Oda a un banquero (40 page)

Read Oda a un banquero Online

Authors: Lindsey Davis

Tags: #Intriga, Histórico

BOOK: Oda a un banquero
7.28Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Parece como si fuera mejor que los Didios os marcharais de la ciudad, y es probable que tu madre también —murmuró Perela. Con eso daba a entender lo estúpido que era ofender al jefe de los Servicios Secretos.

—No creo que eso sea necesario. —Por primera vez miré directamente a Anacrites. Hablé despacio—. Me debes una por Lepcis Magna, ¿no es así?

Perela parecía intrigada. Estaba claro que podía adivinar que yo acababa de hacer una grave amenaza. Lo había hecho delante de otras personas a propósito.

Anacrites respiró con cuidado. En Lepcis, él había luchado como gladiador en la arena. Eso suponía una infamia legal. Si esto se supiera, perdería su posición y se le despojaría de su rango medio recién adquirido. Su ciudadanía libre no tendría sentido. Se convertiría en un paria.

—Por supuesto, Falco. —Él estaba de pie tan erguido que casi estaba en posición de firmes.

Le sonreí. No me devolvió la sonrisa.

—Ahora estamos otra vez en paz —suplicó.

—Si te parece. —No tan en paz como él insinuaba. Esta pelea con mi padre perdería importancia muy pronto; Anacrites seguiría siendo vulnerable a esa revelación durante toda su vida. No había necesidad de insistir demasiado. Él sabía que estaba en mis manos—. A ver si captas la indirecta, Anacrites, hijo… es hora de seguir adelante. A mi madre le ha encantado tener un inquilino, pero ella ya no es joven; actualmente, eso ya le supone demasiado.

—Tenía la intención de irme —dijo con voz tensa.

—Y otra pequeña cuestión… ella está preocupada por sus ahorros ahora que el banco ha quebrado.

—Haré lo que pueda, Falco. —Entonces, preguntó con nostalgia—: ¿Y qué pasa con Maya Favonia?

Yo ya había hecho bastante. Nunca se debe despojar a un hombre de una manera tan despiadada que luego no le quede nada por perder. Maya tendría que ser el sacrificio.

—¡Mi querido amigo! Eso es entre tú y ella, por supuesto.

No me dio las gracias.

—¿A qué se refiere? —preguntó mi padre.

—Métete en tus asuntos. —No le dije que Anacrites quería saltar de generación; eso sólo serviría para hacerlo estallar otra vez. O aunque mi padre permaneciera calmado, si pensaba demasiado en Anacrites haciéndose «amigo» de mi hermana, podría ser yo el que me lanzara sobre él.

Hice desfilar a mi padre fuera del Palacio y lo arrastré hasta un palanquín, a salvo de miradas indiscretas. Me quedé con él todo el camino hasta la Saepta Julia sin que ninguno de los dos hablara demasiado. En el almacén encontramos a Maya, apuntando unas cifras de manera ordenada en el diario de subastas. Parecía atareada, competente y satisfecha. Al vernos entrar juntos levantó la mirada, sorprendida.

—¿En qué andabais vosotros dos?

—Nuestro querido padre acaba de pegarle un puñetazo a Anacrites.

—¡Sois un par de idiotas! ¿Por qué, papá?

—Oh… le dio a tu madre unos consejos financieros terribles.

De manera instintiva, tanto mi padre como yo decidimos no mencionar a mi hermana el auténtico motivo del desacuerdo.

De hecho, Maya desvió el tema ella misma: había oído hablar de la idea de Junia de que mi padre y yo intercambiáramos nuestras casas. Mientras nos tenía a los dos juntos, decidió encomiar las ventajas de que él optara por un lugar un poco apartado y se mudara al Janículo (más cerca de la Saepta Julia que su casa del Aventino y quizá más lejos de la tentación de salirse de madre y pegar a los oficiales) y de que yo me quedara con la alta y espaciosa casa de mi padre en el río (cerca de los clientes, con un montón de espacio para una familia). Con el ánimo apagado, escuchamos sus razonables palabras. Al final a Maya le superó el desconcierto.

