Pájaros de Fuego (4 page)

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Authors: Anaïs Nin

BOOK: Pájaros de Fuego
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Percibía con alborozo el antagonismo de Robert. Le gustaba su fuego y sus demonios furiosos, que la mordían y confundían. Lo que odiaba sobre todas las cosas era que, en su presencia, muchos hombres se inhibían, empequeñecían y languidecían. Sólo los tímidos se le acercaban, como si buscaran su fuerza. Dorothy deseaba destrozarlos cuando los veía arrastrarse hacia su cuerpo erguido como un árbol. La idea de permitirles que metieran el pene entre sus piernas le resultaba similar a tolerar que unos insectos se arrastraran sobre su cuerpo. De ahí que se jactara de la lucha por echar a Robert de la vida de Edna, por humillarle y destruirle. Cuando los tres estaban juntos, Edna ocultaba sus sentimientos respecto a Harry y Robert no ofrecía llevársela, ni lo pensaba siquiera, limitándose a vivir en el romántico presente, como un soñador. Dorothy lo criticaba y Edna lo defendía. Edna pasaba las horas acordándose de la fogosidad con que Robert la había poseído la primera vez, del sofá estrecho y pequeño en que se tendieron, de la alfombra polvorienta sobre la que acabaron rodando; pensaba en las manos de Robert y en cómo la penetraban.

—Tú no puedes entenderlo —dijo Edna a su hermana—. Tú nunca has estado enamorada de esta forma.

Entonces, Dorothy guardaba silencio.

Las dos hermanas dormían en habitaciones contiguas. Entre los dormitorios había un gran cuarto de baño. Harry había vuelto a irse por seis meses. Edna dejaba que Robert fuese a su habitación por la noche.

Una mañana, mirando por la ventana, Dorothy vio que Edna salía de la casa. No sabía que Robert estaba en el dormitorio, durmiendo. Entró al baño a lavarse. Edna había dejado su puerta abierta y Dorothy, creyéndose sola, no se preocupó de cerrarla. En aquella puerta había un espejo. Dorothy entró en el cuarto de baño y dejó caer el quimono. Se sujetó el pelo en alto, se maquilló la cara. Tenía un cuerpo magnífico. Todos los movimientos que hacía delante del espejo resaltaban las curvas provocativamente llenas y turgentes de los pechos y las nalgas. Se cepillaba la melena pletórica de reflejos. Los pechos bailaban con sus movimientos. Se puso de puntillas para dibujarse las cejas.

Y Robert, al despertar, se encontró contemplando este espectáculo desde la cama, perfectamente reflejado en el espejo que tenía delante. De pronto todo su cuerpo se encendió. Apartó los cobertores. Dorothy seguía visible en el espejo. Se había inclinado para recoger el peine. Robert no pudo aguantar más. Fue al cuarto de baño y se plantó en medio. Dorothy no hizo ninguna exclamación. Robert estaba desnudo, el pene sobresalía apuntando hacia ella y los ojos castaños la quemaban.

Al acercarse él un paso más, Dorothy fue presa de un extraño temblor. Sintió que estaba deseando avanzar hacia él. Cayeron el uno sobre el otro. Robert medio la arrastró, medio la llevó en brazos a la cama. Fue una especie de continuación de su lucha, pues ella se defendió, pero todos sus gestos no hicieron sino aumentar la presión de las rodillas, del hombro, de las manos, de la boca. Robert tenía unas ganas locas de hacerle daño, de doblegarla a su voluntad, y la resistencia de Dorothy le encendía los músculos y la rabia. Al poseerla, rompiendo su virginidad, la mordió, aumentando el dolor. Ella ni se dio cuenta, dado el goce que el cuerpo del hombre despertaba en el propio. Donde él la tocara, ardía; después del primer dolor, la sensación que tenía era de que también su vientre se hubiera inflamado. Cuando todo hubo concluido, ella volvió a atraerle. Fue ella quien cogió el pene entre las manos y se lo metió de nuevo, y el éxtasis de sentirlo dentro de su cuerpo era mucho mayor que el dolor.

