Acá también hay algo, piensa Fernando, mientras Salvatierra gesticula, argumenta, convence, sonríe, adula, propone, disiente, recapitula, insiste. Todo un caso, el Polaco. Fernando no puede dejar de reconocerle cierta dignidad, por encima de su evidente decadencia. El traje bien cortado, un poco anticuado, un poco grande de hombros (demasiado años noventa, demasiado esplendor menemista), el pelo tirante de gel, la afeitada perfecta si no fuera porque se cortó en dos o tres sitios, tal vez por la angustia o la tensión. Un náufrago que enciende la última fogata al paso del último barco.
En ese momento Salvatierra espera (todos esperan: el Ruso, Pittilanga, el Cristo, todos menos él que a duras penas intenta volver de la maraña de sus intuiciones y sus dudas) que el presidente del Al-Shabab termine de hablar en su lengua y que el árabe que tiene a su derecha traduzca lo que ha dicho.
—El señor Zalhmed dice que la cifra de cuatrocientos mil le parece un poco excesiva. Que entiende las cualidades de Míster Pittilanga, y que por eso hemos venido aquí.
En la pausa que hace el traductor Fernando echa un vistazo subrepticio hacia el Ruso y confirma su sospecha: lo está mirando al Cristo con los ojos brillantes, mientras refrena a duras penas el deseo de lanzar la carcajada y festejar a los gritos la gracia que le provoca eso de “Míster Pittilanga”, y el otro le devuelve una mirada de alborozada inteligencia. Evidentemente su abuela tenía razón, y Dios los cría y el viento los amontona. Y Fernando se pregunta por qué Dios no le dio un carácter como el del Ruso, que es incapaz de hacerse problema durante más de diez minutos seguidos sin que la felicidad lo distraiga y lo arrebate de allí y se lo lleve a mundos mejores detrás de la excusa más estúpida, como por ejemplo que un árabe que apenas chapurrea el castellano le diga “míster” a Mario Juan Bautista Pittilanga.
—Y por eso el Al-Shabab propone un monto de doscientos cincuenta mil dólares por el pase del jugador.
Fernando juega con su taza vacía, porque no quiere mirar a los otros. Qué suerte que sea el Polaco el que tiene que poner cara de “todavía es poco” y remar como sea para subir la cifra. Que se gane su comisión, el muy pelotudo. Fernando quiere huir.
Y en ese momento el teléfono celular de Daniel empieza a dar saltitos sobre la enorme mesa que ocupan. Y luego a los saltitos del vibrador le suma la música de “Bombón asesino”, que para colmo de males aumenta de volumen segundo a segundo. Salvatierra se distrae y pierde el hilo de su intervención, mientras los árabes observan el celular como si fuese un insecto imperdonable y el Ruso lanza un zarpazo sobre la mesa, lo captura y lo acerca a los ojos como para ver quién lo llama. Fernando desea matarlo, por inepto, por improvisado, por distraído, por no darse cuenta de que tiene que apagar en lugar de responder, pero para su sorpresa el Ruso lo mira con expresión consternada, quizá dándole a entender un mensaje que Fernando de todos modos no comprende, y se incorpora y camina hacia un rincón mientras responde la llamada. Y a Fernando vuelve a asaltarlo el desasosiego de que las cosas estén a punto de torcerse y fracasar. Y de allí en adelante experimenta la perturbadora sensación de que la realidad se divide en dos, como la pantalla del televisor cuando se juegan simultáneamente dos partidos que pueden definir un campeón, y de nuevo la estúpida metáfora futbolera pero no importa, porque de un lado lo tiene a Salvatierra retomando cosas que ya dijo y argumentos que ya usó, para defender el principio de que el pase de Mario Juan Bautista Pittilanga no puede valer menos de cuatrocientos mil dólares, o trescientos ochenta mil como mínimo, y del otro lo tiene al Ruso parado como un chico en penitencia (un chico de hace cincuenta años, porque las penitencias ya no se usan) con la cara contra el ángulo de la pared, hablando en un susurro. Y como le ocurre con la pantalla dividida del televisor, ahora tampoco entiende nada, ni lo que tiene a la derecha ni lo que tiene a la izquierda, ni al Salvatierra del
sprint
final para torcer el brazo de los árabes ni al Ruso de florero en el rincón.
Por suerte el Ruso termina de hablar (por suerte es una forma de decir, porque la cara con la que Daniel se da vuelta hacia la reunión, la cara con la que pliega el celular, la cara con la que lo mira a Fernando mientras se aproxima, anuncia cualquier cosa menos buenas noticias, pero por lo menos la esquizofrenia de las dos mitades de la pantalla ha terminado) y vuelve a sentarse. Se sienta y se rasca la cabeza, pero no como alguien a quien le pica sino como alguien que quiere tironearse de los pelos pero no se anima porque hay testigos, y por entre los dedos Fernando le ve los ojos llenos de lágrimas y siente que le quitan el piso de debajo de los pies, y cuando está a punto de ponerse de pie y acercarse al sitio de Daniel, este saca un bolígrafo y arranca una hoja de un cuaderno y escribe unas palabras rápidas y se la arrima deslizándola por la mesa, y como lo hace con cierta vehemencia la hoja se levanta por uno de sus extremos hasta que la mano de Fernando se posa encima y el papel vuelve a descansar sobre la mesa.
