—No sé si hay una palabra. Pero te entendí.
—Bueno. Mi viejo me lleva a los entrenamientos desde la prenovena. A los trece me llevó a probarme en Platense y quedé. Y de ahí en adelante, siempre.
—Bueno. También podés pensar que te tuvo fe.
—Sí, pero no es eso. No es así. No es algo… no es algo bueno. No sé cómo te puedo explicar. Es… como una obligación, ¿entendés?
—No. ¿Una obligación de él?
—¡Ojalá! ¡No! ¡Una obligación mía! El tipo primero cambió de turno en la fábrica para poder llevarme a la tarde. Entraba a las cuatro de la matina, todos los días, para estar libre a mediodía. ¿Entendés? Y después, cuando lo echaron, peor… Porque algún laburo le salía. No te digo algo como lo de la fábrica, pero le salía. Y había cosas que no las agarraba porque se le superponían con mis entrenamientos, sabés.
La chica del minimercado pasa cerca de su mesa para limpiar y ordenar unos estantes, y ellos se distraen un momento mirándole el trasero.
—¿Y tu mamá no podía?
—¿No podía qué?
—Llevarte, digo.
—No. Mi vieja era la que paraba la olla. O qué te creés. Limpiando afuera siempre nos bancó. Y eso que a mi viejo le enfermaba que ella laburara limpiando por horas. Yo sé que, por él, la hubiera querido tener en casa. Que no saliera. Pero no podía. Él metió todas las fichas conmigo, entendés. Una vuelta… es un ejemplo boludo. Una vuelta nos hacen ir a jugar con Boca. Todas las inferiores el mismo día. Yo estaba en novena todavía. No, ya estaba en octava. Quince, tendría. Todavía solo no viajaba porque vivíamos en la loma del culo, de Platense. Y de la Bombonera, más todavía. La cosa es que se jugaba allá en Casa Amarilla. Nos citan para jugar a las 12 de un viernes. ¿Vos te das cuenta? Como si nadie tuviera un carajo que hacer. Bueno, es que nadie tiene. Porque todas las familias están en la misma. Alguien los lleva a los pibes. Un padre, un abuelo, alguien. Un vecino. En casa no había con quién turnarse. Bueno, la cosa es que mi viejo me lleva y me toman lista a las 12. Yo me enteré después, pero hacía dos semanas que había enganchado para trabajar en una agencia de lotería, de las seis de la tarde en adelante, hasta las diez, porque estaba enfrente de la estación y la gente pasaba a jugar después de volver del trabajo, sabés. De guita no era gran cosa, pero antes que nada… El asunto es que esa vez que te cuento llegamos en hora, el entrenador toma lista y nos hace sentar a un costado porque está jugando la quinta. Bueno. Después le toca a la sexta. Bueno. Después la séptima y después nosotros. Mi viejo se quiso morir porque se dio cuenta de que no llegábamos ni en pedo. Y no podía faltar la segunda semana de laburo. ¿Qué iba a decir? Así que se pasó la tarde cortando bulones. Hasta que en un momento, cuando se da cuenta de que no llega, se manda a hablar con el entrenador. Ya ni me acuerdo cómo se llamaba. Un viejo hijo de puta. Y le explica, viste. Le pide. Le dice si por esta vez no puedo retirarme sin jugar. Que voluntad había tenido. Que por ese lado se quedara tranquilo. Y el viejo de mierda ¿sabés lo que le dijo? Que si me iba que no volviera. Así le dijo. ¿Podés creerlo? Viejo hijo de puta. Un tiempo después se murió. De viejo amargo choto se debe haber muerto. Hay cada forro, dirigiendo inferiores… Bueno, pero la cosa es que nos tuvimos que quedar. Pegamos la vuelta como a las siete de la tarde. En esa época ni celular tenía mi viejo. Así que me dejó en casa y se fue a la agencia. Tardísimo, pero no quiso dejar de ir. Pero así como fue lo mandaron de vuelta. Nunca más lo tomaron. Y como esa, miles te puedo contar.
