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Authors: Guillermo del Toro,Chuck Hogan

Oscura (16 page)

BOOK: Oscura
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—Realmente odio a los mexicanos, pero sobre todo a ése.

—Me pregunto por qué nos citó en el parque.

Los asesinatos cometidos en los parques nunca se esclarecían porque casi nadie los denunciaba. Si eras lo suficientemente valiente para ir de noche al parque A, es porque en realidad eras lo suficientemente tonto para morir. Por si acaso, Creem se había cubierto las huellas dactilares con Crazy Glue, y había lubricado su navaja con vaselina y lejía —tal como lo hacía con la empuñadura de una pistola— para no dejar rastros de ADN.

Un vehículo largo y negro pasó por la calle. No era exactamente una limusina, pero sí más ostentoso que un Cadillac tuneado. Aminoró la marcha y se detuvo a un lado de la acera. Las ventanas oscuras estaban cerradas. El conductor no se apeó.

Royal y Creem se miraron.

La puerta trasera se abrió al borde de la acera. El ocupante salió, vestido con una camisa a cuadros desabotonada sobre una camiseta blanca, pantalones anchos y botas nuevas completamente negras como sus gafas de sol. Se quitó el sombrero, dejando al descubierto un pañuelo rojo y apretado. Arrojó el sombrero al asiento del coche.

—¿Qué carajo es esto? —preguntó Royal en voz baja.

El
puto
cruzó la acera, entrando por la abertura de la valla. Su camiseta blanca resplandeció bajo el menguado brillo de la noche mientras avanzaba entre la hierba y la basura.

Creem no creyó al principio en lo que veían sus ojos hasta que el tipo estuvo tan cerca que pudo verle la clavícula al descubierto.

Soy como soy
[2]
.

—¿Se supone que deberías impresionarme? —preguntó Creem.

Gus Elizalde, de la pandilla La Mugre del Harlem Latino, sonrió, pero no dijo nada.

El coche seguía en su sitio.

—¿Qué? ¿Has venido desde tan lejos para decirme que te ha tocado
la maldita lotería? —preguntó Creem.

—Algo parecido.

Creem lo examinó mirándolo de arriba abajo.

—De hecho, estoy aquí para ofrecerte un porcentaje del billete
ganador —señaló Gus.

Creem gruñó, tratando de descifrar el juego del mexicano.

—¿Qué estás pensando, chico? ¿Crees que vas a intimidarme andando en esa cosa por mi territorio?

—Esto es un insulto
para ti, Creem —anotó Gus—. ¿Por qué no sales nunca de Jersey City?

—Estás hablando con el rey de Jersey City en persona. ¿Quién más viene contigo en ese trineo?

—Es curioso que lo preguntes.

Gus miró hacia atrás, hizo un leve gesto con la barbilla, y la puerta del conductor se abrió. No era un chófer uniformado, sino un tipo enorme que llevaba una sudadera con capucha, su cara oculta bajo la sombra. Se dio la
vuelta y permaneció a un lado de la rueda delantera, con la cabeza gacha, esperando.

—¿Así que te has dado una vuelta por
el aeropuerto, Machín? —le dijo Creem.

—Las viejas costumbres son cosa de antes, compadre Creem. Yo ya vi cómo acaba todo. Y acaba muy mal. ¿Batallas territoriales? Esta mierda de combate cuadra por cuadra tiene por lo menos dos mil años de atraso. No significa nada. La única batalla territorial que cuenta en estos momentos es lo siguiente: todo o nada. Nosotros o ellos.

—¿Ellos? ¿Quiénes?

—Tu ya sabes qué está pasando. Y no sólo en la isla al otro lado del río.

—¿En la isla grande? Eso es problema de ustedes.

—Mira el parque. ¿Dónde están los drogadictos y las putas adictas al crack? ¿Dónde está la acción? Todo está muerto,
güey,
porque ellos se comen las plagas nocturnas primero. Las gentes perdidas. Los que nadie echa de menos.

Creem gruñó. No le gustaba que Gus dijera algo que tuviera sentido.

—Bueno, el negocio ya no es tan bueno como antes.

—El negocio ya no existe. Hay una nueva droga que está haciendo furor en las calles. Compruébalo tú mismo. Es la
pinche
sangre humana. Y es gratis si te gusta el sabor.


Loco
—dijo Royal—, eres uno de esos que hablan de vampiros.

—Tienen a mi madre y a mi hermano. ¿Te acuerdas de Crispín?

Era el hermano drogadicto de Gus.

—Me acuerdo de él —señaló Creem.

