Oda a un banquero (44 page)

Read Oda a un banquero Online

Authors: Lindsey Davis

Tags: #Intriga, Histórico

BOOK: Oda a un banquero
7.06Mb size Format: txt, pdf, ePub

Helena se había acercado a su hermano de una manera protectora. Vibia se quedó mirando a Helena, sin esperar que hubiera una mujer en nuestro grupo. Un breve instante de hostilidad pasó entre las dos mujeres.

Yo esperé hasta que Vibia no nos pudiera oír, señalé la carretilla cargada y le murmuré a Fúsculo:

—Ese primer día, registrasteis todas las habitaciones del piso de arriba, supongo.

—Lo hicimos. —Fúsculo pareció molesto conmigo por comprobarlo, pero entonces añadió con honestidad—: Entonces no sabíamos que Diómedes era importante.

—Bien. Deja que los esclavos acaben de cargar y mantén la carretilla aquí, por favor.

—¡Y en cuanto hayamos salido de en medio, haz que vuelvan a examinar esa pila de cosas! —añadió Petronio en voz baja. A Fúsculo le brilló la cara de excitación y entonces ordenó a un soldado que se apoyara con disimulo contra un pilar y tuviera la carretilla bien vigilada.

Caminamos por el pequeño vestíbulo hacia la biblioteca de latín. Mis varios testigos menores se habían congregado. Le di instrucciones a Paso en voz baja sobre las declaraciones que podía tomar en ese momento y lo dejé a cargo de ellos. Helena, Eliano, Petronio, Fúsculo y yo atravesamos la habitación hacia la biblioteca de griego, donde los principales sospechosos daban vueltas un poco cohibidos.

LIII

Había dispuesto la habitación dejando un cuadrado despejado con asientos de todas clases que había cogido prestados de otras estancias y que quedaban alineados en los cuatro costados mirando al centro.

Petronio, Fúsculo y yo nos apiñamos en el lugar equivalente al extremo del trono de esta sala de audiencias, al tiempo que dejábamos caer sobre unas sillas de repuesto una impresionante colección de tablillas de notas (la mayoría irrelevantes, pero parecían siniestras). Helena se situó en un extremo a nuestra derecha, un poco apartada de nosotros y con actitud de modestia. Colocó varios pergaminos a su lado, en dos grandes pilas y un conjunto más pequeño. Los bancos que estaban justo enfrente se habían dejado vacíos para usarlos después, cuando llamáramos a los testigos de la otra biblioteca. Eliano, con su túnica blanca recién planchada, se había emplazado al lado de la puerta divisoria, listo para decírselo a Paso cuando yo quisiera que hiciesen entrar a alguien.

A la vuelta de la esquina donde estaba Helena, en el lado derecho, hice que se sentaran las personas que tenían vínculos familiares con el muerto. Lisa y Vibia, sus dos mujeres, se abrazaban, emitían sollozos ahogados y se aferraban la una a la otra con ostentación, como el que ha perdido a un ser querido. Con ellas se encontraban Diómedes, al lado de su madre, y Lucrio, que se dejó caer en la silla al otro lado de Vibia, como si no pudiera soportar estar sentado junto al pesado del hijo de Lisa. Diómedes miraba fijamente al vacío, como siempre con aspecto de estar de más, como un permanente actor de reserva de una obra de teatro. Al principio, Lucrio se sentó con los brazos cruzados de una manera forzada, pero pronto se relajó y volvió a ser él mismo, limpiándose las fisuras dentales a escondidas con un mondadientes de oro.

En el lado de la izquierda estaban los autores: Turio,
Scrutator
, Constricto y Urbano. Yo los estudié con la mirada cuando no me veían: Turio, que tenía un aspecto que destacaba, vestido con otra túnica nueva y elegantes sandalias;
Scrutator
, listo para que alguien se fijara en él y así obsequiarle con aburridas historias; Constricto, que evitaba hablar con
Scrutator
y que ya estaba obsesionado con la necesidad de una copa a la hora del almuerzo; y Urbano, que se limitaba a estar sentado en silencio para así tomar notas mentalmente. Con ellos estaba el encargado de la tienda de pergaminos, Eusquemonte, que acababa de entrar de manera discreta, con un andar desgarbado, desde el pasillo que conducía al scriptorium.