—¡Mira, ya no puedo soportar más esto! ¿Qué os pasa a vosotros dos? ¿Por qué no discutís ni uno ni otro?

Yo ya había hecho bastante de conciliador todo el día. Dejé a mi padre que la tranquilizara.

XLVIII

Me fui a casa. Helena había vuelto y estaba hablando con Petronio en nuestra tercera habitación. Tenía la nariz metida en un cofre donde guardábamos mis túnicas, las levantaba por los hombros y sujetaba cada una de esas queridísimas antigüedades para hacer una parodia de inspección.

—Estoy revisando tu guardarropa. Tú y Lucio necesitáis hacer una visita a un sastre para que os haga togas nuevas, y así también podéis adquirir al mismo tiempo algunas túnicas que se puedan poner. —Levantó la mirada, incómoda de repente, como si hubiera curioseado en mis cosas de soltero sin mi permiso—. ¿Te importa?

—En absoluto, amor. —Al ver una descolorida túnica color vino que había olvidado que tenía, agarré la prenda y me empecé a ponérmela—. No guardo nada ahí dentro que no quiera que encuentres.

Helena reanudó su inspección. Tras una tranquila pausa, me preguntó en un tono divertido:

—Entonces, Marco, ¿dónde guardas las cosas que mantienes en secreto?

Todos nos reímos al tiempo que yo intentaba no sonrojarme.

En mi caja del banco, fue la respuesta… o si eran objetos delicados que pasaban por la casa de forma temporal, metidos con premura dentro de la funda de un cojín en mi diván de lectura.

Para cambiar de tema, les conté a Helena y a Petro lo que había ocurrido antes.

—Francamente, me siento más destrozado después de enfrentarme a mis padres de lo que lo estaba anoche tras emprenderla con ese gigante.

Para entonces, Helena Justina estaba segura, fuera, en el comedor principal, donde se estableció para dedicarse a sus asuntos y empezó a leer un pergamino. Éste debía de ser el que había intercambiado con Paso esa misma mañana, cuando dejó aquí a Maya. Estaba sentada en una silla de mimbre como la que Festo le había dado a mi madre, con los pies apoyados en un taburete alto y el pergamino sobre sus rodillas. Tenía ese aire decidido que yo conocía tan bien; podía sostener una conversación entera con ella, pero después no sería en absoluto consciente de lo que se había dicho. Su mente estaba atrapada en la nueva novela griega, dando vueltas por un paisaje extraño con Gondomon, rey de Traxímene, igual que Paso lo había hecho el día anterior en la biblioteca griega. Hasta que terminara, Helena estaba perdida para mí. Si yo fuera un tipo celoso como mi padre, buscaría a ese mal nacido de Gondomon para arremeter contra él.

—Olvídate de tu querida familia —dijo Petro. Todavía estaba un poco ronco, aunque había comido y se le veía un poco más animado que por la mañana—. ¿Qué te parece si te concentras en el trabajo que te di? Estoy ansioso por ver concluido el caso de Crísipo, Falco.

—No me lo digas… ¿Se espera que vuelva Rubela?

—Eres un chico listo.

—¿Cuándo?

—A finales de agosto.

—Eso requiere pasar a la acción, entonces. Supongo que te querrás presentar ante tu querido superior con resultados, ¿no?

—Sí. Quiero tener esto solucionado antes de que descubra qué parte de nuestro presupuesto empleé en tus servicios tan poco convencionales —asintió Petro con firmeza—. Otra razón —me dijo de una manera más suave— es que le ordené a Fúsculo que mantuviera bajo vigilancia a los nuevos dueños del banco, ahora que ha quebrado. Me dejó caer que había indicios de que tanto Lucrio como Lisa tenían la intención de marcharse a Grecia a toda prisa.

—Vaya. Entonces ha llegado la hora de la confrontación.

