Authors: Anaïs Nin
—Pero estabas invitada a estar conmigo —dijo él.
—Había entendido que me querías para modelo.
—De momento no es una modelo lo que necesito.
Hice como que me disponía a marcharme.
—Sabes, aquí estamos de acuerdo respecto a las modelos que no saben divertirse. Si adoptas esa actitud, nadie te dará trabajo.
No le creí. A la mañana siguiente estuve en casa de todos los artistas que encontré. Pero Ronald ya les había rendido visita. Así que me recibieron con frialdad, como si yo hubiera engañado a alguien. No tenía dinero para volver a mi casa ni para pagar la habitación, y no conocía a nadie.
El país era bello y montañoso, pero no podía disfrutarlo.
Al día siguiente di un largo paseo y desemboqué en una cabaña de troncos junto a la ribera de un río. Vi a un hombre que pintaba al aire libre. Hablé con él y le conté mi historia. No conocía a Ronald pero se irritó. Dijo que intentaría ayudarme. Yo le dije que quería ganar lo suficiente para volver a Nueva York.
Así que empecé a posar para él. Se llamaba Reynolds, era un hombre de unos treinta años, de pelo negro, ojos negros muy dulces y una sonrisa brillante. Era un ser solitario. Nunca iba al pueblo, a no ser por comida, ni frecuentaba los restaurantes ni los bares. Su andar era indolente y sus gestos naturales. Había estado embarcado siempre en buques mercantes, trabajando de marinero para ver países exóticos. Constantemente estaba inquieto.
Pintaba de memoria lo que había visto en sus viajes. Se sentaba a la sombra de un árbol y, sin mirar lo que tenía alrededor, pintaba la jungla salvaje de América del Sur.
Una vez, estando con sus amigos en la jungla, me contó Reynolds, les llegó un olor animal tan fuerte que esperaban ver surgir una pantera, pero de la maleza salió, con increíble velocidad, una mujer, una mujer desnuda y salvaje, que los miró con ojos de animal asustado y luego echó a correr, dejando tras sí el fuerte aroma animal; se lanzó al río y se alejó nadando, sin darles tiempo a recuperar el aliento.
Un amigo de Reynolds había cazado una mujer como aquélla. Cuando le quitó la pintura roja que la cubría, resultó ser muy hermosa. Era amable cuando se la trataba bien y sucumbió a los regalos de cuentas y adornos.
El fuerte olor de la mujer repelía a Reynolds hasta que su amigo le ofreció pasar una noche con ella. Había encontrado la melena negra tan dura y rasposa como una barba. El olor a animal le daba la sensación de estar acostado con una pantera. Era muchísimo más fuerte que él, de forma que, al cabo de un rato, Reynolds casi hacía de mujer y ella le obligaba a satisfacer sus fantasías. Era infatigable y tardaba en excitarse. Soportaba caricias que a él le dejaban exhausto y acabaron durmiéndole en sus brazos.
Luego se la encontró trepando encima de él y vertiéndole un poco de líquido en el pene, algo que al principio le picaba y luego lo excitó furiosamente. Estaba asustado. El pene parecía lleno de fuego o de pimienta roja. Se restregó contra la carne de la mujer, más para aplacar el fuego que por deseo.
Reynolds estaba furioso y ella sonreía y reía sofocadamente. La tomó con rabia, movido por el miedo a que el líquido lo estuviera excitando por última vez, a que fuera una especie de hechizo para provocarle el máximo deseo y la muerte.
La mujer estaba bocarriba y reía, enseñando los dientes blancos, y el olor de su cuerpo lo afectaba eróticamente como el olor del almizcle. Su vehemencia era tal que tuvo miedo de que le arrancara el pene. Pero ahora quería subyugarla. Al mismo tiempo la acariciaba.
