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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (6 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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Pero la fiebre se fue. Kyu comenzó a comer más y más. Sin embargo, aunque más animado, hablaba bastante menos que antes. Sus ojos tampoco eran los mismos; miraban fijamente a los demás como lo hacen los ojos de los pájaros, como si no pudieran terminar de creer lo que veían. Bold se dio cuenta de que el muchacho había viajado fuera de su cuerpo, se había ido al Bardo y había regresado siendo otra persona. Todo distinto. Aquel muchacho negro estaba muerto; uno nuevo lo reemplazaba.

—¿Cómo te llamas ahora? —le preguntó.

—Kyu —contestó el muchacho, pero sin mostrar sorpresa alguna, como si no recordara habérselo dicho antes a Bold.

—Bienvenido a esta vida, Kyu.

Navegar en mar abierto era una extraña manera de viajar. Los cielos pasaban volando sobre sus cabezas, pero nunca parecían haberse movido a ningún sitio. Bold intentó imaginarse cómo sería un día de cabalgata para la flota, preguntándose si a la larga sería más rápida que los caballos, pero no pudo hacerlo. Sólo pudo observar el clima y esperar.

Veintitrés días después, la flota entró en Calicut, una ciudad mucho más grande que cualquiera de los puertos de Zanj, tan grande como Alejandría, o más.

Torres de arena y piedra como bulbos, paredes almenadas,

todo tapizado con un desborde de verdes.

Tan cerca del sol, la vida se eleva hacia el cielo como una fuente.

Alrededor de la piedra de los barrios centrales,

claras construcciones de madera llenan el verde monte

bordeando la costa en ambas direcciones,

hasta las colinas del fondo; la ciudad se extiende

hasta donde alcanza la vista, por las laderas

de una montaña que rodea la ciudad.

A pesar de su gran tamaño, toda la actividad de la ciudad se detuvo cuando llegó la flota china. Bold y Kyu y los etíopes observaban a la bulliciosa muchedumbre a través de su enrejado, toda aquella gente vistiendo sus colores y agitando los brazos sobre su cabeza como símbolo de su sometimiento.

—Estos chinos conquistarán el mundo entero.

—Y luego los mongoles conquistarán China —dijo Bold.

Vio que Kyu observaba a la multitud del muelle. La expresión del muchacho era la de un preta desenterrado después de su muerte. Ciertas máscaras de demonios tienen esa expresión, la antigua expresión Bön, como la del padre de Bold cuando se enfurecía, con la mirada fija en el alma de una persona y diciendo: me llevo esto conmigo, no puedes detenerme y más vale que no lo intentes. Bold se estremeció al ver esa expresión en el rostro de un muchacho.

Los esclavos fueron puestos a trabajar en la manipulación de la carga, pero ninguno de ellos fue vendido; sólo una vez fueron llevados a tierra, para ayudar a dividir una carga de rollos de tela y llevarlos hasta las largas y bajas canoas utilizadas para llevar mercancías desde las playas hasta los barcos de la flota.

Mientras se llevaban a cabo estos trabajos, Zheng He llegó a tierra firme en su lancha personal, una embarcación pintada, dorada e incrustada con joyas y mosaicos de porcelana; en la roda tenía una estatua de oro que miraba hacia proa. Zheng llevaba ropas doradas bordadas en rojo y azul. Sus hombres habían colocado una alfombra sobre la playa para que no pisara la arena, pero él la dejó a un lado y se acercó para observar la carga de las nuevas mercancías. Era realmente un hombre enorme, alto y ancho. Tenía un amplio rostro, que no era han, y era eunuco; era todo lo que habían dicho los etíopes. Bold lo miraba de reojo; entonces se dio cuenta de que Kyu estaba de pie muy recto observándolo también y se había olvidado del trabajo, los ojos fijos en él como los de un halcón sobre un ratón. Bold sacudió al muchacho y lo obligó a que siguiera trabajando.