—Sí. Quiero resultados, por favor, Falco.

—Tengo un plan, por supuesto.

Petro me lanzó una mirada de desconfianza.

—¿No estabas estancado?

—¿Quién, yo?

Hasta entonces mi plan había sido comerme una tortilla y un tazón de fresas silvestres y luego dormitar toda la tarde. En lugar de eso, devoré el refrigerio, me tendí en la cama despierto y planifiqué lo que tenía que hacer.

—Cuando tengas dudas, haz una lista —bufó Petro desde la puerta al tiempo que estiraba el cuello para escudriñar mis notas.

—Deja de husmear; ya tengo a Helena para eso. Si quieres que sea sincero, pareces estar lo bastante bien como para volver a tu propio apartamento.

—Me gusta estar aquí… De todos modos, mi casa está destrozada —gruñó Petro. Entonces me volvió a dar la lata—: ¡Mejor que se te ocurra algo, Falco, porque si no…!

Él estaba preocupado. Eso me venía bien. Cuando yo aclarara el caso se quedaría aliviado y agradecido.

En cuanto me aseguré de que lo había tenido todo en cuenta, me levanté de un salto, metí las notas en una bolsa que llevaba en el cinturón y me calcé mis botas favoritas.

—¿Dónde vas? —se quejó Petro, que ansiaba venir conmigo aunque todavía estaba demasiado pálido.

—¡Salgo!

—No seas infantil, Falco.

Siempre se ponía difícil cuando estaba imposibilitado; me compadecí de él.

—Mira, tribuno, estoy llegando a alguna parte…

—¿Aunque no sepas quién mató a Crísipo y no puedas probar quién colgó a Avieno?

—Cerdo pedante. Nunca podremos acusar a los Ritusi por lo de Avieno, eso ya lo sabes. Los matones profesionales no dejan pistas y Lucrio es inteligente; sabe que lo único que tiene que hacer es mantener la boca cerrada para salir impune por haberlos contratado. Si es que fue él. Pudo haber sido Lisa.

—Entonces, ¿qué está pasando? —Petronio frunció el ceño.

—Necesito preguntarles una o dos cosas más a casi todos los sospechosos y testigos. Para ahorrarme el tener que ir corriendo por ahí como una hormiga enloquecida con este calor, los reuniré a todos para una gran sesión de interrogatorio.

—Yo quiero estar allí, Falco.

—¡Calma, calma, amigo mío! Estarás ahí; quiero que me veas desenmascarar al villano de manera triunfal. —¿Y adonde vas ahora? —insistió. A comprobar una última coartada.

En primer lugar, puse un dedo sobre el pergamino de Helena, justo cuando iba a desenrollar la siguiente columna. Me fulminó con la mirada, ansiosa por seguir leyendo.

—¡No hagas eso o te voy a morder!

Levanté el dedo rápidamente.

—¿Es bueno éste?

—Sí. Paso tenía razón. Es excelente. Muy distinto de esa primera bazofia que leí para ti.

—¿Y parece que es el propio manuscrito del autor?

Helena agitó el papiro con impaciencia y pude ver que estaba escrito con una letra difícil y plagado de modificaciones. Aun así, ella lo leía a toda velocidad.

—Sí, tiene tantos borrones como si fuera de un niño que aprendiera el alfabeto. Y alguien pegó toda clase de documentos para hacer un pergamino donde escribir… incluso hay unos cuantos recibos de almuerzos.

—¿Hojas de parra rellenas?

—Puré de garbanzos. ¿Vas a salir, Marco?

—Voy a rezar a un templo.

Helena hizo hueco para una sonrisa.

—¿Tus gansos del Capitolio, procurador?

—No, el caso de Crísipo. —Desde el fondo, Petronio soltó un bufido.

—Volveré a tiempo de preparar la comida para ti y para ese que se hace el enfermo. Tú disfruta con esa aventura en enérgica prosa. Si compro algo para comer, ¿cuento con Mario?

—No. Maya se lo llevó a casa.

