—¿Con el auto cómo hacemos? —le pregunta a Mauricio—. Te lo traigo acá a tu casa cuando termine, digo yo. Calculo que a eso de las dos, o las tres…
—¿No se encuentran a las doce? Difícil que terminen tan temprano. Hacemos una cosa —bosteza Mauricio mientras se sienta frente a su taza de café—. Llevámelo al club. Yo me voy con Mariel en el auto de ella.
—Pero tenemos tenis de cinco a seis, Mauri.
—Por mí no hay problema —dice Fernando, incómodo—. Si llego antes, los espero. Además, aprovecho a pasearme por tu club así vestido. Algo tengo que levantar, quiero creer —piensa en agregar algo vinculado con las minas que están al pedo en el club todo el día, pero le parece demasiado evidente su ataque a la beldad vestida de verde, de modo que calla.
—De acuerdo, pillo —Mauricio señala una repisa—. Ahí tenés las llaves del Audi.
—Del garaje mejor sacalo vos. Soy malo con la marcha atrás y la primera. Pero en primera por lo menos voy para adelante… —ve la súbita expresión de alarma de Mauricio—. Es un chiste, pelotudo.
El otro sonríe. Mariel le saca un hilo suelto a su campera deportiva. Seguro que le ha molestado la palabra pelotudo, pero no porque se la haya dicho a su marido sino porque ha osado proferirla en su cocina. Fernando entiende al fin lo que más nervioso lo pone de esa mujer: esa quietud, esa distancia, esa frialdad es peor que la simple altanería. Lo hace sentir un estorbo, un objeto que sobra, un bolso dejado en cualquier sitio que molesta el paso. Se pregunta si ella será así con todo lo ajeno a su propio mundo o sólo con lo que Mauricio ha traído del mundo anterior a conocerla. Su pasado. Sus amigos.
—Igual acompañame al garaje, por si tenés alguna recomendación de última hora —se preocupa por que su voz suene neutra, oficial, oficinesca, para despedirse de ella—. Chau, Mariel.
—Chau, Fernando.
—Vamos a hacer una cosa, señoras.
—¿Qué, Mono?
—¿Qué cosa?
—Nos ponemos de acuerdo en algo, y lo cumplimos. Los tres. Los cuatro: ustedes tres y yo. ¿De acuerdo? Yo voy a ver a este “sanador” de Florencio Varela. Llevo los estudios, no los llevo, para el caso da lo mismo. No le avisamos nada a mi vieja. En eso tiene razón Mauricio. Me parece que en lo demás también, pero en fin. No le decimos nada a ella. Vos, Fernando, me llevás a Florencio Varela y lo vemos al sanador. Eso sí: pase lo que pase, resulte lo que resulte, diga lo que diga, hasta ahí llegó mi amor. Se acabó. Se acabaron las consultas, las interconsultas, las recontrarequete-interconsultas, y nos dejamos de joder para el resto de la cosecha. ¿Estamos?
—…
—…
—Estamos.
—Está bien.
Un mozo de aspecto impecable le sostiene la puerta vaivén para que no tenga que molestarse en abrirla y a Fernando le viene a la memoria una escena de la película
Titanic
: Leonardo Di Caprio, que es pobre como una laucha pero va vestido de frac, entra con aires principescos al comedor de primera clase. Y los mozos, encandilados por su apariencia, lo tratan como a un señor. Acá es lo mismo. Eso sí, Fernando desea que su aventura no tenga el trágico descenlace de la historia del muchacho, congelado hasta los tuétanos en las gélidas aguas del Atlántico Norte. Se presenta y le indican el sitio que tiene reservado. Naturalmente, Prieto no ha llegado.
Se acomoda en una mesa que da a la dársena del río y comprende que ha cometido un error importante. Los otros comensales —no muchos, porque todavía no es pleno mediodía— van vestidos con ropa sport. Elegante, fina, pero sport. Es sábado. Y él es un idiota, porque se ha vestido como si fuese un día laboral. Se exige tranquilidad. Basta de neurosis. A lo hecho, pecho, como diría la nona.
