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Authors: Guillermo del Toro,Chuck Hogan

Oscura (17 page)

BOOK: Oscura
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Veintisiete horas después, su médico le ofreció la opción de una cesárea, pero Kelly se negó. Después de haber cedido en todo lo demás, ella se inclinaba por un parto natural. La ecografía mostró que el feto estaba en perfectas condiciones: el cuello uterino se había dilatado ocho centímetros, y Kelly se dedicó a empujar a su bebé para traerlo al mundo.

No obstante, cinco horas más tarde, y a pesar del vigoroso masaje de vientre que recibió de una enfermera veterana, el bebé seguía obstinadamente en posición lateral, y el cuello del útero
de Kelly ya no se dilató más. Una vez más sintió el dolor de las contracciones, a pesar del efecto positivo de la anestesia. El médico acercó un taburete a su cama y volvió a recomendarle la cesárea. Esta vez, Kelly aceptó. Eph se puso la bata y acompañó a su mujer al reluciente e impecable quirófano tras cruzar las puertas dobles situadas en el extremo del pasillo. El monitor cardiaco fetal lo tranquilizó con su tictac continuo, similar a un metrónomo. La enfermera frotó el vientre hinchado de Kelly con un antiséptico amarillo-marrón, y el ginecólogo
le hizo un corte en el abdomen, de izquierda a derecha, con un trazo firme y prolongado: la fascia se separó, seguida por los tendones de los músculos abdominales, y finalmente la membrana delgada del peritoneo, descubriendo la pared gruesa y redonda del útero. El cirujano le hizo una incisión final con las tijeras para vendajes a fin de minimizar el riesgo de dañar
al feto.

Las manos enfundadas en guantes de látex se hundieron para recibir a un nuevo ser humano que llegaba al mundo, pero Zack no había nacido aún. Estaba «en la membrana» —como se dice popularmente—, es decir, que todavía estaba en la placenta, fuliginosa e inflada como una burbuja, cuya membrana opaca envolvía al feto como un huevo de nailon. Zack permaneció inmóvil, recibiendo el alimento y el oxígeno a través del cordón umbilical que aún lo unía a Kelly. El tocólogo y las enfermeras se esforzaron para conservar el aplomo, pero Kelly y Eph notaron su preocupación frente a la evolución del proceso de parto.

Eph supo después que los bebés mesentéricos representan menos del uno por ciento de los nacimientos, y menos del 0,1 si el bebé no es prematuro.

El fenómeno se prolongó, con el bebé nonato todavía unido a su madre extenuada, parido pero aún sin nacer. Luego, la membrana se rompió espontáneamente, y la cabeza de Zack asomó revelando su rostro resplandeciente. Otro lapso de tiempo suspendido... y finalmente se oyó el llanto del bebé, y fue colocado sobre el pecho de Kelly, aún empapado por el líquido amniótico.

En el quirófano se vivió una mezcla de tensión y alegría indescriptible. Kelly miró los pies y las manos del recién nacido para cerciorarse de que tuviera todos los dedos. Lo examinó a fondo en busca de signos de deformidad, pero sólo encontró motivos de alegría.

El bebé pesó tres kilos y medio, y era tan calvo y pálido como una bola de harina. Sacó ocho puntos en el Test de Apgar después de dos minutos, y cinco al cabo de nueve.

Era un bebé saludable.

Pero Kelly experimentó una gran desilusión después del parto. Nada que fuera tan extenuante e intenso como una depresión, pero sí un estado sombrío. El parto fue tan difícil que prácticamente no le salía leche, lo que, sumado a la frustración de sus planes, la hizo sentirse como una fracasada. En algún momento, Kelly le insinuó a Eph que sentía haberlo decepcionado, dejándolo estupefacto. Dijo que se sentía corrompida en su interior. Todo en la vida les había llegado con tanta facilidad a los dos, antes de eso...

Cuando se sintió mejor, abrazó el regalo del cielo que era su hijo recién nacido, y no quiso soltarlo. Se obsesionó
con el
parto mesentérico y comenzó a investigar su significado. Algunas fuentes distinguían esta particularidad como un presagio de buena suerte, augurándole incluso grandeza. Otras señalaban que los portadores de la membrana, como se les conocía, eran clarividentes, nunca se ahogaban y, según referían esas mismas leyendas, habían sido marcados por los ángeles con almas protectoras. Buscó el sentido de este fenómeno en la literatura, y encontró a varios personajes ficticios nacidos «con manto», como David Copperfield y el niño de la película
El resplandor
. Y personajes históricos como Sigmund Freud, Lord Byron y Napoleón Bonaparte. Con el tiempo, descartó todas las asociaciones negativas (de hecho, en algunos países europeos se decía que un niño nacido con manto podría estar maldito) para compensar cualquier sentimiento de ineptitud con la firme determinación de que su hijo, esta creación suya, era excepcional.

