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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (87 page)

BOOK: Nueva York
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En todo caso, valoraba la respetabilidad que le habían proporcionado la edad y su prolongada carrera. Puesto que disponía de una fortuna considerable, podía incrementarla fácilmente sin necesidad de asumir riesgos innecesarios. Ahora tenía que pensar en sus nietos, y Gabriel Love prácticamente acababa de decirle que había algo deshonesto en juego.

—Caballeros —declaró, mientras se disponía a levantarse—, soy demasiado viejo para ir a la cárcel.

Sean O’Donnell lo retuvo agarrándolo del brazo.

—Espera, Frank. Hazlo por mí. Sólo tienes que escuchar la propuesta del señor Love.

Una semana después, Lily de Chantal se instaló en su carruaje para efectuar el largo viaje desde el territorio noroccidental de los Estados Unidos hasta Gramercy Park.

Se trataba del territorio de Dakota. Todavía no era un estado, sino una vasta extensión de tierras incultas. De todas maneras, un par de años atrás, el promotor Edward Clark construyó un enorme edificio de pisos en la parte occidental de Central Park… arriba en la calle Setenta y Dos… y decidió llamarlo Dakota. El señor Clark tenía, por lo visto, una fascinación por los nombres indios. A otra casa de pisos la había bautizado con el nombre de Wyoming, y su intención había sido ponerle el nombre de Avenida de Idaho a uno de los bulevares del West Side. De cualquier forma en su situación aislada, sin más edificios en las proximidades que algunos pequeños almacenes y chabolas, para la gente de la alta sociedad, habría dado lo mismo que el impresionante Dakota se hubiera encontrado en algún remoto territorio.

—Nadie vive allá arriba, por el amor de Dios —decía—. Y además ¿a quién le interesa vivir en un apartamento?

La respuesta a aquella pregunta era muy simple. Hasta unos años atrás, sólo los pobres vivían en apartamentos —casas divididas por pisos o incluso por varias viviendas por piso—. Pese a que en las grandes capitales europeas como Viena o París eran frecuentes los apartamentos de lujo, no ocurría lo mismo en Nueva York. Las personas distinguidas vivían en casas.

Comenzaban a atisbarse indicios de cambio, con todo. En la ciudad habían aparecido otros edificios de pisos, aunque ninguno era tan grande como el Dakota. Aquel inmueble, una especie de versión rústica de los monumentos del Renacimiento francés, se elevaba con un aire algo siniestro al otro lado de Central Park y del estanque donde la gente patinaba en invierno. Había que reconocer, no obstante, que tenía sus ventajas. Aparte de los monumentales motivos indios con que el señor Clark había decorado el edificio, los pisos eran enormes, con mucho espacio para el servicio. Con sus altos techos, las salas de recepción de los pisos más espaciosos eran casi tan grandes como las de muchas mansiones. La gente pronto advirtió otro aspecto positivo: aquellos pisos eran bastantes prácticos. Si uno quería irse a pasar el verano a su casa de campo, por ejemplo, no tenía más que cerrar la puerta con llave sin dejar siquiera a alguien que cuidara de la vivienda.

—Ah, yo conozco a alguien que vive allí —se avenían incluso a pregonar al cabo de poco tiempo.

Superados los cincuenta años, Lily de Chantal había decidido probar con el Dakota y para entonces aseguraba que por nada del mundo iría a vivir a otra parte. Con lo que le reportaba el alquiler de su casa y las rentas de los ahorros que había invertido podía llevar una vida tranquila y agradable en el Dakota con poco personal de servicio. Su comodidad acababa, además, de estar garantizada debido al hecho de que Frank Master pagaba, discretamente, la mitad del alquiler.

Aquella tarde, no obstante, a tenor de la nota que había recibido el día anterior, se dirigía a tomar el té no con Frank, sino con Hetty, cosa que, lógicamente, le causaba cierto nerviosismo.

Ignoraba qué quería Hetty.

Pese a que estaban a principios de marzo, había una asombrosa tibieza en el aire. Al bordear el extremo sur de Central Park vio una multitud de narcisos entre la hierba. Sólo al cruzar la parte superior de la Sexta Avenida se le ensombreció la expresión.

Nunca había acabado de gustarle la larga y fea línea del ferrocarril elevado que atravesaba por aquel tiempo la Sexta. Las humeantes máquinas de vapor pasaban arrastrando sus ruidosos carruajes por encima de la cabeza de los demás mortales, a seis metros por encima del nivel de la calle. Había otras líneas en las avenidas Segunda, Tercera y Novena, aunque la Novena no afectaba para nada al Dakota, por suerte. Respondían a una necesidad, no cabía duda, pero para Lily representaban el aspecto feo del acelerado progreso de la ciudad que no le apetecía ver.

Una vez hubo perdido de vista el ferrocarril elevado, al llegar a la esquina del parque se adentró en la agradable zona de la Quinta Avenida.

