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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (5 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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Cuando entraron en Mombasa, el mayor puerto hasta ahora, se encontraron con una flota de barcos enormes, barcos más grandes de lo que Bold nunca hubiera imaginado que existieran. Cada uno era tan grande como un pueblo pequeño, con una larga línea de mástiles que atravesaban el centro. Había aproximadamente diez de estos gigantescos y extravagantes barcos, con otros veinte más pequeños anclados entre ellos.

—Ah, bien —le dijo Zeyk al capitán y dueño del zambuco—. Los chinos están aquí.

¡Los chinos! Bold no tenía idea de que fueran los dueños de semejante flota. Sin embargo tenía sentido. Sus pagodas, su gran muralla; les gustaba construir a lo grande.

La flota era como un archipiélago. Todos los que estaban a bordo del zambuco observaban los inmensos barcos, avergonzados y aprensivos, como si estuviesen frente a dioses de alta mar. Los enormes barcos chinos eran largos como una docena de los
dhows
más grandes; Bold contó nueve mástiles en uno de ellos. Zeyk lo vio y asintió con la cabeza.

—Miradlos bien. Pronto serán vuestro hogar, si Dios quiere.

El dueño del zambuco los llevó hacia la costa con un soplo de brisa. El muelle de la ciudad estaba totalmente invadido por los barcos de los visitantes que llegaban; después de discutir durante un rato con Zeyk, el dueño del zambuco varó su embarcación un poco hacia el sur del muelle. Zeyk y su hombre se enrollaron las túnicas y pusieron los pies en el agua, y ayudaron a toda la hilera de esclavos a llegar a tierra firme. El agua verde estaba tan caliente como la sangre, o incluso más.

Bold divisó algunos chinos, vistiendo sus características capas de fieltro aun aquí, donde con seguridad eran exageradamente abrigadas. Se paseaban por el mercado, acariciando con los dedos las mercancías en exposición y parloteando entre ellos, haciendo sus compras con la ayuda de un intérprete al que Zeyk conocía. Zeyk se acercó y lo saludó efusivamente, le preguntó si se podía negociar directamente con los visitantes chinos. El intérprete le presentó a algunos de los chinos, quienes parecían amables, incluso afables, como siempre. Bold se sorprendió temblando un poco, tal vez como consecuencia del calor y del hambre, tal vez debido a la presencia de los chinos, después de tantos años, del otro lado del mundo. Siempre con sus asuntos.

Zeyk y su asistente llevaron a los esclavos a través del mercado. Era un caos de olor, color y sonido. Gente negra como el carbón, cuyos globos oculares y dientes brillaban blancos o amarillos en contraste con la piel, ofrecían mercancías y trocaban alegremente. Bold seguía a los demás pasando junto a

Montañas de frutas verdes y amarillas,

de arroz, de café, de pescado y de calamares secos,

trozos y rollos de coloridas telas de algodón,

algunas con motas, otras a rayas blancas y azules;

fardos de seda china, pilas de alfombras de La Meca;

grandes nueces marrones, cazuelas de cobre

llenas de cuentas o piedras preciosas de colores

o de redondas bolas de opio de dulce olor;

perlas, cobre sin refinar, cornalina, mercurio;

puñales y espadas, turbantes, chales;

colmillos de elefante, cuernos de rinoceronte,

sándalo amarillo, ámbar,

lingotes y sartas de monedas de oro y de plata

telas blancas, telas rojas, porcelana,

todas las cosas de este mundo, sólidas bajo el sol.

Y luego el mercado de esclavos, una vez más ocupando toda una plaza, junto al mercado principal, con una tarima de subasta en el centro, tan parecida a la de los lamas cuando estaba vacía.

Los lugareños estaban reunidos en un costado alrededor de una venta, no era una subasta completa. En su mayoría eran árabes, y generalmente vestían túnicas de tela azul y zapatos de cuero rojo. Detrás del mercado se erguían una mezquita y su minarete delante de hileras de edificios de cuatro e incluso cinco plantas. El clamor era colosal, pero contemplando la escena, Zeyk meneó la cabeza.

—Esperaremos una audiencia privada —dijo.

Alimentó a los esclavos con pasteles de cebada y los condujo hasta uno de los grandes edificios junto a la mezquita. Allí llegaron algunos chinos con su intérprete, y todos pasaron a un patio interior del edificio, sombreado y lleno de plantas con enormes hojas verdes y una burbujeante fuente. Un salón que se abría ante este patio tenía todas las paredes cubiertas de estantes, con cuencos y figuras colocadas sobre ellos de una manera elaborada y hermosa: Bold reconoció la cerámica de Samarcanda y las figuras pintadas de Persia, entre cuencos chinos de porcelana blanca pintados de azul, con láminas de oro y cobre.

—Muy elegante —dijo Zeyk.

Entonces comenzaron a negociar. Los oficiales chinos inspeccionaron la hilera de esclavos de Zeyk. Le hablaron al traductor, y Zeyk consultó en privado con el hombre, asintiendo frecuentemente con la cabeza. Bold notó que estaba sudando, aunque sentía frío. Estaban siendo vendidos a los chinos en forma de lote único.