Fueron estos impulsos los que terminaron por deteriorar su relación con Eph, conduciendo a un divorcio que él no quiso nunca, y a la batalla posterior por la custodia: enfrentamiento legal que se transformó desde el comienzo en una guerra despiadada. Kelly había decidido que si no podía ser perfecta para un hombre tan exigente, entonces ella no sería nada para él. Por tal motivo, el alcoholismo de Eph y su paulatino desmoronamiento personal era algo que la emocionaba en su fuero interno, al mismo tiempo que la aterrorizaba. El deseo de Kelly se había hecho realidad: demostró que ni siquiera el mismísimo Ephraim Goodweather podía estar a la altura de sus propios parámetros.

Eph sonrió burlonamente para sus adentros al verse en el espejo con la cara afeitada a medias. Agarró su botella de
schnapps
de albaricoque, brindó por su perfección de mierda, y bebió dos tragos dulces y fuertes.

—No necesitas hacer eso.

Nora había entrado, cerrando la puerta del baño tras ella. Estaba descalza; llevaba vaqueros
limpios y una camiseta suelta y fresca; tenía el pelo —muy negro— recogido a la altura del cuello.

Eph le habló a la imagen reflejada en el espejo.

—Hemos pasado de moda, Nora. Nuestra época ha quedado atrás. El siglo
XX
fue de los virus. ¿Y el
XXI
? De los vampiros. —Bebió otro trago, como demostrando que no veía nada de malo en ello, y que ningún argumento racional podía disuadirlo—. No entiendo por qué no bebes. Para esto se hizo la bebida, precisamente. La única manera de asimilar esta nueva realidad es enfrentándola con algo placentero. —Bebió otro trago y le echó un vistazo a la etiqueta—. Si sólo tuviera algo placentero...

—No me agrada tu afición.

—Soy lo que los expertos denominan un «alcohólico altamente funcional». Pero si lo prefieres, puedo seguir ocultándolo.

Ella se cruzó de brazos, recostándose contra la pared, con la certeza de que no estaba logrando su objetivo.

—Es sólo cuestión de tiempo, lo sabes; antes de que la Kelly ávida de sangre regrese a por Zack. Y esto significa el Amo a través de ella. Conduciéndolo directamente a Setrakian.

Si la botella hubiera estado vacía, Eph la habría roto
contra la pared.

—Es una locura de mierda, pero es real. Nunca había tenido una pesadilla que pudiera compararse con esto.

—Me parece que necesitas llevarte a Zack lejos de aquí.

Eph asintió con la cabeza, sujetando el borde del lavabo con las dos manos.

—Lo sé. Lentamente voy acercándome a esa decisión.

—Y creo que tendrás que irte con él.

Eph lo pensó un momento, realmente lo hizo, antes de darse la vuelta para mirarla a la cara.

—¿Así es como el teniente le informa al capitán de que no es apto para el servicio?

—Es como cuando alguien se preocupa lo suficiente por ti y teme que puedas hacerte daño. Reconócelo, Eph. Es lo mejor para él y lo mejor para ti —replicó Nora.

Eso lo desarmó.

—No puedo dejarte aquí en mi lugar, Nora. Los dos sabemos que la ciudad se está desmoronando. Nueva York se viene abajo. Y prefiero que caiga sobre mí que sobre ti.

—Pareces un borracho desvariando en un bar.

—Tienes razón en una cosa: no puedo comprometerme de lleno en esta lucha si Zack se queda aquí. Él tiene que marcharse. Necesito saber que está a salvo, lejos de esto. Hay un lugar en Vermont...

—Olvídalo, no me iré de aquí.

Eph suspiró.

—Sólo escúchame.

—No me iré, Eph. Crees que estás haciendo algo caballeroso conmigo, cuando en realidad me estás insultando. Esta ciudad es más mía que tuya. Zack es un gran muchacho, es cierto, pero yo no estoy aquí para hacer un trabajo de niñera ni para organizarte la ropa. Soy médica y científica como tú.

—Lo sé, Nora, créeme. También lo decía por tu madre...

Eso la detuvo en seco. Abrió los labios dispuesta a replicar, pero las palabras de Eph le robaron el aliento de la boca.

