—Por suerte, Monito…
—No, Ruso, no me entendés. Cuando digo que sigo vivo no estoy con la sanata pelotuda de que sigo luchando, de que sigo apostando por la vida y toda la boludez. Me refiero a que me siguen pasando cosas. A veces tengo hambre, a veces tengo ganas de coger, a veces tengo bronca, a veces quiero llamarla a Lourdes y decirle que es una hija de puta. Pero no bronca por estar enfermo. Digo bronca por lo que sea, ¿entienden? No es que me enfermé y me convertí en otro, boludo. Sigo siendo yo.
—…
—…
—Hola, Elena. Humberto me estaba necesitando, creo.
—Sí, doctor. Adelante.
Mauricio avanza pensando que no comparte los criterios de selección de personal de su jefe. Elena tiene sesenta años y un corpachón más apropiado para un defensor central de fútbol que para la asistente del socio principal del estudio.
En su oficina, Williams habla por teléfono. Para variar. Mauricio jamás lo sorprende haciendo otra cosa. Nunca estudia un expediente ni prepara un escrito. Ni siquiera pierde el tiempo con la computadora. Es de otra generación: esa debe ser la razón. Los socios más jóvenes haraganean igual que él, pero lo hacen frente a una pantalla y con cara de circunspectos. Williams —lo ha dicho— no sabe ni cuál es la tecla de enter. El teléfono, en cambio, se le da bien. Es casi una prolongación de su brazo.
De todos modos Mauricio no le pierde el respeto por eso. Impone un aura de dignidad, de serena superioridad que le impacta profundamente. Desde las canas no muy numerosas hasta la cutícula perfecta de las uñas, pasando por el nudo de la corbata y las arrugas bien llevadas. Mauricio quiere envejecer así. Ignacio y Gonzalo, los otros socios, no le llegan a Williams a la suela de los zapatos. Son tan socios como el viejo, pero les falta ángel. Lustre. Pueden llenarse de guita y andar en autos que rajan las piedras. Pero Williams juega en otra categoría. En esa quiere jugar Mauricio. Algún día.
Con un gesto, Williams lo invita a sentarse. Habla por teléfono y se ríe. Escucha más de lo que dice. Interviene de vez en cuando, pero deja que el otro hable sin interrumpirlo. Por fin se despide con palabras afectuosas y se encara con el recién llegado.
—¿Cómo estás, Mauricio?
—Bien, Humberto. Me avisaron que necesitaba hablar conmigo.
—Sí, sí. ¿Tomás algo?
—Le agradezco, pero acabo de tomar un café.
—Bien, bien —dice Williams y se queda callado, mirándolo.
Es algo importante, se dice Mauricio. Ese “bien, bien” es una introducción, un prólogo.
—¿Te molesta si te doy un consejo? —le pregunta Williams, y se lo queda mirando.
—Sí… digo no, no me molesta —titubea Mauricio—. Sí, démelo, me encantaría…
—Lo que pasa es que… ¿vos cuántos años tenés?
—Cuarenta.
—Cuarenta. Bueno. Imaginate que lo que te voy a decir te lo dice un tipo que te lleva treinta años. Es decir, un viejo choto.
Si estuviera más tranquilo, más enfocado, Mauricio contestaría alguna estupidez para adularlo. Algo al estilo de “nada de viejo choto”, o alguna imbecilidad parecida. Pero no puede. ¿Dónde quiere llegar con eso de la edad?
—Un buen abogado tiene que tener siempre la cabeza fría. Siempre. El que se calienta, pierde. ¿Me seguís?
—Sí.
—Bien. En realidad te estoy diciendo esto y sé que lo sabés. Mil veces te he visto laburar y sé que es así. Y por eso te estamos considerando tanto para mejorar tu situación en el estudio. Si no, ni se nos ocurriría tenerte en cuenta…
“Te estamos”, “ni se nos ocurriría”. No hay nada malo en esas expresiones, pero le resultan extrañamente distantes, o vagamente amenazadoras, aunque no comprenda el porqué.
