Authors: Lauren Kate
—Date prisa —le ordenó Daniel.
Al pasar, las sombras se retrajeron y silbaron, como si supieran que no debían meterse con Luce cuando Daniel estaba a su lado.
—Y, ahora, ¿hacia dónde? —le preguntó Luce cuando estuvieron en el límite del robledal.
—Cierra los ojos.
Lo hizo. Los brazos de Daniel le rodearon la cintura desde atrás y sintió cómo le apretaba su pecho robusto contra la espalda. La estaba elevando del suelo. Quizá un palmo, después algo más alto, hasta que las hojas suaves de las copas de los árboles le rozaron los hombros y le hicieron cosquillas en el cuello mientras Daniel la transportaba. Y luego más alto aún, hasta que pudo sentir que ambos habían dejado atrás el bosque y les iluminaba la luz del sol matinal.
Tuvo la tentación de abrir los ojos, pero intuyó que sería demasiado. No estaba segura de estar preparada. Y, además, la sensación del aire fresco en la cara y el viento haciendo ondear su cabello era suficiente. Más que suficiente, era divino. Como la sensación que experimentó cuando la rescataron de la biblioteca, como surfear sobre una ola en el océano. Ahora sabía con seguridad que Daniel también había estado detrás de eso.
—Ya puedes abrir los ojos —le dijo en voz baja.
Luce sintió el suelo bajo sus pies y vio que estaban en el único lugar en que quería estar: bajo el magnolio, en la orilla del lago. Daniel la atrajo hacia sí.
—Te quería traer aquí porque este es uno de los lugares, uno de los muchos lugares, donde de verdad he querido besarte estas últimas semanas. El otro día, cuando te zambulliste en el agua, me costó contenerme.
Luce se puso de puntillas e inclinó la cabeza hacia atrás para besar a Daniel. Aquel día también ella había deseado besarle, y ahora necesitaba hacerlo. Era el momento perfecto para el beso, y era lo único que podía aliviar a Luce, recordarle que había una buena razón para seguir adelante, aunque Penn ya no estuviera. La suave presión de los labios de Daniel la apaciguó, como una bebida caliente en pleno invierno, cuando todas las partes de su cuerpo se sentían tan frías. Él la apartó demasiado pronto, y la miró con unos ojos que reflejaban mucha tristeza.
—Hay otra razón por la que te he traído aquí. Esta roca conduce al camino que debemos tomar para llevarte a un lugar seguro.
Luce bajó la vista.
—Oh.
—No es un adiós para siempre, Luce. Espero que ni siquiera sea por mucho tiempo. Tendremos que ver cómo evolucionan... las cosas —Le acarició el cabello—. Por favor, no te preocupes, siempre iré a buscarte. No voy a dejar que te vayas hasta que esté seguro de que lo entiendas.
—Entonces me niego a entenderlo —repuso.
Daniel se rió en voz baja.
—¿Ves aquel claro de allí? —Señaló más allá del lago, a una media milla: había un montículo con hierba que sobresalía del bosque. Luce no se había fijado en él antes, pero en ese momento vio un avioncito blanco con luces rojas que parpadeaban en las alas.
—¿Es para mí? —preguntó. Después de todo lo que había pasado, la visión de un avión apenas la sorprendió—. ¿Adónde voy?
No podía creer que iba a dejar aquel lugar que odiaba pero en el que había vivido tantas experiencias intensas en tan solo unas semanas. ¿En qué se iba a convertir Espada & Cruz?
—¿Qué va a pasar con este lugar? ¿Y qué les voy a contar a mis padres?
—Por el momento, intenta no preocuparte. Tan pronto como estés a salvo, nos ocuparemos de todo lo que sea necesario. El señor Cole puede llamar a tus padres.
—¿El señor Cale?