Eso la sorprendió. Nadie, por lo visto, la había acariciado antes. Cuando se cansó de poseerla, después de dos orgasmos, siguió frotándose el clítoris y ella disfrutó, pidiendo más, abriendo mucho las piernas. Entonces, de repente, se dio la vuelta, se agachó sobre la cama y levantó el culo con un ángulo increíble. Quería que volviera a poseerla, pero él prosiguió las caricias. Después de esto, siempre le buscaba la mano. Se restregaba contra la mano como una gata gigantesca. Durante el día, si encontraba a Reynolds, restregaba el sexo contra su mano a hurtadillas.
Reynolds dijo que desde aquella noche las mujeres blancas le parecían débiles. Se reía mientras contaba la historia.
Lo que pintaba le había recordado a la mujer salvaje que se escondía en la maleza, agazapada como una tigresa, para huir de un salto de los hombres con escopetas. La había pintado en el paisaje, con sus pechos abundantes y puntiagudos, sus largas y hermosas piernas, y su esbelta cintura.
Yo no entendía cómo iba a posar para él. Pero él estaba pensando en otro cuadro.
—Será muy fácil —dijo—. Quiero que te duermas envuelta en sábanas blancas. Una vez vi una cosa en Marruecos que siempre he querido pintar. Una mujer se había quedado dormida entre sus canillas de seda, sujetando el bastidor de tejer con el pie manchado de tinte. Tienes unos ojos hermosos, pero tendrás que cerrarlos.
Entró en la choza y sacó sábanas, con las que me hizo un manto. Me apoyó contra una caja de madera, dispuso mi cuerpo y mis manos como quiso e inmediatamente comenzó su obra. El día era muy caluroso, las sábanas me hacían sudar y, en una pose tan relajada, me quedé dormida de verdad, no sé por cuánto tiempo. Me sentía lánguida e irreal. Y entonces noté una mano suave entre mis piernas, muy suave, acariciándome con tal levedad que hube de despertarme para estar segura de que me tocaba. Reynolds estaba a mi lado, pero con una expresión tan gozosa y amable que no me moví. Sus ojos eran tiernos y tenía la boca entreabierta.
—Sólo una caricia —dijo—, sólo una caricia.
No me moví. Nunca había sentido nada como aquella mano que acariciaba suavemente, muy suavemente, la cara interna de las piernas sin rozar el sexo, sino sólo las puntas del vello púbico. Luego la mano se deslizó al pequeño valle que rodea el sexo. Yo me iba relajando y ablandando. Se inclinó sobre mí, puso su boca sobre la mía, rozando ligeramente los labios, hasta que mi propia boca respondió, y entonces me rozó la punta de la lengua con la punta de la suya. La mano avanzaba, explorando, pero con tal lentitud que era exacerbante. Estaba mojada y sabía que con moverme un poco él lo notaría. La languidez se apoderaba de todo mi cuerpo. Cada vez que su lengua tocaba la mía, la sensación que tenía era la de tener otra pequeña lengua en mi interior, revoloteando, deseando que también la tocaran. Su mano sólo daba vueltas alrededor de mi sexo, y luego alrededor del culo, y era como si hipnotizara a la sangre para que siguiese los movimientos de las manos. Su dedo tocó el clítoris con inmensa suavidad y después se hundió entre los labios de la vulva. Notó mi humedad, la tocó con placer, besándome, echándose sobre mí, que no me movía. El calor, el olor de las plantas que nos rodeaban, su boca sobre la mía, todo me afectaba como una droga.
—Sólo una caricia —repitió suavemente, mientras su dedo giraba alrededor del clítoris, hasta que el montículo se hinchó y endureció.
Tuve entonces la sensación de que algo nacía dentro de mí, un gozo que me hacía palpitar bajo sus dedos. Lo besé con gratitud. Él sonreía.
—¿Quieres tú acariciarme? —dijo.
Meneé la cabeza afirmativamente, sin saber qué quería. Se desabotonó los pantalones y vi el pene. Lo cogí con mis manos.
—Más fuerte —dijo.
Entonces comprendí que no sabía cómo hacerlo. Reynolds me cogió la mano y me guió. La espumilla blanca se esparció sobre mi palma. Al cubrirse, me dio el mismo beso de gratitud que yo le había dado después de mi placer.
