Authors: Lauren Kate
Luce sintió que Penn le cogía la mano, y un instante después ya estaban corriendo hacia las cancelas tan rápido como había descendido en busca de Daniel. De vuelta por la resbaladiza pendiente de mantillo, a través de las ramas puntiagudas del roble, por entre las destartaladas pilas de lapidas rotas. Sortearon las piedras y corrieron cuesta arriba en dirección al lejano arco de hierro forjado de la entrada. El viento caliente le hacía ondear el cabello, y el aire pegajoso se le seguía agarrando en el fondo de los pulmones. No podían guiarse por la luna porque no la encontraban, y la luz que emanaba del centro del cementerio se había extinguido. No comprendía qué estaba pasando. En absoluto. Y no le gustaba nada que todos los demás sí lo comprendieran.
Un clavo de oscuridad cayó en el suelo frente a ellas, adentrándose en la tierra y abriendo una zanja irregular. Por suerte, Luce y Penn se detuvieron a tiempo. La grieta era tan ancha como la altura de Luce, y tan profunda como… bueno, no se veía el fondo. Los bordes chisporroteaban y rezumbaban espuma.
Penn dio un grito ahogado.
—Luce, tengo miedo.
—¡Seguidme, chicas! —gritó la señorita Sophia. Las guió hacia la derecha, y serpentearon entre las tumbas negras mientras a sus espaldas se sucedían las explosiones—. No es más que el fragor de la batalla —dijo entre jadeos, como si fuera una especia de guía turística—. Me temo que seguirá así durante un rato.
Luce hacía una mueca con cada estruendo, pero siguió avanzando hasta que le ardieron las pantorrillas, hasta que, detrás de ella, Penn profirió un gemido. Luce se volvió y vio a su amiga tambaleándose, con los ojos en blanco.
—¡Penn! —gritó Luce mientras extendía los brazos para cogerla antes de que se cayera. Con cuidado, Luce la ayudó a tenderse en el suelo y le dio la vuelta. Casi deseó no haberlo hecho. Algo negro y dentado había hecho un tajo a Penn en el hombro. Le había hendido la piel y había dejado una línea de carne viva carbonizada que olía a carne quemada.
—¿Es grave? —susurró Penn con la voz ronca. Parpadeó con rapidez, frustrada por ser incapaz de levantar la cabeza y verlo por sí misma.
—No —le mintió Luce negando con la cabeza—. Es solo un corte—. Tragó saliva, y al hacerlo también procuró tragarse la náusea que le ascendía hasta la garganta mientras tiraba de la manga negra y deshilachada de Penn—. ¿Te hago daño?
—No lo sé —respirando con dificultad—. No siento nada.
—Chicas, ¿por qué os retrasáis?
La señorita Sophia había vuelto sobre sus talones.
Luce miró a la señorita Sophia deseando que no dijera nada sobre el mal aspecto de la herida.
No lo hizo. Asintió con rapidez, cogió a Penn y la cargó en sus brazos, como una madre que lleva a su hija a la cama.
—Te tengo —dijo—. No te preocupes, no tardaremos mucho.
—Eh. —Luce siguió a la señorita Sophia, que acarreaba a Penn como so se tratara de un saco de plumas—. ¿Cómo ha…?
—Nada de preguntas hasta que estemos muy lejos de aquí —contestó la señorita Sophia.
Muy lejos. Lo último que quería Luce era estar lejos de Daniel. Y algo más tarde, cuando ya había cruzado el umbral del cementerio y estaba de pie en el patio del reformatorio, no pudo controlarse y miró hacia atrás. Y entendió de inmediato por qué Daniel le había dicho que no lo hiciera.
