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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (2 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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Bold sintió que el miedo lo atravesaba como si fuera una flecha.

—Ven.

Bold tragó saliva y asintió con la cabeza. No era valeroso, pero tenía el porte estoico de los qa'uchin, los guerreros más antiguos de Temur. Psin también sabría que Bold era consciente de que habían entrado en una esfera diferente, que todo lo que sucediera a partir de entonces sería extraño, algo predestinado y que estaba siendo vivido inexorablemente, un karma del que no podían escapar.

Sin duda, Psin también estaría recordando cierto incidente de su juventud, cuando ambos habían sido capturados por una tribu de cazadores taiga al norte del río Kama. Juntos habían protagonizado una huida muy exitosa, habían apuñalado al cabecilla de los cazadores y luego habían atravesado corriendo una hoguera en medio de la noche.

Sin desmontar, los dos hombres rodearon a los últimos guardias y atravesaron el campamento hasta llegar a la tienda del kan. Al norte y al oeste rayos y centellas enloquecían el aire negro. Ninguno de los hombres había visto en toda su vida semejante tormenta. Los escasos y pequeños pelos que cubrían los antebrazos de Bold estaban erizados, y él podía sentir el aire crepitando con fantasmas hambrientos, los pretas se reunían para ver a Temur cuando salía de su tienda de campaña. Había matado a tantos.

Los dos hombres desmontaron y se quedaron esperando. Los guardias salieron de la tienda, abrieron las pieles de la entrada hacia los lados, y se colocaron allí en posición de firmes, preparados y con los arcos alzados. Bold tenía la garganta demasiado seca y no podía tragar; parecía como si una luz azul resplandeciera dentro de la gran yurta del kan.

Temur apareció muy alto en el aire, sentado en la litera que sus cargadores ya se habían colocado sobre los hombros. Estaba pálido y sudaba, tenía los ojos blancos. Miró fijamente a Psin.

—¿Por qué habéis regresado?

—Kan, una peste ha atacado a los magiares. Están todos muertos.

Temur observaba a su poco estimado general.

—¿Por qué habéis regresado?

—Para informaros, kan.

La voz de Psin era firme; sus ojos se encontraron sin miedo con la feroz mirada de Temur. Pero Temur no estaba satisfecho. Bold tragó saliva; nada aquí era igual que aquella vez cuando él y Psin habían escapado de los cazadores, no había ni un solo rasgo de aquel esfuerzo que pudiera ser repetido. Solamente quedaba la idea de que habían podido hacerlo.

Algo se agitó dentro de Temur, Bold lo vio; ahora su asura estaba hablando a través de él, y esto parecía estar causándole mucho daño. Tal vez no era un asura, sino su nafs, el animal espiritual que vivía dentro de él. Dijo con voz áspera:

—¡No pueden escaparse con tanta facilidad! Sufrirán por esto; no importa cómo traten de escapar. —Agitó un brazo débilmente—. Regresad a vuestro campamento.

Luego les dijo a sus guardias con voz más serena:

—Llevaos a estos dos y matadlos junto con sus hombres; a sus caballos también. Haced una hoguera y quemadlo todo. Luego trasladad nuestro campamento a dos días a caballo de aquí, hacia el este.

Levantó la mano.

El mundo saltó en mil pedazos.

Un rayo había estallado entre ellos. Bold cayó sordo y de bruces al suelo. Cuando miró aturdido a su alrededor, vio que todos los demás que estaban allí habían sido derribados de la misma manera, que la tienda del kan estaba en llamas, la litera de Temur estaba volcada, sus cargadores por el suelo, el propio kan sobre una rodilla, con las manos en el pecho. Algunos de sus hombres acudieron a él. Una vez más un rayo cayó sobre ellos.

Bold se levantó a tientas y escapó. Miró por encima del hombro a través de verdes y latentes imágenes consecutivas, y vio cómo el nafs negro de Temur salía de su boca para adentrarse en la noche. Temur-i-Lang, Hierro el Cojo, abandonado por ambos, asura y nafs. El cuerpo vacío se derrumbó en el suelo, y la lluvia lo cubrió. Bold atravesó la oscuridad corriendo hacia el oeste. No sabemos qué camino siguió Psin, o qué le sucedió; pero en cuanto a Bold, podréis descubrirlo en el próximo capítulo.

A través de la tierra de los fantasmas hambrientos deambula un mono, solo como una nube.

Bold corrió o caminó hacia el oeste durante toda aquella noche, abriéndose paso a través del cada vez más frondoso bosque bajo la persistente lluvia, subiendo las colinas más pronunciadas que pudo encontrar, para despistar a cualquier tropa de jinetes que pudiera estar siguiéndolo. Nadie sería demasiado entusiasta en persecución de un posible portador de la peste, pero podían dispararle desde bastante lejos, y él deseaba desaparecer de su mundo como si nunca hubiera existido. Si no hubiera sido por aquella extraña tormenta seguramente estaría muerto, embarcado ya en otra existencia; aunque de todas maneras ahora también lo estaba. Se ha ido, se ha ido, se ha ido al más allá, se ha ido por completo al más allá...

