Authors: Anaïs Nin
—¡Poséeme, poséeme!
Cerrando los ojos, se imaginó a Robert lanzándose sobre ella como un tigre, rasgando las pieles para abrirlas, y acariciándola con muchas manos, muchas bocas y muchas lenguas, tocándola por todas partes, separándole las piernas, besándola, mordiéndola y lamiéndola. Provocó el frenesí de los dos hombres. No se oía otra cosa que la respiración, los pequeños ruidos del amamantamiento y el sonido del pene deslizándose por las secreciones de la mujer.
Dejándolos amodorrados, Dorothy se vistió y se fue tan de prisa que ellos casi no se dieron cuenta.
—No puede esperar —maldijo Donald—. No puede esperar. Tiene que volver con él lo mismo que antes, toda húmeda y jugosa de las caricias de otros hombres.
Era cierto que Dorothy no se lavaba. Cuando Robert llegó a casa, muy poco después que ella, estaba rebosante de ricos olores, abierta y todavía vibrando. Sus ojos, sus gestos, su pose lánguida sobre el canapé lo invitaban. Robert conocía los humores de Dorothy. Fue presto en responder. Era feliz de que volviera a ser como había sido mucho tiempo antes. Ahora estaba mojada entre las piernas y respondía. Se sumergió en ella.
Robert nunca estaba completamente seguro de si Dorothy se corría. El pene rara vez percibe ese espasmo de la mujer, esa leve palpitación. El pene sólo siente su propia eyaculación. Esta vez Robert quiso sentir el espasmo de Dorothy, la feroz tensión. Retuvo su propio orgasmo. Ella se convulsionaba. El momento parecía acercarse. Se olvidó del propio placer. Y Dorothy soportó su decepción, incapaz de alcanzar el orgasmo que había tenido tan sólo una hora antes mientras, con los ojos cerrados, imaginaba que era Robert quien la poseía.
Siempre que bajaba a la playa de Deyá veía dos mujeres jóvenes. Una era pequeña y aniñada, con el pelo corto y la cara redonda y festiva; la otra parecía un vikingo, espléndida de cuerpo y testa.
Durante el día iban solas. Los extranjeros siempre hablaban unos con otros en Deyá, porque había una sola tienda de comestibles y todo el mundo se encontraba en la pequeña oficina de correos. Pero las dos mujeres nunca hablaban con nadie. La alta era hermosa, de cejas pobladas, la melena espesa y oscura, y los ojos azul pálido densamente guarnecidos de pestañas. Yo siempre la miraba con admiración.
Su secreto me preocupaba. No eran alegres. Vivían una especie de vida hipnótica. Nadaban apaciblemente y se tendían en la arena a leer.
Entonces llegó el siroco africano. Duró varios días. No sólo es caliente y seco, sino que avanza en remolinos, girando enfebrecidamente, envolviéndolo a uno, golpeándolo, batiendo las puertas, rompiendo cierres, metiendo arenilla en los ojos y en la garganta, secándolo todo e irritando los nervios. No se puede dormir, no se puede pasear, no se puede estar tranquilo, no se puede leer. La cabeza se arremolina exactamente igual que el viento.
Una mañana me había cogido el siroco cuando aún me quedaba media hora de camino hasta mi casa. Las dos mujeres iban delante de mí, sujetándose las faldas que el viento trataba de ponerles en la cabeza. Al pasar por delante de su casa me vieron luchando contra el polvo y el calor cegador y dijeron:
—Entre y espere hasta que amaine.
Entramos en la casa juntos. Vivían en una torre mora que habían comprado por muy poco dinero. Las viejas puertas no cerraban bien y el viento las abría una vez tras otra. Me senté con ellas en una gran habitación circular, hecha de piedra y con muebles campesinos.
La más joven nos dejó para hacer té. Me senté junto a la princesa vikinga cuya cara estaba enrojecida por la fiebre del siroco.