Una columna de fuego como un tornado plateado y dorado se alzaba desde el oscuro centro del cementerio. Era tan ancho, como el cementerio mismo, una trenza de luz que se elevaba cientos de metros y se abría paso entre las nubes. Las sombras negras picoteaban la luz, y a veces arrancaban fragmentos y se los llevaban, entre alaridos, hacia la noche. Mientras las hebras en espiral cambiaban de color, unas veces más plateadas, otras, más doradas, el aire empezó a llenarse con un único acorde, omnipresente e interminable, y atronador como una descomunal cascada. Se oían notas graves retumbando en la noche, y notas agudas repicando aquí y allá. Era la armonía celestial más perfecta, equilibrada y magnífica que jamás se había oído en la tierra. Resultaba hermoso y aterrador a un tiempo, y todo apestaba a azufre.
Cualquiera en varios kilómetros a la redonda, sin duda pensaría que se trataba del fin del mundo. Luce no sabía qué pensar, estaba paralizada.
Daniel le había dicho que no mirara atrás porque sabía que la visión de todo aquello la incitaría a ir en su busca.
—Oh, no de ninguna manera —dijo la señorita Sophia cogiéndola por el pescuezo y arrastrándola a través del patio. Cuando llegaron al gimnasio, Luce se dio cuenta de que la señorita Sophia había cargado con Penn todo el rato con un solo brazo.
—¿Qué es usted? –le preguntó Luce mientras la bibliotecaria abría las puertas dobles.
La señorita Sophia sacó una llave larga del bolsillo de su rebeca roja y la introdujo en un lugar de la pared de ladrillos frente al vestíbulo que ni siquiera parecía una puerta. Era la entrada a una larga escalera, y la señorita Sophia le hizo un gesto a Luce para que la precediera escaleras arriba.
Penn tenía los ojos cerrados. O bien estaba inconsciente, o sentía demasiado dolor para abrirlos. Fuera como fuese, estaba sorprendentemente quieta.
—¿A dónde vamos? —preguntó Luce—. Tenemos que salir de aquí. ¿Dónde está su coche?
No quería asustar a Penn, pero necesitaban un médico. Deprisa.
—Tranquilízate, será lo mejor. —La señorita Sophia miró la herida de Penn y suspiró—. Vamos a la única habitación de este lugar que no ha sido profanada con material deportivo; allí estaremos a solas.
En ese momento, Penn empezó a gemir entre los brazos de la señorita Sophia. La sangre negra y espesa de la herida caía sobre el suelo de mármol.
Luce observó la empinada escalera: ni siquiera podía ver el final.
—Creo que por el bien de Penn lo mejor sería que nos quedásemos aquí abajo. Vamos a necesitar ayuda muy pronto.
La señorita Sophia suspiró, dejó a Penn en el suelo y se volvió para cerrar con llave la puerta que acababan de cruzar. Luce se puso de rodillas delante de su amiga, que parecía muy pequeña y frágil. La débil luz que despedía un candelabro de hierro forjado le permitió a Luce ver hasta qué punto era grave la herida.
Penn era la única amiga con la que Luce podía identificarse en Espada & Cruz, la única con quien no se sentía intimidada. Después de ver lo que Arriane, Gabbe y Cam podían hacer, había muchas cosas que Luce no entendía, pero lo que sí sabía era que Penn era la única chica como ella en Espada & Cruz.
Aunque Penn era más fuerte que Luce, más lista, más feliz y de trato mucho más fácil. Gracias a ella Luce había superado aquellas primeras semanas en Espada & Cruz. Sin Penn, ¿dónde estaría ahora?
—Oh, Penn —suspiró—. Te pondrás bien. Vamos a curarte.
Penn balbuceó algo incomprensible, que puso aún más nerviosa a Luce. Luce se volvió hacia la señorita Sophia, que estaba cerrando una por una todas las ventanas del vestíbulo.
—Se desvanece —dijo Luce—. Llamemos a un médico.
—Sí, sí —contesto la señorita Sophia, pero había un matiz de preocupación en su voz. A lo único que prestaba atención era a cerrar bien todas las ventanas, como si las sombras del cementerio estuvieran de camino hacia ellas en el mismo momento.