Robert había descubierto una sensación más fuerte, un aroma más fuerte: el olor del pelo de Dorothy, de su cuerpo, la vehemencia con que lo recibía. Al cabo de una hora, Dorothy había olvidado sus sentimientos por Edna.

Después, estaba como poseída cuando recordaba a Robert encima de su cuerpo, moviéndose de tal modo que el pene se restregara entre sus pechos, avanzando hacia su boca, y sentía el mismo vértigo que se siente ante un abismo, una sensación de vacío, de aniquilamiento.

No sabía cómo mirar a Edna. Estaba desgarrada por los celos. Temía que Robert intentase quedarse con ambas. Pero con Edna él sólo tuvo la sensación de aniñarse cuando, tendiéndose a su lado y poniendo la cabeza sobre sus pechos, se lo confesó todo, llevado por la necesidad de tener una madre, sin pensar en el daño que hacía. Pero comprendió que no podía quedarse y se inventó un viaje. Rogó a Dorothy que le acompañara, Dorothy dijo que iría después y Robert se fue a Londres.

Edna lo siguió. Dorothy fue a París, queriendo huir de Robert en nombre de su afecto por Edna. Inició una relación con un joven americano, Donald, porque se parecía a Robert.

Robert le escribió que ya no podía hacer el amor con Edna, que se veía obligado a disimular constantemente. Había descubierto que Edna nació el mismo día que su madre y cada vez se iba identificando más con la madre, lo que le paralizaba. No le diría la verdad.

Poco después, Robert fue a París a reunirse con Dorothy. Ella continuó viéndose también con Donald. Luego se fue de viaje con Robert. La semana que pasaron juntos creyeron volverse locos. Las caricias de Robert ponían a Dorothy en tal estado que ella le mendigaba: «¡Poséeme!» Él simulaba negarse, para verla retorcerse en la exquisita tortura, al borde del orgasmo y sólo necesitada de que él la rozara con la punta del pene. Y ella también aprendió a atormentarlo, a abandonarlo cuando estaba a punto de correrse. Simulaba dormirse y lo dejaba torturado por el deseo de que volviera a tocarlo y con miedo a despertarla. Se apretaba contra ella, metía el pene entre las nalgas y trataba de restregarse, para correrse con el contacto, pero no podía; entonces ella despertaba y volvía a tocarlo y a lamerlo. Hacían estas cosas tantas veces que se convirtieron en una tortura. La cara de ella estaba hinchada a causa de los besos y guardaba señales de los dientes de Robert por todo el cuerpo; sin embargo, les bastaba rozarse por la calle, aunque fuese andando, para ser presas del deseo.

Decidieron casarse y Robert escribió a Edna.

Edna fue a París el día de la boda. ¿Por qué? Era como si deseara verlo todo con sus propios ojos, para sufrir hasta la última gota de amargura. En pocos días se había convertido en una anciana. Un mes antes estaba resplandeciente, encantadora, su voz era como una canción, como una aureola que la envolvía, su paso era ligero y su sonrisa abrumadora. Y ahora llevaba una máscara. Encima de la máscara había puesto polvos. Debajo no brillaba la vida. El cabello era mortecino, la mirada de sus ojos como la de una persona agonizante.

Dorothy desfalleció al verla. Le gritó. Edna no contestó. Se limitó a mirar fijamente.

La boda fue fantasmal. Robert se echó a llorar en medio de la ceremonia y se comportó como un demente, amenazando a Dorothy por embaucarlo, amenazándola con suicidarse. Cuando hubo terminado, Dorothy se desmayó. Edna llevaba flores y era la auténtica imagen de la muerte.

