—Vos… ¿por qué me preguntás?
Mauricio se acoda en el escritorio. No le saldrá como a Williams, pero con este perejil alcanza con mucho menos.
—¿Querés que te sea sincero?
—Sí, claro. Más bien.
—Vos estás en una situación irregular, Polaco. Yo entiendo lo que me decís. Pero una cosa es la realidad y otra los contratos. Y en los contratos dice que vos estás afuera del asunto. ¿Me explico?
El Polaco suda. Mira a los costados, como para cerciorarse de que no hay un testigo de semejante conclusión.
—Sí, pero yo creo que eso se puede hablar.
—Se puede. Pero es para quilombo. Ahora llevarías las de perder.
—Capaz que sí, Mauricio. Pero yo necesito pelearla.
—Si la peleás ahora la perdés, Polaco. Tené en cuenta que no venís de tu mejor momento, precisamente.
Mauricio hace silencio y lo observa: las ojeras, los ojos enrojecidos, el leve temblor de su labio superior. ¿Cuánto tiempo más podrá aguantar sin pedirle pasar al baño para colocarse?
—¿Me dejás que te proponga una alternativa?
Salvatierra asiente con la cabeza.
—Acá en el estudio hay un interés por desembarcar en el mundo del fútbol. Mi jefe, sin ir más lejos, el socio principal, tiene amigos en la comisión de River, y me estuvo comentando que está interesado. Yo algo le hablé de vos. Para meterse en un área nueva, hace falta gente del ambiente. ¿Me seguís?
Nuevo asentimiento.
—Y en una de esas, no te digo ni mañana ni pasado, pero dentro de un tiempo corto podemos hacer algo juntos.
—¿Te parece?
—Seguro. Pero tenemos un problema…
Se interrumpe porque vuelve Natalia con los papeles. Se los agradece y la chica se va. Le tiende los originales a Salvatierra y deja las copias sobre su escritorio.
—Te decía que tenemos un problema. Si lo hacemos ahora, vos estás afuera. No lo digo yo, Polaco. Está en los contratos. O no está: tu estatus de representante no está. Y en eso estamos jodidos.
—¿Pero no hay manera…?
—Buscarle la vuelta es lo peor. Si viene de nalgas, mejor dejarlo pasar. Por algo es. Significa que no es el momento. El tuyo, digo. El nuestro. Ahora yo digo: ¿qué apuro hay?
—Y, lo que pasa es que los árabes ofrecen ahora, después, si el pibe queda libre…
—Si los árabes están en serio interesados, capaz que los podemos tener en escabeche un par de meses y después lo hacemos. En una de esas subimos el precio.
Salvatierra pone cara de circunstancia.
—Mmm, no sé, Mauricio. Mirá si los tipos se pinchan y no aparecen nunca más. Yo creo que mejor hacerlo de una, ahora que están calientes.
—Claro. Puede ser… —concede Mauricio. Es inútil. No es el momento de pincharle el globo—. Me dijiste que a Fernando y al Ruso no les avisaste.
—No, no les dije.
—Bueno. Quedate tranquilo que lo hablo yo. Justo en estos días Daniel está cerrando una operación grande con una casa, me contó. Viste cómo es eso.
—Uh, sí. Es un quilombo comprar una casa.
—¿Viste lo que es? Dejalo en mis manos que yo lo voy hablando a medida que pueda. Igual nosotros seguimos en contacto todas las veces que haga falta. Ahora le pedimos a Natalia una tarjeta, que recién me olvidé. Me llamás cuando quieras, todas las veces que quieras, todo lo que haga falta. Y lo vamos manejando.
Se pone de pie y Salvatierra lo imita. En lugar de estrecharle la mano como a su llegada, Mauricio da la vuelta al escritorio para saludarlo con un beso y una palmada en el hombro.
—Chau, Mauri. Le digo a la piba, entonces.