—Está de nuestro lado, Luce, puedes confiar en él. Pero ya había confiado en la señorita Sophia; y apenas conocía al señor Cole. Era tan... profesor, y con aquel bigote... ¿Se suponía que tenía que separarse de Daniel y subirse al avión con su profe de historia? La cabeza le empezó a palpitar.
—Hay un sendero que bordea el agua —continuó diciéndole Daniel—. Podemos tomarlo por allí. —Le rodeó la cintura con su brazo—. O bien —propuso— podemos nadar.
Cogidos de la mano fueron hasta el filo de la roca. Dejaron los zapatos bajo el magnolio... aunque esa vez no fueran a volver. Luce no pensaba que zambullirse en el agua fría del lago con la camiseta y los vaqueros fuera una idea tan buena, pero con Daniel sonriendo a su lado, todo lo que hacía parecía lo único que se podía hacer.
Levantaron los brazos por encima de sus cabezas y Daniel contó hasta tres. Sus pies despegaron del suelo en el mismo momento, sus cuerpos se arquearon en el aire de la misma forma, pero en lugar de descender, como Luce esperaba que sucediera instintivamente, Daniel la elevó usando solo la punta de sus dedos.
Estaban volando. Luce iba de la mano de un ángel y estaba volando. Las copas de los árboles parecían inclinarse ante ellos, y su cuerpo parecía más ligero que el aire. Por encima del horizonte de árboles podía verse la luna, que se sumergía cada vez más cerca, como si Daniel y Luce fueran la marea. El agua se movía bajo ellos, plateada y tentadora.
—¿Estás preparada? —le preguntó Daniel.
—Sí.
Luce y Daniel empezaron a descender hacia el lago fresco y profundo. Se sumergieron en el agua con las puntas de los dedos, completando el salto del ángel más largo que jamás hubiera realizado nadie. Luce dio un grito ahogado al salir a la superficie, el agua estaba fría, pero al momento se echó a reír.
Daniel volvió a cogerle las manos y le hizo un gesto para que se uniera con él en la roca. Primero subió él, y luego la ayudó. El musgo formaba una alfombra fina y suave sobre la cual se tendieron. La camiseta negra de Daniel se le pegaba al pecho. Ambos se colocaron de lado, mirándose, apoyados en los codos.
Daniel posó la mano en la curva de su cintura.
—El señor Cole estará esperando cuando lleguemos al avión —dijo—. Esta es nuestra última oportunidad para estar solos. Creo que podríamos despedirnos de verdad aquí. Además —añadió—, quiero darte algo. —Se sacó un medallón de plata que Luce le había visto llevar en el reformatorio. Lo puso en la palma y Luce descubrió que se trataba de un guardapelos, una rosa gravada en una de las caras.
—Te pertenecía —le dijo—. Hace mucho tiempo. Luce lo abrió, y en su interior halló una foto diminuta, protegida por un pequeño cristal. Era una foto de ellos dos; no miraban a cámara: se miraban a los ojos y reían. Luce tenía el pelo corto, como ahora, y Daniel llevaba pajarita.
—¿De cuándo es? —preguntó levantando el medallón—. ¿Dónde estamos?
—Te lo diré la próxima vez que nos veamos —respondió.
Alzó la cadena por encima de la cabeza de Luce y se la puso alrededor del cuello. Cuando el medallón rozó su clavícula, sintió que desprendía un calor intenso que le calentó la piel fría y mojada.
—Me encanta —susurró tocando la cadena.
—Sé que Cam también te dio aquel collar de oro —dijo Daniel.
Luce no había pensado en ello desde que Cam le había obligado a ponérselo en el bar. No se podía creer que aquello hubiera ocurrido el día anterior. Solo de pensar que lo había llevado le entraban ganas de vomitar. Ni siquiera sabía dónde estaba el collar, y tampoco quería saberlo.
—Me lo puso —dijo, se sentía culpable— Yo no...
—Lo sé —le interrumpió Daniel—. Pasara lo que pasara entre Cam y tú, no fue culpa tuya. De alguna manera conservó gran parte de su encanto angelical cuando cayó. Es muy engañoso.