—Y así en los partidos… —el Ruso siente que puede preguntar. Que Pittilanga está con ganas de decir—. ¿Era muy de meterse, así en los partidos?
Pittilanga abre mucho los ojos, pero no levanta la vista. Es como si hablarle a la mesa le soltase mejor las amarras.
—La cabeza así, me ponía —hace el ademán de poner las manos abiertas cerca de sus orejas—. No había quién lo aguantara. A veces me seguía por el lateral, parecía el juez de línea. Decí que en séptima, por suerte, enganché un entrenador como la gente que le supo frenar el carro. Si no, no sabés. Me parece que lo mataba. Y por suerte también ya había crecido lo suficiente como para viajar solo. Así que a los entrenamientos ya me movía por mi cuenta en colectivo. Me lo tenía que bancar en los partidos. Pero con eso que le dijo el técnico de la séptima medio que se calmó, viste…
—¿Y ahí agarró algo más de laburo?
—Algo… changas… Ahí, en el barrio mío, la mayoría está igual… Antes no, dicen. Pero ahora, el laburo es pan para hoy, hambre para mañana. Pero sí. Se puso las pilas con eso y me dejó de joder. Mi vieja igual siguió limpiando. Si habrán peleado por ese asunto. Mi viejo le decía que no, que ahora que él no estaba atado a llevarme ya no hacía falta la guita de ella. Pero ella no quería saber nada. Le había perdido la fe, me parece. No le creía. No le cree, porque siguen igual. Lo bueno de irme a Santiago fue no tener que bancarme las peleas todos los días.
—Se pelean mucho…
—Boludeces. Nunca más que un par de gritos. Por suerte. Pero ya llega un punto que te hincha las pelotas. Pero igual te queda… te queda…
—¿Te queda qué?
—Con mi viejo, digo. Te queda la idea de que sigue esperando… cobrar, entendés. Cobrarse el sacrificio de todos esos años de darte de morfar, de hacer que no busques trabajo, que te cuides con las comidas… No sé: vos, con tu viejo… ¿Tu viejo era así con vos?
Ahora es el turno de Daniel para abrir mucho los ojos y ponerse a pensar.
—¿Mi viejo? —sonríe—. Pobre viejo. No. El viejo me tenía así —el Ruso abre la mano con la palma hacia arriba—. En una de esas le hubiera convenido ser un poco más severo. No sé. A lo mejor yo salía un poco menos pelotudo.
—¿Sabés lo que hizo…? ¿Sabés lo que hizo cuando me convocaron al seleccionado Sub-17? —Pittilanga lo interrumpe sin querer, súbitamente acalorado, como si necesitase sí o sí desembuchar ese recuerdo—. Mi viejo siempre se sentaba en la cabecera de la mesa. Tenemos una mesa larga, en mi casa. La tele de un lado, siempre con el volumen al taco, en una punta. Y mi viejo en la otra. Y los demás, a los costados. Mi vieja, mis hermanos y yo. Lo normal, calculo —se interrumpe, sumido en su propio recuerdo—. ¿Sabés lo que hizo cuando me convocaron? ¡Me hizo sentar a mí en la cabecera! En casa se quedaron fríos. Te imaginás. Yo tenía dieciséis. Y no quería saber nada. No me gustó. Si querés, dame un abrazo. O no sé, felicitame. Reíte. Pero no me hagás sentar ahí. Yo no soy el padre. No jodamos. Me acuerdo que la miré a mi vieja, pero no dijo nada. Ni mis hermanas grandes. Claro, qué iban a decir, si mi vieja también se quedó muda. Y yo lo mismo. Encima mi viejo estaba como perro con dos colas. Hablaba, decía, se imaginaba que no sé, que en seis meses estaba jugando en Europa, capaz. Ahí de nuevo se me pegó como un chicle. Entrenamientos, partidos, todo. Se vino al Mundial y todo, con guita que le había dado Salvatierra en la época que firmé con él, para representarme.
Hace una pausa. El Ruso se da cuenta de que nunca lo ha oído hablar tanto.
—¿Querés otro café?