—Vamos, Kyu, aquí estamos encadenados juntos, muévete o te daré un golpe y te arrastraré por el suelo. No quiero tener problemas aquí, Tara sabe lo que le sucede a un esclavo que tiene problemas con gente como ésta.

Desde Calicut navegaron hacia el sur hasta llegar a Lanka. Aquí los esclavos fueron dejados a bordo del barco, mientras que los soldados desembarcaron y desaparecieron durante varios días. El comportamiento de los oficiales que fueron dejados atrás hizo pensar a Bold que el destacamento estaba realizando alguna campaña; los observó tan detenidamente como pudo a medida que pasaban los días y ellos se iban poniendo cada vez más nerviosos. Bold no podía imaginar qué serían capaces de hacer si Zheng He no regresaba, pero no pensó que partirían navegando hacia otro sitio. De hecho, los oficiales del fuego trabajaban arduamente diseñando varios proyectiles incendiarios, cuando la lancha del almirante y las otras barcas llegaron de regreso desde el puerto interior de Lanka, y sus hombres subieron a bordo gritando triunfalmente. No sólo habían conseguido escapar de una emboscada tierra adentro, según decían, sino que habían capturado al usurpador traidor del lugar, responsable de la trampa, y se habían llevado también al legítimo rey; aunque parecía haber cierta confusión en la historia en cuanto a quién era quién y a por qué debían prender al legítimo rey de la misma manera que al usurpador. Y lo más sorprendente de todo era que decían que el legítimo rey tenía en su poder la reliquia más sagrada de la isla, un diente de Buda, llamado el Dalada. Zheng levantó el pequeño relicario de oro para mostrarles aquel premio a todos los que estaban a bordo. Aparentemente, era un colmillo. La tripulación, los pasajeros, los esclavos, todos expresaron espontáneamente sus alabanzas de viva voz, los gritos salían y salían sin cesar de las gargantas emocionadas.

—Han tenido mucha suerte —le dijo Bold a Kyu cuando el espantoso ruido se calmó, juntando las manos y recitando el Descenso a Lanka Sutra.

De hecho era tan buena fortuna que le daba un poco de miedo. Y no había duda de que alquel miedo había sido una gran parte del fragor de la multitud. Buda había bendecido a Lanka, era una de sus tierras especiales, con una rama de su árbol Bodhi que crecía en su suelo, y sus lágrimas mineralizadas aún caían por las laderas de la montaña sagrada en el centro de la isla, la misma donde Adán imprimió la huella de su pie. Seguramente no estaba bien sacar el Dalada de su legítimo lugar en una tierra tan sagrada. Había en aquel acto una afrenta que no podía ser negada.

A medida que navegaban hacia el este, circulaba por el barco la historia de que el Dalada era prueba de la legitimidad del rey destituido; sería devuelto a Lanka cuando el emperador Yongle determinara los derechos del caso. Los esclavos se tranquilizaron con aquellas noticias.

—Así que el emperador de China decidirá quién debe gobernar esa isla —dijo Kyu.

Bold asintió con la cabeza. El propio emperador Yongle había llegado al trono como consecuencia de un violento golpe, así que para Bold no estaba claro por cuál de los dos contendientes de Lanka se inclinaría. Mientras tanto, tenían el Dalada a bordo.

—Es bueno —le dijo a Kyu después de pensarlo un poco más—. De todas maneras, nada malo puede sucedernos en este viaje.

Y así fue. Unos negros chubascos, justo encima de ellos, se evaporaron inexplicablemente en el preciso momento en que zarpaban. Olas gigantes rodaban en todo el horizonte, inmensas colas de dragones barrían las olas, mientras navegaban serenamente en una mar llana en su centro. Hasta atravesaron navegando el estrecho de Malaca sin impedimentos de Palembanque o, al norte de allí, de los innumerables piratas de Cham o los wakou japoneses; aunque, tal como señaló Kyu, ningún pirata con sentido común desafiaría a una flota tan grande y poderosa, con o sin diente de Buda.

