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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (4 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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No se ha visto ningún viajero en este largo camino,

no vuelven barcos de la lejanía durante la noche.

Nada se mueve en este puerto muerto.

En la playa recogió un poco de agua para beber —la escupió— era salada, como la del mar Negro, o como la de los manantiales de la cuenca del Tarim. Era extraño ver tanta agua desperdiciada. Había oído decir que un océano rodeaba el mundo. Tal vez se encontraba en el borde del mundo, en el borde occidental, o en el austral. Probablemente los árabes vivieran al sur de este mar. No lo sabía; y por primera vez en todo su viaje, tuvo la sensación de que no tenía la menor idea de dónde se encontraba.

Estaba dormido sobre la cálida arena de la playa, soñando con las estepas, intentando mantener a Temur alejado del sueño simplemente con la fuerza de su voluntad, cuando fue despertado de repente por unas fuertes manos, que le dieron vuelta y le ataron las piernas y los brazos detrás de la espalda. Lo cogieron de los pies y lo arrastraron.

—¿Qué tenemos aquí?

Eso, o algo parecido, dijo un hombre. Hablaba algo que podía ser turco; Bold no conocía muchas de las palabras, pero era una especie de turco, y generalmente podía entender la idea de lo que estaban diciendo. Parecían soldados o tal vez bandoleros, inmensos rufianes de manos fuertes, con pendientes de oro y sucias ropas de algodón. Al verlos lloró mientras sonreía tontamente; sintió que el rostro se le estiraba y los ojos le ardían. Ellos lo observaban con cautela.

—Un loco —se atrevió a decir uno.

Bold negó aquello con la cabeza.

—No... no he visto a nadie —dijo en turco ulu. La lengua parecía grande dentro de su boca, porque a pesar de tanto murmurar para sí mismo y para los dioses, se había olvidado de cómo hablar a la gente—. Creía que todos estaban muertos.

Señaló hacia el norte y hacia el oeste.

No parecían entenderle.

—Matadlo —dijo uno, tan despreciativo como Temur.

—Todos los cristianos han muerto —dijo otro.

—Matadlo, vamos. Las barcas están llenas.

—Traedlo —dijo el otro—. Los traficantes de esclavos pagarán por él. No hundirá la barca, con lo delgado que está.

Algo así. Lo arrastraron por la playa. Tenía que darse prisa para que la cuerda no le diera vuelta y lo pusiera de espaldas; el esfuerzo lo mareaba. No tenía muchas fuerzas. Los hombres olían a ajo y eso le daba aún más hambre, a pesar de que el olor era asqueroso. Pero si tenían la intención de venderlo como esclavo, tendrían que alimentarlo. Al pensarlo, se le hizo la boca agua de tal manera que babeaba como un perro, y también lloraba, la nariz le moqueaba; como tenía las manos atadas detrás de la espalda no podía limpiarse la cara.

—Está echando espuma por la boca como un caballo.

—Está enfermo.

—No está enfermo. Traedlo. Vamos. —Y ahora a Bold—: No tengas miedo. Allí donde te llevamos, hasta los esclavos viven mejor que vosotros, perros bárbaros.

Luego lo metieron a empujones en una barca que estaba en la playa, después la llevaron bruscamente hasta el agua, donde empezó a mecerse violentamente. Inmediatamente Bold se dio de bruces con el fondo de la barca.

—Ahí, esclavo. Sobre ese rollo de cuerda. ¡Siéntate!

Se sentó y los observó mientras trabajaban. Pasara lo que pasara, aquello era mejor que la tierra desierta. El solo hecho de ver hombres en movimiento, de escucharlos hablar, lo llenaba. Era como observar a los caballos al galope por la estepa. Hambriento, los miró mientras izaban una vela en el mástil; la barca se escoró a un lado de tal manera que Bold se tiró hacia el otro. Al ver aquello se rieron a carcajadas. Él sonrió avergonzado, señalando la gran vela latina.