Incluso cuando logré conducir a todo el mundo hasta sus asientos, la majestuosa biblioteca de griego parecía todavía bastante vacía, a pesar de la multitud. Esta fría y silenciosa habitación, que había empezado a calentarse poco a poco, nunca había estado tan bien poblada. Las tres hileras escalonadas de columnas de mármol blanco se alzaban dominantes sobre nosotros entre los apretujados grupos de documentos que había en los inacabables casilleros. La luz del sol se filtraba con suavidad por las ventanas que estaban a la altura del techo y las motas de polvo se movían sin parar en los rayos de luz. En el centro del suelo embaldosado con elegancia lucía el mosaico circular donde habían encontrado muerto a Crísipo, con las piezas y el enlucido todavía tenían con leves restos de su sangre tras una limpieza inexperta. Sin hacer ningún comentario, fui a buscar un trozo de alfombra de lana y lo puse encima del dibujo principal, tapando las manchas.

La gente estaba hablando; los murmullos se acallaron de manera repentina y me acordé de la última vez que me dirigí a un público invitado, en el Auditorio de Mecenas en mi recital con Rutilio Gálico. Por alguna razón, esta vez me sentía mucho más dueño de la situación. Aquí era yo el profesional. Petronio, que todavía descansaba la voz después de que Bos casi lo estrangulara, me había cedido el papel principal. Yo no necesitaba guión. Y dominé la atención de la gente tan pronto como estuve listo para hablar.

—Amigos, romanos, griegos… y britano, gracias a todos por venir. Con tristeza, me acuerdo de una tarde del mes pasado cuando conocí a Aurelio Crísipo. En esa ocasión se encargó él de las presentaciones, pero hoy tengo que ser yo quien haga los honores. Me llamo Didio Falco; investigo la violenta muerte de Crísipo. Hago esto como asesor de los vigiles —hice un gesto educado— con la esperanza de encontrar consuelo y certeza para su desolada familia. —Vibia, Lisa y Diómedes se mordían los labios y miraban fijamente al suelo con valor. Lucrio, el esclavo liberto del muerto, permanecía impertérrito—. Crísipo pasó sus últimos momentos en esta biblioteca. Quizá reviniéndonos hoy en el mismo lugar, podamos refrescarle la memoria a alguien.

—¿El asesino no siente un escalofrío que le trepa por la espalda? —preguntó Petronio, en un aparte dicho en voz alta. Mientras
yo
seguía haciendo el papel del tipo de suaves maneras, él iba lanzando miradas e intentaba que todo el mundo se sintiera incómodo. Su comentario daba por sentado que el asesino ya estaba allí, por supuesto.

Retomé el hilo.

—De hecho hay dos muertes recientes dentro del ámbito del scriptorium. Avieno, que era un respetado historiador, tuvo la mala fortuna de ser encontrado ahorcado en el puente de Probo. Voy a hablar de eso primero.

—¿Tenemos que quedarnos aquí para eso? —estalló Vibia a la vez que se ponía de pie de un salto—. No es ningún pariente. Además, me dijeron que se había suicidado.

—Por favor, ten paciencia. —Levanté la mano con suavidad y esperé hasta que volvió a hundirse en su silla, con los dedos pellizcando de manera obsesiva la elegante tela de su toga—. Quiero que estéis todos aquí durante el interrogatorio. La declaración de una persona puede despertar una pista olvidada en otra. Volvamos a Avieno: dos muertes dentro de un pequeño círculo de conocidos podrían ser una coincidencia. Aunque también puede ser que estuvieran relacionadas.

—¿Quieres decir que el historiador mató a mi marido?

Yo fruncí los labios.

—Es una posibilidad.

