Sería injusto decir que ha envejecido. Tiene… ¿cuántos? ¿Treinta y cinco?, ¿treinta y seis? Sigue siendo joven. Sigue siendo linda. Mantiene la buena figura, más allá de sus dos embarazos. Fernando calcula cuántos años tendrá el hermanito de Guadalupe, el que Lourdes tuvo con el suizo. Seis. Matías tiene seis años.
—¿Cómo andan los chicos? —pregunta Fernando, como un modo de empezar bien.
Al escuchar esa mención, a Lourdes se le afloja el gesto.
—Bien, bárbaro. Ahora están con Claudio.
Claudio es la nueva pareja de Lourdes. Se juntó con él después de separarse del suizo. Hace un par de años que están juntos. A Fernando le gustaría preguntar cómo anda eso, pero no tiene la confianza suficiente. Espera que las cosas anden bien. No por Lourdes, a quien le sigue guardando un rencor profundo por todo el daño que le hizo a su hermano. Pero sí por Guadalupe, para que viva en una casa que se parezca lo más posible a una familia, piensa Fernando, que tiene patrones más bien clásicos al respecto.
—¿Tus cosas, bien? —pregunta Lourdes, como cediendo a los requisitos de la cortesía.
—Bien, sí, bien —asiente Fernando, pensando en el modo de entrar en tema.
—¿Tu vieja?
—Bien, ahí anda. Tirando —contesta Fernando, que no tiene deseos de ser demasiado preciso.
¿Qué sería ser preciso? ¿Mi vieja? Amargada, tozuda, enojada, dispersa para todo lo que no sea odiar al mundo y venerar la memoria del Mono. Mejor abreviar en eso de “bien, tirando”.
—Te hice venir porque quería conversar un tema que tiene que ver con Guadalupe —mejor ir al grano, se dice Fernando.
—Mirá, con el tema de las visitas yo hablé con el abogado y…
—Esperá. Dame un segundo.
Fernando la frena en seco. Una cosa es la cortesía y otra bien distinta tener que tolerar que lo tome de boludo, o que pretenda asustarlo.
—Yo sé que con el Mono tuvieron los mil quilombos por ese lado.
“Los mil quilombos.” Lindo eufemismo para todos los tironeos, las angustias, los malos ratos, las amenazas, las denuncias que esa hija de mil putas le tiró por la cabeza a su hermano.
—Justamente, por eso…
—Te pedí que me dejaras hablar. Si estás de acuerdo, me parece mejor que seamos sinceros. Todo lo que podamos.
—Dale —responde Lourdes mientras le suena el celular.
Tiene el tino de apagarlo, pero cuando lo manipula se le resbala y cae al piso. Fernando no puede evitar mirarle el escote mientras ella se agacha a recogerlo, aunque enseguida desvía la mirada. ¿Será un acto reflejo masculino o él es un perverso? Buenas tetas. Siempre las tuvo. Pobre Mono. Siempre fueron su debilidad. Mejor volver al asunto.
—Ahora que el Mono murió lo de las visitas es un engorro. Vos bien sabés que tendría que haber un régimen para mi vieja, o para los tíos.
—Yo no te digo que no, pero prefiero que lo hables con el abogado.
—Al abogado tuyo lo tengo montado encima del huevo izquierdo, Lourdes, y vos lo sabés porque para eso lo contrataste y le pagás sus buenos mangos. Buenos mangos que, dicho sea de paso, se los sacaste al Mono.
Error, piensa Fernando, mientras ve a Lourdes guardar con ademanes enérgicos el teléfono celular, los anteojos oscuros y las llaves del auto en la cartera en el ademán de quien está por irse.
—Perdón. Se me escapó.
Lourdes lo mira con ojos asesinos, pero detiene sus aspavientos. Ojos que matan, la verdad, piensa Fernando, que de todos modos le sostiene la mirada. Pobre Mono, vuelve a pensar.
—No tiene sentido que volvamos sobre cosas viejas. Mejor pensar en el futuro.