—Sí. En la tarjeta figura el celular y el directo de acá de la oficina. Agendátelos. Y llamame al móvil para que me quede registrado el tuyo.
—Si querés te lo doy ahora.
—No, dejá. Soy un boludo que pierdo todo lo que anoto. Llamame así me queda.
Se despiden en el umbral y Mauricio cierra la puerta. Espera un tiempo prudencial. Después vuelve hasta su escritorio, recoge el manojo de fotocopias y sale de su oficina rumbo a la de Williams.
—Yo lo que digo es que es muy difícil tolerar un presente como este, después del pasado que tuvimos. Eso es lo que pasa.
—No te entiendo, Mono.
—Claro: capaz que para otras hinchadas es más fácil aguantar la mala. Como que están más templados, más hechos a perder. ¿Me entendés, Ruso?
—Psí…, supongo.
—Lo que te dice el Mono es que es más difícil aguantar este presente, por el pasado que tuvimos.
—Sí, sí. Lo entendí, Fernando.
—Pero no se te ve muy convencido.
—Bueno: ojo que para los pibes de ahora capaz que es más sencillo que para nosotros. No tienen con qué comparar. Para un pibe de quince, de veinte años, Independiente es esto que es ahora, entendés. No pueden imaginar otra época. Se la podés contar, pero no es lo mismo. Es como Racing con el gol del Chango Cárdenas. Ya estamos en la misma.
—No sé, Fer. No sé si tanto.
—Sí, Ruso. Vos pensá. Compará. Compará lo que fue tu adolescencia con la de un pibe hincha del Rojo que ahora tenga doce, trece, quince años.
—Uh…
—¡Ahí tenés! Acordate de nosotros. Campeonatos, copas, clásicos. Había para elegir.
—Y más en esa edad. Todo es más fuerte a la edad esa, Fer. ¿O no, Ruso?
—Puede ser, Mono.
—¡Seguro! Todo te marca el doble. Esa época: estás creciendo, los bailes, las minitas, el Rojo. No sé, era como si todo estuviera armado para la fiesta. ¿O no, Fer? —Como que no existía posibilidad de perder. ¿No te lo
acordás así?
—Exacto. Era ganar… era ver por cuánto ganabas. En todo. Con Independiente y con todo.
—…
—…
Mauricio se da vuelta en la cama con demasiada violencia para el sueño liviano de Mariel, que se queja en sueños y se acomoda boca abajo. Mira la hora. Tres y veinticinco. Tratando de no hacer ruido levanta el control remoto del televisor que está sobre su mesa de luz, pero cuando está por pulsar el botón de encendido se detiene. La luz repentina del aparato va a despertarla, y por eso vuelve a dejar el control en su sitio.
Se vuelve a mirarla. Lleva tanto tiempo desvelado que sus ojos se han acostumbrado a la oscuridad y la distingue perfectamente. La cara vuelta hacia su lado, el pelo revuelto que le tapa casi hasta la boca, las sábanas un poco más arriba de la cintura.
Le gusta mirar a su mujer mientras duerme. Mirarla con tiempo. Mirar a sus anchas, sin ser mirado. “Sin ser descubierto”, piensa que pensaría Fernando si estuviera ahí, con él. Es ridículo perder tiempo pensando en Fernando, pero no lo puede evitar. En él y en los otros. Supuso que iba a ser distinto. Más fácil. El hombro ya dejó de dolerle. Va para cinco meses que no tiene noticias de ellos. Y sin embargo no puede sacárselos de la cabeza.
Mauricio suspira y vuelve a mirar el reloj. Tres y veintisiete. Se levanta en puntas de pie, recoge las pantuflas y las lleva en la mano. Baja la escalera y se las calza al llegar abajo. Enciende la luz de la cocina y el resplandor repentino le hace fruncir el ceño. Cierra la puerta y enciende el televisor. Pasa los canales de noticias. Los de películas. En uno de deportes se topa con Temperley-Platense, partido nocturno por el campeonato de la B Metropolitana. No es en directo, claro. Por un momento piensa en encender la computadora y consultar el resultado en Internet. Si hubo goles, lo sigue mirando, y si fue un cero a cero, lo apaga. Decide que no. Lo verá como en directo.