—¿Sabías que los hindúes hacen el amor a su esposa durante diez días antes de poseerla? Durante diez días se limitan a caricias y besos.
Volvió a irritarse al recordar el comportamiento de Ronald y cómo me había enemistado con todo el mundo.
—No te enfades —le dije—. Estoy contenta de que lo hiciera, porque eso me hizo salir del pueblo a dar un paseo y llegar hasta aquí.
—Te amé en cuanto te oí hablar con ese acento que tienes. Tuve la sensación de que volvía a estar viajando. Eres tan diferente... tu cara, tu forma de andar, tus modales. Me recuerdas a una chica que quise pintar en Fez. Sólo la vi una vez, dormida como en el cuadro. He soñado siempre con despertarla tal como te he despertado a ti.
—Y yo siempre he soñado con que me despertara una caricia como ésa —dije.
—De haber estado despierta, no me hubiese atrevido.
—¿No? ¿Tú, el aventurero, el que vivió con una mujer salvaje?
—La verdad es que yo no viví con la mujer salvaje. Todo eso le pasó a un amigo mío. Siempre lo contaba, así que yo lo cuento como si me hubiera pasado a mí. En realidad soy tímido con las mujeres. Puedo derribar a un hombre, pelear y emborracharme, pero las mujeres me intimidan, incluso las putas. Se ríen de mí. Pero esto ha sucedido exactamente como siempre lo había imaginado.
—Pero al décimo día estaré en Nueva York —dije riéndome.
—El décimo día te llevaré en coche, si tienes que volver, pero mientras eres mi prisionera.
Durante diez días trabajamos al aire libre, tendidos al sol. El sol me calentaba el cuerpo mientras Reynolds esperaba a que cerrase los ojos. A veces simulaba querer algo más. Pensaba que cerrando los ojos me tomaría. Me gustaba su forma de acercárseme, como si fuera un cazador, sin hacer ruido y dejándose caer a mi lado. A veces, primero levantaba el traje y miraba largo rato. Luego me tocaba levemente, como sin querer despertarme, hasta que me humedecía. Los dedos se aceleraban. Uníamos las bocas y nos acariciábamos las lenguas. Yo aprendí a ponerme el pene en la boca.
Eso lo excitaba terriblemente. Perdía toda la suavidad, empujaba el pene hacia dentro y yo tenía miedo de ahogarme. Una vez le mordí, le hice daño, pero no le importó. Me tragaba la espuma blanca. Cuando me besaba, nos untábamos las caras de semen. El maravilloso olor del sexo me impregnaba los dedos y no quería lavarme las manos.
Sentía que compartíamos una corriente magnética, pero, al mismo tiempo, ninguna otra cosa nos unía. Reynolds había prometido llevarme a Nueva York. Él no podía seguir mucho más tiempo en el campo y yo necesitaba encontrar trabajo.
Durante el viaje de vuelta, Reynolds detuvo el coche y nos echamos sobre una manta a descansar entre los árboles. Nos acariciamos.
—¿Eres feliz? —dijo él.
—Sí.
—¿Seguirás siendo feliz de esta manera? ¿Cómo estamos?
—¿Por qué, Reynolds? ¿Qué pasa?
—Escucha. Te quiero. Eso ya lo sabes. Pero no puedo poseerte. Una vez lo hice con una chica, la embaracé y tuvo que abortar. Murió desangrada. Desde entonces no he podido poseer a ninguna mujer. Me da miedo. Si te pasara a ti, me mataría.
Nunca había pensado en esas cosas. Guardé silencio. Nos besamos largo rato. Por primera vez, me besó entre las piernas en lugar de acariciarme; me besó hasta que tuve un orgasmo. Éramos felices.
—La pequeña herida que tienen las mujeres... —dijo— me asusta.