Había que reconocer que la Quinta estaba cada vez mejor. Si el ferrocarril elevado era el necesario motor de la febril actividad económica neoyorquina, la Quinta Avenida era el súmmum de la distinción, la avenida de los palacios, el valle de los reyes. Había recorrido una corta distancia cuando pasó junto al lugar donde antes se alzaba, solitaria, la mansión de la malvada madame Restell. Aquella mujer de mala fama ya no residía allí, las casas afloraban en todo el entorno y, enfrente, los Vanderbilt habían construido sus imponentes mansiones.

Luego pudo observar la catedral de Saint Patrick que, ya terminada del todo, se erguía con triunfal espíritu católico irlandés aun por encima de aquellas mansiones de los Vanderbilt.

No obstante, pese al ritmo que seguían las cosas, se alegraba de que sólo los campanarios de Saint Patrick, la Trinity, Wall Street y unas cuantas iglesias más destacaran en el cielo de la ciudad. Las grandes viviendas residenciales aún no superaban los cinco pisos y, de hecho, las estructuras comerciales de mayor tamaño, en las que se usaban vigas de hierro forjado, raras veces pasaban de los diez.

De todas maneras, incluso los más espléndidos palacios recientes —cuya opulenta decoración podrían haber tachado de recargada y hasta de vulgar, las generaciones precedentes—, aun aquellas suntuosas casas plutocráticas, seguían utilizando los motivos básicos heredados del mundo clásico, al igual que los edificios de armazón de hierro. En todos y cada uno de ellos había tradición, trabajo artesanal y humanidad.

Pese a su extensión, la ciudad aún conservaba su elegancia. Tal vez se debiera a que ella misma estaba envejeciendo por lo que le prestaba importancia.

Pasó por el depósito de la Cuarenta y Dos, después por la Treinta, y dejó atrás las mansiones de los Astor poco antes de llegar a Gramercy Park.

Sólo estarían ellas dos. Cuando la hicieron pasar al salón, Hetty la recibió con una sonrisa.

—Me alegra mucho que haya venido, Lily —anunció, al tiempo que la invitaba con un ademán a sentarse a su lado en el sofá.

Había que admitir, pensó Lily, que Hetty Master había envejecido muy bien. Tenía el pelo gris. «Pero también lo tendría yo —admitió para sí—, si no me lo tiñera». Aun con su prominente pecho de matrona, no se podía decir que se hubiera dejado, y todavía conservaba una cara bonita. Cualquier hombre de setenta años sensato debería estar orgulloso de tener una mujer como ella.

Aunque, claro ¿dónde se encontraba un hombre sensato, a ésa o a cualquier otra edad?

A lo largo de las dos últimas décadas debían de haberse visto varias veces al año, en la ópera o en casa de otra gente. En dichas ocasiones, Hetty se había mostrado educada e incluso afable con ella. Una vez, haría unos quince años, después de un recital que había dado —financiado por Frank, por supuesto—, Hetty le había planteado incluso varias preguntas muy atinadas relacionadas con la música. Como se encontraban en una gran residencia dotada de una sala de música, Lily la había llevado hasta un piano y le había mostrado qué partes eran más difíciles de cantar y por qué. Habían charlado un buen rato y al final de la conversación tuvo la sensación de que, al margen de los sentimientos que pudiera inspirarle como persona, Hetty le profesaba un sincero respeto en el plano profesional.

¿Habría adivinado Hetty que Frank era su amante? En cualquier caso, nunca lo había dado a entender. Lily no tenía idea de qué habría hecho de haberlo sabido y, como tampoco tenía deseos de hacerla sufrir, prefería que no se enterase. Ella y Frank siempre actuaban con discreción.

—Hetty no sospecha nada —le reiteraba Frank.

Hetty sirvió en ese momento el té y luego aguardó a que la doncella abandonara la habitación para empezar a hablar.

—Le he pedido que viniera porque necesito su ayuda —declaró con sosiego.

—Si está en mis manos… —contestó, titubeante, Lily.

—Estoy preocupada por Frank —prosiguió Hetty, antes de dedicar una ojeada a Lily—. ¿Usted no?

—¿Yo?

—Sí —corroboró Hetty, sin demorarse en explicaciones—. Me tiene preocupada esa chica. ¿La conoce?

Lily guardó silencio un momento.

—Creo que usted está más enterada que yo —dijo con cautela.

—¿Sí? —Hetty sonrió—. Hace mucho que sé que es amante de Frank.

—Ah —exclamó Lily—. ¿Cuánto? —preguntó, tras una pausa.

—Veinte años.

—No sé que decir —contestó Lily, posando la mirada en sus manos.

—Si tenía que ser alguien, supongo que preferiría que fuera usted —dijo Hetty.

Lily no respondió nada.

—En parte yo tuve la culpa, ahora me doy cuenta. Como yo lo aparté de mí, buscó consuelo en otro lugar. —Hetty exhaló un suspiro—. Si volviera a vivir actuaría de otro modo. Para un hombre resulta duro pensar que su esposa no lo respeta.

—Se toma las cosas con mucha filosofía.

—A mi edad no toca más remedio. Y a la suya también, si me permite que se lo diga. En todo caso, prefiero ser la esposa que la amante.

Lily asintió.

—Todavía conserva su matrimonio.