—Quiere tener a su prole donde pueda verla.

—De hecho, lo que quiere es tener tiempo para ella. Pero Junia ha decidido hacer algo bueno por alguien. Se va a Ostia con Cayo Baebio. —Ostia era donde Cayo trabajaba como supervisor de aduaneros—. Se ofreció a llevarse a todos los niños para que puedan nadar en la playa.

—¿Junia, en la playa? ¿Con un enjambre de pequeños? ¡Y tendrán que quedarse a pasar la noche! —Me asaltó la duda—. ¿Maya también va?

—Creo que no —dijo Helena con poca sinceridad. Yo miré a Petro y ambos pusimos mala cara. Helena seguía con los ojos fijos en el pergamino—. El único propósito es que Maya tenga un poco de paz estando sola.

¿Sola? ¿O compartiendo unos cuantos momentos deliciosos con su admirador Anacrites?

IL

El templo de Minerva, en el Aventino, estaba situado a sólo unos pocos minutos andando, aunque no podía pretender que fuera uno de los sitios que frecuentaba.

Una vez que había estado meditando sobre nuestros templos locales, llegué a pensar en el Aventino como en un antiguo lugar sagrado. Antes se encontraba fuera del pomerio, el límite oficial de la ciudad que Rómulo había arado. Esa exclusión original había permitido que aquí se ubicaran santuarios que para nuestros antepasados poseían un aura remota y de extramuros; las tranquilas plazas del Aventino moderno todavía mantenían ese histórico aire de intimidad. Quizá siempre lo harían. El Aventino tenía una atmósfera especial. Antes, desde este punto se debía disfrutar de una vista magnífica. Los que vivíamos aquí en la actualidad todavía podíamos ver el río y las colinas distantes o, en espacios abiertos, sentirnos cerca del cielo y la luna.

Caco, un dios del fuego que debió de ser un abyecto tunante, vivía en una cueva al pie del acantilado; cuando fue asesinado por Hércules, su guarida se convirtió en el Mercado del Ganado del Foro. Más arriba, teníamos a Ceres, la gran reina del crecimiento de la agricultura y del grano; Libertad, la patrona de los esclavos liberados, con su gorra de fieltro vuelta del revés; Bona Dea, la Buena Diosa; y Luna, la diosa de ese astro, cuyo templo había sido uno de los pocos edificios del Aventino que quedó destruido en el gran incendio de Nerón. En estos momentos, dos templos locales estaban preparando sus festivales anuales. Uno era el majestuoso santuario de Diana en la parte plebeya de la colina, donde trabajadores y esclavos adoraban a la diosa de manera tradicional. El otro era el pequeño lugar sagrado de Vertumno, dios de las estaciones, del cambio, y de las plantas que están madurando, una deidad de jardín adornado con frutas a quien yo siempre le había tenido cariño en secreto.

Minerva era más fría, a la manera clásica. Parecía del todo apropiado que el hijo de una familia de origen griego asistiera a este templo. Eso no lo podía discutir. Diómedes estaba completamente romanizado, aunque yo había visto con qué firmeza lo influenciaba su madre. Si Lisa quería a Atenea, era mejor que él también ofreciera sus plegarias a la armada diosa del búho. Un buen chico… bueno, uno a quien su mamá mangoneaba con dureza.

En ese lugar sagrado que devolvía el eco, obligué a un sacerdote a que hablara conmigo. Era tan difícil captar su atención que incluso lo intenté mencionando mi puesto como procurador de los Gansos Sagrados de Juno. Ja! Eso no me llevó a ninguna parte. O sea que tuve que recurrir a métodos más sencillos: amenazando al templo con una visita de los vigiles.

Other books

What the Single Dad Wants... by Marie Ferrarella
Brynin 3 by Thadd Evans
The Earl's Secret by Kathryn Jensen
The Superpower Project by Paul Bristow
Knight's Late Train by Gordon A. Kessler
Mercy of St Jude by Wilhelmina Fitzpatrick