En Nueva York hacía calor y los artistas aún no habían vuelto. Estaba sin trabajo. Me lancé a hacer de modelo en las tiendas de modas. Encontraba trabajo con facilidad, pero cuando me pidieron que saliera por las noches con los compradores, me negaba y perdía el empleo. Finalmente encontré un puesto en un gran comercio cerca de la calle Treinta y cuatro donde trabajaban seis modelos. La tienda era terrorífica y gris. Había largas hileras de ropas y pocos asientos para nosotras. Esperábamos en combinación, listas para cambiarnos rápidamente. Cuando pedían nuestro número, nos ayudábamos unas a otras a vestirnos.
Los tres hombres que vendían los diseños buscaban achucharnos y pellizcarnos. Hacíamos turnos durante la hora del almuerzo. Mi mayor miedo era quedarme sola con el individuo más insistente.
Una vez que Stephen me telefoneó para preguntarme si podríamos vernos por la noche, el hombre se puso detrás y metió las manos debajo la combinación para palparme los pechos. No ocurriéndoseme otra cosa, le di una patada mientras sostenía el teléfono e intenté seguir hablando con Stephen. El individuo no se desanimó. En seguida quiso tocarme el culo y le di otra patada.
—¿Qué pasa, qué es lo que dices? —decía Stephen.
Acabé la conversación y me volví hacia el individuo. Había desaparecido.
Los compradores admiraban nuestras cualidades físicas tanto como las de los trajes. El vendedor jefe estaba muy orgulloso de mí y, cogiéndome el pelo, acostumbraba a decir.
—Es modelo de artistas.
Todo eso me hacía larga la espera de volver posar. No quería que Reynolds o Stephen me encontraran en un feo edificio de oficinas, exhibiendo vestidos delante de feos compradores y vendedores.
Al fin me llamaron para hacer de modelo en el estudio de un pintor sudamericano. El pintor tenía cara de mujer, pálida, con grandes ojos negros, y sus gestos eran lánguidos y afectados. El estudio era hermoso —lujuriosas alfombras, cuadros de desnudos femeninos, tapices de seda— y olía a incienso quemado. Dijo que se trataba de una pose muy complicada. Estaba pintando un gran caballo que huía con una mujer desnuda. Me preguntó si había montado alguna vez a caballo. Le dije que sí, cuando era joven.
—Eso es maravilloso —dijo él—, exactamente lo que buscaba. He construido un artilugio que sirve para lograr el efecto que necesito.
Era una especie de caballo sin cabeza, con el cuerpo y las patas y la silla de montar.
—Primero quítate la ropa —dijo— y luego te indicaré. Tengo dificultades con esta parte de la pose. La mujer tiene el cuerpo echado hacia atrás porque el caballo corre desbocado, como éste.
Se montó en el falso caballo para que viera.
Ahora ya no me daba vergüenza posar desnuda. Me quité las ropas y me monté en el caballo, echando el cuerpo hacia atrás, con los brazos al aire y las piernas apretadas a los flancos para no caerme. El pintor dio su aprobación. Se alejó y me observó.
—Es una pose difícil y no cuento con que puedas aguantarla mucho tiempo. Cuando te canses, dímelo en seguida.
Me estudió por todos lados. Luego se acercó y dijo:
—Cuando haga el dibujo, esta parte del cuerpo debe verse bien. Aquí, entre las piernas. —Me tocó un instante, como si fuera parte de su trabajo. Doblé un poco el vientre para adelantar las caderas—. Ahora está bien —dijo entonces—. Mantenla.
Comenzó a dibujar. Estando allí encima me di cuenta de que la montura tenía algo raro. Desde luego, muchas monturas están hechas de forma que sigan el contorno del culo y luego se elevan formando un pomo, que puede rozar el sexo de las mujeres. Yo había experimentando muchas veces las ventajas y las desventajas de las monturas. Una vez se me soltó el liguero y se puso a bailar dentro de los pantalones. Mis compañeros galopaban y no quería quedarme atrás, así que continué. Saltando en todas direcciones, el broche acabó cayendo entre el sexo y la montura y me lastimó. Aguanté con los dientes apretados. Curiosamente, el dolor se mezclaba con una sensación que no supe precisar. Entonces era una jovencita y no sabía nada sobre el sexo. Creía que el sexo de la mujer estaba dentro y no tenía ni idea del clítoris.