El partido es malísimo. Se traga el resto del primer tiempo y toda la segunda etapa. Terminan cero a cero. Vuelve a vagar por los canales de deportes, los de noticias, los de películas. Sale al jardín. Hace frío. Siente el pasto húmedo bajo las pantuflas. Se entretiene mirando el vapor de su propia respiración. El viento debe estar soplando desde el sur, porque escucha pasar un tren del Sarmiento a la distancia. El frío le provoca un estremecimiento y decide entrar. A ver si se agarra una gripe, todavía.
¿Y si prueba con un vaso de leche tibia? Alguna vez escuchó que es bueno para conciliar el sueño. No. Odia la leche. Sobre todo tibia. Mira el reloj de la pared. Las seis menos cuarto de la mañana. Apaga el televisor y la luz, abre la puerta y vuelve hacia la escalera. Antes de subir, se quita las pantuflas, para que Mariel no lo escuche volver a la cama.
—¿Qué pensás, Ruso?
—Nada, Mono.
—Dale, choto. No te hagás. ¿En qué pensás?
—…
—Dale Ruso, no sacudás la cabeza. ¿En qué estás pensando?
—En nada, boludo. Ustedes son un caso también…
—¿Ustedes quiénes?
—Ustedes dos, boludo. Fernando y vos, los hermanitos Raguzzi.
—¿Por qué?
—Porque a veces parece que viven en un frasco, boludo.
—¿En un frasco por qué?
—Por nada, boludo, por nada.
—¡Dale, Ruso! ¿En un frasco por qué?
—Toda esa explicación de la adolescencia dorada…
—Y sí…
—Un carajo, Fernando. Un carajo. A vos te fue así en la adolescencia. O a este otro boludo. Pero no nos fue a todos igual, ¿eh? Quedate bien tranquilo que no.
—…
—Para ustedes habrá sido “ver por cuánto ganaban”. Para la gilada no, ¿eh? Para los que veíamos el mundo desde atrás de esta nariz, o por encima de los cráteres de los granos, los bailes eran un karma, y las minitas un misterio, no te creas…
—No, pero…
—Para ustedes habrá sido fácil. Con la escuela lo mismo. Vos, Fernando, estudiabas bastante. Pero, ¿vos sabés lo que era este hijo de puta? No tocaba un libro ni que lo cagaras a palos. Y al final, siete en todas. No se llevaba ni una.
—Qué no. Historia de tercero, Ruso.
—No hinchés las pelotas, Mono. Una materia en cinco años. Y entrenando en el club y todo. Yo no levantaba el culo de la silla, estudiaba como un bendito y me llevaba de a tres, de a cuatro. Todo el verano guardado, estudiando…
—No es tan así.
—Sí, Fernando. Era así. Y bancátelo. No tenés la culpa. Pero por lo menos no me hagan sentir un pelotudo. Preguntale a Mauricio. Vas a ver. No fue fácil, ¿eh? Te garantizo que fue bien jodida esa época. Independiente habrá andado derecho. Pero no era que todo iba igual que el Rojo. A lo mejor por eso lo queríamos tanto. Nosotros, digo. No ustedes. Yo era un Ruso boludo, pero el Rojo me acomodaba los tantos. Pero a perder aprendí de chico ya, no necesité crecer.
