Papeles en el viento (43 page)

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Authors: Eduardo Sacheri

Tags: #Relato

BOOK: Papeles en el viento
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59

Mauricio y el Ruso se destrenzan un poco y se hablan a los gritos. Las otras personas del bar los miran turbados, con vergüenza ajena, pero a ellos parece tenerlos sin cuidado. El Cristo se deja caer en su asiento. Lo mira a Fernando, que tiene la boca abierta y está pálido. El Cristo se ríe, feliz. Todavía de pie, los otros dos gritan tanto que se entiende perfectamente lo que dicen.

—¿Qué pasó? —está preguntando el Ruso.

—Ya está.

—¿Qué ya está?

—Está hecho.

—¿En serio?

—Más bien, pelotudo.

—¡No! Me estás verseando.

—Nada que ver. Te digo que está.

Se abrazan de nuevo. El Cristo mira a Fernando, que sigue estático.

—Contame, qué dijeron.

—De entrada fue un quilombo, yo pensé que…

—Cuando nos fuimos qué pasó…

—¡Te estoy contando! De entrada no daban ni bola porque se pusieron a hablar entre ellos y…

—¿Mario te pegó mucho?

—¿Mucho? ¡La puta que lo parió a ese pendejo! ¡Me hizo mierda! Estoy todo dolorido. Para mí que me fisuró una costilla.

—No puede ser.

—Te digo que sí.

—Siempre sos el mismo cagón. ¿Sabés lo que duele una costilla fisurada?

—Sí, boludo. ¿Querés que te muestre? Tengo todo colorado.

—No me interesa. Contá lo que pasó.

—Bueno. Ustedes se fueron y…

—No nos fuimos. Nos sacaron a patadas en el culo.

—Bueno, da igual.

—No, no da igual, pelotudo. A nosotros sí que nos cagaron a patadas.

—¿Qué querés? ¿Una competencia de quiénes ligaron más? No hinchés las bolas.

—¿Se puede saber por qué carajo el Ruso se está cagando de la risa con este conchudo?

Fernando se encara con el Cristo para preguntárselo. El Cristo vuelve a sonreír. Se siente en el cielo. Cuando empezó a trabajar con el Ruso ni se imaginó que le iba a pasar algo así. Piensa si le explica algo a Fernando o no. Decide que no. Él, ahí, es un testigo.

—Ya vas a entender. Quedate tranquilo.

—Tranquilo las bolas.

El Cristo no necesita retrucar porque Fernando gira de nuevo hacia los otros dos. El Ruso acaba de apoyarle una mano en el hombro a Mauricio y lo conduce hacia la mesa. El Cristo se pregunta si Fernando va a iniciar otra vez el quilombo. Parece que no. Está demasiado aturdido. El Ruso le señala a Mauricio la silla vacía.

—Sentate ahí, que quedás tapado por la pared. No sea cosa que salgan los árabes del hotel y nos vean juntos.

—Qué van a salir, Ruso.

—Por si acaso. No la vamos a joder ahora.

Mauricio obedece. Fernando sigue mirándolos, desencajado. El Cristo es feliz porque el Ruso le dedica una mirada de recíproco entendimiento.

—¿Me vas a explicar? —pregunta Fernando. La voz le tiembla un poco, como si estuviera al límite.

—¿Vos viste la película
El golpe
?

Fernando frunce el ceño, en el más absoluto desconcierto. Trata de recomponerse:

—Me chupa un huevo la película
El golpe
, Ruso. Explicame qué carajo hace él acá, y qué hacés vos a las risotadas con el guacho que nos arruinó para toda la cosecha.

—Esperá —intenta calmarlo el Ruso. El Cristo comprendeque el Ruso tiene ganas de contar la historia al derecho y con todos los chiches pero claro, le será difícil controlar la ansiedad del otro. Se dirige a Mauricio—. ¿Cuántas veces vimos la película
El golpe
, doctor?

—Puf. Cincuenta veces.