Más tarde, mientras navegaban por el mar de China Meridional, alguien vio por la noche el Dalada flotando junto al barco, como si fuera, y esto fue lo que dijo, la pequeña llama de una vela.

—¿Cómo sabe que no era la llama de una vela? —preguntó Kyu.

Pero a la mañana siguiente el cielo amaneció rojo. Unas nubes negras cerraban el horizonte en el Sur; Bold recordó intensamente la tormenta que había matado a Temur.

Cayó una lluvia torrencial, y luego sopló un viento tan violento que pintó el mar de blanco. Moviéndose de un lado para otro en su pequeña y sombría cabina, Bold se dio cuenta de que semejante tormenta era aún más aterradora en alta mar que en tierra firme. El astrólogo del barco anunció a gritos que un gran dragón estaba furioso debajo del mar y que agitaba las aguas furiosamente debajo de ellos. Bold se unió a los otros esclavos y se aferró también a las rejas mirando por los pequeños agujeros para ver si podían alcanzar a divisar el lomo o las garras o el hocico de aquel dragón, pero la espuma que flotaba sobre el agua blanca oscurecía la superficie. Bold pensó que tal vez podría haber visto parte de una cola verde oscura en medio de aquella espuma.

El viento aúlla a través de los nueve mástiles,

todos ellos desnudos de vela. El gran barco se mece en el viento,

se balancea de lado a lado, y los pequeños barcos

también se balancean como corchos,

pueden verse unas veces y otras no, a través de la rejilla.

En tormentas como ésta, ¡sólo cabe aguantar!

Bold y Kyu se aferran a las paredes;

a través del agujero oyen los gritos de los oficiales

y los pesados pasos de los marineros,

haciendo lo imposible por asegurar las velas

y atar la caña del timón firmemente en su lugar.

Perciben el miedo de los oficiales,

y lo sienten en los pies de los marineros.

Incluso bajo cubierta son salpicados por la espuma.

Arriba, en la gran cubierta de popa, los oficiales y astrólogos realizaban una especie de ceremonia de apaciguamiento; se podía oír al propio Zheng He que imploraba a Tianfei, la diosa china de la seguridad en alta mar.

—¡Dejad que los dragones de las aguas oscuras se hundan en el mar y libradnos de esta calamidad! ¡Humilde, respetuosa y devotamente, ofrecemos este jarro de vino, lo ofrecemos una y otra vez, derramando este magnífico y fragante vino! ¡Que nuestras velas encuentren vientos favorables, que los caminos del mar estén tranquilos, que los soldadosespíritus de los vientos y las estaciones que todo lo ven y todo lo escuchan, los domadores de las olas y los bebedores de las mareas, los inmortales en vuelo, el dios del año y la protectora de nuestro barco, la Consorte Celestial, la brillante, divina, maravillosa, sensible, misteriosa Tianfei nos salve!

Mirando hacia arriba, a través de las grietas de la cubierta, Bold pudo ver la imagen de unos marineros observando aquella ceremonia, todas las bocas abiertas gritando contra el rugido del viento. Su guarda les gritaba:

—¡Rezadle a Tianfei, rezadle a la Consorte Celestial, la única amiga del marino! ¡Rogadle que interceda! ¡Todos vosotros! ¡Un poco más de este viento y el barco se romperá en mil pedazos!

—Tianfei nos proteja —coreó Bold, pellizcando a Kyu para indicarle que debía hacer lo mismo.