—Este viento me volverá loca si no para —dijo.
Se levantó varias veces a cerrar las puertas. Era exactamente como si un intruso quisiera penetrar en la habitación y cada vez fuera rechazado, para al cabo conseguir de nuevo abrir la puerta. La mujer debía tener esa sensación, pues rechaza al intruso cada vez con mayor enfado y miedo.
La vikinga sabía que no tenía fuerzas para impedir completamente que entrara en la habitación de la torre aquello que el viento empujaba, pues comenzó a hablar.
Habló como si estuviera en un confesionario, en un sombrío confesionario católico, con los ojos gachos, eludiendo la cara del sacerdote y buscando ser sincera y recordarlo todo.
—Creía que iba a poder encontrar aquí la paz, pero desde que ha comenzado este viento es como si hubiera removido todo lo que yo deseaba olvidar.
»Nací en una de las ciudades menos interesantes del oeste de los Estados Unidos. Pasaba los días leyendo sobre países extraños y estaba decidida a vivir en el extranjero a cualquier precio. Me enamoré de mi marido desde antes de conocerlo porque había oído decir que vivía en China. Cuando él se enamoró de mí, lo esperaba como si hubiese estado planeado de antemano. Yo me casé con China. Casi no podía verlo como un hombre normal. Era alto, encorvado, de unos treinta y cinco años, pero parecía mayor. Su vida en China había sido difícil. Hablaba vagamente de sus actividades: había hecho muchas cosas para ganar dinero. Llevaba gafas y tenía aspecto de estudiante. Hasta cierto punto, yo estaba enamorada de la idea de China, tanto que me parecía que mi marido había dejado de ser un hombre blanco y era un oriental. Creía que su olor era distinto que el de los demás hombres.
»En seguida nos fuimos a China. Al llegar, encontré una casa adorable y exquisita, llena de sirvientas. No me extrañó que las mujeres fueran excepcionalmente hermosas. Así era como me las había imaginado. Me servían como esclavas, con adoración, creía yo. Me cepillaban el pelo, me enseñaban a arreglar las flores, a cantar, escribir y hablar su lengua.
«Nosotros dormíamos en habitaciones separadas, pero los tabiques eran como de cartón. Los lechos eran duros, bajos, con una delgada colchoneta, de modo que al principio no dormía nada bien.
»Mi marido se quedaba conmigo un rato y luego me dejaba sola. Yo comencé a oír ruidos en la habitación contigua, que parecían como de una lucha cuerpo a cuerpo. Oía crujidos de las esteras y a veces murmullos sofocados. Al principio no comprendí lo que era. Una noche me levanté sin hacer ruido y abrí la puerta. Entonces vi a mi marido echado entre dos o tres de nuestras sirvientas, que lo acariciaban. En la semioscuridad, los cuerpos estaban completamente enmarañados. Mi aparición las espantó. Yo me puse a llorar.
»Mi marido me dijo:
»—He vivido tanto tiempo en China que me he acostumbrado. Me casé contigo porque me enamoré de ti, pero no puedo disfrutar contigo como disfruto con las otras mujeres... y no sabría decirte la razón.
»Pero yo le rogué que me dijese la verdad, le rogué y le supliqué. Al cabo de un rato dijo:
»—Son sexualmente tan pequeñas, y tú eres tan grande...
»—¿Qué voy a hacer ahora? —dije yo—. ¿Vas a devolverme a América? No puedo vivir aquí contigo si acaricias a otras mujeres al lado de mi cuarto.
«Intentó consolarme y animarme. Incluso me acarició. Pero me di la vuelta y me dormí entre lágrimas.
»Al día siguiente, cuando estaba en la cama, vino a mi lado y me dijo, sonriendo:
»—Si dices que me amas y de verdad no quieres abandonarme, entonces déjame probar una cosa que puede ayudarnos a disfrutar.