—Para volcarnos no basta con este suspiro.

—Alá nos proteja del viento.

—Alá nos proteja.

Musulmanes.

—Alá nos proteja —dijo Bold cortésmente. Luego, en árabe—: En el nombre de Dios, el Misericordioso, el Compasivo.

Durante los años que había pasado en el ejército de Temur había aprendido a ser tan musulmán como cualquiera. A Buda no le importaba lo que dijeras para ser cortés. Ahora no evitaría que fuera un esclavo, pero tal vez le permitiría ganarse un poco más de comida. Los hombres lo miraron con curiosidad. Vio que la tierra iba desapareciendo. Le desataron los brazos y le dieron un poco de carnero seco y de pan. Intentó masticar cien veces cada bocado. Aquellos sabores conocidos le traían a la mente toda su vida. Comió lo que le dieron, bebió agua fresca de una taza que le ofrecieron.

—Alabado sea Alá. Gracias en el nombre de Dios, el Compasivo, el Misericordioso.

Navegaron por una ancha bahía, hasta llegar a un mar aún más ancho. Por la noche se detuvieron detrás de unos promontorios, largaron el ancla y durmieron. Bold se acurrucó sobre el rollo de cuerda. Cada vez que se despertaba por la noche tenía que recordarse a sí mismo dónde se encontraba.

Cada mañana navegaban hacia el sur, siempre hacia el sur; un día atravesaron un largo estrecho hasta adentrarse en un mar abierto, con grandes olas. El balanceo de la barca era como el de un camello. Bold señaló hacia el oeste. Los hombres nombraron una tierra, pero Bold no entendió el nombre.

—Están todos muertos —dijeron los hombres.

El atardecer los sorprendió aún en mar abierta. Por primera vez navegaron toda la noche, siempre despiertos cuando Bold se despertaba, mirando las estrellas, sin hablarse. Durante tres días navegaron sin tierra alguna a la vista, y Bold se preguntaba cuánto tiempo más duraría aquello. Pero la cuarta mañana el cielo del sur apareció blanco, luego marrón.

Una neblina como la que surgió del Gobi.

Arena en el aire, arena y polvo fino. ¡Tierra!

Tierra muy baja. El mar y el cielo;

ambos se tiñen del mismo marrón

antes de alcanzar a ver una torre de piedra,

luego un gran rompeolas de piedra, delante de un puerto.

Feliz, uno de los marineros nombra el puerto.

—¡Alejandría!

Bold había oído ese nombre, aunque no sabía nada sobre esa ciudad. Y nosotros tampoco; pero para saber más, podéis leer el próximo capítulo.

Nuestro peregrino es vendido como esclavo en Egipto; en Zanj se encuentra otra vez con los ineludibles chinos.

Los captores de Bold navegaron hasta una isla, anclaron con una piedra amarrada a una roca, ataron con firmeza a su prisionero, y lo dejaron en la barca debajo de una manta mientras ellos desembarcaban.

Era una playa para pequeñas barcas cercana a un larguísimo muelle de madera detrás del rompeolas, que abrigaba a barcos mucho más grandes. Cuando regresaron, los hombres estaban borrachos y discutían. Sólo le desataron las piernas y, sin decirle una palabra, lo llevaron por el gran paseo marítimo de la ciudad, un sitio que a Bold le pareció sucio, salado y arruinado, oliendo bajo el sol a pescado muerto, de hecho, había muchos desparramados por allí. En el muelle que estaba frente a la gran construcción había fardos, cajas, grandes recipientes de arcilla, rollos de tela envueltos en red; también había una lonja de pescado, donde a Bold se le hizo la boca agua al mismo tiempo que su estómago se desplomaba.