—Este —lo señala a Fernando, pero se dirige a los otros— también la vio. La vio con nosotros en el Ocean de Morón. Estuvo difícil porque era prohibida para catorce. Pero no se acuerda.

—En el cine la vimos tres veces en continuado —aporta Mauricio.

—Exacto —convalida el Ruso—. Pero hablarle a este de películas es como hablarte a vos de fútbol del ascenso, Cristo. Con perdón.

—Estás perdonado —concede el Cristo, que no tiene mayor dificultad en reconocer sus puntos débiles.

—No entiendo de qué carajo me tengo que acordar.

—Paul Newman —dice el Ruso.

—Robert Redford —agrega Mauricio.

—El malo…

—¿El gángster?

—Sí. El gángster…

—Esperá, esperá. Ya lo tengo… ¡Robert Shaw!

—¡Robert Shaw, qué hijo de puta, qué memoria que tenés, Mauricio!

—Sigo esperando que me expliques —Fernando.

—Ya va, Fer. ¿Vos te acordás de que en estos últimos días yo te estuve preguntando por esa película?

—¿Qué? No… ¿Me preguntaste?

—¿Ves que cuando yo te hablo no me das pelota?

—Sí te doy.

—Sí, veo cómo me das. Te pregunté.

—Estás en pedo. No me preguntaste.

—¿Le pregunté o no le pregunté, Cristo?

El Cristo asiente con la cabeza. El Ruso se acomoda en la silla para disfrutar más su propio relato. El Cristo también. Aunque ya lo escuchó veinte veces, le encanta cómo lo cuenta.

—Robert Redford es un estafador. Años treinta. Chicago. Un estafador que labura con un socio. Un amigo. Un negro, más grande. Un tipo mayor. ¿Qué actor es, Mauricio?

—Uh, me mataste… —dice Mauricio, mientras se palpa el moretón de la pera.

—No importa. Un mafioso lo mata a su amigo. Al negro. Y entonces Robert Redford lo busca a Paul Newman.

—¿Para matarlo? —se extraña Fernando.

—¡Cómo va a ser para matarlo, pedazo de boludo! ¡Para asociarse! Paul Newman también es un estafador, pero con más clase, juega en otra categoría. Y se juntan para cagarlo al mafioso. Al que lo mató al negro.

—¿La música no la ubicás? —pregunta Mauricio, y por la mirada que le devuelve Fernando el Cristo sospecha que tal vez no sea buen momento para hablar de cine sino para aclarar las cosas. Pero andá a convencerlo al Ruso de que se detenga.

—El doctor te lo dice —media el Ruso que, efectivamente, está decidido a perseverar— porque la música es requeteconocida. Ta, ta, ta, ta… ta, ta… ta, ta… ta, ta, ta, ta, ta, ta, ta… ta, ta, ta. Yo me la sabía en la flauta dulce.

—¡Pero me cago en la flauta dulce, Ruso y la puta madre!

—Calmate que vas a explotar, pelotudo. Quedate tranquilo.

—¿Cómo querés que me quede tranquilo si no entiendo una reverenda mierda?

—Tranquilo. Que te lo diga Mauricio. Doctor: ¿está todo arreglado o no?

—Sí.

—¿A este hijo de mil putas querés que le crea?

El Ruso da un respingo y lo mira al Cristo, como buscando ayuda. El Cristo se debate entre aconsejarle que vaya al grano y dejarlo hacer. Es que es así, al Ruso no hay con qué darle cuando se pone a contarte algo.

—No, Fer. Pará. No lo puteés. Haceme caso. Vas a ver que estuvo bien. Esperá que te cuente. Fue como en la película, ¿entendés?

—¿Me dejás de romper las pelotas con la película? ¿No entendés que no te puedo seguir?

—Por qué no le explicás al derecho y listo, Ruso. A lo mejorasí se tranquiliza —interviene el Cristo, que teme que la cosa vuelva a desmadrarse.

El Ruso vacila y parece resignarse.

—Las cosas se dieron… no sé cómo explicarte. Todo lo que era un quilombo de repente se ordenó.