El muchacho negro no dijo nada. Sin embargo, señaló hacia arriba, a los mástiles de proa, los cuales podían ver a través de la escotilla enrejada, y Bold levantó la vista y vio unos filamentos de luz roja danzando entre los mástiles: bolas de luz, como faroles chinos sin el papel ni el fuego, brillando en la punta del mástil y sobre él, iluminando la lluvia voladora y hasta los fondos negros de las nubes que se iban despejando sobre sus cabezas. La belleza mística de aquella imagen calmaba el terror que ella misma provocaba; Bold y todos los demás salieron del reino del terror, era una imagen demasiado extraña e impresionante para seguir preocupándose por la vida o por la muerte. Todos los hombres gritaban, rezando desesperados hasta quedarse sin voz. Tianfei apareció fundiéndose en aquella danzante luz roja, su figura relucía brillante sobre ellos, y el viento disminuyó de repente. Las olas se calmaron alrededor del barco. Tianfei se disipó, el rojo se fue esfumando del cordaje y regresó al aire. Ahora sus agradecidas voces podían ser escuchadas por encima del viento. Todavía podían verse cabrillas cayendo y rodando, pero todas a cierta distancia, a mitad de camino entre ellos y el horizonte.

—¡Tianfei! —gritó Bold con el resto—. ¡Tianfei!

Zheng He se alzó sobre la barandilla de la popa y levantó ambas manos bajo una fina lluvia.

—¡Tianfei! —gritó—. ¡Tianfei nos ha salvado!

Y todos gritaron con él, llenos de alegría, de la misma manera que el aire había sido llenado con la luz roja de la diosa. Más tarde el viento volvió a soplar con fuerza, pero ellos ya no sintieron miedo.

Cómo fue el resto del viaje no es realmente algo sustancial; no sucedió nada demasiado importante; regresaron sin problema, y lo que sucedió después podréis averiguarlo leyendo el próximo capítulo.

En un restaurante de Hangzhou, Bold y Kyu se reencuentran con su destino; en tan sólo un instante, termina la armonía de tantos meses.

Sacudida por la tormenta, protegida por Tianfei, la flota entró en un gran estuario. En la orilla, detrás de un gran rompeolas, se erguían los tejados de una inmensa ciudad. Tan sólo la parte que podía verse desde el barco era ya más grande que todas las ciudades que Bold había visto en su vida, todas juntas —todos los zocos de Asia Central, las ciudades indias que Temur había arrasado, los pueblos fantasmas de Frengistán, los blancos pueblos costeros de Zanj, Calicut— todos combinados hubiesen ocupado sólo un cuarto o un tercio de la tierra cubierta por este bosque de tejados, esta estepa de tejados, extendiéndose hasta llegar a unas colinas distantes que podían verse hacia el oeste.

Los esclavos estaban de pie en la cubierta del gran barco, silenciosos en medio de los exaltados chinos, que no paraban de gritar.

—¡Gracias Tianfei, Consorte Celestial! ¡Hangzhou, mi hogar, nunca pensé que volvería a verte! ¡Hogar, esposa, fiesta de Año Nuevo! ¡Somos hombres muy felices, por haber podido viajar hasta el otro lado del mundo y haber regresado a casa!

Las anclas de piedra del barco fueron echadas al agua por los flancos. Había una corriente potente donde el río Chientang entraba en el estuario; cualquier barco que no estuviera firmemente anclado podía ser arrastrado lejos entre los bajíos o expulsado al mar. Una vez que los barcos estuvieron fondeados comenzó el trabajo de descarga. Aquélla fue una operación masiva; durante una de las pausas que hacían para comer arroz cocido después de horas en el guinche, Bold notó que no había caballos, ni camellos, ni búfalos de agua, ni mulas, ni asnos para ayudarse con el trabajo, con el de la descarga o con cualquier otro que pudiera estar realizándose en la ciudad: únicamente miles de trabajadores, interminables colas de trabajadores, entrando la comida y las mercancías, o sacando la basura y el estiércol, generalmente por el canal, entrando y sacando, entrando y sacando, como si la ciudad fuese un monstruoso cuerpo imperial recostado sobre la tierra, que estaba siendo alimentado y aliviado por todos sus súbditos juntos.

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