—Pero hay cosas que todavía las manejás medio… verde. No sé cómo explicarte. Te movés un poco… —Williams parece buscar un calificativo lo más indoloro posible—. Un poco tierno. Este tema del jugador que querés vender a toda costa, con tus amigotes de la infancia….
A Mauricio se le viene el alma a los pies. Problema uno: cómo se ha enterado Williams de lo de Pittilanga. Problema dos: de nuevo las palabras, las malditas palabras: “a toda costa” y sobre todo “amigotes”, que suena a barra de muchachotes grasas, a torpeza de adolescentes con demasiado barrio sobre las espaldas. Se aclara la garganta, pero no puede evitar que la voz le salga estrangulada.
—Lo que pasa es que es un tema…
—Vos te preguntarás cómo este viejito sabe que tenés una reunión prevista para pasado mañana en el Hotel Miranda a eso de las cinco…
Claro. Lo divertido es que él se rompa el coco intentando descubrir cómo se ha enterado. Si estuviera menos nervioso, Mauricio tendría que admitir que sí, que es admirable.
—Pero… —balbucea Mauricio, y se detiene. ¿Pero qué? ¿Qué tiene que ver la palabra “pero” con lo que Williams viene diciendo? Nada. Imbécil.
—Karmasov, el ruso que les hace de intermediario, es amigo de Fernando Vidal. Vos lo conocés.
—Sí, claro —si lo conoce Mauricio no lo recuerda, pero da lo mismo. Williams no necesita que él conozca o no conozca, sino que diga que sí para no interrumpirle el cuento.
—Vidal es allegado a Boca, y este ruso suele estar muy metido en el mercado de ventas a Europa. Sobre todo en los mercados menos fuertes. La cosa es que me crucé en el club con Fernando, que te recordaba a vos, y me comentó de la operación esta que estabas intentando.
Williams sonríe mientras hace una pausa y lo observa: un rato del hámster corriendo en su ruedita.
—Lo que te voy a decir es un consejo. Nada más. Vos lo tomás o lo dejás. Esto no es parte del trabajo.
Qué no va a ser, viejo mentiroso, piensa Mauricio. Esto no sólo es parte del trabajo. Es la médula del trabajo, aunque no lo diga. O sobre todo porque no lo dice. Williams se retrepa en su sillón y se acoda en el escritorio:
—No sé si vos sabés la oportunidad que tenés entre manos, con ese jugador…
—En realidad el jugador no es “mío”. El pase lo había comprado…
—Sí, sí, querido, eso ya lo sé. El jugador figura a nombre de una tal Margarita Núñez de Raguzzi.
Mauricio asiente y se contiene de aclarar que Margarita es la madre del Mono.
—¿Y vos qué tenés que ver?
—¿Yo? —repregunta estúpida, que no sirve para nada salvo para demostrar los propios nervios, la propia inseguridad—. Nada, Humberto. Ocurre que es una gente que conozco del barrio. De Castelar, donde me crié. Un conocido mío era el dueño del pase. Murió hace un tiempo y la madre…
—Sí, un tal Alejandro Raguzzi. ¿Amigo tuyo?
—No —la respuesta de Mauricio casi pisa la pregunta—. Conocido del barrio, ya le digo.
—Bueno. Genial, entonces.
Williams vuelve atrás un par de hojas en su block y empuña la lapicera fuente. Sus únicos instrumentos de trabajo.
—Acá tengo los datos —dice, y Mauricio ve, patas arriba, una serie de palabras y cifras rodeadas de garabatos, de esos que Williams hace mientras habla y escucha hablar por el teléfono—. Pittilanga, clase 1986, inferiores en Platense, Mundial Sub-17 de Indonesia, a préstamo en Mitre de Santiago del Estero. ¿Digo bien?
Mauricio se aclara por enésima vez la garganta.
—Sí, Humberto. Por lo que tengo entendido, sí.
—Y cuando termine el préstamo vuelve a Platense.