»Estaba tan desesperada y tan celosa que le prometí hacer lo que me pidiera.
«Entonces mi marido se desnudó y vi que tenía el pene envuelto por un artilugio de goma recubierto de pequeñas espinas. Eso le hacía el pene enorme y me asustó. Pero le permití tomarme de esa manera. Al principio dolía, pese a ser de goma las espinas, pero cuando vi que gozaba, dejé que siguiera. Ahora toda mi preocupación era que este placer lo hiciera fiel. Me juró que así era, que no volvería a desear las mujeres chinas. Pero me pasaba las noches despierta, atendiendo a los ruidos de su cuarto.
»Una o dos veces estuve segura de oír algo, pero no tuve valor para cerciorarme. Me fui obsesionando con la idea de que mi sexo se hacía cada vez más grande y cada vez le proporcionaría menos placer. Por último, llegué a tal estado de ansiedad que me puse enferma y empecé a perder la belleza. Decidí huir de él. Me fui a Shanghái y me instalé en un hotel. Había telegrafiado a mis padres pidiéndoles dinero para poder embarcar hacia casa.
»En el hotel conocí a un escritor americano, un hombre alto, fuerte, muy activo, que me trataba como a otro hombre, como a un camarada. Salíamos juntos. Me daba palmadas en la espalda cuando se sentía feliz. Bebíamos y explorábamos Shanghái.
»Una vez nos emborrachamos en mi habitación y comenzamos a luchar junto con otros dos hombres. Él no escatimaba ninguna clase de trucos. Estábamos tirados por el suelo en toda clase de poses, retorciéndonos unos con otros. Él me cogió en el suelo, con mis piernas alrededor de su cuello, y luego sobre la cama, con la cabeza colgando y rozando las losas. Creí que me iba a romper la espalda. Me gustaba su fuerza y su peso. Al apretarnos el uno contra el otro, olía su cuerpo. Jadeábamos. Me di un golpe en la cabeza contra la pata de una silla. Luchamos durante largo rato.
«Cuando estaba con mi marido me había sentido avergonzada de mi estatura y de mi fuerza. Aquel hombre las proclamaba en voz alta y las disfrutaba. Me sentía libre.
»—Eres como una tigresa —dijo— . Eso me gusta.
»Cuando acabamos la lucha ambos estábamos exhaustos. Nos dejamos caer sobre la cama. Yo tenía los pantalones desgarrados y el cinturón roto. La camisa me colgaba por fuera. Nos reímos juntos. Tomamos otra copa. Yo jadeaba tendida de espaldas. Entonces él enterró la cabeza bajo mi camisa y comenzó a besarme el vientre y a tirarme de los pantalones.
»De pronto sonó el teléfono y me puse en pie de un salto. ¿Quién podía ser? Yo no conocía a nadie en Shanghái. Cogí el aparato; era la voz de mi marido. Como fuera, había descubierto dónde estaba. Hablaba y hablaba. Mientras, mi amigo se había recuperado de la sorpresa del teléfono y proseguía sus caricias. Sentía tal placer hablando con mi marido y oyéndolo suplicarme que volviera a casa... Y mientras mi amigo borracho se tomaba todas las libertades, había conseguido bajarme los pantalones, me mordía entre las piernas, aprovechándose de mi postura sobre la cama, y me besaba y amasaba los pechos. El placer era tan agudo que prolongué la conversación. Hablé de todo con mi marido. Me prometía echar a las sirvientas y quería ir al hotel.
«Recordé todo lo que me había hecho, en la habitación contigua a la mía, recordé su falta de escrúpulos para engañarme. Fui presa de un diabólico impulso.
»—No intentes venir a verme —dije a mi marido—. Estoy viviendo con otra persona. En realidad, está a mi lado y me está acariciando mientras hablo contigo.
»Oí a mi marido maldecirme con las más inmundas palabras que se le ocurrieron. Me sentía feliz. Colgué el auricular y me hundí bajo el gran cuerpo de mi amigo.
