—Te entiendo.
—No. No me entiende un carajo. Yo dejé la escuela. Por los entrenamientos. Desde los once que entreno. Esto es un trabajo. Siempre fue. Mi viejo me tenía que llevar, mi hermano grande, un quilombo con el laburo, los horarios, los partidos. Usted… capaz que para usted jugar al fútbol es divertido, juega porque le gusta. Para mí es un trabajo. Yo tengo que comer, de acá. Yo no sé hacer nada, si no.
—Pero justam…
—De los pibes que arrancamos en Novena división, ¿sabe cuántos quedamos?
—Yo te entiendo…
—Tres, quedamos. Tres. Yo no paré nunca. Yo… yo me cansé de ver pibes que eran mejores que yo, que se las daban de
cracks
, y les terminaron dando una patada en el orto.
—¿Y quién te dijo que ahora no te llega el turno a vos?
El Ruso lo dice sin ánimo de ofender y Pittilanga lo entiende del mismo modo, y no se calla porque esté molesto sino porque no encuentra más fundamentos para seguir hablando.
—Jugando así… ¿vos te ves en Primera A?
—Capaz que en la A no, pero capaz que en el Nacional B sí. Y ahí hago una diferencia, una guita.
—La veo difícil.
—Usted la ve difícil porque esa me sirve a mí pero a ustedes no. Si yo sigo jugando siempre en el ascenso los que se joden son ustedes.
—¿Y cuánto te creés que vas a cobrar en el ascenso? ¿Fortunas vas a cobrar?
—No. Pero puedo tirar unas cuantas temporadas.
—Y cuando termines esas cuantas temporadas te vas a quedar en Pampa y la vía, en la ruina te vas a quedar. ¿Después qué vas a hacer? ¿Te ponés un quiosco?
—¡Capaz que sí! —el pibe vuelve a engranar—. ¡Capaz que me pongo un quiosco! Usted no tiene ni idea de dónde vengo yo. Ni idea. Para usted poner un quiosco es una mierda y en una de esas para mí está bárbaro. ¿O no puede ser?
No es ningún idiota, piensa el Ruso, que lamenta haber pecado de imprudente. No lo quiso ofender con lo del quiosco. Pero es bien cierto que los horizontes de ese pibe pueden ser otros.
—Lo que yo digo —el Ruso busca otro camino— es que tenés una chance. Una chance en serio. Una chance de probar otra cosa.
—Ja. Seguro. Jugar de defensor y consagrarme. El nuevo Passarella.
—¿Y qué sabés?
—No va a funcionar.
—Jugar de delantero tampoco funciona. ¿O no te das cuenta de que no funciona?
—Déjese de joder.
—¿Qué perdés?
—No me hinche las pelotas.
—Decime qué perdés.
—Tiempo, pierdo. Posibilidades.
—¡¿Posibilidades?! —ahora es el Ruso el que adopta el tono irónico, mientras señala lo que tienen alrededor, la tribuna baja, la cancha rala, el alambrado roto y la línea de álamos escuálidos que, contra el paredón, cierran el otro lateral—. ¿Jugar en esta cancha de mierda con este equipo de mierda? ¿Me lo decís en serio?
El pibe gruñe, despectivo, y escupe al piso, un metro delante de los dos. Por un minuto se quedan mirando cómo al escupitajo se lo traga la tierra.
—En vez de calentarte, pensá un poco. ¿Vos querés terminar acá? Yo te estuve mirando. No sólo el otro día, que vine. Mi socio, Fernando, te estuvo filmando un montón de partidos.
—Ya sé. Ya lo vi.
—Bueno. Te aseguro que me los vi completos. Y creo… no lo tomes como que me agrando… pero me parece entender por dónde viene el problema.
—¿Qué? ¿Lo olfateó? —dice el pibe, con un gesto hacia la nariz del Ruso, y una carcajada de sarcasmo.
