierto al vacío. Un día llegó a una aldea construida alrededor de un manantial.

Viejos templos dispersos por el lugar,

redondas columnas rotas que apuntan al cielo.

Todo en medio de un inmenso silencio.

¿Qué hizo enfadar tanto a estos dioses

para castigar así a su gente? ¿Qué harían

con una alma solitaria que deambula

después de que el mundo ha acabado?

Blancos tambores de mármol caídos aquí y allí:

un pájaro pía en el aire vacío.

No le interesaba entrar ilegítimamente para examinar nada, y entonces rodeó los templos.


Om mane padme hum
,
om mane padme hummmm
—murmuraba, de repente consciente de que ahora a menudo hablaba solo en voz alta, sin darse cuenta nunca de ello, como si ignorara a un viejo compañero que siempre dice las mismas cosas.

Continuó rumbo al sur y al este, aunque había olvidado por qué. Entró en las casas al borde del camino en busca de comida seca. Caminó por los caminos desiertos. Era una tierra vieja. Nudosos olivos, negros y pesados con sus frutos incomibles, se burlaban de él. Ninguna persona comía de su propio esfuerzo, nadie. Cada vez tenía más hambre, y la comida se convirtió en su único objetivo, día tras día. Pasó por más ruinas de mármol y rebuscó en los caseríos por los que pasaba. Una vez encontró un inmenso vaso de arcilla lleno de aceite de oliva, y se quedó allí cuatro días hasta bebérselo todo. Luego la caza se volvió más abundante. Vio a la zorra más de una vez. Algunos buenos disparos con su ridículo arco lo mantuvieron alejado del hambre. Cada noche hacía más grandes sus fuegos, y una o dos veces se preguntó qué habría sido de aquel hombre al que había conocido. ¿Acaso el haber encontrado a Bold le habría hecho darse cuenta de que estaría solo, sin importar qué pasara o a quién encontrara, y se habría matado para reunirse nuevamente con su jati? ¿O tal vez simplemente había resbalado mientras bebía? ¿O se había metido en el riachuelo para evitar que Bold lo siguiera? No había manera de saberlo, pero aquel encuentro acudía a Bold una y otra vez, en especial la claridad con la que había podido entenderle.

Los valles se extendían hacia el sur y hacia el este. Podía sentir la forma de los viajes en su mente, y descubrió que no podía recordar lo suficiente su recorrido en las últimas semanas como para estar seguro de dónde se encontraba, con relación a la Puerta Morava, o al kanato de la Horda de Oro. Desde el mar Negro habían cabalgado hacia el oeste durante aproximadamente diez días, ¿no es cierto? Era como tratar de recordar cosas de una vida anterior.

Sin embargo, parecía posible que estuviese acercándose al imperio bizantino, yendo hacia Constantinopla desde el norte y el oeste. Agotado junto a su hoguera nocturna, se preguntaba si Constantinopla estaría también muerta. Se preguntaba si Mongolia estaría muerta, si tal vez todos los habitantes del mundo estarían muertos. El viento susurraba a través de los arbustos como las voces de un fantasma, y cayó en un intranquilo sueño, despertándose varias veces durante la noche para observar las estrellas y echarle más ramas al fuego. Tenía frío.

Se despertó una vez más, y allí estaba el fantasma de Temur, de pie al otro lado del fuego, la luz de las llamas danzaba sobre su impresionante rostro. Sus ojos eran negros como la obsidiana; Bold podía ver dos estrellas brillando en ellos.

—Así que —dijo Temur pesarosamente— te has escapado.

—Sí —susurró Bold.

—¿Qué sucede? ¿Acaso no quieres salir de caza otra vez?

Esto era algo que ya le había dicho antes a Bold. Al final se había puesto tan débil que había tenido que ser llevado en una litera, pero nunca pensó en detenerse. El último invierno había estado pensando en si debía ir o no hacia el este en primavera, para luchar contra China, o hacia el oeste, para combatir contra los francos. Durante un inmenso festín sopesó las ventajas de cada movimiento, y en determinado momento miró a Bold, y algo en el rostro de Bold hizo que el kan se lanzara contra él con su poderosa voz, todavía fuerte a pesar de su enfermedad.

—¿Qué sucede, Bold? ¿Acaso no quieres salir de caza otra vez? —le había dicho.

—Siempre, gran kan —había respondido Bold aquella vez—. Estuve allí cuando conquistamos Ferghana, Khorasan, Sistan, Khrezm y Monghulistan. Muy bien puedo ir una vez más.

Temur había reído su risa furiosa. ¿Pero esta vez adónde vas, Bold? ¿Adónde vas?

Bold sabía bien lo que hacía y se encogió de hombros.

—A mí me da lo mismo, gran kan. ¿Por qué no tiráis una moneda? — respondió.

Por lo cual recibió otra risa, y un sitio cálido en el establo aquel invierno, y un buen caballo para la campaña. Había viajado hacia el oeste durante la primavera de 784.

Ahora el fantasma de Temur, tan sólido como cualquier hombre, le echaba a Bold una mirada asesina llena de reproches desde el otro lado del fuego.

—Tiré la moneda tal como tú me lo sugeriste, Bold. Pero debe de haber caído del lado equivocado.

—Tal vez China hubiese sido peor —dijo Bold.

