Pájaros de Fuego (14 page)

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Authors: Anaïs Nin

BOOK: Pájaros de Fuego
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—¿Quieres tú? —volvió a preguntar Pierre, lleno de dudas.

—Sí —dijo ella.

Pero la pasividad de la joven le produjo inseguridad. A Pierre se le fueron todas las ganas de correrse, de gozarla. Su deseo había muerto dentro de ella. Le vio en la cara una expresión de frustración. Fue Jeanette quien dijo:

—Supongo que no te resulto tan atractiva como otras mujeres.

Pierre se sorprendió.

—Claro que me resultas atractiva, pero no parece que disfrutes y eso me inhibe.

—Yo estaba disfrutando —dijo Jeanette con un estremecimiento—. Claro que disfrutaba. Sólo que tenía miedo de que llegara Jean y me oyera. Pensaba que, si venía y me encontraba aquí, si al menos no me oía, podía creer que me estabas tomando contra mi voluntad. Pero si me oyera, se daría cuenta de que estoy gozando y eso le dolería, pues siempre me está diciendo: «Si te gusta, si te gusta, dilo, pues, venga, habla, grita, ¿no te gusta? Te da gusto, disfrutas, disfrútalo, pues, dilo, habla, ¿qué sientes?» Yo no sé decirle qué siento, pero me hace gritar y eso lo pone contento y lo excita.

Jean hubiera debido prever lo que ocurriría entre Pierre y Jeanette en su ausencia, pero no creía que a Pierre le interesara de verdad, porque era demasiado infantil. Se llevó una gran sorpresa cuando, al volver, encontró que Jeanette se había quedado y que Pierre estaba bien dispuesto a consolarla y ligársela.

Pierre disfrutaba comprándole ropas. Con este fin, la acompañaba a las tiendas y esperaba mientras se probaba las cosas en los pequeños cajones destinados a vestuario. Le gustaba ver por los resquicios de las cortinas mal cerradas, no sólo a Jeanette, su cuerpo infantil deslizándose fuera y dentro de los trajes, sino también a otras mujeres. Se sentaba tranquilamente en una silla, cara a los vestuarios, y fumaba. Veía fragmentos de hombros, de espaldas desnudas, de piernas, que aparecían y desaparecían detrás de las cortinas. Y la gratitud de Jeanette por los regalos adoptaba una forma de coquetería sólo comparable al manierismo de las artistas de striptease. Casi no esperaba a estar fuera de la tienda para pegarse a él mientras andaban.

—¡Mírame! —decía—. ¿No es hermoso?

Y sacaba los pechos provocativamente.

En cuanto entraban en el taxi quería que tocara el género, que aprobara los botones, que le apretara el escote. Estiraba el cuerpo con voluptuosidad, para ver cómo se le ajustaba el vestido; acariciaba la tela como si fuera su propio cuerpo.

La misma ansiedad que parecía haber sentido por ponerse el traje, parecía tener luego por quitárselo, por entregárselo a Pierre, por arrugarlo, porque él lo bautizara con su deseo.

Dentro del nuevo traje, se apretaba contra Pierre, haciéndole sentir su vehemente vitalidad. Y cuando al fin llegaban a casa, quería encerrarse en la habitación, para que se apropiara del traje tanto como se había apropiado de su cuerpo, no contentándose hasta que, entre arrumacos, restregones y revuelos, Pierre sentía la urgencia de arrancarle el vestido. Hecho lo cual, no caía en los brazos de Pierre, sino que daba vueltas al cuarto en ropa interior, cepillándose el pelo, empolvándose la cara y comportándose como si no pensara seguir desnudándose y Pierre hubiera de contentarse con verla tal como estaba.

Llevaba los zapatos de tacón alto, las medias, las ligas, y la carne brotaba entre las medias y las braguitas, y también entre la cintura y el pequeño sostén.

Al cabo de un momento Pierre intentaba cogerla. Quería desnudarla. Sólo consiguió soltarle el sostén y de nuevo escapó de sus brazos y se puso a bailar. Quería enseñarle todos los pasos que sabía. Pierre admiraba su ligereza.

La cogió al pasar, pero no pudo tocarle las bragas. Sólo le permitió quitarle las medias y los zapatos. Y en aquel momento oyeron entrar a Jean.

Tal como estaba, Jeanette salió de un salto del cuarto de Pierre y fue corriendo a recibirlo. Jean la vio lanzándose a sus brazos, desnuda y con las bragas. Luego vio a Pierre, que la había seguido, enfadado de quedarse sin la última recompensa y enfadado de que prefiriera a Jean.

Jean comprendió, pero no sentía ningún deseo por Jeanette. Quería librarse de ella. De manera que la rechazó y los dejó solos.

Entonces Jeanette se volvió hacia Pierre. Pierre intentó calmarla. Ella seguía enfadada. Se puso a hacer las maletas y a vestirse, para dejar el piso.

Pierre le cerró el camino, la arrastró a su cuarto y la tiró sobre la cama.

Esta vez la poseería a cualquier precio. La lucha era agradable, el roce de su traje rugoso contra la piel de ella, de sus botones contra los blandos pechos, de los zapatos contra los pies desnudos. En medio de esta mezcolanza de dureza y blandura, de frialdad y calor, rigidez y complacencia, Jeanette percibió por primera vez al maestro que había en Pierre. Y él se dio cuenta. Le arrancó las bragas, dejando al descubierto su jugosidad.