—Sé que ella no está bien —añadió—. Se encuentra en la fase inicial de la demencia, y sé que esto es algo que ocupa la mayor parte de tus pensamientos, al igual que Zack lo hace con los míos. Es tu oportunidad de sacarla también de aquí. Estoy tratando de decirte que la familia de Kelly tiene un sitio en las montañas de Vermont.

—Puedo ser más útil si me quedo aquí.

—¿Puedes? Quiero decir, ¿puedo yo? No estoy muy seguro. ¿Qué es lo más importante ahora? Yo diría que sobrevivir. Creo, sin duda alguna, que es lo mejor que podemos hacer. Al menos así, uno de nosotros estará a salvo. Y tengo perfectamente claro qué es lo que no quieres. Y sé que sería pedirte demasiado. Tienes razón. Si ésta fuera una pandemia vírica, tú y yo seríamos las personas más necesarias en esta ciudad. Quisiéramos estar al frente de esto por las razones correctas. Pero actualmente, esta cepa ha rebasado totalmente nuestra experiencia y conocimientos. El mundo ya no nos necesita, Nora. No necesita médicos ni científicos. Necesita exorcistas. Necesita a Abraham Setrakian. —Eph se aproximó a ella—. Sé lo suficiente para tener la certeza
de que estamos frente a algo muy peligroso. Y por lo tanto, yo también debo serlo.

Eso la sacó de su ensimismamiento.

—¿Qué se supone que significa eso exactamente?

—Que soy prescindible. O, al menos, tanto como cualquier otro hombre. A no ser que ese hombre sea un prestamista de edad avanzada y con problemas cardiacos. ¡Diablos! Fet está contribuyendo mucho más a esta guerra que yo. Es más valioso para el viejo que yo.

—No me gusta la forma en que estás hablando.

Eph esperaba con impaciencia que ella aceptara la realidad tal como él la entendía. Hacer que ella comprendiera.

—Quiero luchar. Darlo todo de mí. Pero no puedo hacerlo si Kelly persigue a las personas más importantes para mí. Necesito saber que mis seres queridos están a salvo. Y eso os incluye a Zack y a ti.

Él le tomó la mano. Sus dedos se entrelazaron. La sensación fue intensa, y a Eph se le ocurrió algo: ¿cuántos días habían pasado desde que había tenido un simple contacto físico con otra persona?

—¿Qué es lo que piensas hacer? —preguntó Nora.

Entrelazó los dedos con más firmeza en los de ella, palpando su entrelazamiento mientras ratificaba el plan que estaba concibiendo en su mente. Era peligroso y desesperado, pero eficaz. Y tal vez podría cambiarlo todo.

—Simplemente ser útil —respondió Eph.

Se dio la
vuelta para buscar la botella en el borde del lavabo, pero Nora lo sujetó del brazo y lo atrajo hacia ella.

—Déjala ahí —le dijo—, por favor. —Sus ojos castaños irradiaban una hermosa tristeza—. No necesitas eso.

—Pero lo quiero. Y
eso
me quiere a mí.

Eph quiso girarse, pero ella lo sujetó con fuerza.

—¿Kelly no pudo lograr que dejaras de beber?

Eph pensó en ello.

—¿Sabes qué? No estoy seguro de que lo haya intentado realmente.

Nora alzó la mano y tocó su mejilla hirsuta, sin afeitar, y luego la otra, acariciándolo suavemente con el dorso de sus dedos. El contacto los derritió a ambos.

—Yo podría hacer que dejaras de beber —le dijo ella, muy cerca del oído.

Le besó la mejilla áspera. Entonces él rozó sus labios y sintió que su esperanza y su pasión se encendían, y fue como si se hubieran abrazado por primera vez. Todos los pormenores de los dos encuentros sexuales que habían tenido acudieron de nuevo a él de un modo vehemente y expectante; un contacto humano que reclamaba terriblemente reciprocidad. Aquello que había faltado anteriormente era lo que ahora se anhelaba con más fuerza.

Agotados, poseídos e hipnotizados, y sin estar preparados en absoluto, se fundieron en un solo ser mientras Eph sostenía a Nora contra la pared de azulejos, y sus manos acariciaban los muslos de ella. Ante el terror y la deshumanización, la pasión humana era en sí misma un acto de desafío.

I
NTERLUDIO
II

Occido lumen:
la historia del libro

 

 

 

E
l agente, de piel oscura y abrigado con una chaqueta de terciopelo negro estilo Nehru, giró el anillo de ópalo azul en la base de su dedo meñique mientras caminaba a un lado del canal.