—¿Luce? —susurró Penn—. Tengo miedo.
—No tienes por qué. —Luce le apretó la mano—. Eres muy valiente. Durante todos estos días has sido un pilar de fortaleza.
—Por favor… —les espetó la señorita Sophia desde detrás, con un tono de voz implacable que Luce nunca le había oído—. Es un pilar de sal.
—¿Qué? —preguntó Luce, confundida—. ¿Qué quiere decir?
Los ojitos redondos y brillantes de la señorita Sophia se estrecharon hasta convertirse en pequeñas ranuras negras. Arrugó la cara por completo y sacudió la cabeza con amargura. Y entonces, lentamente, sacó de la manga de su rebeca un puñal largo y plateado.
—Esta chica solo nos hace perder tiempo.
Luce abrió los ojos de par en par cuando vio a la señorita Sophia levantar el puñal sobre la cabeza de Penn, que estaba tan aturdida que no comprendía lo que estaba ocurriendo.
—¡No! —gritó, al tiempo que se abalanzaba sobre la señorita Sophia para desviar el puñal.
Pero la señorita Sophia sabía muy bien qué estaba haciendo: con destreza, bloqueó los brazos de Luce con la mano que tenía libre mientras hundía el puñal en el cuello de Penn.
Penn gruño y tosió, y su respiración se volvió entrecortada, puso los ojos en blanco, igual que cuando pensaba; pero esta vez no estaba pensando, sino que se estaba muriendo. Al final miró a Luce; sus ojos se apagaron lentamente y dejó de respirar.
—Desagradable pero necesario —dijo la señorita Sophia, mientras limpiaba el puñal en el suéter negro de Penn.
Luce retrocedió tambaleándose, con la mano en la boca, incapaz de gritar e incapaz de apartar la mirada de su amiga muerta, incapaz de mirar a la mujer a quien consideraba de su bando. De repente, comprendió por qué la señorita Sophia había cerrado a cal y canto todas las puertas y ventanas del vestíbulo. No era para evitar que alguien entrara, era para evitar que ella escapara.
Fuera de la vista
A
l final de la escalera había un muro de ladrillo. A Luce siempre le había provocado claustrofobia cualquier tipo de callejón sin salida, y esto era incluso peor, pues tenía un puñal apuntándole al cuello. Se atrevió a mirar atrás, a la inclinada pendiente de escaleras por la que habían subido, y desde allí la caída parecía muy larga y dolorosa.
La señorita Sophia volvía a hablar en lenguas desconocidas, murmurando algo en voz baja mientras con destreza abría otra puerta secreta. Empujó a Luce hacia una capilla diminuta y cerró la puerta tras de sí. Dentro hacía un frío de muerte y apestaba a tiza. Luce respiraba con dificultad, intentando tragar la saliva biliosa que se le acumulaba en la boca.
Penn no podía estar muerta. Todo aquello no podía ser cierto. La señorita Sophia
no podía ser tan malvada
.
Daniel le había dicho que confiara en la señorita Sophia, le había dicho que se quedara con ella hasta que él pudiera ir a buscarla...
La señorita Sophia no prestaba la menor atención a Luce, solo se movía por la sala encendiendo todas las velas, haciendo una genuflexión ante cada una de las que prendía y cantando en aquella lengua desconocida para Luce. Las velas centelleantes revelaron una capilla, limpia y bien conservada, lo cual quería decir que no hacía mucho alguien debía de haber estado allí. Pero seguramente la señorita Sophia era la única que tenía una llave para la puerta secreta. ¿Quién más podría saber que ese lugar existía siquiera?