Por la rambla adoquinada ve pasar a un grupo de chicos con pinta de estudiantes. Claro. Ahí nomás está la Universidad Católica. No puede evitar compararlos con sus propios alumnos y le viene a la mente una de sus eternas preguntas sin respuesta: ¿por qué la gente con dinero es más linda que la gente sin dinero? Ese grupito, de hecho. Dos chicos y tres chicas. ¿Por qué ninguno es feo? ¿O es el entorno opulento el que los embellece? Fernando tiene un montón de alumnos y alumnas feas. Él mismo se considera feo. El Ruso es feo. El Mono era pasable, pero tampoco una maravilla. Mauricio es el más lindo de los cuatro. ¿Por eso habrá hecho guita? ¿Será que la belleza llama a la guita? ¿O al revés? Porque esos pibes tienen guita que les viene por generaciones. No la han ganado ellos. Como mínimo, sus papis, durante el menemismo. Detecta en sus pensamientos un ligero matiz de resentimiento. Viva la revolución, se burla de sí mismo. ¿Se cuela cierta frustración personal en sus elucubraciones? Quiere creer que no. No en este caso. Sacude la cabeza, negándose a sí mismo. Basta de pensamientos oscuros, o va a terminar colgándose de una viga del techo antes de su entrevista con Prieto.
Se acerca un mozo al que le explica que espera a una persona. El otro le deja una copa de vino tino, una bandeja con pan y un par de cazuelitas de aspecto apetitoso. En diez minutos da cuenta de casi todo. Mira a las otras mesas y se reprocha su voracidad. Esa gente come de a poco, y no con sus urgencias de náufrago. Sacude las migas como puede, para borrar los rastros de la depredación, pero las cortecitas se clavan de punta en el mantel y cuesta quitarlas. Al final deja la cosa más o menos en condiciones. Mira el reloj. Las doce y media. La puta madre. Hace media hora que lo tiene esperando. Necesita ir al baño, pero no quiere dejar la mesa por miedo a que el tipo llegue, la vea vacía y se vaya por donde vino.
Finalmente Prieto aparece con cuarenta minutos de retraso. El
maître
lo saluda como a un
habitué
, y señala la mesa en la que Fernando lo aguarda. Se levanta para estrecharle la mano. Ni se le cruza la idea de reprocharle la tardanza. En esta negociación, el lado débil es él y no el periodista. Además, la impuntualidad no deja de ser otro deporte argentino. El segundo en importancia, tal vez, luego del gran pasatiempo nacional de manejar los autos como forajidos y hacerse papilla en las rutas.
Como sea, allí está Armando Prieto. No muy alto, no muy joven, con el pelo más canoso que como aparece en la tele, pero con el mismo bronceado tecnológico. Lleva una camisa clara, de cuello abierto y mangas arremangadas, y un pantalón pinzado al tono. Lo normal para un sábado a la mañana. Fernando vuelve a sentirse un muñequito de torta.
—Así que vos sos amigo del Polaco —rompe el silencio Prieto, mientras con un ademán llama al mozo.
—Sí. De chicos. Del barrio —no viene al caso enmendarle la plana, y decirle que más que amigo era un conocido, un conocido al que detesta. Igual se maravilla pensando que los sobrenombres tienen vida propia. Este tipo no sabe, no puede saber, que eso de “Polaco” lo inventó su hermano, treinta años atrás, partiendo de la certeza falaz de que todos los rubios nacieron en Polonia.
—Mirá vos —agrega Prieto, por decir algo—. ¿Tomás vino?
Fernando asiente y le indica que elija a su antojo. Prieto alza la carta hacia el mozo y le indica uno que cuesta más de cien pesos. Después piden los platos.