Llegaron al mercado de esclavos. Una pequeña plaza con una plataforma elevada en el centro, parecida a la usada por los lamas para enseñar. Rápidamente se vendieron tres esclavos. Las mujeres eran las que acaparaban casi toda la atención y los comentarios de la gente. Eran desnudadas por completo salvo las cuerdas o cadenas que las ataban, si es que eran necesarias, y ellas permanecían allí de pie apáticas o encogidas. La mayoría eran negras, algunas morenas. Parecían haber sido dejadas para lo último de aquel día de subasta, los hombres liquidaban así a sus amantes abandonadas. Antes de que le tocara el turno a Bold, una niña demacrada de unos diez años fue vendida a un negro gordo que vestía sucias ropas de seda. La transacción tuvo lugar en una especie de árabe; la muchacha se vendió por cierta unidad monetaria, que Bold nunca antes había oído nombrar y el pago se hizo en pequeñas monedas de oro. Él ayudó a sus captores a que le quitaran sus viejas y andrajosas ropas.

—No necesito que me atéis —intentó decirles en árabe.

Pero lo ignoraron y le encadenaron los tobillos. Subió a la plataforma sintiendo cómo el aire caliente se posaba sobre él. Incluso él podía sentir el fuerte olor que desprendía, y al mirar hacia abajo vio que su tiempo en la tierra vacía lo había dejado casi tan escuálido como la pequeña que había pasado delante de él. Pero lo único que quedaba era músculo, y se enderezó, erguido, mirando hacia el sol mientras se llevaba a cabo la puja, pensando en la parte del sutra del lapislázuli que decía: «Los malvados demonios del mal vagan por la tierra, ¡marchaos! ¡Marchaos! ¡El Buda renuncia a la esclavitud!».

—¿Habla árabe? —preguntó alguien.

Uno de sus captores le dio un pequeño golpe, y Bold dijo en árabe:

—En el nombre de Dios el Misericordioso, el Compasivo, hablo árabe, también turco, mongol, ulu, tibetano y chino.

Entonces comenzó a salmodiar el primer capítulo del Corán, hasta que le tiraron de la cadena y él tomó esto como una señal para que callara. Tenía mucha sed.

Un pequeño y delgado árabe lo compró por veinte unidades de una moneda. Sus captores parecían conformes. Le dieron la ropa mientras bajaba de la plataforma, un par de pequeños golpes en la espalda y desaparecieron. Comenzó a ponerse su mugriento abrigo, pero su nuevo dueño lo detuvo, entregándole un trozo largo y limpio de tela de algodón.

—Envuélvete con eso. Deja aquí esas porquerías.

Sorprendido, Bold miró los últimos vestigios de su vida anterior. Nada más que harapos sucios, pero lo habían acompañado hasta aquí. Sacó de ellos su amuleto y ocultó su cuchillo en una manga, pero su dueño intervino y lo arrojó nuevamente sobre el montón de ropas.

—Vamos. Conozco un mercado en Zanj donde puedo vender a un bárbaro como tú por tres veces más de lo que acabo de pagar. Mientras tanto puedes ayudarme a prepararme para el viaje hasta allí. ¿Entiendes? Ayuda; eso hará todo más fácil para ti. Te daré más de comer.

—Entiendo.

—Asegúrate de hacerlo. No pienses en escapar. Alejandría es una ciudad magnífica. Aquí los mamelucos mantienen las cosas más a raya que la sharia. No perdonan a los esclavos que intentan escapar. Son huérfanos traídos desde el norte del mar Negro, hombres cuyos padres fueron muertos por bárbaros como tú.

De hecho el propio Bold había matado a unos cuantos de la Horda de Oro, así que asintió con la cabeza sin hacer ningún comentario.

—Han sido entrenados por los árabes a la manera de Alá, y ahora son más que musulmanes. —Dio un silbido para enfatizar lo que acababa de decir—. Han sido entrenados para gobernar Egipto sin tener en cuenta ninguna influencia menor, para ser fieles únicamente a la sharia. No querrías cruzarte con ellos.

Bold asintió una vez más con la cabeza.

—Entiendo.

