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Authors: Guillermo del Toro,Chuck Hogan

Oscura (14 page)

BOOK: Oscura
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Hacedlo. Yo lo hice.

¿Ya lo habéis hecho? Bien.

Ahora ya sabéis que ese Sacculina es un género de percebes parasitarios que atacan a los cangrejos.

Y a quién le importa, ¿verdad? ¿Por qué os hago perder el tiempo?

Lo que hace la Sacculina hembra después de mudar su larva es introducirse en el cuerpo del cangrejo a través de una articulación muy frágil que tiene en su caparazón. Una vez allí, empieza a producir unos apéndices que se propagan como raíces por todo el cuerpo del cangrejo, incluso en torno a sus pedúnculos.

Y cuando el cuerpo del cangrejo es colonizado, la hembra emerge en forma de saco. El macho se une a ella, y ¡adivinad
qué! Es tiempo de aparearse. Los huevos se incuban y maduran en el interior del cangrejo anfitrión, el cual es obligado a emplear todas sus energías al cuidado de esta familia de parásitos que lo dominan.

El cangrejo es un anfitrión. Un zángano. Poseído completamente por esta especie diferente a la suya, y no obstante obligado a cuidar los huevos del invasor como si fueran suyos.

A quién le importan unos percebes huéspedes y unos cangrejos anfitriones, ¿no es cierto?

Mi opinión es que en la naturaleza abundan los ejemplos de este tipo. Criaturas que invaden los cuerpos de especies totalmente diferentes a las suyas, alterando su función principal.

Está comprobado. Es un hecho evidente.

Y, pese a todo, nosotros creemos que estamos por encima. Somos seres humanos, ¿no?

Estamos en la cúspide de la cadena alimenticia. Comemos, no somos comidos. Cazamos, no somos cazados.

Se dice que Copérnico (no puedo ser el único en creer que fue Galileo) afirmó que la Tierra no era el centro del universo.

Y Darwin sostuvo que los seres humanos no eran el centro del mundo vivo. Entonces, ¿por qué seguimos insistiendo en creer que somos superiores a los animales?

Mirémonos. Somos básicamente una colección de células coordinadas por señales químicas.

¿Qué pasaría si algún organismo asumiera el control de estas señales, si comenzara a invadirnos uno por uno? ¿Si empezara a reescribir nuestra naturaleza, convirtiéndonos en medios para sus propios fines?

¿Os parece imposible?

¿Por qué? ¿Acaso creéis que la raza humana es «demasiado grande para fracasar»?

Allá vosotros. Deberíais dejar de leer mis palabras en este preciso instante. Dejad de navegar por Internet en busca de respuestas. Salid, conseguid un poco de dinero y alzaos en contra de estas criaturas antes de que sea demasiado tarde.

 

 

Instalación de Soluciones Selva Negra

 

G
ABRIEL
B
OLÍVAR
, uno de los cuatro «supervivientes» originales del vuelo 753 de Regis Air, se encontraba en un lugar con paredes de tierra situado en la planta debajo de las tuberías de drenaje del Matadero 3, dos pisos más abajo de la Instalación de Soluciones Selva Negra, donde funcionaba la empacadora de carne.

El gigantesco ataúd del Amo descansaba sobre un soporte de roca y tierra, en la oscuridad absoluta de la cámara subterránea, y sin embargo, el calor que emanaba era tan fuerte y peculiar que el féretro parecía brillar ante los ojos de Bolívar como si estuviera iluminado desde el interior. Lo suficiente para que Gabriel pudiera percibir los detalles de los bordes tallados de las dos puertas con bisagras dobles. Tal era la intensidad de la temperatura corporal del Amo, irradiando su gloria.

Bolívar estaba ya en la segunda fase de la transformación vampírica. El dolor de la mutación había desaparecido casi por completo, atenuado en gran parte por su dieta de sangre, que nutría su cuerpo de la misma forma que
las proteínas y el agua contribuyen a la creación de músculos en los seres humanos.

Su nuevo sistema circulatorio ya se había desarrollado, y sus arterias alimentaban las cavidades de su caja torácica. Su sistema digestivo se había simplificado; ahora los desechos —mínimos— salían de su cuerpo por un solo orificio. Su piel estaba desprovista de vello y era tan tersa como el cristal. Sus dedos medios eran gruesos como garras, y al abrirse enseñaban una uña dura como la roca; las demás habían desaparecido, pues eran tan innecesarias en su estado actual como el cabello o los genitales.

Sus ojos eran ahora básicamente pupilas, y el anillo rojo del iris había eclipsado la esclerótica
del globo ocular humano. Percibía el calor en una escala de grises, y su función auditiva —un órgano interior muy diferente del cartílago inútil que tenía a ambos lados del cráneo— se había agudizado mucho: podía oír incluso a los insectos trepar por las paredes de tierra.