Caminó todo el día siguiente y toda la segunda noche. El atardecer del segundo día lo sorprendió atravesando otra vez la Puerta Morava, sintiendo que nadie se atrevería a seguirlo allí. Una vez que llegó a la llanura magiar se dirigió hacia el sur, entre los árboles. Bajo la luz húmeda de la mañana encontró un árbol caído y se deslizó profundamente bajo sus raíces expuestas, para dormir durante el resto del día en una sequedad oculta.

Aquella noche la lluvia paró, y en la tercera mañana Bold despertó famélico. No tardó mucho en encontrar, arrancar y comer unas cuantas cebollas de los prados; luego salió de caza para conseguir una comida más sustanciosa. Era posible que todavía colgara carne seca en los almacenes de las aldeas vacías, o que hubiera cereales en sus graneros. Quizá también pudiera encontrar un arco y algunas flechas. No quería acercarse a los poblados muertos, pero parecía ser la mejor manera de conseguir comida, y eso prevaleció sobre todo lo demás.

Aquella noche no durmió demasiado bien, tenía el estómago repleto y lleno de gases por las cebollas. Al amanecer partió hacia el sur, siguiendo al gran río. Todas las aldeas y los poblados estaban desiertos. La única gente que veía estaba muerta en el suelo. Era perturbador, pero nada podía hacerse. Él también estaba inmerso en una suerte de existencia póstuma, ciertamente un fantasma muy hambriento. Vivió comiendo lo que iba encontrando, sin nombre ni amigos; al igual que en las más arduas campañas en la estepa, comenzó a encerrarse en sí mismo, convirtiéndose cada vez más y más en un animal, su mente se encogía como los cuernos de un caracol asustado. Durante horas y horas pensaba en poco más que no fuera el sutra del corazón. La forma es vacío, el vacío es forma. No por nada había sido nombrado Sun Wu-kong, «Despierto al vacío», en una encarnación anterior. Mono en la vacuidad.

Llegó a una aldea que parecía intacta, bordeó sus límites. En un establo vacío encontró un arco sin cuerda y una aljaba de flechas, ambas cosas muy primitivas y mal hechas. Algo se movió afuera entre la hierba, entonces salió y llamó a una pequeña yegua negra. La atrajo con cebollas y no tardó en conseguir que se dejara montar.

Atravesó con ella un puente de piedra tendido sobre el gran río y cruzó lentamente los campos sembrados hacia el sur, arriba y abajo, arriba y abajo. Todas las aldeas estaban igualmente vacías, la comida que encontraba en ellas estaba podrida o comida a medias por los animales, pero ahora tenía la leche y la sangre de la yegua para subsistir, así que la cuestión no era tan urgente.

Aquí era otoño; Bold comenzó a vivir como los osos, comiendo bayas y miel, y conejos cazados con aquel ridículo arco. Probablemente había sido fabricado por un niño; no podía creer que alguien más grande pudiera hacer semejante cosa. Era una simple madera curva, tal vez de fresno, un poco tallada pero igualmente deformada; sin apoyo para la flecha, sin muesca, su cuerda era como la de izar una bandera de oración. Su antiguo arco había sido un laminado de cuerno, arce y tendón cubierto de cuero azul, de tirada suave y con fuerza suficiente para perforar una armadura a más de un li de distancia. Ahora está perdido, perdido para siempre, junto con el resto de sus escasas pertenencias; cuando disparaba esas flechas debiluchas con ese arco de rama y fallaba, sacudía la cabeza y se preguntaba si acaso valía la pena ir a buscar la flecha. No le extrañaba que aquella gente hubiera muerto.

En una pequeña aldea, cinco construcciones amontonadas sobre el vado de un riachuelo, la casa del jefe resultó tener una despensa cerrada, aún atiborrada de pastelillos de pescado condimentados con algo que Bold no pudo reconocer, y que le revolvió el estómago. Pero después de haber ingerido aquella extraña comida sintió que sus espíritus se animaban. En un establo encontró alforjas para la yegua, y las llenó con más comida seca. Siguió cabalgando, ahora más atento que antes a la tierra por la que estaba pasando.

Árboles de corteza blanca sostienen ramas negras,

pinos y cipreses aún verdes en la ladera.

Un pájaro rojo y otro azul posados juntos

en el mismo árbol. Ahora cualquier cosa es posible.

Cualquier cosa menos regresar a su vida anterior. No porque le guardara rencor a Temur; Bold hubiera hecho lo mismo de haber estado en su lugar. La peste era la peste, y no podía tratarse a la ligera. Y esta peste era evidentemente peor que muchas otras, puesto que había matado a todas las personas de la región. Entre los mongoles, la peste generalmente mataba a unos cuantos bebés, tal vez enfermaba a algunos adultos. Se mataba a todas las ratas y ratones que se encontraba, y si los bebés comenzaban a tener fiebre y a desarrollar granos, las madres los sacaban afuera para que vivieran o murieran junto al río. Se decía que las ciudades indias lo pasaban aún peor, la gente moría en multitudes. Pero nunca nada como esto. Era posible que otra cosa los hubiera matado.