—Nunca he conocido a Mynheer Blaak, fíjese. Él lo prefiere así.

Setrakian caminaba al lado del intermediario. Viajaba con un pasaporte belga, bajo el nombre de Roald Pirk, y decía que su ocupación era «vendedor de libros antiguos». El documento era una falsificación perfecta. Corría el año de 1972. Setrakian tenía cuarenta y seis años de edad.

—Aunque puedo asegurarle que es muy rico —prosiguió el agente—. ¿Le gusta mucho el dinero, monsieur Pirk?

—Así es.

—Entonces simpatizará con
Mynheer Blaak. Le pagará generosamente
este volumen. Estoy autorizado para decir que él coincidirá con su precio, al que yo no vacilaría en calificar de agresivo. ¿Esto lo hace feliz?

—Sí.

—Tal como debe ser. Usted realmente tiene suerte al haber adquirido ese incunable. Estoy seguro de que no desconoce su procedencia. ¿Es usted un hombre supersticioso?

—Lo soy. Por mi oficio.

—Ah. ¿Y es por eso que ha decidido desprenderse de él? Me atrevería a decir que este volumen es el equivalente del objeto mágico de
El diablo de la botella.
¿Está usted familiarizado con la historia?

—Stevenson, ¿no es cierto?

—Desde luego. Oh, espero que no esté pensando que estoy midiendo sus conocimientos de literatura con el fin de acreditar su buena fe. Cito a Stevenson sólo porque negocié hace poco la venta de una edición extraordinariamente rara de
El señor de Ballantrae
. Pero en
El diablo de la botella
, como seguramente usted recordará, la botella maldita debe venderse cada vez por un precio menor al que se compró. No sucede lo mismo con este volumen. No, no; todo lo contrario.

Los ojos del agente resplandecieron con interés frente a uno de los escaparates iluminados por los
que paseaban. A diferencia de la mayoría de los
que había a lo largo de De Wallen, el distrito rojo de Ámsterdam, la ocupante de ese escaparate
en particular era una mujer núbil, y no una prostituta profesional.

El intermediario
se acicaló el bigote y miró de nuevo hacia la calle adoquinada.

—En cualquier caso —continuó—, el libro ha dejado un legado enigmático. Yo no lo tendría en mis manos. Mynheer Blaak es un coleccionista ávido, un experto de primera línea. Sus gustos van de lo más selecto a lo más oscuro, y sus cheques siempre tienen respaldo sólido. Pero considero justo advertirle que en este caso en particular se han presentado algunos intentos de fraude.

—Comprendo.

—Naturalmente, no puedo aceptar ninguna responsabilidad por la suerte que corrieron esos vendedores deshonestos. Aunque debo decir que el interés de Mynheer Blaak por el volumen es muy notorio, pues ha pagado la mitad de mi comisión en cada una de las transacciones fallidas. A fin de poder continuar con mi búsqueda y mantener a raya a los potenciales candidatos, ya me comprende usted.

El agente sacó un par de guantes blancos de algodón fino y enfundó sus manos impecables en ellos.

—Usted sabrá disculparme —dijo Setrakian—, pero no he venido a Ámsterdam a recorrer sus hermosos canales. Como le dije, soy un hombre supersticioso, y me gustaría deshacerme, a la mayor brevedad posible, de la carga que supone un ejemplar tan valioso. Para serle franco, me preocupan más los ladrones que las maldiciones.

—Ya veo, sí. Es usted un hombre pragmático.

—¿Dónde y cuándo estará disponible Mynheer Blaak para realizar la transacción?

—Entonces, ¿tiene usted el libro?

—Está aquí —respondió Setrakian, asintiendo con la cabeza.

El agente señaló al grueso maletín de cuero negro y hebillas dobles que portaba Setrakian.

—¿Lo trae consigo?

—No, sería demasiado arriesgado. —Setrakian agarró el maletín con la otra mano, dando a entender que no lo llevaba allí—. Pero está aquí, en Ámsterdam. Muy cerca.

—Entonces, por favor, disculpe mi atrevimiento, pero si usted realmente está en posesión del
Lumen,
supongo que estará familiarizado con su contenido. Es su
raison d’être
, ¿verdad?

Setrakian se detuvo. Advirtió que se habían ido alejando de las calles más concurridas y que ahora entraban en un callejón desierto y angosto. El agente cruzó los brazos como si estuviera sosteniendo una conversación informal.