Robert y Dorothy partieron de viaje. Querían volver a visitar los lugares por donde habían pasado pocas semanas antes y recuperar el mismo placer. Pero cuando Robert quiso tomar a Dorothy se encontró con que ella no respondía. El cuerpo de la mujer había experimentado un cambio. La vida le había abandonado. Es la tensión, pensó él, la tensión de haber visto a Edna, de la boda, de la escena que le había hecho Donald. Estuvo tierno y aguardó. Dorothy lloró por la noche. La noche siguiente ocurrió lo mismo. Y la otra. Robert probaba acariciarla, pero el cuerpo de ella no vibraba bajo sus dedos. Ni siquiera la boca respondía a la boca del hombre. Era como si hubiese muerto. Después, Dorothy procuró ocultárselo. Simulaba sentir placer, pero cuando Robert no la miraba tenía el mismo aspecto que Edna el día de la boda.

Dorothy guardó el secreto. Robert estuvo engañado hasta el día que alquilaron una habitación en un hotel bastante barato, debido a que los buenos estaban llenos. Las paredes eran delgadas y las puertas no cerraban bien. Se acostaron. En cuanto apagaron la luz oyeron el rítmico rechinar de la cama de la habitación contigua, donde dos cuerpos soñolientos se machacaban mutuamente. Luego la mujer se puso a gemir. Dorothy se sentó en la cama y lloró por todo lo que había perdido.

Robert tuvo la oscura sensación de estar sufriendo un castigo. Dorothy sabía que esta sensación no era ajena a habérselo arrebatado a Edna. Creyó que al menos podría recuperar la respuesta física con otros hombres, y quizá liberarse y volver a Robert. Cuando regresaron a Nueva York buscó aventuras. En su interior oía constantemente los gemidos y los gritos de la pareja del hotel barato. No descansaría hasta haber vuelto a tener aquella sensación. Edna no podría privarla de eso, no podría acabar con su vida. Era un castigo demasiado grande para una falta de la que no era completamente culpable.

Intentó volver a encontrarse con Donald. Pero Donald había cambiado. Se había endurecido y cristalizado. El otrora joven pasional y emotivo se había transformado en un buscador de placeres impersonal y maduro.

—Claro que sabes quién es responsable de esto —dijo a Dorothy—. No me hubiese importado que descubrieras que no me amabas lo más mínimo, que me dejaras y te fueses con Robert. Sabía que te atraía, aunque no hasta qué punto. Pero no puedo perdonarte que nos tuvieras al mismo tiempo, en París. Alguna vez he debido poseerte pocos minutos después que él. Pedías violencia. Yo no sabía que me estabas pidiendo que superara a Robert, que intentara borrarlos de tu cuerpo. Creía que sencillamente estabas loca de deseo. Por eso respondía. Tú sabes cómo te hacía el amor, cómo te reventaba los huesos, te doblaba y te retorcía. Una vez te hice sangre. Luego, cuando me dejabas, debías coger un taxi para irte con él. Y me volví loco y quise matarte.

—Ya he sido lo bastante castigada —dijo Dorothy con violencia.

Donald la miró.

—¿Qué quieres decir?

—Me he vuelto frígida desde que me casé con Robert.

Donald arqueó las cejas. Luego su rostro adoptó una expresión irónica.

—¿Y por qué me lo cuentas? ¿Esperas que te haga sangre para volver con tu Robert, derritiéndote, al fin y disfrutar con él? ¡Dios sabe que te sigo queriendo! Pero mi vida ha cambiado. No quiero más amores.

—¿Cómo vives?

—Tengo mis pequeños placeres. Invito a determinados amigos escogidos, les ofrezco bebida, se sientan en mi habitación..., donde tú estás sentada. Luego voy a la cocina, a preparar más copas, y los dejo solos un rato. Ellos ya conocen mis gustos, mis pequeñas predilecciones.

»Cuando vuelvo..., bien puede haber una sentada en el brazo de tu sillón, con las faldas levantadas, y otro arrodillado delante de ella, mirándola o besándola, o bien él sentado en el sillón y ella...