—Rezar es al pedo, Fernando. Totalmente al pedo.
—Para mí, no. Para mí, rezar sirve. Puede que no alcance, pero sirve.
—¿Y vos a qué Dios le rezás, Ruso?
—¿Cómo a qué Dios?
—Claro, boludo. Yavé, Dios, Jesús…
—Mirá que sos complicado, Mono. A Dios, con el nombre que sea, le rezo.
—No tiene lógica, muchachos.
—¿Qué es lo que no tiene lógica, Mono?
—Pedirle cosas a Dios. Eso, no tiene lógica. Pedirle algo para que te lo dé, y después se supone que Dios te lo da, y todos contentos.
—Vos porque no creés en Dios, Mono. Yo sí creo. Y rezo porque creo.
—No, no te confundas, Ruso. Yo sí creo en Dios. Lo que digo es que rezar es al divino botón.
—No te entiendo. ¿Creés en Dios pero te parece al divino botón rezar?
—Exacto.
—Estás en pedo.
—Más en pedo estás vos, que le rezás a Dios pidiéndole cosas.
—¿Y qué problema hay con que le rece pidiendo cosas?
—No hay modo de que Dios te haga caso. ¿No lo entendés?
—No.
—Ufa, Ruso. Suponete que vos le rezás pidiéndole algo y no te lo concede…
—Sí, y qué.
—Eso, nabo. Le pedís algo a Dios y no te lo da. ¿Qué significa?
—No sé, Mono. Yo voy y le pido. Ahora, si me lo da o no me lo da…
—¿Ves a lo que me refiero? Que lo que vos querés que pase, pasa, o deja de pasar, sin que tenga nada que ver que reces o no reces. Te pongo un ejemplo concreto, Ruso. Vos estás en la cancha. Vas cero a cero, en un partido definitorio que tenés que ganar.
—Uy, Mono. Si es por eso, hace años que Independiente no tiene un partido definitorio de nada.
—A ver… —el Ruso mira la hora. Acaba de ocurrírsele una idea. Siguen sentados en el café de la estación de servicio—. ¿No querés venir a almorzar a casa? Mirá la hora que es. ¿O tenés algún compromiso?
—No —responde Pittilanga—. Sí. Digo, compromiso no, pero no quiero ser pesado.
—¿Pesado por qué? ¿No te estoy invitando? Dejate de joder o vas a terminar pareciéndote a Fernando.
—¿Parecerme por qué?
—Y, porque Fernando es todo… todo formal, todo serio, todo que no te quiere joder. ¿No te fijaste?
—Sí. Pero parece buen tipo.
Hablan saliendo del minimercado. El Ruso señala la dirección en la que debían caminar.
—Son siete cuadras. ¿Buen tipo? Es buenísimo. Bárbaro.
—¿Y por qué lo decís así?
—¿Así cómo?
—Como dudando. Si es bárbaro es bárbaro. ¿O no?
El Ruso lo mira detenidamente. Cada vez está más convencido de que el pibe ese no tiene un pelo de boludo.
—Lo que pasa es que a veces es… como demasiado.
Pittilanga lo observa con cara de no entender. Cruzan la calle.
—Claro. Demasiado responsable. Demasiado solidario. Demasiado recto.
—Demasiado demasiado.
—¡Claro! El tipo te obliga a que lo admires. No te queda otra.
Caminan dos cuadras enteras en silencio, hasta que el Ruso señala la vereda de enfrente.
—Acá a la vuelta. La casa esa de altos.
—Ah. Flor de casa.
—Es la parte de arriba. Abajo construyó mi viejo. Bueno, arriba también. Cuando me casé, me construyó arriba. Lo hizo con toda la intención de que yo me quedara con todo cuando ellos no estuvieran.
Llegan a la reja.
—¿Y?
El Ruso hace girar la llave en la cerradura, lo hace pasar y cierra detrás. Le indica que suba la escalera que se abre a un costado.
—En parte tuvo razón. Mis viejos eran grandes, a mis hermanos les pudo dejar otras propiedades que tenía. Un
moishe
laburante, de esos que la yugaban de sol a sol. Mi abuelo, lo mismo. Pero que le había ido bien, pobre viejo.
