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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón (7 page)

BOOK: Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón
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—¿Y por qué?

—Porque ella nos vio a nosotros. Porque ella... nos dio forma.

—Rezó para que enviáramos una plaga que eliminara a todos los indios antes de que llegaran los europeos. ¿De verdad vas a tomarte eso en serio?

—Si vamos a ser dioses, entonces creo que tenemos un deber que cumplir con soluciones mejores que las de la gente que nos reza.

—Pero no vamos a ser dioses —dijo Hassan.

—Pareces seguro de eso.

—Porque estoy seguro de que la gente de nuestro tiempo no recibirá con agrado la idea de que nuestro mundo se deshaga para aliviar el sufrimiento de un pequeño grupo de personas muertas hace siglos.

—La palabra no es deshacer —dijo Tagiri—. Sino rehacer.

—Estás aún más loca que los cristianos. Creen que la muerte de un hombre y su sufrimiento mereció la pena porque salvo a toda la humanidad. Pero tú estás dispuesta a sacrificar a la mitad de las personas que han vivido jamás, sólo para salvar a una aldea.

Ella se le quedó mirando.

—Tienes razón —dijo—. Por una aldea no merecería la pena.

Y se marchó.

Era real, lo sabía. El TruSite II había llegado al pasado, y los observadores eran de algún modo visibles por los observados, si sabían dónde mirar, si estaban ansiosos por ver. ¿Qué deberían hacer entonces? Sabía que habría gente que querría cerrar toda la Vigilancia del Pasado para evitar el riesgo de contaminar la historia con resultados impredecibles y posiblemente devastadores en el presente. Y habría otros que confiarían complacientes en las paradojas, creyendo que Vigilancia podría ser vista por gente del pasado sólo en circunstancias donde sin duda no se podría afectar al futuro. Una reacción temerosa desmedida o la negligencia indolente, ninguna de las dos actitudes era apropiada. Hassan y ella habían cambiado el pasado, y el cambio que introdujeron había, de hecho, modificado el presente. Quizá no había cambiado todas las generaciones intermedias desde entonces, pero sin duda los había cambiado a Hassan y a ella. Ninguno de ellos pensaría, haría o diría nada que hubieran pensado, hecho o dicho sin haber oído la oración de Putukam. Habían cambiado el pasado, y el pasado había cambiado el futuro. Las paradojas no lo detenían. La gente de esta época dorada podía hacer más que observar, grabar y recordar.

Si así era, ¿qué había entonces de todo el sufrimiento que había visto a lo largo de todos estos años? ¿Podría haber algún medio de aliviarlo? Y si se podía cambiar, ¿cómo podría ella negarse? La habían formado. Era superstición, no significaba nada, y sin embargo no pudo comer esa noche, no pudo dormir pensando en esa oración cantada.

Tagiri se levantó de su esterilla y consultó la hora. Pasada la medianoche, y no podía dormir. Vigilancia del Pasado permitía a sus trabajadores, dondequiera que viviesen, hacerlo a la manera nativa, y la ciudad de Juba así lo había decidido, en la medida de lo posible. Así que ella dormía sobre juncos tejidos en una choza de frágiles paredes refrescada sólo por el viento. Pero esta noche soplaba la brisa, y la choza estaba fresca, así que no fue el calor lo que la despertó. Fue la oración de la aldea de Ankuash.

Se puso una túnica y se dirigió al laboratorio, donde otro turno también trabajaba hasta tarde: no había horas fijas de trabajo para la gente que jugaba de aquella forma con el fluir del tiempo. Le dijo a su TruSite que le mostrara de nuevo Ankuash, pero después de unos segundos no pudo soportarlo y cambió a otra escena. Colón, desembarcando en la costa de La Española. El naufragio de la
Santa María.
El fuerte que construyó para albergar a la tripulación que no pudo llevarse de regreso. Era triste ver de nuevo cómo la tripulación intentaba convertir en esclavos a los aldeanos, quienes simplemente escaparon; el secuestro de las jovencitas, las violaciones en masa hasta que las niñas murieron.

Entonces los indios de varias tribus empezaron a contraatacar. No era la guerra ritual para traer a casa víctimas que sacrificar. Ni tampoco una partida de guerra típica de los caribes. Era una nueva clase de guerra, una guerra punitiva. O tal vez no era tan nueva, advirtió Tagiri. Estas escenas, vistas muy a menudo, habían sido traducidas por completo y parecía que los nativos ya tenían un nombre para la guerra de aniquilación. La llamaban la «guerra de la aldea del hombre blanco de la estrella». La tripulación se despertó por la mañana y encontró los trozos de los cuerpos de sus centinelas diseminados por todo el fuerte y quinientos soldados indios ataviados con todo su esplendor dentro de la empalizada. Naturalmente, se rindieron.

Sin embargo, los indios no prepararon a sus cautivos para sacrificarlos. No tenían ninguna intención de convertir en dioses a aquellos miserables violadores, ladrones y asesinos antes de que murieran. No hubo ninguna declaración formularia de «Es como mi amado hijo» cuando cada marino español fué tomado bajo custodia.