—¿Ah, sí? —Fernando suena escéptico.

—Es que es así. Primero este me vino a ver.

—¿Quién?

—Mauricio. Al lavadero. ¿Cuándo fue que viniste?

—Uh… no me acuerdo.

—Hace tres semanas —acota el Cristo, que todavía recuerda la impresión que le produjo el Audi del susodicho.

—Bueno. La cosa es que me vino a ver.

—¿Y para qué lo fuiste a ver? —la voz de Fernando sigue cargada de rencor.

—Para ver qué podíamos hacer —Mauricio suena cauteloso, como si todavía temiera una súbita lluvia de insultos o de golpes.

—¿Y eso por qué? —Fernando sigue hostil.

—Hablamos largo, ese día —retoma el Ruso—. Y yo la película la había visto hace poco.

—¿Otra vez vas a empezar a romper las bolas con la película?

—¿Y cómo querés que no te la nombre si se me ocurrió viendo la película? Me refiero a que los tipos son dos estafadores de la puta madre, que lo engatusan a este chabón con una pelea y…

El Ruso se detiene, recapacitando.

—¿Y qué? —se impacienta Fernando.

—Que quiero que la veas, boludo. Y si te digo lo que te iba a decir te cago el final.

—¿Me estás jodiendo, Ruso? ¿No te das cuenta que tu película me chupa tres velines?

—Lo decís porque no la viste. Si te la cuento y después la ves, te vas a querer matar. Lo que tenés que saber ahora es que los tipos, los protagonistas, parece que se masacran entre ellos. Parece que se pelean, que uno lo traicionó al otro, y se cagan a tiros delante del mafioso. Se matan, pero de mentira, ¿entendés? —se giró hacia el Cristo, con cierta congoja—. Me parece que le conté el final igual, boludo.

—Mala suerte, Ruso. Hacés lo que podés —lo consuela el Cristo, que entiende sus remilgos de narrador.

—¿Te la hago corta? —Daniel se encaró con Fernando—: Te mentí.

—¿Qué?

—Que te mentí, boludo. Te mentí. Te mentimos. Este también.

—¿Cómo que me mintieron?

—Para empezar, no fue que me lo encontré a Salvatierra en el supermercado y el boludo me contó de los árabes.

—¿Cómo que no?

—Bueno, en realidad sí. Me encontré con el Polaco en el súper, pero porque lo fui a buscar yo. Habíamos quedado así con Mauricio. Lo arreglamos antes, sabiendo que el Polaco no iba a poder guardar el secreto. Y así era más creíble.

—¿Así que lo armaron ustedes dos? —dice Fernando, y el Cristo cree advertir un matiz de ¿celos?

—Nosotros dos y este —afirma el Ruso señalándolo precisamente al Cristo, que se encoge de hombros, inocente.

—¿Entonces vos sabías todo? ¿Lo del poder firmado por mi vieja?

—¿Y cómo no lo voy a saber? Lo importante era que no lo supieras vos. Para que tu enojo fuera sincero. El tuyo y el de Pittilanga, claro.

—¿A Pittilanga no le dijeron?

—No, porque necesitábamos un equilibrio —el Ruso mueve las manos, remedando el balance—. Algunos sabiendo, otros no. Algunos actuando, otros siendo espontáneos.

—¿Salvatierra?

—No, si con ese boludo no se puede contar. Si cuando lo encaré en el súper me soltó todo en dos minutos. Y eso que acá Mauricio le había hecho prometer silencio.

—¿Cómo? ¿Entonces el plan era tuyo? —por primera vez, Fernando le dirige la palabra a Mauricio.

—No. Cuando le dije a Salvatierra que no dijera nada no se me había ocurrido.

—Dejame que lo explico yo —se mete el Ruso, y el Cristose da cuenta de que las cosas van a hacerse a su modo—. A tu vieja la fui a ver antes de ayer y me firmó todo sin preguntar un carajo.

—¿Y no fue capaz de preguntarme a mí, antes? —Fernando suena disgustado.