—Espero no volver a verlo nunca. —Se estremeció.
—Me temo que quizá no sea así. Y hay muchos más como Cam ahí fuera. Tendrás que confiar en tu instinto. No sé cuánto tiempo te llevará ponerte al día de todo lo que nos ha ocurrido en el pasado. Pero, mientras tanto, si tienes un presentimiento, incluso sobre algo que piensas que no conoces, deberías confiar en él. Seguramente estarás en lo cierto.
—¿Así que debo confiar en mí misma incluso cuando no puedo confiar en los que tengo alrededor? —preguntó, intuyendo que aquello era parte de lo que Daniel quería decir.
—Intentaré estar ahí para ayudarte, y cuando estemos separados siempre que pueda te daré noticias mías —dijo Daniel—. Luce, la memoria de todo lo que has vivido sigue en ti, aunque no puedas recordarlo todavía. Si algo te da mala espina, aléjate.
—¿Adónde vas?
Daniel miró el cielo.
—A buscar a Cam —respondió—. Tenemos que ocuparnos de algunas cosas. El tono taciturno de sus palabras inquietó a Luce. Se acordó de la gruesa capa de polvo que Cam había dejado en el cementerio.
—Pero luego volverás conmigo —dijo—, cuando lo hayas solucionado. ¿Lo prometes?
—No... no puedo vivir sin ti, Luce. Te amo. No depende solo de mí, pero... —Vaciló, y finalmente negó con la cabeza—. No te preocupes de todo eso ahora. Solo tienes que saber que volveré a por ti.
Poco a poco, contra su voluntad, ambos se levantaron. El sol empezaba a asomar por encima de los árboles, y emitía destellos parecidos a estrellas en la superficie del agua. No había que nadar mucha distancia para llegar a la orilla embarrada que conducía al avión.
Luce deseó que estuviera a millas de distancia. Habría nadado con Daniel hasta el anochecer, y durante todos los amaneceres y atardeceres que habrían de venir.
Volvieron a zambullirse en el agua y empezaron a nadar. Luce se aseguró de que el medallón quedaba por dentro de su camiseta. Si era importante que confiara en sus instintos, estos le decían que nunca se separara de su collar.
Observó a Daniel cuando empezaba a nadar lenta y elegante mente, y aquella imagen volvió a impresionarla. Esta vez, a plena luz del sol, sabía que las alas iridiscentes que había visto delineadas por las gotas de agua no eran producto de su imaginación: eran reales.
Ella iba detrás, cortando el agua brazada tras brazada. Demasiado pronto, tocó la orilla con los dedos. Odió poder oír el zumbido del motor del avión allá arriba, en el claro. Iban a llegar al lugar donde debían separarse, y Daniel casi tuvo que arrastrarla fuera del agua.
Había pasado de sentirse fresca y feliz a estar empapada y muerta de frío. Caminaron hacia el avión, Daniel apoyaba su mano sobre su espalda.
Luce se sorprendió al ver que el señor Cole bajaba de un salto de la cabina con una gran toalla blanca.
—Un pajarito me ha dicho que quizá necesitase esto —dijo extendiéndola ante Luce, que se envolvió en ella, agradecida.
—¿A qué llamas pajarito? —Arriane surgió de detrás de un árbol, seguida de Gabbe, que traía consigo el libro de los Vigilante.
—Venimos a decir bon voyage —anunció Gabbe, y le entregó el libro—. Toma —se limitó a decirle, pero la sonrisa que le brindó parecía más bien una mueca.
—Dale lo bueno —dijo Arriane dándole un codazo a Gabbe.
Gabbe sacó un termo de su mochila y se lo entregó a Luce. Al desenroscar la tapa pudo comprobar que era chocolate caliente, y olía de maravilla. Luce sostuvo el libro y el termo con los brazos envueltos en la toalla y de pronto se sintió rica con tantos regalos. Pero sabía que en cuanto se subiera a ese avión se sentiría vacía y sola. Se apoyó en el hombro de Daniel, quería disfrutar de su cercanía mientras pudiera.