«Empecé a viajar con él...
El siroco había vuelto a abrir la puerta y la mujer fue a cerrarla. Ahora el viento amainaba y aquélla fue su última violencia. La mujer se sentó. Yo pensaba que se iría. Sentía curiosidad por su joven compañera. Pero ella se mantuvo en silencio. Al rato me fui. Al otro día, cuando nos encontramos en la oficina de correos, ni siquiera dio la impresión de reconocerme.
El pintor Novalis acababa de casarse con María, una española de la que se enamoró porque le recordaba su cuadro favorito, la Maja desnuda de Goya.
Fueron a vivir a Roma. María hizo palmas con infantil alegría cuando vio el dormitorio, admirada de los suntuosos muebles venecianos con hermosas incrustaciones de perlas y ebonita.
Sobre el monumental lecho construido para la esposa de un dux, la primera noche María temblaba de placer, estirando el cuerpo antes de esconderlo bajo las delicadas sábanas. Los dedos sonrosados de sus gordezuelos piececitos se movían como si reclamaran a Novalis.
Pero ni una sola vez se había mostrado completamente desnuda a su marido. En primer lugar, era española; además era católica; y además absolutamente burguesa. Antes de hacer el amor había que apagar las luces.
De pie junto a la cama, Novalis la miraba con los ojos apretados, dominado por un deseo que dudaba si manifestar; quería verla, admirarla. No la conocía completamente a pesar de aquellas noches en el hotel, cuando oían voces extrañas al otro lado de los finos tabiques. Lo que pedía no era un capricho de amante, sino el deseo de un pintor, de un artista. Sus ojos estaban hambrientos de la belleza de la mujer.
María se resistió, acalorándose, algo enfadada, ofendida en sus profundos prejuicios.
—No seas tonto, querido Novalis —dijo—. Ven a la cama.
Pero él insistió. Debía superar sus prejuicios burgueses, le dijo. El arte se mofa de semejante modestia, la belleza humana debe exhibirse en toda su majestad y no permanecer escondida, despreciada.
Las manos del hombre, coaccionadas por el temor a herirla, apartaron suavemente sus dulces brazos que estaban cruzados sobre el pecho.
Ella se rió.
—Eres tonto. Me haces cosquillas. Me estás haciendo daño.
Pero, poco a poco, adulado el femenino orgullo por el culto de que era objeto su cuerpo, se fue entregando, dejándose tratar como una niña, con mansas protestas, como si estuviera sufriendo una agradable tortura.
Libre de velos, el cuerpo brilló con la blancura de las perlas. María cerró los ojos como si quisiera escapar a la vergüenza de su desnudez. Sobre las tensas sábanas, las graciosas formas embriagaban lo ojos del artista.
—Eres la fascinante y pequeña maja de Goya —dijo él.
Durante las semanas siguientes, nunca posó para él ni le permitió tener modelos. Se metía inesperadamente en el estudio y charlaba mientras él iba pintando. Una tarde que entró de repente en el estudio, vio sobre la plataforma de los modelos a una mujer desnuda tendida sobre pieles, mostrando las curvas de su marfileña espalda.
Más tarde María hizo una escena. Novalis le rogó que posara para él y ella capituló. Agotada por la vehemencia, se quedó dormida. Él trabajó durante horas sin pausa.
Con franca inmodestia, se admiró en el cuadro lo mismo que lo hacía en el gran espejo del baño. Deslumbrada por la belleza de su propio cuerpo, por unos instantes perdió la vergüenza. Además, Novalis había puesto al cuerpo una cara distinta, para que nadie pudiese reconocerla.
Pero después María recayó en sus viejos hábitos mentales, negándose a posar. Hacía una escena cada vez que Novalis contrataba a una modelo, escuchando y espiando detrás de las puertas, y discutiendo a todas horas.