Fernando lee: “Me llamó Williams, que Mauricio viene para acá, que paremos porque la reunión sin él no sirve”. Hay algunas palabras más, pero Fernando alza los ojos hacia el Ruso antes de terminar de leer porque no entiende qué hace Williams dando esa orden por teléfono pero igual le da miedo y el miedo sí lo entiende. De repente le llama la atención el silencio circundante. Alza los ojos y se topa con los ojos del Polaco, que lo mira como si esperase una respuesta. Y sobre otro de los laterales de la mesa están los tres árabes con la misma expresión interrogativa, aguardando a su vez que le responda vaya uno a saber qué al representante de Míster Pittilanga. Por suerte allí se acaba la nómina de los que lo miran a Fernando, porque el Cristo y Pittilanga están vueltos hacia el Ruso intentando entender qué carajo le pasa, que es lo mismo que estaba haciendo Fernando hasta que se percata de que le estaban hablando y él en Babia. Afortunadamente el Polaco habla, en el tono de quien reitera lo que acaba de decir.
—¿No es cierto, Fernando, que nuestro último piso es trescientos ochenta mil dólares y de ahí no nos podemos bajar?
Fernando traga saliva.
—Sí, sí. Menos que eso, imposible.
Lo dice más que nada por solidaridad con el Polaco, a quien no lo une ninguna lealtad especial, pero le parece mal dejarlo en la estacada. Después de todo está en lo suyo, y no tiene la menor idea de que ese algo que estaba en el aire está, ahora, en la mesa, en los ojos desorbitados del Ruso, en su tirón de cabello: el saque lateral que deriva en un forcejeo y el pelotazo profundo, la puta madre. Por suerte ese es el pie que estaba esperando el Polaco para una nueva andanada de argumentos, de modo que se vuelve hacia los árabes y empieza a hablar en frases cortas y pausadas para darle tiempo al traductor de hacer lo suyo. Y Fernando puede encararse con el Ruso y tocarle el brazo para pedirle explicaciones, aunque el otro se limite a mirar la mesa con los ojos llenos de lágrimas.
Fernando abandona toda compostura y desentendiéndose definitivamente de la negociación con los árabes se arrima al oído del Ruso y le pregunta qué carajo pasa porque no entiende nada. Y el Ruso, los codos en la mesa, las manos enredadas en el pelo, gira apenas hacia él para decirle que Williams está al tanto de todo porque Mauricio se lo contó, y me llamó para amenazarme, el hijo de puta; amenazarte con qué, pregunta Fernando; amenazarme con que mejor nos mandemos a mudar porque la negociación la van a manejar ellos porque no tenemos nada que ver en el asunto y si no nos dejamos de joder vamos a terminar en cana; en cana por qué, pregunta Fernando; y yo qué mierda sé, se impacienta el Ruso aunque mantiene la voz en un susurro, exasperado pero susurro al fin.
Fernando se acomoda en su asiento pero no por disimular frente a los árabes sino porque está tan desorientado que necesita un rincón en el cual ordenar sus ideas, aunque en el fondo son precisamente ideas aquello de lo que carece y, a falta de rincón, bueno es el respaldo de cuero negro de su confortabilísimo asiento. El pelotazo que se transforma en centro al área y el centro en cabezazo, y él ahí sin saber ni de dónde vienen los tiros, y en ese momento se escuchan tres golpes breves en la puerta, tres golpes que le hielan la sangre porque esa es la manera de golpear la puerta que siempre usa Mauricio.
—¿Saben qué imagen, qué cosa me deja en paz con todo?
—Dejame pensar, Mono… ¿el Ruso en slip y soquetes blancos?
—Hablo en serio, Mauricio.
—¿Qué tengo yo de malo en slip y soquetes blancos? ¿A ver?
—Nada de malo, preciosa, pero me parece que el Mono está hablando de otro tipo de paz y de belleza.
—Ah. Me quedo más tranquilo, Fer.
—¿Me van a tomar para la joda?
—No. Está bien, Mono. Hablá.
—Porque si me van a tomar para la chacota me callo la boca y no digo un carajo.
—¡Ufa, Mono, dale, hablá!
—Últimamente venimos hablando un montón de Independiente. De lo mal que andamos, de cómo sufrimos.
—¡Otra vez!
—Déjenme terminar. ¿No me dicen ustedes todo el tiempo que hable, que no me guarde las cosas, que les diga lo que me va pasando? Bueno, ahí tienen. Ahora se lo aguantan.
—Bueno.
—Dale.
—Yo sé que con este asunto del fútbol nos portamos como unos pelotudos.
—Lo dirás por vos. Yo soy un ninja.
—¡Hablo en serio, Ruso! ¡Pará de joder!
—Bueno, bueno. Bueno.
—…
—…
—Aparte ¿qué carajo tiene que ver un ninja?