El Ruso se interrumpe mientras suben la escalera y retoma el hilo en el rellano:
—Así que cuando ellos murieron la casa me la quedé. Pero no la pude aguantar.
—Claro… flor de casa…
El Ruso demora un segundo antes de abrir, para cerciorarse de que Pittilanga no le está tomando el pelo. No. No se está burlando.
—No, por eso no. Pero si te hago la lista de todos los negocios que arruiné…
Entran a la casa.
—Mi mujer fue a buscar a las nenas al colegio. Debe estar por llegar. Ponete cómodo.
Pittilanga se acomoda en una de las sillas. Al Ruso, acostumbrado a las menudas dimensiones de Mónica, y de las nenas, le extraña ver una figura tan voluminosa sentada a su mesa. Abre la heladera y se agacha a revisar. Como temía, no hay nada que ofrecer como picada. Disimula sacando una botella de soda y ofreciendo con un gesto, que Pittilanga declina. El Ruso se sirve en un vaso alto y se va a sentar.
—¿Y después qué pasó?
—¿Con qué? —se sorprende Pittilanga.
—Después que quedaste como jefe de familia de los Pittilanga —Daniel hace un gesto, hacia la cabecera de su propia mesa.
—Uh… después se vino la noche.
—¿Por?
—No estoy seguro. No sé. Volví del Mundial. En Indonesia fui suplente, casi no entré. Pero en Platense jugaba siempre. Ya jugaba en sexta. Cuando pasé a quinta todo bien: ahí compró el pase tu amigo Alejandro. Mi viejo se tiraba pedos de colores, no sabés.
—Me imagino.
—No, no te imaginás. Vos lo viste una vez. Bueno, es siempre así. Todo con cara de orto, siempre. No se ríe ni a palos. ¿Sabés lo que fue cuando cobré el quince por ciento del pase? Bueno, que tampoco fue el quince, porque en el club se quedaron con el cinco.
—¿Te cagaron parte de la comisión?
—¿Qué te parece? Si ahí son más rápidos. Se cogen una mosca en vuelo.
—Lindo dicho, el de la mosca. No lo conocía.
—¿Nunca lo escuchaste?
—No.
—Yo lo digo siempre.
—Lo voy a incorporar. ¿Y entonces qué pasó?
—La guita la usó bien. En eso no le puedo decir nada. Es un tipo derecho. Compró materiales, agregó dos piezas para que nos pudiéramos dividir. Ahí los varones fuimos a una pieza y las pibas a la otra. La más grande ya se había ido a vivir con el novio. Hubo que darle una mano porque estaba embarazada. Pero alcanzó para los pisos, un montón de cosas.
El Ruso se siente en falta. Cuando el pibe dijo “flor de casa”, al ver la suya, le había parecido un sarcasmo. Ahora entiende que fue sincero.
—La cagada fue que después empezó a ir todo como el culo. —En tu casa…
—No. A mí. Jugando. No sé qué mierda pasó. En quinta perdí la titularidad. Alternaba, bah. Pero empecé a comerme banco como la puta madre. Encima trajeron a un pibe de Colegiales, o de no sé dónde mierda. Albani, capaz que lo escuchaste nombrar.
—¿Ese no jugó hace poco en Estudiantes?
—Ese. Ahora lo vendieron a Portugal. Bueno. Lo trajeron en quinta y le pintó la cara a todo el mundo. Yo me bajoneé, discutí con el técnico. Todo mal.
—Qué macana.
—Y en cuarta se pudrió todo. Hice un año. No, medio año hice. “Hice” es una forma de decir, porque no jugaba ni por equivocación. Engordé. Me desgarré un par de veces. Justo cuando hubiera podido jugar, porque lo vendieron a este pibe. Mucha mala leche. Y encima con Salvatierra en cana. Capaz que tendría que haber buscado a otro, yo qué sé. O mi viejo. Pero somos medio quedados, en esas cosas, me parece.
El Ruso asiente.