—Bueno, creo que no volverás a verlo en este parque. Pero no guardo rencor, Creem. Ya no. Éste es un nuevo día. Tengo que dejar a un lado mis sentimientos personales. Porque ahora estoy consiguiendo el mejor equipo de pandilleros que pueda encontrar. Puro hijo de la chingada.

—Mira, si viniste aquí para hablar de un plan de mierda..., de asaltar un banco o algo así, «río revuelto, cosecha de pescadores» y cosas así...

—Eso es para aficionados —lo interrumpió Gus—. Yo te tengo un trabajo de verdad, con dinero de verdad, y todo está arreglado. Llama a tus muchachos para que puedan escuchar mi oferta.

—¿A qué muchachos?

—A los que tienes escondidos, Creem. Diles que salgan.

Creem miró fijamente a Gus. Comenzó a silbar. Creem era un as para silbar. La plata engastada en sus dientes hacía que sus silbidos tuvieran un sonido magistral.

Tres Zafiros salieron de entre los árboles, con las manos en los bolsillos.

Gus mantuvo las manos abiertas para que ellos pudieran verlas.

—De acuerdo —dijo Creem—. Habla rápido, mex.

—No. Voy a hablar bien despacito, y ustedes me van a oír muy tranquilos.

Gus les explicó todo: la batalla territorial entre los Ancianos y el Amo descarriado.

—Has estado fumando... —interpeló Creem.

Sin embargo, Gus alcanzó a ver una chispa incipiente en sus ojos. Un destello de excitación a punto de encenderse.

—Lo que les estoy ofreciendo es más dinero de lo que podrían ganar nunca vendiendo crack. Y la oportunidad de matar y mutilar hasta hartarse, sin preocuparse de acabar en la cárcel. Sin medida. Les estoy ofreciendo una oportunidad única de quedarse con todo en los cinco distritos. Y si hacemos bien el trabajo, quedaremos listos para toda la vida.

—¿Y si no lo hacemos bien?

—No,
pos
en ese caso el dinero no vale una mierda. Pero por lo menos se divierten. ¿Saben lo que quiero decir?

—Joder, demasiado bueno para ser cierto. Primero necesito ver alguna prueba —dijo Creem.

Gus rió entre dientes.

—Como prueba tengo tres colores. Plateado, verde y blanco.

Le hizo una seña con la mano al chófer encapuchado. Éste fue al maletero, lo abrió y sacó dos bolsas. Las pasó por la valla y las dejó al lado de ellos.

La primera era una bolsa grande de lona negra, la otra era de tamaño mediano, con dos asas
de cuero.

—¿Quién es tu hombre? —preguntó Creem.

Además del suéter con la capucha, el corpulento chófer llevaba
puestos unos vaqueros
y unas botas Doc Martens macizas. Creem no podía verle el rostro, pero le pareció evidente que ese tipo tenía algo que no encajaba.

—Le llaman el señor Quinlan —respondió Gus.

Un grito se alzó en
el otro extremo del parque; era el grito de un hombre, más escalofriante al oído que el de una mujer en peligro. Todos se dieron la vuelta.

—Deprisa. Primero la plata —ordenó Gus.

Se arrodilló y abrió la cremallera de la bolsa de lona. No había mucha luz. Sacó un arma larga y sintió a los Zafiros reaccionar sacando las suyas. Gus accionó el interruptor de la lámpara instalada en el cañón, creyendo que era un foco
incandescente y convencional, aunque, obviamente, era de luz ultravioleta.

Usó la luz de un tinte púrpura para enseñarles el resto del arsenal. Una ballesta, con una carga de impacto cubierta de plata en la punta del clavo. Una hoja de plata afilada en forma de abanico con un mango curvo de madera. Una espada semejante a una cimitarra, con una hoja ancha, una curva generosa y una empuñadura gruesa y forrada en piel.

—Te gusta la plata, ¿no? —le preguntó Gus a Creem.

En efecto, el exótico armamento despertó el interés de Creem. Aunque seguía desconfiando de Quinlan, el conductor.

—Muy bien. ¿Y dónde están los verdes? —indagó.

Quinlan abrió la bolsa con asas de cuero. Estaba llena de fajos de billetes, y los sellos antifalsificación resplandecían bajo la luz índigo de la lámpara UV de Gus.

Creem metió una mano en la bolsa, pero se contuvo. Vio las manos de Quinlan sujetando las asas
de cuero. La mayoría de sus uñas habían desaparecido, y tenía la piel completamente lisa. Pero lo más extraño de todo era su dedo medio. Era dos veces más largo que los demás y curvo en el extremo, de tal modo
que la punta se enroscaba sobre la palma de su mano.