—Quise decir uno de esos que hacen meditación, que todo les resbala, que todo les chupa un huevo.
—¿Y según vos un ninja es eso?
—No, pero no me acuerdo cómo se llaman.
El gigante de la puerta se hace a un lado e ingresa Mauricio, abarcándolos a todos de un rápido vistazo. Se acerca al sitio de Salvatierra, que trastabilla un poco al correr su sillón hacia atrás para ponerse de pie. Se estrechan la mano y el Polaco hace las presentaciones con los árabes. A Pittilanga, que le queda en el lado opuesto de la mesa, lo saluda con un inclinación de cabeza, y a Fernando y al Ruso ni siquiera los mira, aunque los tiene muy próximos a su izquierda.
Se hace un silencio tan incómodo que hasta los árabes parecen estar a disgusto. Salvatierra sale al cruce haciéndole a Mauricio una síntesis de lo que llevan conversado. Ajá, dice Mauricio cada tanto, y su expresión se mantiene severa e inescrutable. Cuando el Polaco termina, Mauricio asiente y le da las gracias. “Gracias, Ernesto”, dice, y Fernando piensa que es la primera vez que escucha a Mauricio llamarlo por su nombre de pila. El detalle lo intranquiliza, como si sirviese para remarcar aliados y enemigos, como si fueran quedando cada vez menos dudas acerca de quiénes son unos y quiénes los otros.
—Ahora necesito pedirles algo —dice Mauricio, dirigiéndose tanto al Polaco como a los árabes—. Necesito pedirles disculpas por la desprolijidad de esta reunión y…
—¿Desprolijidad por qué? —brama el Ruso, y Fernando se sobresalta con semejante reacción.
Mauricio lo considera un instante y después vuelve a encararse con los otros.
—Me parece importante que de aquí en adelante las negociaciones se hagan exclusivamente entre las partes involucradas en la negociación.
El Polaco hace un ademán con las palmas de las manos hacia arriba, como dando a entender que eso es lo que estaba precisamente sucediendo. Mauricio frunce los labios y niega ligeramente con la cabeza.
—Creo firmemente, Ernesto, que para llevar a buen puerto esta reunión es imprescindible que cada quien acredite cuál es su papel en este asunto —hace un silencio algo dramático y toma asiento en el único sillón que queda libre mientras hurga en su portafolio—. Quiero decir: el jugador, su representante —a medida que va enumerando señala con la mano tendida hacia cada uno—, los hipotéticos compradores y el apoderado de la parte vendedora —y al decir eso último se señala a sí mismo.
—¿Qué? ¿Qué decís? —Fernando escucha que a su izquierda el Ruso se trabuca con sus propias preguntas, pero no le presta atención porque empieza a entender y un dolor helado y un desencanto feroz empiezan a ganarlo. Desde donde está, se ve un escrito que Mauricio acaba de sacar del portafolio. Y las firmas que rubrican las hojas. Y una de esas firmas Fernando la conoce de memoria.
—Es más. Me parece imprescindible evitar de aquí en adelante la presencia de allegados, que por más buena voluntad que tengan lo único que van a lograr va a ser entorpecer las negociaciones. Para empezar —y al decir eso se encara directamente con Salvatierra—: el precio que están manejando está totalmente fuera de nuestras expectativas.
—¿Nuestras? ¿Nuestras de quiénes? —el Ruso se incorpora a medias de su sillón—. ¿Quiénes, la puta madre...?
Mauricio endurece el gesto, como si estuviera apretando mucho las mandíbulas.
—Vamos a dejar las cosas claras —dice, y alarga los papeles hacia Salvatierra, invitándolo con un ademán a que a su vez los extienda luego a los árabes—. La señora Margarita Núñez de Raguzzi es, a los efectos de los derechos económicos sobre el jugador Mario Juan Bautista Pittilanga, la única propietaria. Es decir, mi mandante.
—Sí —acepta el Polaco—, pero el poder que firmó Margarita los acredita a los tres de forma conjunta o indistinta y…
—No es así —lo corta Mauricio—. El poder anterior sí.
Hace una pausa más teatral que todas las anteriores, y coloca el dedo índice sobre el escrito que dejó frente a Salvatierra, ese cuya rúbrica advirtió Fernando, que por eso ya no pregunta, ni duda. Apenas odia.
—Pero este otro poder amplio —sigue Mauricio—, que los invito a revisar, me acredita a mí, en representación de la firma Williams y asociados, a efectuar la procuración de los intereses de mi mandante de manera exclusiva. Y este poder —agrega puntuando rítmicamente con el dedo índice sobre la primera página— es revocatorio de todo poder otorgado con anterioridad.
Por un minuto se escucha todavía al traductor diciendo en árabe las últimas frases de esa escena enloquecida. Después, silencio. El Polaco levanta el contrato y lo lee.
—Es verdad. Acá te designan a vos solo…
—Y la cláusula revocatoria del anterior la tenés ahí, bien visible.
Salvatierra lee en el lugar que le señala Mauricio. Deja el contrato sobre la mesa.