—No creo que vos y yo podamos entendernos.
—Me parece que si somos prácticos sí. Prácticos y sinceros, Lourdes.
Ella se acomoda el pelo. Mira alrededor, como buscando algo.
—Fumar no se puede. Lo lamento. Si querés vamos afuera, pero hace frío.
—No importa —dice Lourdes, soltando de nuevo los cigarrillos y el encendedor dentro de la cartera.
—Empecemos dejando algo en claro. Vos a mí no me tolerás, y yo no te tolero a vos. Y no tiene sentido que busquemos las razones ni que nos expliquemos por qué. En el fondo, no hay modo de que nos entendamos.
Lourdes lo mira, abriendo mucho los ojos.
—Honestidad brutal, que le dicen.
—Que le dicen, sí. Pero hay algo en lo que sí estamos de acuerdo.
—¿Ah sí? ¿En qué?
Fernando está a punto de enfurecerse otra vez con el tonito sarcástico de Lourdes, pero hace el esfuerzo de no perder los estribos. Si puede conseguirlo con sus alumnos, tiene que poder con esta turra. Respira dos, tres veces. Ya pasó.
—Mirá, Lourdes. Siempre pensé que eras una hija de puta fría, calculadora, manipuladora, histérica, mal cogida, neurótica, egoísta, mentirosa…
Contrariamente a lo que Fernando ha esperado, Lourdes lo deja seguir la enumeración hasta que se le consumen los epítetos o se le acaban las ganas.
—Y seguro que vos pensas de mí otras cosas peores. Pero no viene al caso. Lo que sí me importa es que hay algo que yo estoy seguro de que tenés y de que es bueno. Muy bueno.
—¿No digas?
—Sí digo. Yo creo que a Guadalupe la querés mucho.
Lourdes lo mira fijo. Fernando también. Los ojos de la mujer se llenan de lágrimas. Fernando ahora sí baja la mirada. Las lágrimas ajenas siempre lo vulneran, y no puede darse el lujo de sentirse tocado.
—¿Es así o no es así?
—Sí. Seguro que es así.
—Bien. Yo también. Nosotros también. Cuando digo nosotros me refiero al Ruso, a Mauricio y a mí.
—Los tres mosqueteros —dice Lourdes, en un tono en el que la emoción ha sido de nuevo desplazada por el sarcasmo.
—La queremos tanto que queremos hacerte una propuesta. A vos, no a tu abogado. Es más: si lo participás de esto, hacé como que no hablamos una palabra. Cualquier acuerdo al que podamos llegar hoy, si el tipo mete el hocico, olvidate.
—Suena a que me vas a proponer algo ilegal.
—Para nada. Un acuerdo de caballeros. O de dama con caballeros.
—Te escucho.
—Con Mauricio y el Ruso estamos manejando una inversión, una guita importante.
—No traigas a colación palabras como “inversión” porque me hace acordar de que no vi un peso de la indemnización que le dieron a Alejandro cuando lo echaron los suizos.
¿Nunca en la puta vida le vas a decir Mono, conchuda?, piensa Fernando, mientras toma un sorbo del agua que acompaña el pocillo de café. Todo el mundo le decía así. Hasta los suizos. Todo el mundo menos Lourdes. Como si desde el principio hubiera querido dejar claro que nada de lo que el Mono fuese más allá de ella, por encima, por debajo o por afuera de ella, importaba nada, servía para nada.
—Los suizos no lo echaron. El Mono se fue por las suyas.
—Mi abogado dijo que en retiros así siempre se arregla una guita. Una guita fuerte.
Y sí, piensa Fernando. Doscientos mil dólares son una guita fuerte.
—Tu abogado se equivocó.
—No creo.
—¿Me tratás de mentiroso?