No habría ningún sacrificio, pero seguiría habiendo sangre y dolor. La muerte, cuando llegó, fue un dulce alivio. Tagiri sabía que había quienes se solazaban con esta escena, pues fue una de las pocas victorias de los indios sobre los españoles, una de las primeras victorias de la gente oscura sobre los arrogantes blancos. Pero ella no tenía estómago para verla entera; no sentía ninguna alegría ante la tortura y la masacre, aunque las víctimas fueran monstruosos criminales que habían torturado y masacrado a su vez. Tagiri comprendía muy bien que en las mentes de los españoles sus víctimas no eran humanas. «Es nuestra naturaleza —pensó— que cuando queremos disfrutar siendo crueles, debemos transformar a nuestra víctima en una bestia o un dios.» Los marinos españoles convirtieron a los indios en animales; lo único que los indios demostraron, con su amarga venganza, fue que eran capaces de efectuar una transformación idéntica.

Además, no había nada en esa escena que le mostrara lo que quería ver. De modo que envió al TruSite al camarote de Colón en la
Niña,
donde escribía su carta al rey de Aragón y la reina de Castilla. Hablaba de enormes riquezas en oro y especias, maderas raras, bestias exóticas, vastos reinos nuevos que ser convertidos a la fe de Cristo y muchísimos esclavos. Tagiri lo había contemplado antes, por supuesto, aunque sólo fuera para maravillarse de la ironía de que Colón no viera ninguna contradicción entre prometer a sus soberanos al mismo tiempo esclavos y futuros cristianos entre la misma población. Esa noche, sin embargo, Tagiri halló otra cosa más de la que maravillarse. Sabía de sobras que Colón no había encontrado ninguna gran cantidad de oro, no mucho más de lo que habría encontrado en cualquier pueblecito español donde la familia más rica habría poseído unas cuantas bagatelas. No había comprendido casi nada de lo que los indios le habían dicho, aunque se convenció a sí mismo de que entendía que le decían que había más oro tierra adentro. ¿Tierra adentro? Señalaban al oeste, al otro lado del Caribe, pero Colón no tenía forma de saberlo. No había visto ningún atisbo de las vastas riquezas de los incas o los mexicas: éstas no serían contempladas por los europeos hasta más de veinte años después, y cuando el oro por fin empezara a correr, Colón estaría muerto. Sin embargo, mientras le observaba escribir, se daba la vuelta y luego volvía a contemplarlo, pensó: «No está mintiendo. Sabe que el oro está allí.

Está seguro, aunque nunca lo ha visto y no lo verá en toda su vida.

Así es cómo volvió hacia el oeste los ojos de toda Europa, advirtió Tagiri. Por la fuerza de su inquebrantable fe. Si los reyes de España hubieran tomado su decisión solamente sobre la base de las pruebas que Colón traía consigo, no habría habido nuevos viajes. ¿Dónde estaban las especias? ¿Dónde estaba el oro?

Sus primeros descubrimientos no habían pagado siquiera los costes de su expedición. ¿Quién cambiaría buen dinero por dinero falso?

Sin pruebas reales, Colón hizo aquellas extravagantes afirmaciones. Había encontrado Cipango; Cathay y las Islas de las Especias estaban cerca. Todo falso, o Colón habría traído un cargamento que lo demostrara. Sin embargo, cualquiera que lo mirara, que lo oyera, que lo conociera, reconocería que aquel hombre no estaba mintiendo, que creía en el fondo de su alma en las cosas que decía. Con la fuerza de un testigo tan imponente como aquél, se financiaron nuevas expediciones, nuevas flotas se hicieron a la mar; grandes civilizaciones cayeron, y el oro y la plata de un continente se dirigieron hacia el este mientras millones de personas morían víctimas de las plagas y los supervivientes veían indefensos cómo los extranjeros llegaban a gobernar su tierra para siempre.

Todo porque no se podía dudar de Colón cuando hablaba de cosas que no había visto.

Tagiri puso la grabación de la escena de Ankuash, del momento en que Putukam hablaba de su sueño. «Nos vio a Hassan y a mí —pensó—. Y Colón vio el oro. De algún modo vio el oro aunque se encontraba a décadas en el futuro. Nosotros, con nuestras máquinas, podemos ver sólo el pasado. Pero de algún modo este marino genovés y esta hechicera india vieron lo que nadie puede ver, y tenían razón aunque no había forma, ninguna forma sensata, ninguna forma lógica, de que pudieran tenerla.»

Eran las cuatro de la madrugada cuando Tagiri llegó a la puerta de la cabaña de Hassan. Si daba una palmada o lo llamaba, despertaría a los demás. Así que entró y descubrió que también él estaba despierto.

—Sabías que vendría —dijo.

—Si me hubiera atrevido —contestó él—, habría ido a verte yo.

—Puede hacerse —dijo ella, de inmediato—. Podemos cambiarlo. Podemos detener... algo. Algo terrible, podemos hacer que desaparezca. Podemos volver atrás y hacerlo mejor.