—¡Vaya, no puedes pedirle a Avieno que confiese! —Para ser una broma, este comentario socarrón de Vibia no tan sólo era de mal gusto, sino también bastante histérico. Vibia Merula parecía muy exaltada. Eso estaba bien; yo apenas había empezado.

Me volví hacia la fila de autores.

—Hablemos de vuestro desafortunado colega. Cuando Crísipo murió, Avieno fue la primera persona que se presentó ante mí para ser interrogada. Según mi experiencia, eso puede significar varias cosas: que era inocente y quería volver a su vida normal; o que era culpable y lo que buscaba era levantar una cortina de humo. Quizá sólo intentaba averiguar qué era lo que yo sabía. De la misma forma soy consciente, aquí, en compañía de escritores, de que puede ser incluso que quisiera experimentar un interrogatorio por asesinato por razones profesionales, porque lo veía como una investigación intrigante.

Detrás de mí, Fúsculo dejó escapar una carcajada apagada.

—Nuestra primera entrevista fue insulsa —continué—. Perdí la oportunidad de hacerle más preguntas con posterioridad. —Si Avieno fue víctima de un asesinato, esa ocasión perdida podría ser importante. Alguien le había hecho callar—. Él y yo hablamos más que nada de su trabajo. Tenía un «bloqueo», me dijo. —Miré directamente a Turio, que era el otro que de alguna manera también había prolongado sus plazos de entrega—. A Avieno se le había pasado la fecha; ¿por casualidad sabéis cuánto tiempo llevaba de retraso?

Turio soltó un bufido y, sin inmutarse, negó con la cabeza.

Miré un poco más adelante, al dramaturgo Urbano, que respondió de forma breve:

—¡Años!

Scrutator
participó de una forma más grosera:

—¡Sí, algunos malditos años!

—Me pareció que esos «bloqueos» eran habituales —comenté—. Crísipo parece que era generoso al respecto. ¿Era extensiva al resto de vosotros la misma indulgencia, Pacuvio?

—Nunca —se burló el grandote y larguirucho escritor satírico—. El esperaba que le entregáramos el género.

Casi todos los del grupo estaban sentados de manera pasiva pero recelosa. Sólo Urbano parecía relajado:

—¿Hubo algunos detalles curiosos en el supuesto suicidio de Avieno, Falco?

Dirigí la mirada hacia Petronio Longo.

—¿Detalles curiosos? ¡Sí que constan! —contestó, como si la sugerencia de que estas curiosidades pudieran importar fuera nueva para él.

Yo evité discutir la manera en que murió el historiador.

—No entraré en detalles. No quiero perjudicar un futuro caso judicial —dije en tono alarmante—. Pero, ¿por qué tendría que haberse suicidado Avieno? Pensamos que tenía problemas económicos. En realidad, hacía poco que había salado su deuda. Así que, ¿de dónde provenía el dinero? ¿No sería el pago por haber entregado finalmente su manuscrito? —miré a Eusquemonte, que movió la cabeza negándolo.

Petronio se levantó y vino hacia el centro de la habitación conmigo.

—Falco, ¿cuál era la gran obra en la que Avieno había estado trabajando durante tanto tiempo?

Yo fingí que consultaba mi tablilla de notas.

—Repito textualmente: «transacciones fiduciarias desde el período Augusto». Suena bastante arduo. Avieno admitió que el suyo era un campo pequeño.

—¡Lamento haber preguntado! —bramó la voz de Petronio al tiempo que fingía volver a su asiento.

—¿Estaba Avieno a punto de terminar? —pregunté a los autores—. Algunos de vosotros solíais encontraros con él de vez en cuando en esa taberna que hay calle abajo. ¿Alguna vez habló de sus progresos?

Se miraron entre ellos de manera distraída y entonces
Scrutator
le dio un golpe con el codo a Turio e insinuó en un tono malicioso:

—¡Tú eras su amigo de verdad! —Sí, al escritor satírico le gustaba mucho meter a la gente en líos.

—Hablamos de su trabajo una vez —confirmó Turio, que pareció enfadarse por haber sido señalado—. Y en ese momento iba borracho.