Al Ruso pocas cosas lo sacan de sus casillas, pero que se metan con el tamaño de su nariz es una de ellas. Siente crecer el fastidio que tiene agazapado muy atrás, muy en el fondo de su ánimo, un fastidio que arrancó en el micro y sus dieciséis horas de carro lechero y que no ha parado de crecer.
—Mirá, nene. No me hace falta olfatearlo. Porque miro fútbol desde hace mucho. Desde antes de que se te pasara por la cabeza jugar al fútbol. Desde antes de que nacieras. Desde antes de que fabricaran el forro pinchado que usó tu viejo el día que te fabricaron a vos.
El Ruso toma aire. No se arrepiente de la barbaridad que acaba de decir. Pendejo insolente.
—Vos podés seguir jodiendo con hacerte el goleador todo el tiempo que quieras. Bueno, en realidad, no. Te queda menos de un año a préstamo y volvés a Platense sí o sí. Y ahí no te van a tener en cuenta ni en pedo. Te van a pegar un voleo en el orto y si te he visto no me acuerdo.
—Pero…
—Pero nada. Y si no la querés entender no hay Dios que pueda hacerlo por vos. No le hacés un gol a nadie y vos lo sabés.
—El otro día metí un gol.
—Metés un gol cada diez partidos. Y los goles que metés vos yo también los meto, quedate tranquilo. Con esta panza, las rodillas rotas y cuarenta y dos abriles, te aseguro que los meto.
Se abre la puerta de chapa del vestuario y sale Bermúdez, que saluda con un gesto a la distancia y se va. El Ruso le devuelve el saludo y lo mira a Pittilanga, que sigue con los ojos clavados en el piso.
—Se te cerró el arco, como dicen. O no sé: creciste cinco centímetros más de lo que necesitabas, o cinco menos. O engordaste un par de kilos de más y ese par de kilos te cambió para siempre el panorama. No lo sé. Esto del fútbol es muy, muy fino. No son muchos los tipos que llegan. Y los que llegan tienen algo. Bueno, pibe: ese algo vos no lo tenés. Ahí arriba, peleando para meter un gol, seguro que no lo tenés. Vos dirás “y este narigón de mierda qué sabe”. Bueno, te aseguro que sé. Yo de la vida mía no te puedo decir un carajo porque soy un pelotudo hecho y derecho. Pero con los demás soy mucho menos boludo de lo que parezco. Te lo garantizo. Conozco a la gente. Escucho. Miro. Y por eso te digo lo que te digo. En la puta vida vas a triunfar como delantero. Por más que chilles y patalees. No naciste para eso. Lo siento. Ofendete. Calentate. Lo que carajo se te cante. Pero delantero no sos ni vas a ser.
Pittilanga hace presión con la punta de los pies sobre los talones, para quitarse los botines. Sigue sin levantar la vista. De vez en cuando resopla, aunque el Ruso no sabe si de frustración, de bronca o de impotencia.
—Pero así como te digo esto te digo que, en una de esas, tenés una chance abajo. Aunque te me cagués de la risa. No me importa. Porque si te reís lo hacés de pendejo. O peor, de ignorante. No lo estás pensando. No con la tranquilidad que te pido que lo pienses. Tenés que probar de jugar abajo. Y no como marcador de punta. Sos demasiado grandote. Demasiado lento, y te van a pasar como alambre caído. Como central. De dos o de seis. ¿Qué perfil preferís?
Pittilanga frunce la boca en un gesto indescifrable. No parece importarle.
—Nunca jugué como defensor central.
Al Ruso se le ocurre la frase justa. Se demora un segundo porque lo detiene una mínima prudencia, pero es apenas eso, un segundo.
—¿Me estás jodiendo? Todos los partidos jugás de defensor central. Para los contrarios, pero de central.
Listo. Está dicho. Enojate todo lo que quieras. Para su sorpresa, Pittilanga suelta una risita. Desganada, enmascarada en un resoplido, pero risita al fin.
—¿Por qué no te vas a la concha de tu madre? —insulta, por fin, pero el Ruso entiende que lo hace sin verdadero enojo.