Viajando a través de la tierra vacía.

Nubes y niebla, la luna pálida y fría.

El cielo, color escarcha, da frío mirarlo.

El viento perfora. Terror repentino.

Mil árboles braman en la desperdigada arboleda:

un mono solitario llora sobre una colina yerma.

Pero el terror lo atravesó y luego desapareció, como aluviones de lluvia, dejándole la mente tan vacía como la propia tierra. Todo era quietud. Se ha ido, se ha ido, se ha ido por completo.

Durante un rato pensó que cruzaría toda la región de la peste, la dejaría atrás y volvería a encontrar gente. Pero entonces llegó a una dentada cadena de colinas negras, y vio una gran ciudad que se abría ante sus pies, más grande que cualquiera que hubiera visto jamás, sus tejados cubrían todo el fondo de un valle. Pero estaba desierta. No había humo, ni ruido, ni movimiento. En el centro de la ciudad otro templo gigante de piedra se abría bajo el cielo. Al verlo el terror lo invadió una vez más, y entró en el bosque para escapar de la imagen de tanta gente desaparecida como las hojas del otoño.

Intuía dónde podía llegar, por supuesto. Al sur de aquí, tarde o temprano llegaría a las tierras de los turcos otomanos que vivían en los países balcánicos. Tendría la oportunidad de hablar con ellos; regresaría al mundo, pero fuera del imperio de Temur. Entonces algo comenzaría para él, alguna forma de vida.

Así que cabalgó hacia el sur. Pero, aquí también, los únicos ocupantes de las aldeas eran esqueletos. Tuvo hambre y cada vez más hambre. Forzó más y más a la yegua, y bebió de su sangre.

Entonces una noche, bajo la oscuridad de la luna, de repente oyó aullidos y en un suspiro estuvo junto a los gruñidos de los lobos. Bold apenas tuvo tiempo para cortar la atadura de la yegua y trepar a un árbol. La mayoría de los lobos se marcharon detrás de la yegua, pero algunos se sentaron jadeando debajo del árbol. Bold se puso lo más cómodo que pudo y se preparó para esperar que se fueran. Cuando llegó la lluvia se escabulleron. Al amanecer se despertó por décima vez, bajó del árbol. Partió río abajo y se encontró con los restos de la yegua, sólo piel y cartílagos y algunos huesos dispersos. No pudo encontrar las alforjas por ninguna parte.

Continuó a pie.

Un día, demasiado débil para caminar, se sentó a esperar junto a un riachuelo, y le disparó a un ciervo con una de las pequeñas y debiluchas flechas, hizo un fuego y comió bien, tragando trozos de pemil asado. Durmió lejos del cadáver, esperando regresar a él. Los lobos no podían trepar árboles, pero los osos sí. Vio un zorro, y puesto que la zorra había sido el nafs de su esposa, hacía ya mucho tiempo, se sintió mejor. Por la mañana el sol lo reconfortó. El ciervo había sido devorado por un oso, al menos eso era lo que parecía, pero él ya se sentía más fuerte con toda aquella carne fresca en su interior, y siguió su camino.

Caminó hacia el sur durante varios días, siempre que podía por las crestas de las montañas, sobre colinas tanto desiertas de gente como de vegetación, el suelo bajo sus pies anegado hasta las piedras y bañado de blanco por los rayos del sol. Al alba buscó a la zorra por los valles, y bebió de los manantiales, y buscó sobras de comida en aldeas muertas. Estos restos eran cada vez más difíciles de encontrar, y durante un tiempo tuvo que conformarse con masticar la correa de cuero de un arreo, un viejo truco mongol de las arduas campañas en las estepas. Pero le parecía que en aquel entonces había funcionado mejor, en las llanuras infinitas tanto más fáciles de atravesar que estas tortuosas colinas bañadas de blanco.

Al final de un día, después de haberse acostumbrado hacía ya mucho tiempo a vivir solo en el mundo, rebuscando comida como el mismísimo Mono, entró en un pequeño bosquecillo de árboles para hacer un fuego, y se sorprendió al ver que ya había uno encendido, vigilado por un hombre vivo.

El hombre era pequeño, como Bold. Sus cabellos eran rojos como las hojas del arce, su frondosa barba del mismo color, su piel pálida y leonada como la de un perro. Al principio Bold estaba seguro de que el hombre estaba enfermo, y mantuvo cierta distancia. Pero los ojos del hombre, de color azul, eran claros; y él también tenía miedo, totalmente alerta y preparado para lo que fuera. Se miraron fijamente en silencio, a través de un pequeño claro en el medio del bosquecillo.

El hombre hizo un gesto y señaló el fuego. Bold asintió con la cabeza y se acercó al claro con cautela.

El hombre estaba cocinando dos pescados. Bold sacó de su abrigo un conejo que había matado aquella mañana, y lo despellejó y lo limpió con su cuchillo. El hombre lo observaba hambriento, asintiendo con la cabeza al ver cada movimiento familiar. Dio vuelta a los pescados que tenía sobre el fuego, e hizo sitio para el conejo entre las brasas. Bold lo espetó con un palo y lo puso al fuego.

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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