—Supongo… yo la verdad que muy al tanto no estoy…
—No te preocupes. Yo sí. Otro amigo mío es directivo de Platense y tengo de buena fuente que no tienen la menor intención de recuperar a este pibe. Por lo tanto le darán el pase libre. ¿Me seguís?
Es rarísimo. De repente Williams es un experto en el caso Pittilanga. Una especie de Fernando treinta años más viejo y bien vestido.
—Y cuando lo dejen libre, a esta buena señora ser dueña del jugador no le sirve para nada, ¿digo bien?
—Sí, entiendo que sí. De todos modos yo apenas tomé parte…
—Bueno. Ahí está la oportunidad de que hagamos una diferencia interesante.
Mauricio se queda perplejo con la repentina irrupción de la primera persona del plural. “¿Hagamos?”
—Dejamos que quede libre. Valor del pase de Pittilanga, cero pesos. Pasan un par de meses. La mujer esta (o quien sea, porque me huele que a la vieja la usan de testaferro) queda en escabeche. Dejamos pasar… qué sé yo, cuatro meses y ofrecemos por el pase del pibe veinte mil dólares. ¿Me seguís?
Suena su celular pero Williams lo apaga para que no lo interrumpa. Por detrás de la sorpresa, Mauricio advierte la lógica perfecta de las cosas. Como dice siempre el propio Williams. El asunto no son los temas sino los montos.
—Y una vez con el pase en nuestro poder, agitamos un poco el avispero. No te olvides que yo tengo a quién tocar, a quién interesar, a quién meter como para sacar un número que valga en serio la pena. Quien dice trescientos mil dice cuatrocientos. Cuatrocientos mil, mitad para vos mitad para mí. O medio millón, quién te dice. Según cómo lo negociemos. Me dijo Vidal que el jugador cambió de puesto y ahora rinde mucho mejor.
—¿Sí? No, ni idea…
—Yo de fútbol no entiendo nada. Ni me importa, te digo la verdad. Nunca jugué. Será por eso. Pero a lo que voy es a que invertimos veinte mil y lo multiplicamos por diez, por quince o por veinte. ¿Soy claro?
—Sí, sí, es que…
—A ver, Mauricio. Querido. Ahora lo importante es que no hagas nada de acá a que Platense lo deje libre. Sobre todo, que a esta gente conocida tuya no se le ocurra venir con ninguna otra genialidad, porque ahí sonamos. Pasamos de trescientos o cuatrocientos mil dólares a cero. Cero. ¿Me entendés ahora?
—Sí, sí, Humberto. Creo que entiendo.
—Necesito tu compromiso con esto, Guzmán —concluye Williams, y su sonrisa es plácida, franca.
Un maestro. Hace tres años que no lo llama por el apellido. Desde que se ha empezado a destacar de la medianía de los otros abogados nuevos, Williams lo privilegia llamándolo por su nombre. Lo ha ido acercando, encumbrando, lo ha hecho sentir de la familia. No sólo con eso. Con cosas mucho más concretas y elocuentes como su despacho, su asistente y sobre todo su sueldo. Pero lo de llamarlo Mauricio también. No es casual este retorno fugaz a su apellido. Un modo de remachar la exactitud de una orden. Un procedimiento eficaz para señalar el sitio de cada quien y las circunstancias de cada cual. Mauricio le sostiene la mirada todo lo que puede, que no es demasiado. Por ahí ronda el secreto del poder del viejo. En algún vericueto muy por detrás o por encima de los trajes y el Rólex y las manos de arcángel.
Vuelve a su oficina tratando de procesar lo que Williams le ha dicho y ordenado. Como si acabase de rodar por una escalera y se palpara para comprobar eventuales lesiones. Por empezar, no hay nada irreparable. Williams no lo acusó de nada. Tampoco habría podido, porque Mauricio no sabía que estuviera interesado. Ahora es distinto, pero de acá para atrás no hay reclamos. Bien. Estuvo perfecto que los definiera como gente conocida de su infancia. Perfecto. Reflejos rápidos. Lo único que hay que hacer es cuidarse de acá para adelante. Williams estuvo bien, porque no lo amenazó. Lo avivó, que no es lo mismo. Y encima le ofrece hacer negocio juntos. Esas son las lealtades que sirven. El tipo que te paga el sueldo, y no los muchachotes que te tiran fotos viejas en la cara para que te compadezcas, que te quieren entrampar por tres o cuatro recuerdos de la niñez que, encima, recuerdan mal.