—No sé si Salvatierra te contó más o menos cómo viene la mano… —aventura Fernando, como un modo de entrar en tema. No le pregunta si lo puede tutear. Se lanza directamente porque supone, o quiere creer, que el tuteo los acerca un poco, los aproxima.
—Sí, algo me dijo. Me contó que vos sos el dueño del pase con unos amigos…
—Sí. Con otros dos. El pibe se llama Pittilanga.
—Eso. Y juega en el Torneo Argentino, de delantero.
—En realidad, no.
Fernando, con cierta turbación, comienza a explicar. Era previsible que Salvatierra, con lo limado que tiene el cerebro, lo presentase a Pittilanga como delantero. Pero tener que arrancar con lo del cambio de puesto es como confesar una debilidad, una improvisación. De nuevo lo asalta la conocida sensación de ser un mago pésimo, al que se le adivinan los trucos. Pero apechuga y empieza a narrar, directo y conciso. En diez minutos, en cinco, recorre la biografía de Pittilanga desde su formación en inferiores, su paso por el Sub-17, su posterior estancamiento, su salida a préstamo. Y termina aclarando la confusión sobre los puestos. Le parece que Prieto aprecia lo escueto de su relato. Debe ser un tipo ocupado, piensa Fernando. No tendrá tiempo para circunloquios. Se felicita por su estrategia. Para algo sirve su entrenamiento en auditorios de cuarenta adolescentes dispuestos a persistir en la ignorancia. Si logra capturar la atención de semejante público (aunque sea por lapsos breves), cuánto más el de un solo tipo, que por añadidura —y si se ponen de acuerdo— sacará una tajada de todo aquello.
—Y ustedes lo que necesitan… —deja picando Prieto cuando Fernando termina.
—Es darle manija.
En ese momento llegan los platos. Prieto vuelve a llenar las copas de vino y le entran a la comida, aunque Fernando está tan nervioso que no tiene hambre. Come para no desairar el apetito del otro.
—Qué mundo jodido este del fútbol, ¿viste? —comenta Armando Prieto, mientras corta la carne.
—Bueno. Vos debés saberlo más que nosotros. Uno desde afuera…
El periodista revolea los ojos, como si su experiencia fuese demasiada como para expresarla en palabras.
—Es todo guita. Todo.
Fernando asiente. Sin querer, se acuerda de sus últimas conversaciones con el Mono. Esas en las que habían hablado tanto de Independiente. De su amor por la camiseta. De su nostalgia por las glorias del pasado. De las incertidumbres de esa emoción ridícula que compartían. ¿Cómo le hubiera caído una conversación como esta?
—Y más ahora. Más en los últimos años, viste. Cuando yo empecé en esto, hace una pila de años, no sé, capaz que era distinto… —le suena el celular y lo gira hacia su lado para ver quién lo llama—. Disculpame un segundo, te pido. Sí, qué decís. Acá en un almuerzo, una reunión. Decime.
Mientras habla, Prieto saca una pequeña agenda electrónica y ubica en la pantalla los casilleros de la semana entrante.
—A ver, esperá. No: el lunes hablo de los partidos del fin de semana. Ahí no hay problema. El miércoles hay copa. Si pierde River tengo tema para todo el jueves, pero si gana… ¿El viernes?
Fernando tiene gran facilidad para leer patas arriba. Un buen modo de detectar las atrocidades ortográficas de sus educandos y corregirlas
in fraganti
. En la casilla correspondiente al martes lee “Especular con la venta de Riquelme otra vez a Europa”. Prieto apoya el lápiz electrónico sobre el miércoles, que figura vacío.
—No, lo de Riquelme lo largo el martes, que es un día muerto. El asunto es el miércoles.