Cruzar el Sinaí fue como viajar con una caravana por los desiertos del corazón de la tierra, excepto que esta vez Bold caminaba con los esclavos, en la nube de polvo detrás de la cola de camellos. Formaban parte de la peregrinación anual a La Meca. Una enorme cantidad de camellos y personas había recorrido pesadamente este camino, que ahora era un amplio, polvoriento y tranquilo campo despejado que atravesaba un desierto rocoso. Algunos grupos más pequeños que iban hacia el norte pasaron por su izquierda. Bold nunca había visto tantos camellos.

Los caravasares estaban en mal estado y cenicientos. Las cuerdas que lo ataban a los otros esclavos de su nuevo amo nunca eran desatadas, y durante la noche dormían en el suelo formando un círculo. Las noches eran más tibias de lo que Bold estaba acostumbrado, y aquello casi compensaba el calor diurno. Su amo, llamado Zeyk, les daba bastante agua y los alimentaba bien por la noche y al amanecer, tratándolos casi tan bien como a sus camellos, Bold observó: un comerciante que cuidaba de lo bienes que poseía. Bold aprobaba aquella actitud y hacía lo que podía para mantener la sucia cuerda de esclavos en buena forma. Si todos llevaban un buen ritmo de caminata, esto facilitaba mucho el andar. Una noche miró hacia arriba y vio que el Arquero lo miraba; recordó sus noches solitarias en la tierra vacía.

El fantasma de Temur,

el último superviviente de una aldea de pescadores,

los vacíos templos de piedra abiertos al cielo,

los días de hambre, la pequeña yegua,

aquel ridículo arco y flecha,

un pájaro rojo y un pájaro azul, sentados uno junto al otro.

Llegaron al mar Rojo, y embarcaron en un barco tres o cuatro veces más largo que el que lo había llevado a Alejandría, un
dhow
o
zambuco
; la gente lo llamaba de las dos maneras. El viento siempre soplaba desde el oeste, a veces fuerte, y navegaban a lo largo de la costa occidental con la gran vela latina hinchada hacia el este. Iban bien de tiempo. Zeyk daba de comer más y más a sus esclavos, engordándolos para el mercado. Bold tragaba alegremente el arroz y los pepinos extras; notaba que las llagas que tenía en los tobillos comenzaban a sanar. Por primera vez en mucho tiempo no estaba constantemente hambriento; era como si saliera de una niebla o de un sueño, caminando un poco más cada día. Claro que ahora era un esclavo, pero no lo sería siempre. Algo sucedería.

Después de detenerse en un seco puerto marrón llamado Massawa, una de las terminales de los peregrinos musulmanes, navegaron hacia el este atravesando el mar Rojo y bordearon el bajo cabo rojo que marca el final de Arabia, hasta Adén, un inmenso oasis costero, de hecho el puerto más grande que Bold había visto jamás, una ciudad muy rica, de palmeras verdes que se agitaban sobre tejados de cerámica, árboles cítricos y un sin número de alminares. Sin embargo, Zeyk no desembarcó allí ni sus bienes ni a sus esclavos; después de pasar un día en tierra firme regresó meneando la cabeza.

—A Mombasa —le dijo al capitán del barco, y le pagó más.

Entonces, navegaron otra vez hacia el sur, bordeando el cuerno y Ras Hafun, luego hacia abajo por la costa de Zanj, navegando mucho más hacia el sur de lo que Bold jamás había estado. El sol del mediodía caía casi en una perfecta vertical sobre su cabeza y castigaba terrible y cruelmente durante toda la jornada, día tras día, nunca una nube en el cielo. El aire quemaba como si el mundo fuese un gran horno. La costa aparecía de un marrón muerto o de un verde brillante, nada intermedio. Se detuvieron en Mogadiscio, en Lamu y en Malindi, todos ellos prósperos puertos comerciales árabes, pero Zeyk sólo desembarcaba brevemente.

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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