—¿Tú también estabas allí? —le pregunté en broma a Constricto, el poeta a quien le gustaba beber con fruición.

Él, que era el mayor, negó con la cabeza.

—¡No tengo ningún recuerdo de ello! Avieno era muy reservado acerca de su investigación. Si hubiera estado sobrio, Turio nunca le hubiese sacado nada.

—Algunos autores detestan revelar datos de su trabajo hasta que no han terminado —le dije.

—Sí —refunfuñó Constricto—. Y algunos de esos trabajos no ven nunca la luz del día. Yo nunca estuve convencido de que Avieno hubiera escrito nada. —Al menos Constricto sí que entregaba manuscritos; Paso había encontrado sus últimos poemas con notas de Crísipo, «Las nimiedades de siempre. Edición pequeña; reducir el pago…».

Seguí interrogando a Turio.

—Avieno y tú debíais de tener temas en común. Tú quieres escribir sobre el Estado político ideal, el futuro. El catalogaba el pasado. Ambos os debíais solapar en el campo del otro. Hacia dónde se dirige la sociedad y dónde ha estado ya son dos cosas evidentemente relacionadas. Así que, ¿qué tenía que decirte Avieno?

Eso lo puso en un aprieto. Se retorció con torpeza, lo cual no le hizo bien a su nuevo y elegante cinturón de cuero, ya que lo torturó deformándolo.

—Avieno estaba interesado en asuntos económicos. El enfoque en mi república ideal es a través de la moralidad.

Solté una breve carcajada.

—Las finanzas y la moralidad no tienen una relación tan estrecha; ¿no estás de acuerdo, Lucrio?

Lucrio había estado ausente en un sueño mientras nosotros acariciábamos pensamientos intelectuales. Pero se las arregló para esbozar una sonrisa forzada. Había algunas profesiones que condenaban a los que las practicaban a un sinfín de bromas desagradables, o sea que él debía de estar acostumbrado a ellas. Con esto no quería decir que las burlas maliciosas sobre banqueros tuvieran algo de cierto.

Turio pensó que se había librado. Yo volví otra vez:

—¿Cuál era el área de investigación de Avieno, Turio? ¿«Transacciones fiduciarias» significa algo?

Se encogió de hombros y fingió desinterés.

Volví la mirada hacia Petro. El interpretó con prontitud:

—«Fiduciario», el depósito de la confianza; «transacción», a mí me suena a dinero.

—¡Depósitos bancarios! —Volví rápido la cabeza para mirar a Lucrio—. ¿Investigó Avieno el Banco Aurelio?

Lucrio se puso un poco más erguido en su asiento.

—No, que yo sepa.

—Tú eras el agente. La persona a quien era lógico dirigirse.

—Lo siento; no puedo ayudarte, legado —admitió; la discreción era parte de la mística de su negocio, así que yo no esperaba menos.

—El banco no nos va a ayudar —dije con un suspiro, y me volví otra vez hacia Turio—. Así que déjame probar mi teoría contigo… Supongamos que Avieno empezó a escribir una historia económica de alguna clase. Recopiló material para ilustrar algunos aspectos de la estructura social romana, quizá cómo las finanzas privadas habían afectado los movimientos de clases, o alguna idea por el estilo. A nosotros, al gran público, nos suena descabellado, pero ya sabes cómo son los historiadores… Quizá se fijaba en las diferentes maneras en que individuos particulares pueden ascender en su posición social si mejoran su situación financiera. O le interesaban las inversiones comerciales… De todas formas, en un momento dado, es probable que fuera hace unos años, debió de haber rozado demasiado cerca al Caballo Dorado.

Other books

Maybe I Will by Laurie Gray
La huella de un beso by Daniel Glattauer
Love in the Balance by Regina Jennings
The Verruca Bazooka by Jonny Moon
The Two Koreas: A Contemporary History by Oberdorfer, Don, Carlin, Robert
A Tale of Two Castles by Gail Carson Levine
Alpine for You by Maddy Hunter
Franklin Says I Love You by Brenda Clark, Brenda Clark