Otro grito desgarró la noche, seguido de un gruñido gutural. Quinlan cerró la bolsa y miró en dirección a los árboles. Le devolvió la bolsa con el dinero a Gus, y éste le pasó el arma acondicionada con la lámpara UV. Luego, con una potencia y una velocidad increíbles, echó a correr hacia los árboles.

—¿Qué...? —exclamó Creem.

Quinlan no avanzó por el sendero delimitado. Los pistoleros escucharon un crujir de ramas.

—Esto se va a poner bueno —dijo Gus, echándose al hombro la bolsa de las armas.

Era fácil seguir, por las ramas caídas, el camino dejado por Quinlan. Se apresuraron y le dieron alcance en un claro que estaba al otro lado. Lo encontraron de pie, con su arma contra el pecho.

Su capucha se había replegado. Creem notó el cráneo totalmente calvo y liso de Quinlan. En la oscuridad, parecía no tener orejas. Creem se dio la
vuelta para verlo mejor, y percibió que aquel tanque temblaba como una pequeña flor en una tormenta.

La criatura que respondía al nombre de Quinlan no tenía orejas y sólo un asomo de nariz. Su garganta era gruesa. Su piel translúcida, casi iridiscente. Y sus ojos rojos como la sangre, los más brillantes que Creem había
visto nunca, hundidos en lo más profundo de su cabeza pálida y lisa.

En ese momento, una figura saltó de las ramas más altas, y salió corriendo por el claro. Quinlan se apresuró a interceptarla como un puma persiguiendo a un venado. Chocaron, y Quinlan inclinó su hombro para embestirlo en campo abierto.

La figura cayó dando un chillido y rodó estrepitosamente antes de poder levantarse.

En un instante, Quinlan encendió la luz y alumbró a la figura, la cual silbó entre dientes y retrocedió despavorida; el dolor lacerante que se reflejaba en su cara era visible incluso desde esa distancia. Quinlan apretó el gatillo. La descarga de perdigones de plata le voló la cabeza a la figura.

Sólo que ésta no murió como mueren los seres humanos. Una sustancia blanca salió disparada
desde la parte superior del tronco; la criatura apretó los brazos y se desplomó en el suelo.

Quinlan giró su cabeza con rapidez antes de que la próxima figura saltara desde los árboles. Era una mujer-cosa que trataba de esquivar
a Quinlan para atacar al resto del grupo. Gus sacó la cimitarra de la bolsa. La criatura —harapienta como la prostituta y adicta al crack más inverosímil que pudiera imaginarse, y extremadamente ágil y con sus ojos despidiendo un intenso resplandor rojo— retrocedió al ver el arma, pero fue demasiado tarde. Gus le abrió un tajo entre los hombros y el cuello con un movimiento diestro, y la cabeza se desprendió hacia un lado y su cuerpo cayó al otro. Un líquido pastoso y blanco brotó de sus heridas.

—Ahí está el color blanco —indicó Gus.

Quinlan regresó junto a ellos, agitando su arma y volviendo a colocarse la capucha de grueso algodón sobre su cabeza.

—De acuerdo —dijo Creem, bailando de un lado a otro como un niño yendo al baño en la mañana de Navidad—. ¡Cuenta con nosotros!

 

 

Flatlands

 

E
PH COMENZÓ A AFEITARSE
la mejilla derecha con una navaja que había encontrado en la casa de empeños. Permaneció meditabundo, mirando el espejo que había sobre el lavabo de agua lechosa, con su mejilla cubierta de espuma.

Estaba pensando en el libro —en el
Occido lumen
— y que todo se confabulaba en su contra. Palmer y su fortuna bloquearían cualquier movimiento que ellos lograran hacer. ¿Qué sería de ellos —de Zack— si fracasaban?

Se hizo un pequeño corte con la navaja. Eph miró la mancha de sangre en la hoja de acero, y retrocedió once años, al nacimiento de Zack.

Después de haber sufrido un aborto espontáneo y la pérdida de un feto de veintinueve semanas, Kelly llevaba ahora dos meses en reposo antes de empezar las labores del parto con Zack. Tenía un plan concreto para el nacimiento: nada de anestesia epidural o de otro tipo, ni cesárea. Diez horas después empezó a dilatar ligeramente.

Su médico le sugirió oxitocina para acelerar el parto, pero Kelly se negó, fiel a su plan. Ocho horas más tarde tuvo que ceder, y el suministro de oxitocina comenzó. Dos horas después, tras padecer casi un día entero de dolorosas contracciones, por fin dio su consentimiento para la anestesia epidural. La dosis de oxitocina fue aumentada gradualmente y llegó a ser tan alta como lo permitía
la frecuencia cardiaca del bebé.

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