Con algo de esfuerzo, Fernando alcanza a escuchar la voz estridente del otro, pero no distingue sus palabras. Parece una especie de apuntador, que está sugiriéndole temas para el programa de radio. Seguro que Prieto prefiere denominarlo “productor”. Productor de pelotudeces, piensa Fernando. Es patético pensar en los miles de tipos que, el martes, estarán pendientes de la venta de Juan Román Riquelme vaya uno a saber a dónde. Falta determinar el bolazo del miércoles.
—¡No! ¡Lo de la pelota lo hablamos hace poco! Tenés que anotarlo, Nacho —Prieto pone voz de reproche—. Me podés hacer meter la gamba mal, si no. ¿No te acordás que llamamos a un par de arqueros, para que opinasen al aire? Ah, ¿viste? Eso lo tenés que tener presente vos, no yo.
Hace una pausa, mirando el mantel. Es como si Fernando no estuviera. Mejor. No sabría qué cara devolverle.
—Ah, esa es buena —Prieto se incorpora en la silla, como si abruptamente se hubiera entusiasmado y anota en la agenda: “Tamaño de los arcos”—. Sí, eso lo entiendo, pero… Podría ser, yo qué sé. ¿Te parece? —Prieto empieza a juguetear con un pedazo de papa de su plato, haciéndolo patinar sobre la salsa—. Che, me gusta, me gusta.
Fernando lo ve agregar en la agenda: “Agrandar los arcos. Debate. Oyentes. ¿Opinión de jugadores?”.
—Bueno, Nacho. Misión cumplida. Sí. Sí. Nos vemos en el canal mañana a la noche. Chau. Sí, sí. Chau.
Se encara de nuevo con Fernando, que concluye, entristecido, que no es el único mago mediocre al que se le notan los hechizos.
—Te lo discuto de acá a la China, Fernando. Pensá en los hinchas. ¿Cuántos hinchas tiene Independiente?
—¿Independiente? Un montón, Mono. Sigue habiendo un montón.
—“Sigue.” Pero cada vez hay menos pibes del Rojo. Son todos de Boca, ahora. O de River, como mucho.
—¿Y qué querés? Si en la tele están dale que dale con Boca y River…
—Más a mi favor, Fernando.
—Juegan los domingos, cobran más guita de la tele, todos los programas están meta y meta con…
—Pero ojo, que hay otros cuadros que suman pibes. San Lorenzo seguro que está sumando.
—¿San Lorenzo?
—Seguro, boludo. Y Vélez lo mismo.
—¿Vélez? ¿Pero cuántos son los de Vélez?
—No importa. Y no sacudas el brazo que te vas a sacar la aguja, y necesito tu sangre. Si no, tu brazo me importaría un carajo, te aclaro. Pero estoy hablando de tendencias. Ellos tienen cada vez más. Nosotros cada vez menos.
—No creo que sea tan así, Mono.
—Cuando éramos chicos, los pibes se hacían de Independiente a montones. Te sobraban los hinchas.
Durante un rato, Armando Prieto mantiene la conversación lejos del tema de Pittilanga. Fernando no se impacienta y hablan de fútbol, de política, de periodistas, de programas de televisión. En realidad habla Prieto, y Fernando se limita a darle el pie necesario para que construya su monólogo sin sobresaltos. Al principio le resulta interesante y aprovecha para satisfacer su curiosidad de hincha de fútbol de toda la vida. Pero después va perdiendo interés, porque Prieto reúne dos defectos que él detesta: habla sin interesarse en lo más mínimo por la persona que tiene delante, y pontifica sobre los temas más diversos como si de su boca brotasen todas las verdades. Un especialista nato. Un todólogo consumado. Un argentino hecho y derecho, mal rayo nos parta, se lamenta Fernando, de un talante cada vez más siniestro. Por otro lado, las anécdotas que hilvana y los recuerdos que cita se engarzan unos con otros con tanta perfección que Fernando sospecha que los debe repetir hasta el hartazgo. Una película de esas que en el cine se ven con chispazos de luz y se escuchan con fritura, de tanto pasarlas.