Él no dijo nada. Esperó.

—Sé lo que estás pensando, Hassan. También podríamos empeorarlo.

—¿Crees que no le he estado dando vueltas en la cabeza toda la noche? —dijo Hassan—. Una y otra vez. Mira el mundo que nos rodea, Tagiri. La humanidad está por fin en paz. No hay plagas, ningún niño muere de hambre o vive sin aprender. El mundo está curado. Eso no fue inevitable. Podría haber acabado mucho peor. ¿Qué cambio podríamos hacer en el pasado que mereciera correr el riesgo de crear una historia sin esta resurrección del mundo?

—Te diré qué cambio merecería la pena. El mundo no necesitaría resucitar si no lo hubieran matado.

—¿Imaginas que hay algún cambio posible para mejorar la naturaleza humana? ¿Deshacer la rivalidad de las naciones? ¿Enseñar a la gente que compartir es mejor que acumular?

—¿Ha cambiado la naturaleza humana incluso ahora? —dijo Tagiri—. Creo que no. Seguimos sintiendo tanta avaricia, tanta ansia de poder, tanto orgullo y furia como siempre. La única diferencia es que ahora conocemos las consecuencias y las tememos. Nos controlamos. Por fin nos hemos vuelto civilizados.

—¿Así que piensas que podemos civilizar a nuestros antepasados?

—Creo que si podemos encontrar algún modo de hacerlo, alguna forma segura de impedir que el mundo se haga pedazos como se hizo, entonces debemos hacerlo. Bucear en el pasado e impedir la enfermedad es mejor que llevar al paciente al borde de la muerte y lentamente devolverle la salud. Crear un mundo donde los destructores no triunfaran.

—Si te conozco en algo, Tagiri, no habrías venido aquí esta noche si no supieras ya cuál debe ser el cambio.

—Colón —dijo ella.

—¿Un marino? ¿Él causó la destrucción el mundo?

—No había nada inevitable en su viaje hacia poniente en la época en que lo realizó. Los portugueses estaban a punto de descubrir una ruta al Oriente. Nadie imaginaba un continente desconocido. Los más sabios sabían que el mundo era grande, y creían que un océano el doble de grande que el Pacífico se extendía entre España y China. Hasta que dispusieron de un barco que consideraron capaz de cruzar un océano semejante no navegaron hacia el oeste. Aunque los portugueses se toparan con la costa del Brasil, no habría beneficios. Era una tierra seca y poco poblada. La habrían ignorado igual que ignoraron África y no la colonizaron durante cuatro largos siglos después de explorar su costa.

—Has estado estudiando.

—He estado pensando —respondió ella—. Estudié todo esto hace años. Fue porque Colón llegó a América, con su inexorable fe en haber encontrado el Oriente. Toparse simplemente con la masa continental no significaba nada: los noruegos lo hicieron, ¿y qué consiguió eso? Incluso un desembarco casual, por parte de cualquier otro, en Cuba o en la zona más oriental de Brasil no habría significado más que los desembarcos en Vinlandia o en la costa de Guinea. Los otros marineros siguieron a Colón sólo por sus informes de incontables riquezas que nunca fueron verdad hasta después de su muerte. ¿No lo ves? No fue el hecho de que alguien navegara hacia el oeste lo que llevó a la conquista europea de América y del mundo. Fue porque Colón lo hizo.

—¿Un hombre, entonces, fue responsable de la devastación de nuestro planeta?

—Por supuesto que no —dijo Tagiri—. No estoy hablando de responsabilidad moral, sino de causa. Europa ya era Europa. Colón no la hizo así. Pero fue el saqueo de América lo que financió las terribles guerras religiosas y dinásticas que asolaron el continente europeo durante generaciones. Si Europa no hubiera tomado posesión de América, ¿habría impuesto su cultura en el mundo? Si hubiera sido dominado por el Islam o gobernado por la burocracia china, ¿se habría destruido a sí mismo como lo hizo en un mundo donde cada nación trataba de ser tan europea como fuera posible?

—Claro que sí —dijo Hassan—. Los europeos no inventaron el saqueo.

—No, inventaron las máquinas que lo convirtieron en tan enloquecedoramente eficiente. Las máquinas que sorbieron el petróleo del suelo y nos permitieron esparcir el hambre y la guerra a través de océanos y continentes hasta que nueve décimas partes de la humanidad encontraron la muerte.

—Así que Colón es responsable de la era de la tecnología.

—¿No ves, Hassan, que no le echo la culpa a nadie?

—Lo sé, Tagiri.

—Voy a buscar el lugar donde el cambio más pequeño, más simple, podría salvar al mundo del máximo sufrimiento. Eso haría que se perdieran las menos culturas posibles, menos gente sería esclavizada, menos especies se extinguirían, menos recursos se agotarían. Todo se centra en el punto en que Colón regresa a Europa con sus historias de oro, esclavos y naciones que convertir en súbditos cristianos del rey y la reina.

—¿Entonces estarías dispuesta a matar a Colón?

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