—Sí —contestó Setrakian—. Pero sería una tontería por
mi parte divulgar su contenido.

—Así es —comentó el intermediario—. Y no esperamos que lo haga, pero ¿podría resumirme sus impresiones? Unas pocas palabras, si así lo prefiere.

Setrakian percibió un destello metálico a la espalda del agente; ¿o fue acaso una de las manos enguantadas del hombre? De todos modos, no sintió miedo. Se había preparado para eso.

—Mal’akh Elohim. Los mensajeros de Dios: ángeles y arcángeles. Ángeles caídos en este caso, y su linaje corrupto sobre la Tierra.

Los ojos del agente se avivaron brevemente.

—Maravilloso. Bueno, Mynheer Blaak está muy interesado en conocerlo, y muy pronto se pondrá en contacto con usted.

El agente le ofreció a Setrakian su mano enguantada de blanco. Setrakian la estrechó con sus guantes negros; el intermediario
debió de notar sus dedos retorcidos, pero no evidenció ninguna reacción distinta a su rigidez flemática.

—¿Quiere que le dé la dirección de mi local? —le preguntó Setrakian.

El intermediario agitó su mano enguantada con brusquedad.

—No debo saber nada, monsieur. Le deseo muchos éxitos.

Comenzó a alejarse por la misma dirección por la que habían venido.

—Pero ¿cómo se pondrá en contacto conmigo? —preguntó Setrakian, dándole alcance.

—Sólo sé que lo hará —respondió el agente por encima del hombro de su chaqueta forrada en terciopelo—. Muy buenas noches para usted, monsieur Pirk.

Setrakian observó a aquel hombre tan compuesto dirigirse al escaparate
por el
que habían pasado antes y tocar en él con discreción. Abraham se subió el cuello de su abrigo y caminó hacia el oeste, lejos del agua entintada de los canales, hacia la Dam Platz.

Ámsterdam, la ciudad de los mil canales, era una residencia inusual para el
strigoi
, a quien su naturaleza le impedía cruzar aguas en movimiento. Y ahora, tantos años dedicados a la búsqueda del doctor Werner Dreverhaven, el médico nazi del campamento de Treblinka, habían conducido a Setrakian a una red de libreros anticuarios y clandestinos. Lo cual lo había encaminado a su vez al objeto de la obsesión de Dreverhaven, una traducción latina extraordinariamente rara de un oscuro texto mesopotámico.

De Wallen era más conocido por su abigarrada mezcla de drogas, bares, clubes de sexo, burdeles y chicos de ambos sexos exhibiéndose en las ventanas. Pero los estrechos callejones y canales de este sector de la ciudad portuaria también eran el hogar de un pequeño pero muy influyente grupo de comerciantes de libros antiguos que negociaban manuscritos en los cinco continentes.

Setrakian se había enterado de que Dreverhaven —bajo la apariencia de un bibliófilo llamado Jan-Piet Blaak— había huido a los Países Bajos en los años posteriores a la guerra, escondiéndose en Bélgica hasta comienzos de la década de 1950, cuando pasó a Holanda para establecerse en Ámsterdam en 1955. Dreverhaven podía moverse libremente durante la noche y por los senderos proscritos por los canales, y ocultarse
sin ser detectado durante el día en De Wallen. No obstante, los canales lo disuadían de permanecer mucho tiempo allí, pero al parecer, el atractivo ofrecido por el oficio de los bibliófilos —y por el
Occido lumen
en particular— era demasiado seductor. Había establecido una guarida allí, e hizo de la ciudad su hogar permanente.

El centro de la ciudad se extendía desde Dam Platz como una isla parcialmente rodeada —aunque no dividida— por los canales. Setrakian deambuló por edificios con tejados a dos aguas que tenían trescientos años, con el olor del hachís saliendo por las ventanas acompañado de acordes de música folk americana. Una mujer joven pasó apresurada rumbo a sus labores nocturnas; cojeaba, pues uno de sus zapatos tenía el tacón roto, sus piernas con liguero y medias de red asomaban bajo el dobladillo de un abrigo de visón falso.

Setrakian vio dos palomas en los adoquines y no parecieron inmutarse ante su cercanía. Se detuvo para ver qué había captado el interés de las aves.

Las palomas estaban examinando una rata de alcantarilla.

—¿Es usted el portador del
Lumen?

Setrakian se quedó paralizado. La presencia era muy próxima. De hecho, parecía estar justo detrás de él. Pero la voz provenía del interior de su cabeza. Setrakian se dio media vuelta, asustado.