—¿Cómo podría haber sido peor? —preguntó furioso Temur—. ¿Haber muerto por un relámpago? ¿Cómo podría haber sido? Tú hiciste aquello, Bold; tú y Psin. Trajisteis la maldición del Oeste con vosotros. Nunca deberíais haber regresado. Y yo debería haberme ido a China.

—Tal vez.

Bold no sabía cómo tratar con él. Los fantasmas enfadados necesitan tanto ser desafiados como apaciguados. Pero aquellos ojos negro azabache, que brillaban a la luz de las estrellas...

De repente Temur tosió. Se llevó una mano a la boca, y escupió algo rojo. Lo observó, y luego se lo enseñó a Bold para que lo viera: un huevo rojo.

—Esto es tuyo —dijo, y le arrojó el huevo a Bold por encima de las llamas.

Bold se retorció para cogerlo y se despertó. Gimió. Estaba claro que el fantasma de Temur no estaba contento. Deambulando entre los mundos, visitando a sus antiguos soldados como cualquier otro preta... en cierto sentido era patético, pero Bold no podía sacarse de encima el miedo. El espíritu de Temur era un gran poder, no importaba en qué esfera estuviera. Su mano podía estirarse y entrar en este mundo y cogerle un pie a Bold en cualquier momento.

Durante todo aquel día Bold anduvo hacia el sur envuelto en una neblina de recuerdos, viendo apenas la tierra que se abría ante él. La última vez que Temur lo había visitado en el establo había sido difícil, dado que el kan ya no podía cabalgar. Había mirado a una robusta yegua negra como quien mira a una mujer, y le acarició la ijada y le dijo a Bold:

—El primer caballo que robé en mi vida era igual a éste. Comencé siendo pobre y la vida era muy dura. Dios me dio una señal. Pero cualquiera hubiera pensado que Él me dejaría cabalgar hasta el final.

Y había mirado a Bold con aquella mirada suya tan penetrante, un ojo apenas más alto y más grande que el otro, igual que en el sueño. Aunque en vida sus ojos habían sido marrones.

El hambre mantenía a Bold ocupado con la caza. Temur, a pesar de ser un fantasma hambriento, ya no tenía que preocuparse por la comida, pero Bold sí. Todas las presas corrían hacia el sur, hacia los valles. Un día, en lo alto de una montaña, vio agua, un metal brillante en la distancia. Un enorme lago, o el mar. Unos caminos antiguos lo llevaron hacia otro grupo de montañas, hacia otra ciudad.

Una vez más, no había nadie con vida. Todo estaba inmóvil y en silencio. Bold deambuló por calles vacías, entre construcciones vacías, sintiendo que unas manos frías de pretas bajaban por su espalda.

En la colina central de la ciudad se erguía un bosquecillo de templos blancos, como huesos blanqueados por el sol. Al verlos, Bold decidió que había encontrado la capital de aquella tierra muerta. Había caminado por pueblos periféricos de toscas piedras hasta templos de capitales de suave mármol blanco, y nadie había sobrevivido. Una neblina blanca le impidió ver, y la atravesó tropezando por las calles polvorientas, cuesta arriba hasta llegar a la colina del templo, para presentar su caso ante los dioses del lugar.

Sobre la sagrada meseta tres templos pequeños rodeaban a uno más grande, una belleza rectangular con hileras dobles de suaves columnas por los cuatro lados; las columnas sostenían un techo reluciente de tejas de mármol. Debajo del alero había figuras talladas que luchaban, marchaban, volaban y gesticulaban, en un gran cuadro viviente de piedra que retrataba a la gente ausente o a sus dioses. Bold se sentó sobre el tambor de mármol de una columna caída hacía ya mucho tiempo y observó la escultura de piedra; allí vio el mundo que se había perdido.

Finalmente se acercó al templo y entró en él rezando en voz alta. A diferencia de los grandes templos de piedra del norte, éste no había sido un sitio de reunión para los feligreses en su final; dentro no había ningún esqueleto. De hecho parecía haber sido abandonado hacía muchos años. Colgaban murciélagos de las alfardas, y la oscuridad estaba cortada por rayos de sol que se filtraban por tejas rotas. Al final del templo había un altar que parecía haber sido construido descuidadamente. Sobre él ardía una única vela en un bote de aceite. La última oración de aquella gente, vacilando inclusive después de su muerte.

Bold no tenía nada que ofrecer a modo de sacrificio, y el gran templo blanco se erguía silencioso sobre él.

—¡Se han ido, se han ido, se han ido al más allá, se han ido por completo al más allá! ¡Oh, qué despertar! ¡Alabados seáis todos!

Sus palabras resonaron en forma de eco hasta perderse en el vacío.

Salió tropezando a la claridad de la tarde; al mirar hacia el sur vio el destello del mar. Iría al sur. Aquí no había nada que lo retuviese; la gente y también sus dioses habían muerto.

Una extensa bahía recortada entre dos colinas. Salvo algunas barcas de remo, el puerto en la punta de la bahía estaba vacío. Algunas flotaban golpeadas por las olas, otras estaban con el fondo hacia arriba sobre la única playa que se extendía más allá del muelle. No se arriesgó a coger una barca, no sabía nada de navegación. Había visto Issyk Kul, el lago Qinghai, el mar de Aral, el Caspio y el Negro, pero nunca había subido a una barca, como no fueran los transbordadores que cruzaban los ríos. Y no quería empezar ahora.

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