Ahora confiaba más en los instintos animales que en sus limitados sentidos humanos.

Todavía era consciente del ciclo solar, a pesar de estar a varios metros debajo de la superficie terrestre. Sabía que allá arriba ya comenzaba a anochecer. Su temperatura corporal era de unos 323º Kelvin —50º C o 120º F—. Sentía claustrofobia en la superficie, y en cambio, una gran empatía con la oscuridad y la humedad, así como una afinidad por los espacios estrechos y cerrados. Sólo se sentía cómodo y seguro bajo tierra, abrigándose durante el día con la tierra fría como lo haría un ser humano con una manta tibia.

Además, experimentaba un nivel de comunión con el Amo mucho más fuerte que el vínculo psíquico normal del que gozaban los demás hijos del Amo. Bolívar sentía que estaba siendo preparado para un propósito más grande dentro del grupo en expansión. Por ejemplo, sólo él conocía la ubicación exacta de la guarida del Amo. Sabía que su conciencia era más amplia que la de los demás. Esto lo entendía sin tener que elaborar una respuesta emocional ni una opinión independiente al respecto.

Simplemente era así.

Era uno de los llamados a estar junto al Amo en el
momento del levantamiento final.

Las puertas del armario superior se abrían hacia fuera. Primero aparecían las manos inmensas, con los dedos agarrando uno a uno los laterales
del ataúd, con la misma coordinación sinuosa de las patas de una araña. El Amo se erguía recto hasta la cintura, y los terrones caían de su espalda gigantesca al lecho de tierra.

Sus ojos estaban abiertos. El Amo ya estaba al tanto de los acontecimientos, allende los confines de ese hueco oscuro y subterráneo.

El Amo se había oscurecido física y mentalmente tras la exposición solar, y durante su enfrentamiento con el grupo conformado por Setrakian —el cazador de vampiros—, el médico Goodweather y el exterminador Fet. Su carne, otrora diáfana y cristalina, lucía ahora gruesa y cuarteada. Su piel agrietada se le desprendía al moverse. Recogía los pedazos de su cuerpo como si estuviera mudando plumas negras. Había perdido más de un cuarenta por ciento de su masa muscular, lo cual le daba la apariencia de un espectro horrible saliendo de un molde de yeso negro y resquebrajado. Su carne ya no se regeneraba; la epidermis dejaba al descubierto otra piel, más cruda, profunda
y vascular: la dermis, y en algunos puntos debajo de la subcutánea
exteriorizaba la fascia superficial. Su color variaba del rojo sanguinolento a un amarillo seboso, como si fuera una pasta de flan y remolacha brillante. Los gusanos capilares del Amo sobresalían sobre todo lo demás, especialmente en su cara, suspendidos debajo de la superficie de su dermis expuesta, deslizándose y arrastrándose a través del gigantesco cuerpo.

El Amo sintió la proximidad de su esbirro. Levantó sus enormes piernas agrietadas sobre las paredes laterales del antiguo armario, asentándolas en la tierra apisonada. A medida que avanzaba, los terrones adheridos a su cuerpo se confundían con los pedazos de carne que caían al suelo. Normalmente, un vampiro de piel tersa se levanta tan limpio de la tierra como un humano al salir de una bañera de
agua.

El Amo retiró unos pedazos grandes de carne de su torso. Percibió que no podría moverse con agilidad sin que se le cayera una parte de su exterior miserable: ese cuerpo no le duraría. Bolívar, que esperaba solícito cerca de la guarida interior que hacía las veces de puerta de salida, era una opción disponible y un candidato aceptable a corto plazo para ese gran honor. No tenía seres queridos a quienes aferrarse, lo cual era un prerrequisito para ser un anfitrión. Pero Bolívar apenas había comenzado la segunda fase de transformación. Todavía no había evolucionado completamente. Podía esperar. Lo haría. Mientras tanto, el Amo tenía mucho que hacer. Avanzó, agachándose y retorciendo sus garras para salir de la cámara, gateando con rapidez por los túneles bajos y serpenteantes, seguido por Bolívar. Entró en
una cámara más grande, cerca de la superficie; el suelo era un lecho blando de tierra húmeda, como la de un jardín chino. El techo era suficientemente alto, incluso para que el Amo se mantuviera erguido.

A medida que el sol se ocultaba fuera, la oscuridad daba inicio a su imperio nocturno, y el suelo comenzó a agitarse alrededor del Amo. Lentamente fueron apareciendo algunas extremidades, una pequeña mano aquí, una pierna delgada allá, como brotes de vegetación germinando del suelo. Cabezas jóvenes, todavía cubiertas de pelo, emergían con lentitud. Algunos de ellos tenían el rostro inexpresivo, y otros se crispaban por el dolor de la resurrección nocturna.