La mirada de Gabbe era clara y firme.
—Bueno, nos vemos pronto, ¿vale?
Pero Arriane desvió los ojos, como si no quisiera mirar a Luce.
—No cometas ninguna estupidez, como por ejemplo convertirte en un montoncito de ceniza. —Arrastró los pies—. Te necesitamos.
—¿Vosotros me necesitáis a mí? —preguntó Luce. Necesitó a Arriane para que la introdujera en Espada & Cruz. Necesitó a Gabbe aquel día en la enfermería. Pero ¿por qué iban a necesitarla a ella?
Las dos chicas solo sonrieron más bien con tristeza antes de regresar al bosque. Luce se volvió hacia Daniel, intentando olvidar que el señor Cole se encontraba a solo unos pasos.
—Os dejaré un momento a solas —dijo el señor Cole captando la indirecta—. Luce, cuando encienda el motor, quedarán tres minutos para despegar. Nos vemos en la cabina.
Daniel la levantó del suelo y apoyó su frente en la de Luce. Cuando sus labios se tocaron, ella intentó aprovechar cada instante de aquel momento. Iba a necesitar ese recuerdo como necesitaba el aire.
Porque ¿y si cuando Daniel se fuera, todo volvía a parecer un sueño? Un sueño en parte terrible, pero un sueño a pesar de todo. ¿Cómo podía sentir lo que creía que sentía por alguien que ni si quiera era humano?
—Bueno —dijo Daniel—. Ten cuidado. Déjate guiar por el señor Cole hasta que yo vuelva.
El avión emitió un silbido: el señor Cole les indicaba que había llegado el momento de despegar.
—Intenta recordar lo que te he dicho —le susurró Daniel.
—¿Qué parte? —preguntó Luce, un poco asustada.
—Todo lo que puedas pero, sobre todo, que te quiero.
Luce empezó a sollozar. Su voz se quebraría si intentaba decir cualquier cosa. Era hora de irse.
Corrió hasta la puerta abierta de la cabina, y las ráfagas de aire caliente de las hélices, casi la tiran al suelo. Había una escalerilla de tres peldaños y el señor Cole le tendió la mano para ayudarla a subir. Pulsó un botón y la escalera se introdujo en el avión. La puerta se cerró.
Miró el abigarrado tablero de mandos. Nunca había estado un avión tan pequeño, ni en una cabina. Había luces parpadeantes y botones por todas partes. Observó al señor Cale.
—¿Sabe cómo pilotar esto? —le preguntó al tiempo que se secaba los ojos con la toalla.
—Ejército del Aire de Estados Unidos, División Cincuenta y nueve, a su servicio —le respondió saludándola marcialmente.
Luce le devolvió el saludo con torpeza.
—Mi mujer siempre le dice a la gente que no me saque el tema de mis días como aviador en Nam —dijo mientras empujaba hacia atrás una palanca de cambios ancha y plateada. El avión empezó a temblar y a moverse—. Pero tenemos un largo viaje por delante y cuento con un público entregado.
—Un público al que han entregado, querrá decir —dejó escapar Luce.
—Muy buena. —El señor Cole le dio un codazo—. Estaba bromeando —añadió riendo con ganas—. No te torturaría con eso.
A Luce, la forma en que se volvió hacia ella mientras reía le recordó a su padre, que hacía lo mismo cuando veían una comedia, y le hizo sentir un poco mejor. Las ruedas iban a toda velocidad y ahora la «pista» que tenían ante ellos parecía corta. Debían emprender el vuelo pronto o acabarían en el lago.
—¡Sé lo que estás pensando! —gritó el profesor por encima del ruido del motor—. ¡No te preocupes, hago esto todo el tiempo!