—Sí. Aunque no sea un estado perfecto, el matrimonio supone una protección, sobre todo cuando se acerca la vejez. Y ambas estamos envejeciendo, querida. —Lanzó una ojeada a Lily antes de continuar—. Yo aún tengo mi casa, mis hijos y mis nietos. Y mi marido también. Por más que se haya descarriado, sigue siendo mi marido. —Miró fijamente a Lily—. En todos los sentidos.

Lily agachó la cabeza. ¿Qué podía decir?

—Me sentó mal que Frank tuviese una amante, no se lo voy a negar, pero de todas maneras no le cambio la posición, y menos ahora.

—¿Ahora?

—Esa joven. La que se lo ha robado.

—Ah.

—¿Qué sabe de ella?

—Poca cosa.

—Pues yo sé mucho. —Observó un momento a Lily—. ¿Le interesa saberlo? —Ante la vacilación de Lily, continuó—: La señorita Donna Clipp es una pequeña bruja. Va en busca de dinero. Y hay más… en Filadelfia la procesaron por robo. Tengo pruebas.

—Comprendo.

—Hice que un abogado investigara su vida. Frank lo pagó, aunque no lo sabe, desde luego. Pensó que pagaba unas cortinas. Ella no siente nada por él. Sólo le interesa su dinero.

—Supongo que eso mismo pensará de mí —señaló, pesarosa, Lily.

—De ningún modo, querida. Estoy segura de que es generoso, pero se lo puede permitir. Tampoco creo que esa señorita Clipp consiga sacarle mucho. Frank no es un necio en cuestiones de dinero, pero mientras lo intenta podría llevarlo a la tumba. —Exhaló un suspiro—. Ambas sabemos que mi marido se está haciendo viejo. Es vanidoso, como la mayoría de los hombres. Ella es joven… tiene sólo treinta años ¿sabe?… y estoy segura de que quiere demostrarse a sí mismo que aún está en forma.

—¿Y cree que podría ser peligroso para su corazón?

—¿Usted no?

—Tal vez —concedió Lily.

Hetty la miró con dureza.

—¿Ama a mi marido?

—He llegado a tomarle mucho cariño.

—Entonces me ayudará.

—¿A qué?

—Pues a deshacernos de esa joven, querida. Tenemos que deshacernos de Donna Clipp.

Mary O’Donnell se llevó una sorpresa cuando oyó que Lily de Chantal acudía a tomar el té con la señora Master. Sabía que se conocían vagamente, de modo que pensó que quizá la señora Master querría que aquélla cantara en uno de sus actos con fines caritativos. Luego, cuando le dijeron que la señora Master quería verla a ella también, se quedó muy extrañada.

Encontró a las dos mujeres sentadas tranquilamente en el sofá.

—Verás, querida Mary, necesitamos tu ayuda —anunció Hetty con una sonrisa.

—Sí, señora Master —dijo Mary, intrigada.

—Hace muchos años que nos conocemos, Mary —prosiguió la señora Master—, y ahora tengo que pedirte que seas muy franca conmigo y también que mantengas en secreto algo que te voy a decir. ¿Me harás ese favor? ¿Lo prometes?

Después de treinta y cinco años de recibir un bondadoso trato, no dudó un instante.

—Sí, señora Master, lo prometo.

—Bien. Estoy preocupada por mi marido, y también lo está la señorita De Chantal. Ella es una gran amiga de mi marido. —Dedicó una sonrisa a Lily—. Las dos estamos preocupadas por él, Mary, y creemos que quizá tú nos podrías ayudar.

Mary se la quedó mirando, tratando de comprender a qué se refería y hasta qué punto conocía la realidad.

—Tu hermano Sean ha hecho muchos negocios con mi marido, como ya sabes, Mary. Y la señorita De Chantal me dice que tu hermano también la conoce a ella. Lo que querríamos saber es si tu hermano te ha hablado alguna vez de la señorita De Chantal.

—¿La señorita De Chantal?

—Sí. Como amiga de mi marido.

—Hombre… —Pese a su promesa, Mary se disponía a decir una mentira, pero se ruborizó y la señora Master se dio cuenta.

—Tranquila, Mary —le dijo—. Hace veinte años que lo sé. ¿Cuánto hace que lo sabes tú?

—Diez —respondió, azorada, Mary.

—¿Te lo dijo Sean?

Mary asintió con la cabeza. Se lo había mantenido callado durante mucho tiempo, había que reconocerlo, pero al final se lo contó.

—Perfecto —se felicitó la señora Master—, eso podría ser útil. ¿Y te ha hablado de la señorita Donna Clipp?

—¿La señorita Clipp? —Mary titubeó—. No conocía su nombre.

Era cierto. Dos semanas atrás, Sean había comentado que Master estaba haciendo el ridículo y que, a su edad, más le valdría tener más cuidado.

—Pues así se llama. Verás, Mary, necesitamos que nos ayudes. El señor Master ya no es un jovencito y debemos protegerlo. ¿Cuándo vas a ver a tu hermano?

—Suelo ir a verlo los sábados —repuso Mary.

—Eso es mañana —calculó Hetty Master, satisfecha—. ¿Lo verás entonces?

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