—¿Mynheer Blaak?

Se había equivocado. No había nadie detrás de él.

—Monsieur Pirk, supongo.

Setrakian miró a su derecha. En la entrada de un oscuro callejón había una figura corpulenta, vestida con un abrigo largo y un sombrero alto, apoyada en un bastón delgado con punta metálica.

Setrakian tragó toda su adrenalina, su expectación, su miedo.

—¿Cómo ha podido encontrarme, señor?

—El libro. Eso es lo único que importa. ¿Está en su poder, Pirk?

—Yo... lo tengo cerca.

—¿Dónde está su hotel?

—Tengo un apartamento cerca de la estación. Me encantaría que realizáramos nuestra transacción allí, si usted lo desea, claro.

—Me temo que no puedo ir tan lejos; mi gota es muy delicada y me lo impide.

Setrakian se dio la vuelta para ver de lleno al ser sumergido en la sombra. Había unas cuantas personas en la plaza, así que se atrevió a dar un paso hacia Dreverhaven, tal como lo haría un transeúnte desprevenido. No percibió el habitual almizcle terroso del
strigoi
, aunque el humo del hachís imponía su fragancia en la noche.

—¿Qué sugiere, entonces? Me gustaría mucho poder finiquitar la venta esta tarde. Pero tendría usted que regresar primero a su apartamento.

—Sí. Supongo que sí.

El personaje dio un paso adelante, golpeando un adoquín con la punta metálica de su bastón. Las palomas agitaron sus alas y emprendieron el vuelo a espaldas de Setrakian.

—Me pregunto por qué un hombre que viaja a una ciudad desconocida confiaría un artículo tan valioso a la dudosa seguridad de su apartamento, en lugar de llevarlo consigo —observó Blaak.

Setrakian agarró su maletín con la otra mano.

—¿Qué quiere decir?

—No creo que un verdadero coleccionista esté
dispuesto a correr el riesgo de dejar un objeto tan valioso fuera de su vista. O de su control.

—Hay ladrones cerca —dijo Setrakian.

—Y
dentro
. Si realmente desea librarse del peso de ese objeto maldito a un precio excelente, entonces sígame, Pirk. Mi residencia está a unos cuantos pasos en esa dirección.

Dreverhaven se dio la
vuelta y se adentró en el callejón, apoyándose en el bastón pero sin depender exclusivamente de él. Setrakian se detuvo un momento, se lamió los labios y sintió los pelos de su barba postiza antes de seguir al criminal de guerra y muerto viviente por el callejón de piedra.

 

 

L
a única vez que Setrakian obtuvo un permiso para cruzar la alambrada de púas de Treblinka fue para trabajar en la biblioteca de Dreverhaven.

Herr Doktor tenía una casa a pocos minutos del campamento, y los trabajadores eran llevados allí por separado, custodiados por un escuadrón de tres guardias ucranianos fuertemente armados a bordo de un coche. Setrakian tenía poco contacto con Dreverhaven en su casa, y ninguno en la sala de cirugía del campamento, lo cual era una gran fortuna, pues Dreverhaven intentaba satisfacer su curiosidad médica y científica del mismo modo que un niño solitario se deleita cortando gusanos y quemándole las alas a una mariposa.

Dreverhaven ya era un bibliófilo en aquel entonces, y utilizaba los botines de guerra y del genocidio —el oro y los diamantes robados a los muertos en vida— invirtiendo sumas escandalosas en textos raros procedentes de Polonia, Francia, Gran Bretaña e Italia, todos de dudosa procedencia debido al estado caótico del mercado negro durante el conflicto bélico. Setrakian había recibido la orden de construir
una biblioteca de roble en dos habitaciones con una escalera de hierro móvil
y una vidriera
con la vara de Esculapio. A menudo confundida con el caduceo, la imagen de Esculapio —una serpiente o gusano largo enroscado sobre un bastón— es el símbolo de la medicina y los médicos. Pero la imagen encargada por Dreverhaven tenía una calavera adicional; el símbolo de las SS nazis.

En una ocasión, Dreverhaven inspeccionó personalmente el trabajo de Setrakian. Sus ojos azules eran fríos como el cristal de roca, y deslizó sus dedos cuidadosamente
sobre la superficie inferior de los estantes en busca de asperezas. Satisfecho, hizo un gesto de aprobación con la cabeza a modo de elogio y despidió al joven judío sin más.

BOOK: Oscura
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