—…
—…
El Cristo oprime la tecla cruz del
joystick
para que su número ocho le quite la pelota al delantero de Molina. Lo consigue e inicia un avance. Vuelve a apretar la cruz para dar un pase profundo. Gira la tecla de movimiento y su delantero hace un enganche. El muñequito de Molina pasa de largo. Escucha algunas exclamaciones de los espectadores que lo envalentonan. Oprime la tecla círculo para enviar el centro. La barra de potencia le indica que estuvo preciso —el Cristo tiene tendencia a oprimir mucho ese botón, y los centros le salen demasiado llovidos al segundo palo— y que la pelota caerá cerca del punto penal. Un velocísimo roce a la tecla R1 le permite seleccionar el receptor del pase. El más alto de sus delanteros conecta el frentazo, que sale alto y desviado.
—Hiciste todo bien, Cristo. Todo bien —lo arenga el Feo.
El Cristo menea la cabeza. Se queda sin tiempo para empatar. Molina, que también juega con su desesperación, hace circular la pelota entre sus jugadores para que se escurran los últimos segundos.
—No seas cagón, Molina —dice el Cristo, pero sabe que no va a conmoverlo.
—Uh… miren la nave que acaba de llegar —dice el Feo, a sus espaldas.
Como en ese momento el árbitro en la pantalla da por terminado el partido, el Cristo suelta el
joystick
y se da vuelta para mirar. Es un Audi azul marino que raja las piedras. El que lo maneja es un tipo joven con aspecto de garca. Traje marrón claro, corbata celeste, camisa blanca, portafolios. Cuando el Chamaco le sale al encuentro para recibirle las llaves el tipo niega. A la indicación del Chamaco, camina hacia la oficina. El Cristo se acerca al mostrador. ¿Será un inspector de la afip? ¿Municipalidad? Si es así, están perdidos. Ruso y la puta que lo parió. Él le dijo. Le avisó que tarde o temprano tenían que poner las cosas en orden. ¿A qué hora piensa llegar el boludo de su jefe?
—Buenos días.
—Buenos días. ¿En qué lo puedo ayudar?
—¿Está el Ruso?
El Cristo siente cómo el alivio le baja por el cuerpo. Si pregunta por su jefe en esos términos no es inspector de nada. O si lo es, ya está neutralizado. Nadie que le dice Ruso al Ruso le desea un mal.
—Debe estar por venir. ¿Te puedo ayudar?
—Soy Mauricio. Amigo de él.
El Cristo vuelve a alarmarse. Sí existe alguien que le dice Ruso al Ruso y que bien puede desearle el mal. Inquieto, echa un vistazo a la pantalla de la computadora, donde se ve la pantalla azul de inicio de “Marca Pegajosa”. Mauricio imita el gesto. Y aunque el Cristo se apresura a cruzar los dos metros que lo separan de la máquina y apaga el monitor, sabe perfectamente que el otro la ha visto.
—Capaz que llega más tarde. ¿Querés que le diga algo?
El Cristo se dice que es un imbécil. Cuanto más natural quiere parecer, más artificial actúa. Y los ojitos del abogado demuestran que la pantalla la vio, y bien que la vio. Del mismo modo que vio a los empleados del lavadero —en pleno— disputando un torneo de Play Station. El Cristo no teme que le avise al Ruso. De hecho el Ruso jugará sus partidos cuando llegue. Sino porque tarde o temprano el tal Mauricio lo sacará a relucir. Cuando el Ruso necesite plata, o algo.
—Sí. O si no lo espero un rato.
El Cristo se toma su tiempo para pensar. Por un lado, tenerlo ahí de florero en la oficina lo pone nervioso. Por el otro, es mejor que se vean directamente y que el Ruso decida qué quiere hacer con esa visita. Cuando está por responder que sí, que no hay problema, que lo espere, ve por la vidriera que el Ruso acaba de cruzar la calle con el diario bajo el brazo.
—Che, Mono.
—¿Qué, Ruso?
—¿Ahora se van a poner en víctimas?
—¿Por qué víctimas?
—Vos porque no te ves la cara que tienen, Fernando.
—No, Ruso. Me quedé pensando.
—En qué, Fer.
—En eso de aprender a perder. Que la verdad que es una joda.
—…