—El otro día, sin ir más lejos.
—Qué pasó, Mono.
—Cuando perdimos con los jujeños.
—Sí, ¿qué pasa?
—¡Los quería matar a todos, boludo! ¡Eso pasa! ¡No pueden jugar tan mal, esos hijos de puta! ¡No daban dos pases seguidos!
—Un horror, es verdad.
—Son un asco.
—Y yo medio que me quedé, de entrada, porque entró mamá, que había venido a cocinarme algo, y me escuchó putear y pensó que me dolía algo y que la estaba llamando. Y cuando le vi la cara de alarma me dije: no, pará la moto. Con lo que te está pasando… porque ojo que yo mismo caigo en esa de ponerme obsesivo.
—No es ponerte obsesivo, Mono. Es cuidarte.
—No, Fernando. Es ponerme obsesivo. Yo me cuido. Me tomo todas las mierdas que me dan. Me hago todos los estudios que me digan. Pero no puedo dejar todo entre paréntesis, ¿entienden? No puedo dejar de vivir mi vida hasta que me cure o hasta que me muera. ¿Tan difícil es?
—…
—…
—…
—Y yo sé que lo hacen por mí. Pero llega un punto que me hincha las pelotas, qué quieren que les diga. No podemos hablar de nada, no podemos mirar un partido tranquilos. Ni siquiera se pelean ustedes dos, que viven peleando.
—¿Quiénes?
—Vos y Mauricio, Ruso. No te hagas el boludo. ¿O creen que no me di cuenta? No me falten el respeto, par de forros. Hace treinta años que se tratan como el culo y ahora están como dos señoras inglesas tomando el té.
—¿Y no puede ser que estemos en una nueva fase de nuestra amistad?
—Las pelotas, Mauricio. Déjense de joder. Miremos los partidos, hablemos las pelotudeces que hablamos siempre, peleemos por las mismas imbecilidades, cuenten las pelotudeces que hacen afuera, ustedes que pueden salir a laburar… bueno, eso sin contar al Ruso, porque lo que hace él no es laburo.
—No te voy a permitir…
—Y déjenme de romper las pelotas, por el amor de Dios.
Un año, siete meses y veintisiete días después de la muerte del Mono, Fernando Raguzzi, Daniel Gutnisky y Mauricio Guzmán suben en el ascensor del Hotel Miranda hasta el piso veinte, donde los dirigentes del Chernomorets de Ucrania los esperan para firmar el contrato de transferencia del jugador argentino Mario Juan Bautista Pittilanga.
Van callados, hasta que el Ruso señala, en el espejo de cuerpo entero, la imagen de ellos tres, y sonríe.
—Un buen día para morir —dice, parafraseando a un héroe de película que no recuerda, y sin lograr que los otros dos aflojen el gesto.
Cuando se abren las puertas no puede contener una exclamación. Frente a ellos se abre un ventanal inmenso desde el que se ve la Reserva Ecológica, los diques de Puerto Madero, los cargueros que avanzan remolcados entre las boyas. Fernando le toca ligeramente el hombro para que silencie las exclamaciones, porque tampoco es cuestión de que los ucranianos les vean tan temprano la marca en el orillo.
Fernando, de repente, recuerda la escuela de Moreno donde enseña Lengua. Los vidrios rotos, las luces faltantes, las mesas chuecas. País de mierda, piensa, que es su dicho de cabecera en estos casos. De todos modos, su indignación no es del todo legítima. La usa como distracción para sacudirse de encima los nervios. Una bolsa de arena a la cual pegarle como descarga.