—Se suponía que yo iba de parte tuya.

—Podría haberme preguntado por teléfono.

—Imposible —el Ruso le hace un gesto al Cristo, que se siente habilitado a intervenir.

—Para evitar complicaciones le cortamos el teléfono, Fernando. Mil disculpas. Yo obedecí órdenes.

—¿Cómo se lo cortaron?

El Cristo hace el gesto de quien alza el brazo con una tijera en la mano y corta un cable.

—Ya se lo pasamos en arreglo, igual, quedate tranquilo.

—¿Y si mi vieja tenía una emergencia y necesitaba llamar?

El Ruso y el Cristo se miran sin saber qué responder, hasta que el Cristo vislumbra la solución.

—Yo antes de ayer la vi y se la veía bárbaro, Fernando. Una salud de hierro, tu vieja.

—Bueno, pero pará de interrumpir —retoma el Ruso—. Vos llegaste a la reunión convencido de que Mauricio iba a tratar de cagarnos. Cuando saca el poder firmado…

—Pará, pará. Pero Williams te llamó en plena reunión…

—Ay, piscuí, no era Williams. Era este, que llamó desde la recepción del hotel.

—¿Para qué?

—¡Ay, Dios! Para hacer como que el tipo venía a bochar la negociación, cuando ya la teníamos lista. Para que tu cara de odio fuera real. ¿Viste cómo te miró, Mauricio?

—Creo que si tenía un cuchillo me ensartaba…

El Ruso hace un cuadro con los dedos, remedando a un director de cine.

—Necesitaba esa cara de odio, Fer.

—Me podrían haber dicho.

—Error. Sos demasiado bueno.

—Boludo, querrás decir.

—Bueno, sí. Boludo también. Pero no sos buen actor. Se te habría notado.

—Pará un poquito —Fernando apoya las palmas en la mesa—. Yo te vi ponerte colorado como un tomate cuando recibiste la llamada.

El Ruso mira al Cristo y alza las cejas. El Cristo sonríe, concesivo.

—Conteniendo la respiración, boludo. Y un poco de esfuerzo intestinal. Un maestro —se congratula el Ruso.

—Pero cuando cortaste tenías los ojos llenos de lágrimas.

Ahí el Ruso amplía el vistazo a Mauricio, para que sean más los ojos que presencien el mágico momento de su consagración.

—Memoria emotiva. Shostakovich…

—Stanislavsky —corrige el Cristo.

—Exacto. Stanislavsky…

—Me podrías haber dicho —insiste Fernando—. Por algo al Cristo le dijiste.

—¡Al Cristo le tenía que decir porque si se me bandeaba la escena tenía que tener algún aliado! Pero Pittilanga no sabía. Y los árabes tampoco.

—Genial. O sea que compartí la ignorancia con un pendejo iletrado que lo único que sabe hacer es patear una pelota y con tres árabes que no saben dónde carajo están parados.

—¡Qué no van a saber! Si esos tres se cogen una mosca en pleno vuelo de lo rápidos que son —se volvió hacia Mauricio—. ¿Seguro que terminaste bien?

—Seguro, Ruso. Está todo firmado. Salvatierra se lo llevó a Pittilanga afuera y, cuando terminé con todo, le explicó a Pittilanga mientras yo ajustaba los detalles.

—¿Y no te hicieron quilombo?

Mauricio lo mira con cierta ironía, como si hubiese preguntado una obviedad.

—Más bien que me hicieron quilombo. Se calentaron, me amenazaron, dijeron que se iban…

—¿Viste que te digo que son jodidos? ¿Y entonces?

—Y ahí se puso duro el asunto. Hasta se fueron un poco de boca.

—No digas. ¿Y cómo lo manejaste?

—Nada del otro mundo. Últimamente estoy acostumbrado a que me recontraputeen.

Aunque lo dice sin mirar a nadie es evidente que le está pasando una factura a Fernando, que prefiere mirar por la ventana.

—Bueno —el Ruso se apresura a empujar la conversación hacia otro sitio—. ¿Y entonces?

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