—Me lo preguntan seguido, pendejo, pero no nos vayamos de tema. ¿Sabés por qué se me ocurrió que podés andar bien como marcador central? Hablando en serio…
El muchacho lo mira. Y el Ruso percibe que no sólo lo hace sin enojo. Lo mira con interés.
—Porque sabés de lo que se trata. Aunque no te salga una, sabés de lo que se trata. Sabes cómo es eso de tener que encarar hacia el arco con un tipo encima, que te pechea, que te saca, que te topa. Sabés cómo se te achica el arco, cómo se te aleja, cuando vas a patear. Cómo se te seca la boca cuando la cosa viene fulera y en la tribuna murmuran, putean bajito. Qué grandes se ven los arqueros cuando te salen a achicar, en un mano a mano. Cómo te cagan a codazos cuando saltás en el área a cabecear en un centro. Vos todo eso lo sabés. Aunque no te salga una, eso lo sabés.
—Pero yo soy delantero…
—¡Eras! ¡Fuiste! ¡Uno cambia! Además, así la responsabilidad la tienen los otros. Vos no. Los contrarios la tienen. Al revés de como es ahora. Ahora vos la tenés que meter en un cuadrado de siete metros por dos metros y pico.
—No es un cuadrado. Es un rectángulo.
—La puta madre. Me tocó un analfabeto científico. No te hagás el pícaro, que me entendés perfectamente. El delantero la tiene que embocar en un “rectángulo”, ya que insistís, que tiene siete metros. Nada más. Siete. Y con un arquero parado ahí en el medio. En cambio el marcador, el tipo que todas las semanas te marca a vos, tiene cincuenta metros para cada lado para tirarla a la mierda. ¿Entendés? Si vos sos delantero y le errás al arco la hinchada te caga a puteadas. ¿Digo bien? En cambio, si sos defensor y para evitar el peligro vos le metés al balón una quema furibunda que la saca del universo, te aplaude todo el mundo. ¿Me seguís?
Ese es el núcleo de su teorema. Es la primera vez que lo formula en voz alta, pero la idea lo obsesiona desde el día anterior, cuando emergió de la cocina del lavadero de autos con la bandeja de tortas fritas en la mano para toparse, otra vez, con la estrategia infalible del Feo para jugar a la Play.
—No puedo —la voz de Pittilanga lo saca de sus cavilaciones.
—¿Qué es lo que no podés?
—Hacer lo que me decís. Vine como delantero de área. No puedo ir a jugar de último hombre.
—Es cuestión de animarse, de probar.
—Ni en pedo. Bermúdez me va a matar si le digo algo así.
—¿Bermúdez? Vos dejámelo a mí.
—Usted no lo conoce. Es un loco de mierda.
—Vos quedate tranquilo. Yo me encargo.
Pittilanga lo mira de nuevo. Sonríe. Y el Ruso intuye que debe hacer mucho, mucho tiempo, que a ese pibe nadie le hace un favor.
—Vos sabés lo que significa Independiente para mí, ¿no es cierto, Fer?
—Psí… Mono ¿Por?
—Hemos hablado mil veces, de esto de ser hincha, de estar siempre pendiente de lo que pasa con el equipo…
—Ajá.
—Bueno, estuve pensando… Prometeme que no te lo vas a tomar a la joda…
—Ya te dije que no, Mono.
—Bueno… yo siento que a Independiente y a mí nos pasa lo mismo.
—¡¿Qué?!
—Parece una idiotez, pero dejame que te lo explique. ¿Cómo era Independiente cuando nosotros éramos chicos?
—¿Qué tiene que ver?
—Vos decime. ¿Cómo era? ¿Cómo le iba?
—Bárbaro, le iba. Nos cansamos de ganar campeonatos. Pero no…
—¡Quieto! Y decime, ahora, en el presente, ¿cómo le va?
—Como el culo.
—Verdaderamente para el orto.
—Para la reverendísima mierda.
—Exacto.