El suelo de baldosas rojas tenía tramos inclinados e irregulares. Tapices gruesos y gastados cubrían las paredes con imágenes espeluznantes de criaturas mitad pez, mitad hombre, luchando en un mar embravecido. Había un pequeño altar blanco y elevado al fondo, y algunas hileras de banquetas de madera sobre el suelo de piedra gris. Luce, nerviosa, recorrió la sala con la vista en busca de una salida, pero no había ninguna otra puerta ni ventana.
Le temblaban las piernas de ira y miedo. Se sentía atormentada por Penn, que yacía traicionada y abandonada al pie de las escaleras.
—¿Por qué está haciendo esto? —le preguntó a la señorita Sophia mientras caminaba de espaldas hacia las puertas de la capilla—. Yo confiaba en usted.
—Ese es tu problema, cielo —contestó la señorita Sophia retorciéndole con fuerza el brazo. Volvió a ponerle el cuchillo en el cuello y la arrastró hasta la nave lateral de la capilla—. En el mejor de los casos, confiar en las personas es una actividad inútil; en el peor, es una buena forma de que te maten.
La señorita Sophia siguió conduciéndola hacia el altar.
—Ahora, sé buena y tiéndete aquí, ¿quieres?
Puesto que el puñal todavía estaba muy cerca de su cuello, Luce hizo lo que le ordenaba. Sintió una punzada fría en el cuello y se palpó con la mano. Sus dedos se mancharon de gotitas de sangre y la señorita Sophia le apartó la mano de un golpe.
—Si crees que eso es malo, entonces deberías ver lo que te estás perdiendo ahí fuera —le dijo, y Luce tembló: Daniel estaba ahí fuera.
El altar era una plataforma cuadrada y blanca, una losa de piedra no más grande que Luce. Hacía frío, y se sintió desesperadamente expuesta allí arriba, imaginando las banquetas llenas de adeptos oscuros a la espera de que se consumase el sacrificio.
Al mirar hacia arriba, Luce descubrió que la capilla tenebrosa tenía una ventana en la parte superior, un rosetón enorme con vidrios ahumados, como si fuera un tragaluz. Tenía un estampado de flores geométricas, muy elaborado, con rosas rojas y púrpura sobre un fondo azul marino, pero a Luce le hubiera gustado mucho más haber podido ver a través de ella lo que ocurría fuera.
—A ver, ¿dónde...? ¡Ah, sí! —La señorita Sophia se agachó y cogió una cuerda gruesa debajo del altar—. No te muevas —le dijo, amenazándola con el cuchillo. A continuación se dispuso a inmovilizar a Luce en el altar pasando la cuerda por cuatro agujeros que había en la superficie, primero los tobillos y luego las muñecas. Luce intentó no retorcerse mientras era atada como una especie de ofrenda de sacrifico—. Perfecto —concluyó la señorita Sophia tras dar un fuerte tirón a los nudos.
—Usted planeó todo esto —afirmó Luce, aterrada.
La señorita Sophia sonrió con tanta delicadeza como la primera vez que Luce entró en la biblioteca.
—Podría decirte que no es nada personal, Lucinda, pero de hecho lo es —dijo riendo—. He esperado mucho tiempo a que llegara el momento en que pudiéramos estar a solas.
—¿Por qué? —preguntó Luce—. ¿Qué quiere de mí?
—De ti, solo quiero que desaparezcas —contestó—. Es a Daniel a quien quiero liberar.
Dejó a Luce en el altar y se fue hasta un atril que había a los pies de Luce. Dejó el libro de Grigori sobre el atril y empezó a pasar las páginas con rapidez. Luce recordó el momento en que lo abrió y vio su rostro al lado del de Daniel por primera vez. Cómo al fin se dio cuenta de que Daniel era un ángel. En aquel momento no sabía casi nada, pero estaba segura de que la fotografía significaba que ella y Daniel podían estar juntos.
Ahora aquello le pareció imposible.
—Estás ahí tendida derritiéndote por él, ¿no? —inquirió la señorita Sophia. Cerró el libro de golpe y golpeó la tapa con el puño—. Ese es justamente el problema.