Uno de los chinos se paseó por la línea de esclavos. Observó a Bold.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? —le preguntó a Bold en chino.

Bold tragó saliva, señaló hacia el norte.

—Yo era comerciante. —Su chino era verdaderamente limitado—. La Horda de Oro me trajo a Anatolia. Luego a Alejandría y por fin aquí.

El chino asintió con la cabeza, luego siguió adelante. Poco después, los esclavos eran conducidos de regreso al muelle por soldados chinos con pantalones y camisas cortas. Allí los reunieron con otros grupos de esclavos. Los desnudaron, los lavaron con agua fresca, astringente y más agua fresca. Les dieron túnicas nuevas de puro algodón, los llevaron hasta los botes y los hicieron remar hasta uno de los grandes barcos. Bold subió una escala de cuarenta y un escalones puesta sobre el costado del barco, detrás de un enjuto niño negro esclavo. Los llevaron juntos debajo de la cubierta principal, a una cabina cerca del fondo del barco. No queremos deciros qué sucedió allí, pero la historia no tendría sentido si no lo hiciéramos, así que pasamos al siguiente capítulo. Estas cosas pasaron.

Después de tan penosos sucesos, aparece un trozo de Buda; entonces la flota del tesoro le pide a Tianfei que apacigüe sus miedos.

El barco era tan grande que no se mecía con las olas. Era como estar en una isla. La cabina donde estaban era baja y amplia, y tomaba toda la manga del barco. Había rejillas en ambos extremos que dejaban entrar aire y algo de luz; parecía ser que estaba nublado. Había un agujero debajo de una de las rejillas que sobresalía del costado del barco y servía como sitio de descarga sanitaria.

El muchacho delgado y de piel negra lo miraba como preguntándose si podría escapar por aquel agujero. Hablaba árabe mejor que Bold, aunque tampoco era su lengua materna; tenía un acento gutural que Bold nunca había oído antes.

—Te tratan como si fueras derg.

Él era de las colinas de detrás del sahil, dijo, mientras miraba fijamente por el agujero. Pasó un pie por él, luego otro. No podría pasar.

Entonces sonó el cerrojo de la puerta y el muchacho sacó los pies de allí saltando como un animal. Entraron tres hombres y ordenaron que todos se pusieran de pie ante ellos. Unos simples oficiales de a bordo, pensó Bold. Comprobando el cargamento. Uno de ellos inspeccionó detenidamente al muchacho negro. Miró a los otros e hizo un gesto con la cabeza; aquéllos pusieron cuencos de madera llenos de arroz en el suelo y un gran cubo de bambú con agua y se fueron.

Ésa fue la rutina durante dos días. El muchacho negro, llamado Kyu, pasaba gran parte de su tiempo mirando por el agujero sanitario, al agua, según parecía, o a la nada. El tercer día fueron llevados a cubierta para ayudar a cargar el barco. Los bultos eran izados a bordo con unas cuerdas que pasaban por las poleas de los mástiles, y luego entraban por las escotillas de las bodegas más bajas. Los cargadores seguían las instrucciones del oficial de guardia, generalmente un han de rostro redondo como la luna. Bold descubrió que la bodega estaba dividida con mamparos en nueve compartimientos diferentes, cada uno de ellos varias veces más grande que los
dhows
más grandes del mar Rojo. Los esclavos que ya habían estado en algún barco decían que aquello haría imposible que el barco se hundiera; si un compartimiento tenía un agujero, podía ser vaciado y reparado, o incluso podía dejarse inundar, porque los otros mantendrían el barco a flote. Era como estar en nueve barcos atados.

Una mañana la cubierta retumbó sobre sus cabezas con el tamborileo de los pies de los marineros, y pudieron sentir cómo se levantaban las dos enormes anclas de piedra. Se izaron grandes velas en sus perchas, una para cada mástil. El barco comenzó un balanceo lento y majestuoso sobre el agua, escorando ligeramente.

Era realmente un pueblo flotante; cientos de personas vivían en él. Moviendo sacos y cajas de bodega en bodega, Bold contó quinientas personas diferentes, y sin duda habría muchas más; era impresionante la cantidad de gente que había a bordo. Muy chino, acordaron todos los esclavos. Los chinos no se percataban de que hubiera tanta gente, para ellos era normal, no había ninguna diferencia con cualquier otro pueblo chino.

El almirante de la gran flota estaba en su mismo barco: Zheng He, una mole de hombre, un chino occidental de rostro chato, un hui, como le llamaban algunos esclavos en voz baja. Debido a su presencia, la cubierta superior estaba atestada de oficiales, dignatarios, sacerdotes y supernumerarios de todo tipo. Debajo de la cubierta había muchos hombres negros, zanjis y malayos, haciendo el trabajo más duro.