Eran los niños invidentes del autobús, hambrientos como larvas recién nacidas. Doblemente maldecidos por el sol, cegados inicialmente por el eclipse y ahora desterrados de la luz por el espectro mortal de sus rayos ultravioleta. Iban a convertirse en «exploradores», en la milicia expandida del Amo: seres bendecidos con una percepción más desarrollada que la del resto del clan. Su agudeza especial los hacía indispensables como cazadores, y asesinos.

Mira esto
.

Ésa fue la orden que el Amo le dio a Bolívar, llevando a la mente del ex cantante la imagen de Kelly Goodweather enfrentándose al viejo profesor en una azotea del Harlem Latino, unos días atrás.

La impronta de calor del anciano irradiaba un brillo gris y fresco, mientras que la espada en su mano resplandecía con tanta intensidad que los párpados nictitantes de Bolívar se cerraron en un estrabismo defensivo.

Kelly había huido por los tejados, y Bolívar compartió su campo visual desde que saltó para escapar hasta que comenzó a descender por el lateral de un edificio.

Entonces, el Amo dotó a Bolívar de una percepción equivalente a la de un animal, y la antigua estrella del rock pudo ver la ubicación exacta del edificio en el intrincado atlas de tránsito subterráneo del clan.

El anciano. Es tuyo.

 

 

Curva interior, estación South Ferry IRT

 

F
ET LLEGÓ AL CAMPAMENTO
de vagabundos antes de que oscureciera. Traía los explosivos con el reloj analógico
y su pistola de clavos en una bolsa de lona. Se internó por la estación Bowling Green, abriéndose paso a lo largo de las vías hacia el campamento de South Ferry.

Una vez allí, tuvo dificultades para encontrar a Cray-Z. Sólo quedaban unos cuantos vestigios: fragmentos de madera de algunos de sus palés y la cara sonriente del alcalde Koch. Sin embargo, vio una pista en todo aquello. Se dio la
vuelta y avanzó hacia el túnel central de los conductos.

Oyó una conmoción en el túnel. Fuertes golpes metálicos, así como un rumor de voces lejanas.

Sacó su pistola de clavos y se dirigió hacia la curva.

Encontró a Cray-Z sacudiendo
sus trenzas desiguales
mientras plegaba un sofá raído, con su ropa interior sucia y su piel morena brillando por el efecto de las filtraciones del túnel y el sudor. Al lado de su casucha, un montón de escombros procedentes de los desechos de la colonia de vagabundos obstaculizaba las vías.
El montículo de basura tenía un metro y medio
de altura, y él había arrojado allí pedazos sobrantes de las vías del tren.

—¡Oye, hermano! —le dijo Fet—. ¿Qué demonios haces?

Cray-Z se dio la vuelta, de pie sobre su montón de chatarra como un artista al borde de la locura. Tenía un tubo de acero en la mano.

—¡Ha llegado la hora! —gritó, como si estuviera en la cima de una montaña—. ¡Alguien tenía que hacer algo!

Fet tardó un momento en reconocer su voz.

—¡Vas a hacer descarrilar el maldito tren!

—¡Ya sé que vienes a ejecutar tu maldito plan! —afirmó Cray-Z.

Algunos de los «topos humanos» se acercaron para asistir al espectáculo de Cray-Z.

—¿Qué has hecho? —le preguntó uno. Le llamaban
Carl el Cavernoso. Había trabajado en las vías del metro y después de jubilarse descubrió que no era capaz de abandonar los túneles, así que regresó a ellos como un marinero que vuelve a los mares. Carl llevaba una lámpara en la cabeza, y el rayo temblaba debido al movimiento de ésta.

Cray-Z, molesto por el haz de luz, dejó escapar un grito de combate desde la cima de su barricada.

—¡Soy un loco de Dios, y no dejaré que me lleven tan pronto!

Carl el Cavernoso se encaminó hacia allí en compañía de otros hombres, para derribar el montículo.

—Si uno de los trenes llega a chocar, ¡nos sacarán de aquí para siempre!

Cray-Z bajó del montículo de un salto, y aterrizó al lado de Fet, que extendió los brazos en un intento de calmar la situación; deseó que esas personas estuvieran en sintonía con él.

—Esperad,
por favor...

Cray-Z no estaba de humor para hablar. Le lanzó un golpe con el tubo de acero, y el exterminador lo amortiguó con el antebrazo izquierdo. El tubo le fracturó el hueso. Fet aulló de dolor y le propinó un golpe en la sien a Cray-Z con la culata
de la pistola de clavos. El loco se tambaleó, pero volvió al ataque. Fet lo golpeó en las costillas y luego le dio una patada tan fuerte en la pantorrilla derecha que le dislocó el fémur a la altura de la rótula, derribándolo finalmente.

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