Y entonces le sobrecogió el diabólico deseo de hacerle daño. Sólo le insertó un dedo. Cuando hubo movido el dedo y Jeanette pedía ser satisfecha y se retorcía de excitación, se detuvo.

Ante su cara de asombro, cogió el pene erecto y lo estuvo acariciando, procurándose todo el placer que eso le daba, utilizando a veces sólo dos dedos alrededor de la punta, a veces toda la mano, y Jeanette presenciaba cada contracción y cada expansión. Era como si tuviese en la mano un pájaro palpitante, un pájaro cautivo que trataba de saltar hacia ella, pero que Pierre retenía en nombre de su exclusivo placer. Ella miraba fijamente, fascinada, el pene de Pierre. Acercó la cara. Pero él aún tenía fresco el enfado de que hubiera salido de la habitación para ir al encuentro de Jean.

Jeanette se puso de rodillas. Aunque le palpitaba la entrepierna, tenía la sensación de que, si al menos le besaba el pene, satisfaría su deseo. Pierre la dejó arrodillarse. Parecía a punto de ofrecer el pene a la boca de Jeanette, pero no lo hizo. Siguió masajeándolo, disfrutando furiosamente con sus propios movimientos, como si dijera: «No te necesito.»

Jeanette se arrojó a la cama y se puso histérica. Sus gestos desenfrenados, la forma de aplastar la cara contra la almohada para no seguir viendo cómo Pierre se acariciaba, el arco de su cuerpo tendido levantándose, todo excitaba aún más a Pierre. Pero siguió sin entregarle el pene. En lugar de eso, enterró la cara entre las piernas de la mujer. Jeanette cayó de espaldas y se fue poco a poco apaciguando, entre murmullos sofocados.

La boca de Pierre recogía la espuma fresca de la entrepierna de Jeanette, pero sin permitirle alcanzar el placer. La atormentaba. En cuanto percibía el ritmo del placer, paraba. Le mantenía las piernas bien abiertas. El pelo caía sobre el vientre de Jeanette y la acariciaba. La mano izquierda alcanzó uno de los pechos. Jeanette yacía casi desmayada. Ahora Pierre sabía que, aunque entrara Pierre, Jeanette no se daría cuenta. Aunque Jean le hiciera el amor, no se daría cuenta. Estaba totalmente sometida al conjuro de los dedos de Pierre, esperando el placer que él le proporcionaría. Cuando al fin el pene erecto rozó el punto blando de su cuerpo, fue como si la quemara; y Jeanette tembló. Pierre nunca le había visto el cuerpo tan abandonado, tan inconsciente de todo lo que no fuera el deseo de ser tomada y satisfecha. Jeanette floreció bajo sus caricias, pero no ya la jovencita, sino la mujer que acababa de nacer.

Acerca de la autora

Anaïs Nin (Neuilly-sur-Seine, Francia, 21 de febrero de 1903 - Los Ángeles, 14 de enero de 1977) fue una escritora francesa, nacida de padres cubanos. Después de haber pasado gran parte de su temprana infancia con sus familiares cubanos, se naturalizó como ciudadana norteamericana; vivió y trabajó en París, Nueva York y Los Ángeles. Autora de novelas avant-garde en el estilo surrealista francés, es mejor conocida por sus escritos sobre su vida y su tiempo recopilados en los llamados Diarios de Anaïs Nin, volúmenes del 1 al 7.

Nin comenzó a escribir su diario a comienzos del siglo XX, a la edad de once años. Continuó escribiendo en sus diarios por varias décadas, y a lo largo de la vida conoció y se relacionó con mucha gente interesante e influyente del mundo artístico y literario, así como del mundo de la psicología, incluyendo a Henry Miller, Antonin Artaud, Otto Rank, Edmund Wilson, Gore Vidal, James Agee, y Lawrence Durrell.

Los manuscritos originales de sus diarios, que constan de 35,000 páginas, se encuentran actualmente en el Departamento de Colecciones Especiales de la UCLA (Universidad de California en Los Ángeles)

Bibliografía:

D.H. Lawrence: An Unprofessional Study

«Collage» (1964)

«Invierno de artificio» (1939)

«Bajo la campana de cristal» (1944)

«La casa del incesto» (1936)

«Delta de Venus» (Póstuma)

Little Birds

«Ciudades de interior» (1959), en cinco tomos:

«Pájaros de fuego» (Póstuma)

«Hijos del albatros» (1947)

The Four-Chambered Heart

«Una espía en la casa del amor» (1954)

Seduction of the Minotaur

The Novel of the Future

In Favor of the Sensitive Man

Henry and June (1990)

Incest

Fire (1995)

Nearer the Moon (1996)

El Diario de Anaïs Nin (1966-Póstuma)

1931-1934 Vol. 1 (1969)

1934-1939 Vol. 2 (1986)

1939-1944 Vol. 3 (1983)

1944-1947 Vol. 4 (1983)

1947-1955 Vol. 5 (1975)

1955-1966 Vol. 6 (1977)

1966-1974 Vol. 7 (1981)

1920-1923 Vol. 2 (1983)

1923-1927 Vol. 3 (1985)

1927-1931 Vol. 4 (1986)

Fuente:
Wikipedia.
La enciclopedia libre

Notas

[1]
Adaptación de la presentación del relato publicado como «Marianne» en «Delta de Venus».

[2]
Martes de carnaval, la fiesta de ese día.

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