El tono ha vuelto a tensarse pero a Fernando no le preocupa. Le viene bien esa tensión. Porque, efectivamente, está mintiendo, y mentir lo pone nervioso. Lo hace sentir estúpidamente culpable. ¿Culpable con esa mina que hizo todo lo posible por entorpecer los encuentros entre su hermano y Guadalupe? ¿Culpable con esa reventada que, mientras convivía con el Mono —Fernando está seguro—, seguía viendo a escondidas al suizo pelotudo ese? ¿Culpable con esa hija de puta?
—Yo no te trato de nada.
—Ah.
Bien, piensa Fernando. Le ha salido bien el tono de hombre digno y ofendido.
—La guita de la que te hablo no tiene nada que ver con el Mono. Y no tengo por qué decirte de dónde viene. Conformate con saber que es completamente legal. Completamente.
—Sí —y Lourdes suelta una sorpresiva, repentina carcajada—, la verdad que me cuesta imaginármelos a ustedes con la valentía de meterse en algo oscuro…
Fernando vuelve a pensar lo que a menudo piensa con los alumnos. El que se enoja pierde. El que se enoja pierde. Como un mantra. ¿Así que nos tenés por tres pelotudos? Mejor, Lourdes. Mejor. Porque en la puta vida vas a ver un mango de eso.
—Con más razón entonces. Es una guita legal, que queremos que le sirva a Guadalupe.
—¿Y cuánta guita es?
—No estoy autorizado a decírtelo.
Lourdes hace una mueca burlona, como si se sorprendiera por la solemnidad de la respuesta.
—No estoy autorizado y no quiero, porque como sé que sos una ambiciosa de mierda, y una materialista del carajo, tengo miedo de que te pongas en pelotuda y eches las cosas a perder. No sé bien cómo, pero necesito que te quede claro que de esta guita vos no vas a ver un mango. Y en el fondo no sabemos, ni el Ruso ni Mauricio ni yo, si con este Claudio que estás ahora vas a estar dos meses o cuarenta años. O si la semana que viene te enamorás de un noruego y querés irte a la mierda con el noruego, me entendés. O si los suizos del laboratorio te ofrecen un ascenso en la planta que tienen en conchadetumadrelandia y vos de repente te vas a conchadetumadrelandia y te llevás a Guadalupe, me seguís.
—¿Pero con quién te creés que estás hablando?
—Con vos, Lourdes, pero no nos vayamos de tema. Quedémonos con lo que sirve, con lo que sí funciona, que es lo que te dije antes. Vos a Guadalupe la adorás, y nosotros también.
Fernando hace un silencio y espera a ver si Lourdes tiene algo para retrucar. Silencio. Perfecto. Se sabe al mando. Se sabe en el control.
—Por eso, de ahora en adelante, y empezando dentro de unos meses, vos vas a recibir una mensualidad. Aparte de la pensión, te digo. Vas a recibir una mensualidad que te vamos a pasar nosotros.
—¿A cuento de qué?
—A cuento de nada. Una guita que te vamos a dar para que le pagues a Guadalupe un buen colegio. Bueno en serio, no de esos elegantes al pedo. Bueno y donde la quieran. Hay colegios así que no son tan caros.
—¿Ustedes pretenden decirme a mí a qué escuela la tengo que mandar?
—Vas a tener derecho a opinar y te vamos a escuchar, Lourdes. Pensá… pensá que venimos a ser como el padre de Guadalupe. En lugar de uno tiene tres, qué le vas a hacer. Pero la ventaja es que este padre te va a poner mil dólares todos los meses.
—¿Mil dólares?
—Mil. Mango sobre mango. De acá a que Guadalupe cumpla veintiuno.
Se hace un silencio. Lourdes, más allá de las prohibiciones, saca un cigarrillo, lo enciende y da una larga pitada.
—¿Pero entonces cuánta guita tienen?
Por el momento tenemos cero, me cago en vos. Pero ya vamos a tener, piensa Fernando. Espero.
—Ya te dije que es asunto nuestro. Y cuando la nena cumpla veintiuno, el resto lo arreglamos con ella.
—Pero ¿qué? ¿Asaltaron un banco?
No, yegua, tenemos los derechos federativos de un jugador que es un perro que no le mete un gol a nadie.