»Lo que me gusta es la sorpresa y verlos. Ellos no se dan cuenta de mi presencia. En cierto sentido, así debieron ser las cosas entre tú y Robert, de haber podido yo presenciar vuestras escenitas. Posiblemente es una especie de recuerdo. Ahora, si quieres, quédate unos minutos. Va a venir un hombre excepcionalmente atractivo.

Dorothy se disponía a irse. Pero se percató de algo que la hizo detenerse. La puerta del cuarto de baño de Donald estaba abierta y la cubría un gran espejo. Se volvió hacia Donald y dijo:

—Escucha, me quedaré. Pero ¿me concederás un capricho? No va a alterar lo más mínimo vuestra satisfacción.

—¿Qué es?

—En lugar de irte a la cocina cuando nos dejes, ve un rato al baño y mira por el espejo.

Donald aceptó. Llegó su amigo John. Físicamente era un hombre magnífico, pero el rostro tenía una extraña expresión decadente, una laxitud en los ojos y la boca, algo que frisaba la perversidad y que fascinó a Dorothy. Era como si no pudiera satisfacerlo ninguno de los placeres normales del amor. Su cara mostraba una peculiar insaciabilidad y curiosidad; tenía algo de animal. Los labios dejaban ver los dientes. Pareció asombrarse al ver a Dorothy.

—Me gustan las mujeres de buena raza —dijo inmediatamente, y se mostró agradecido con Donald por el regalo, la sorpresa de la presencia de Dorothy.

Dorothy llevaba pieles desde la cabeza hasta los pies: el sombrero, el manguito, los guantes e incluso los zapatos. Su perfume había llenado la habitación.

John se mantuvo a su lado, más alto, sonriendo. Sus gestos se volvían progresivamente festivos. De pronto se adelantó, inclinándose como un director de escena, y dijo:

—Tengo que hacerle una pregunta. Usted es muy bella. Yo odio las ropas que ocultan a las mujeres. Sin embargo, también odio ser yo quien las quite. ¿Haría usted una cosa por mí, una cosa excepcionalmente hermosa? Por favor, quítese las ropas en otro cuarto y vuelva sólo con las pieles. ¿Quiere? Le diré por qué se lo pido. Las pieles sólo sientan bien a las mujeres de pura raza y usted es de pura raza.

Dorothy fue al cuarto de baño, se despojó de las ropas y regresó con las pieles, conservando únicamente las medias y los zapatos con adornos de piel.

Lo ojos de John chispearon de placer. Sólo fue capaz de sentarse y mirarla. Su excitación era tan fuerte y contagiosa que Dorothy comenzó a sentir una creciente sensibilidad en las puntas de los pechos. Tenía la sensación de que le apetecía mostrarlos, de que quería abrir las pieles y contemplar el placer de John. Por regla general, el ardor y la tensión de los pezones sucedían al mismo tiempo que el ardor y la tensión de la boca del sexo. Hoy sólo sentía los pechos, el impulso de mostrarlos, de levantarlos con las manos y ofrecerlos. John se inclinó y los buscó con la boca.

Donald se había ido. Esperaba en el cuarto de baño y miraba por el espejo de la puerta. Veía a Dorothy de pie junto a John, con los pechos en las manos. Las pieles se habían abierto descubriendo todo el cuerpo, que brillaba luminoso y abundante, como un animal enjoyado. Donald estaba excitado. John no tocó el cuerpo, chupaba los pechos y a veces se detenía para palpar la piel con la boca, como si estuviera besando a un bello animal. El olor del sexo —los olores acres a mar y mariscos, como si la mujer procediera del mar lo mismo que Venus— se mezclaba con el olor de las pieles, y John intensificó las succiones. Viendo a Dorothy por el espejo, viendo el vello de su sexo como si de otras pieles se tratara, Donald comprendió que si John la tocaba entre las piernas le golpearía. Salió del cuarto de baño, con el pene al aire y erecto, y se acercó a Dorothy. La escena se parecía tanto a su primera pasión por Robert que Dorothy gimió de placer, se separó de John y se giró hacia Donald, diciendo:

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