Aquella noche entraron cuatro hombres en la cabina de los esclavos. Uno era Hua Man, el primer oficial de Zheng. Se detuvieron frente a Kyu y lo cogieron. Hua le golpeó la cabeza con un corto garrote. Entre los otros tres le quitaron la túnica y le separaron las piernas. Le ataron unas vendas muy ajustadas en los muslos y la cintura. Levantaron al muchacho semiconsciente, y Hua sacó de su manga un pequeño cuchillo curvo. Cogió el pene del muchacho y lo estiró, y con un único y habilidoso tajo cortó pene y testículos a ras del cuerpo. El muchacho gemía mientras Hua apretaba la herida sangrante y la rodeaba rápidamente con una correa de cuero. Se agachó e introdujo un pequeño tapón de metal dentro de la herida, luego ajustó la correa y la ató. Fue hasta el agujero sanitario y arrojó los genitales del muchacho al mar. Luego cogió de las manos de uno de sus asistentes un taco de papel húmedo y lo sostuvo contra la herida que había hecho, mientras los otros la vendaban. Cuando acabaron, dos hombres cogieron al muchacho de los sobacos y lo sacaron por la puerta.

Regresaron con él aproximadamente una hora más tarde y lo acostaron en el suelo. Aparentemente habían estado haciéndolo caminar todo el tiempo.

—No le dejéis beber —dijo Hua a los acobardados esclavos—. Si bebe o come en los próximos tres días, morirá.

El muchacho se quejó durante toda la noche. Los otros esclavos se movieron instintivamente hacia el otro lado de la habitación, demasiado asustados todavía para hablar del tema. Bold, quien había castrado a unos cuantos caballos en su época, fue y se sentó junto a él. El muchacho tendría tal vez diez o doce años. Su rostro gris tenía alguna particularidad que atraía a Bold; se quedó a su lado. Durante tres días el muchacho gimió pidiendo agua, pero Bold no le dio.

En la noche del tercer día los eunucos regresaron.

—Ahora veremos si vivirá o no —dijo Hua.

Levantaron al muchacho, le quitaron las vendas y, de un tirón, Hua sacó el tapón de la herida del muchacho. Kyu aulló y gimió mientras soltaba un fuerte chorro de orina que cayó en un orinal de cerámica sostenido por otro eunuco.

—Bien —les dijo Hua a los silenciosos esclavos—. Mantenedlo limpio. Recordadle que debe quitarse el tapón para aliviarse y volver a ponerlo de inmediato, hasta que sane.

Se fueron y trabaron la puerta.

Ahora los esclavos etíopes le hablaban.

—Si lo mantienes limpio, no tardará en curarse. La orina también lo limpia, así que eso es bueno. Quiero decir, si te mojas cuando orinas.

—Suerte que no nos lo han hecho a todos.

—¿Y quién dice que no lo harán?

—No se lo hacen a los hombres. Mueren demasiados a causa de eso.

Sólo los muchachos pueden soportar la mutilación.

A la mañana siguiente Bold llevó al muchacho hasta el agujero y le ayudó a quitarse las vendas, para que pudiera extraer el tapón y orinar otra vez. Luego Bold se lo colocó nuevamente mientras les mostraba cómo se hacía. Intentó ser delicado mientras el muchacho gimoteaba.

—Tienes que tener el tapón, si no el conducto se cerrará y morirás.

El muchacho se recostó sobre su tela de algodón, febril. Los otros intentaban no mirar la espantosa herida, pero era difícil no verla de vez en cuando.

—¿Cómo han podido hacer algo así? —preguntó uno en árabe, cuando el muchacho se quedó dormido.

—Ellos mismos son eunucos —dijo uno de los etíopes—. Hua también es eunuco. Hasta el almirante es eunuco.

—Entonces, saben bien lo que están haciendo.

—Lo saben bien y por eso lo hacen. Nos odian a todos. Obedecen al emperador chino, y odian al resto de la gente. Está claro cómo será todo — dijo haciendo un gesto que abarcaba a todos—. Nos castrarán a todos. Ése será el final.

—A vosotros los cristianos os gusta decir eso, pero hasta ahora sólo ha sido así para vosotros.

—Dios nos escogió primero para acortar nuestro sufrimiento. Ya os llegará vuestro turno.

—No es a Dios a quien temo, sino al almirante Zheng He, las Tres Joyas Eunucas. Él y el emperador Yongle eran amigos cuando eran niños, y el emperador ordenó que lo castraran cuando ambos tenían trece años. ¿Podéis creerlo? Ahora los eunucos castran a todos los muchachos que toman prisioneros.

Durante los días que siguieron, a Kyu le subió más y más la temperatura; raramente estaba consciente. Bold se sentaba a su lado y le ponía trapos húmedos en la boca, recitando sutras en su mente. La última vez que había visto a su propio hijo, hacía ya casi treinta años, el muchacho tenía aproximadamente la misma edad de Kyu. Tenía los labios grises y secos, su oscura piel estaba apagada, y muy seca y caliente. Bold nunca había sentido a nadie tan caliente que no hubiera muerto, así que probablemente todo aquello era una pérdida de tiempo; mejor dejar que la pobre criatura asexuada se marchara, sin duda. Pero de todas maneras siguió dándole agua. Recordaba al muchacho observando todo el barco mientras lo cargaban, su mirada intensa y curiosa. Ahora el cuerpo yacía allí como el de una triste niña africana, mortalmente enferma a causa de una infección en sus entrañas.

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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