—Nada que ver. Todo legal. De acá a los veintiuno Guadalupe recibe a través tuyo ciento diez mil dólares. Pero eso sí: donde te mandás una cagada, te cortás sola, te juntás con un hijo de puta que la trate mal a la nena, lo que sea, olvidate. La guita la encanutamos y se la damos toda junta después.
—¿Y por qué no esperan, entonces? —lo desafía ella.
—Lo pensamos, porque no te tenemos confianza. Pero por otro lado nos interesa que Guada crezca bien. Que estudie, que se pueda dar algunos gustos. Tampoco que se zarpe, te aclaro. Pero nos parece justo que la disfrute desde ahora. Y al Mono le habría gustado.
—No sé —dice Lourdes, pero es un no sé que a Fernando le suena a que sí, a que no tiene nada que objetar.
—Eso sí. No sólo nos hacés caso en el uso de la guita, en la educación de la nena, sino que acordamos un buen régimen de visitas y nos lo respetás. Y cuando digo visitas me refiero a mi vieja y a nosotros tres. Y digo vacaciones, salidas, esas cosas.
Se acerca el mozo y le indica a Lourdes la prohibición de fumar. De mala gana, ella aplasta el cigarrillo en el pocillo vacío.
—Y lo mismo con los permisos. Ahora es una nena, pero dentro de nada empieza con las salidas y los boliches y los bailes y las fiestas de quince y los noviecitos.
—¿Pero ustedes qué se creen? ¿Que yo no la puedo cuidar?
—Nada que ver, Lourdes. Para el caso no nos interesa. O sí, nos interesa. Y sabemos que la cuidás. Pero la queremos cuidar nosotros también. Si querés esa guita, nos vas a tener que tolerar esta especie de patria potestad compartida, o recontracompartida con nosotros tres. ¿Me seguís?
Lourdes levanta la cartera de la silla contigua y la apoya sobre la mesa. La abre. Saca los cigarrillos y el encendedor, en un gesto automático, pero cuando toma conciencia los vuelve a guardar. Deja otra vez la cartera en la otra silla.
—Eso sí. El mes que ustedes no ponen el dinero, olvídense —de nuevo lo mira con ojos centelleantes. De nuevo el odio, el gesto amargo.
—Un mes que tus amigos y vos dejen de poner la guita y se corta el acuerdo. Se corta. ¿Me entendés?
—Te entiendo. Igual me vas a tener que esperar dos o tres meses, hasta que disponga del efectivo.
—Yo te espero todo lo que quieras. Pero hasta entonces ni se te ocurra verla a la nena.
—¿Te acordás de que mi vieja tiene derecho a verla?
Lourdes vuelve a levantar la cartera y se cruza de brazos con ella, como si fuese un escudo.
—Sí, tu vieja sí. Pero ustedes no.
Fernando levanta la mano para avisarle al mozo que traiga la cuenta. Mientras espera, se la queda mirando. ¿Hasta cuándo estuvo el Mono enamorado de esa mujer? ¿Hasta que se juntaron y su vida se transformó en un tormento? ¿Hasta que se separaron? ¿Y si la quiso siempre? ¿Y si hasta que se enfermó de cáncer y se murió siguió enamorado de esa yegua? ¿Qué fue lo que lo enamoró? ¿Qué le vio? ¿Qué virtudes fue capaz de inventarle? ¿O amar a una mujer es siempre eso de inventarle virtudes a una mina por el solo hecho de que nos atrae; nos atrae y queremos tenerla?
—Está bien —dice Fernando, mientras paga—. Hasta que tengamos la guita, seguimos como hasta ahora. Cuando te empecemos a pasar las cuotas, cambiamos. ¿Te parece bien?
—Me parece bien —contesta Lourdes, mientras se levanta y se va.
—¿Sabés qué es lo que más me jode, Fer?
—¿Qué, Mono?
—…
—…
—Que ya no puedo hacer nada. Que me quedé sin tiempo de intentar nada.