Por supuesto que después de la ardorosa reconciliación producida a la vuelta de la primera y última sesión de terapia de pareja, las cosas entre Mauricio y su mujer siguen un curso más previsible y rutinario. Pero en las peleas subsiguientes Mauricio sabe hacer jugar a su favor esa teoría de las esferas individuales con la que Mariel ha intentado, infructuosamente, deslumbrar a la terapeuta.
Son un equipo. Son complementarios. Tienen virtudes que se apuntalan mutuamente. Son como una empresa, una pequeña empresa que no para de crecer. Ahí está: ese es el ejemplo perfecto. Es una estupidez medir el éxito de una pareja a partir de criterios tan intangibles como las palabras o las sensaciones. ¿Por qué no medirlo por cosas más evidentes y palpables? ¿Dónde estaban siete años atrás? Recién casados, en el departamento de Morón que tenía el tamaño de un cenicero y una hipoteca descomunal. ¿Y ahora? Por algo ella puede darse el lujo de no deslomarse trabajando. Eso vale, eso pesa, eso existe. O que pueda mantenerse flaca, linda y saludable también tiene un precio. Un costo. Una inversión requerida. Y él no se lo echa en cara. Al contrario. Para él es un placer. Pero a veces hace falta poner las cosas así, blanco sobre negro, para verlas. Le encanta poder tenerla así. ¿Cuántos de sus amigos pueden decir lo mismo? ¿Y sus amigas? ¿Se ha comparado alguna vez Mariel con ellas? La mayoría parecen sus hermanas mayores. Diez, quince años mayores. Sus tías, parecen.
Ellos dos son, de verdad, un equipo. A Mariel le encanta el deporte. Puede entenderle perfectamente esa metáfora, ¿o no? Un equipo en el que cada uno es el mejor en su puesto. Complementarios. Indestructibles. Les pongan a quien les pongan delante. Un equipo capaz de aprovechar las virtudes de cada miembro. La imbécil de la psicóloga no se dio el tiempo para entenderlo. Esa es su virtud, su ventaja: el equipo, la visión de conjunto.
Ella conoce a la perfección los defectos de él. Mauricio no pretende negarlos. Pero van de la mano con ciertas virtudes. Es un ansioso, sí. Un histérico, corrige ella. Bueno, sí, un histérico: pero esa energía también es temeridad, osadía. Siempre va al frente. Y eso en el estudio jurídico vale oro. ¿O no? Es un egoísta. Sí. Ella tiene razón. Pero ¿qué goleador no es un poco morfón? Está en su naturaleza. Pero ese egoísmo va de la mano con la disciplina, con el esfuerzo, con la ambición. La ambición en el buen sentido. La ambición de ir a más, la ambición de ir mejorando, subiendo. Mauricio le dice que mire un poco alrededor. La casa. Los autos. Hasta se permite un guiño picaresco, en una de esas charlas con atisbos de discusión, y mientras enumera logros y materializaciones le toca ligeramente los pechos. También costaron sus buenos pesos. El dinero mejor gastado en toda su vida, se ataja Mauricio. Pero no fueron baratas las lolitas. Y Mariel sonrió.
Así van las cosas. Para colmo de bienes, el tratamiento de fertilidad va bien encaminado y el médico le dice a Mariel que ya están listos para ensayar la fecundación. Mauricio está feliz. Así como a veces las cosas parecen combinarse para salir mal, a veces se conjugan para salir bien. Sin ir más lejos, el día que Mariel lo visita para contarle lo del tratamiento, quiere la casualidad que Soledad esté de licencia por examen, y aunque esa historia ya terminó, mejor así, que ni se vean, para que nada ni nadie les opaque la alegría.
—¿Cuántos campeonatos ganó Independiente desde que nací hasta que cumplí los veinticinco?
—No sé, Mono.
—Dieciocho, Fernando. Los tengo contados. Siete campeonatos locales y once copas internacionales.
—¿Y?
—Ahora decime, del año ’95 para acá. ¿Cuántos campeonatos?