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Authors: Julio Sherer García y Carlos Monsiváis

Tags: #Histórico

Parte de Guerra (16 page)

BOOK: Parte de Guerra
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«¡Despierta pueblo mexicano! ¡Tus hijos te llaman, óyelos!». Y los esquemas interpretativos del país se toman de los comunistas y de los nacionalistas revolucionarios. Por eso la andanada contra los gobiernos entreguistas y el imperialismo yanqui:

Abiertas de par en par, las puertas al extranjero.

Roba gringo desgraciado, pero échalo a mi sombrero.

Canción de Judith Reyes, «Los restos de don Porfirio».

No se vislumbrará la complejidad del Movimiento en la inmensa mayoría de sus textos, sino en la manera en que su «desobediencia» frontal irrita, desconcierta y lleva al régimen a la puerilidad y las actitudes demenciales. La modernidad del Movimiento radica en el vigor con que exhibe el anacronismo del gobierno.

Los lenguajes del 68

¿Cuántos lenguajes se cruzan en el 68? El más inaudible, o el que nace muerto en cuanto a alcances persuasivos, es el oficial y el de sus organismos títeres. Así, por ejemplo, la FNET denuncia (3 de agosto) la conspiración nacional e internacional en contra del gobierno de México «por parte de los provocadores tradicionales» organizados en las «corrientes del maoísmo y del trotskismo», preparados para la violencia, «si no en estos días sí en las épocas en las que México ofrecerá su corazón a la juventud del mundo en la XIX Olimpíada, lo que hubiera sido grave». Cursilería y macarthismo, fórmula perfecta.

Un segundo discurso: el de la catarata de la izquierda partidaria, inaudible e ilegible, cuya eficacia radica precisamente en que no será ni oído ni leído, sino aceptado sin reparos por quienes le conceden a la causa la «indulgencia plenaria» para los excesos verbales de su dirigencia. Este discurso no se toma la molestia de razonar con los lectores, hace tabla rasa sin más de su adversario, lo exige todo en cada ocasión, no mide fuerzas. Léase el documento del CNH publicado el 3 de septiembre, donde se advierte una perceptible influencia comunista:

Nuestro movimiento, por ello, no es una algarada estudiantil más; esto debe comprenderse muy bien por quienes se obstinan en querer ajustar sus realidades a los viejos sistemas obsoletos de su «revolución mexicana», de su «régimen constitucional», de su «sistema de garantías» y otros conceptos vacíos, engañosos, de contenido expreso a lo que expresan y destinados a mantener y perfeccionar la enajenación de la conciencia, a la hipocresía social y a la mentira que caracterizan el régimen imperante.

Que nadie pretenda llamarse a engaño. No estudiamos con el propósito de acumular conocimiento estáticos, sin contenido humano. Nuestra causa como estudiantes, es la del conocimiento militante, el conocimiento crítico, que impugna, refuta y transforma la realidad…

¿Cómo se explica en plena querella, con las fuerzas de seguridad patrullando la ciudad, los edificios de educación superior ametrallados, las detenciones constantes, ese desprecio al «régimen constitucional» y su «sistema de garantías», exactamente lo contrario a lo sostenido en cada manifestación por el Movimiento? Se explica, precisamente, por la ebriedad ideológica de una lucha en ascenso, y porque en definitiva no se confía en los documentos, sino en el lenguaje de las marchas, las pancartas, los lemas, el relajo, la emoción de persuadir y persuadirse.

Un tercer lenguaje es el de los brigadistas, que no cuaja de modo orgánico, pero es anárquico y vital mientras dura. ¿Cómo aprenden a dialogar con obreros, burócratas, amas de casa y estudiantes como ellos? No tienen programa, pero su convicción es profunda: esto debe cambiar, y ésta es la oportunidad. Y las carencias los vuelven, por necesidad, un programa vivo en su convicción y su fe contagiosa. La elocuencia de sus brigadistas es la gran oferta del Movimiento. Y, aparte del 2 de octubre, este lenguaje activo y corporeizado será lo más extraordinario a la hora de la evocación.

La modernidad del 68 se expresa a través de las brigadas de estudiantes, el ánimo de las concentraciones, la disciplina gozosa de las marchas, el dinamismo del relajo, la combinación de solemnidad y estrépito, la simpatía por el rock (que es el diablo), el gusto en una minoría significativa por novelas y poemas leídos como profecías. Moderno es un estudiante de Ciencias que usa de los momentos muertos para abismarse en
Rayuela
de Cortázar o
La estación violenta
de Paz; moderna es la brigada de Ciencias Políticas que sube a un camión, se disculpa por no saber cantar boleros y reparte propaganda agregando: «Si les aburre, dénselo al vecino que peor les caiga»; moderno es el estudiante de Facultad de Música, apasionado de Alban Berg, que toca en la guitarra canciones rancheras para atraer el público del mitin; moderna es la Manifestación del Silencio, donde se calla o se habla en voz baja para cederle el sitio de honor al rumor de las multitudes, infinitamente novedoso como arma política. Esa modernidad muy rara vez se expresa en los documentos.

Un cuarto lenguaje, aportado por los sectores medios, mayoría en el Movimiento Estudiantil, es el de la modernización cultural. Ya estuvo bien de la cultura de la Revolución Mexicana, ese potpourrí que banaliza las luchas campesinas y revolucionarias de las prime ras décadas del siglo, y le añade a su escamoteo una moral conservadora, un chovinismo declamatorio, un nacionalismo cultural ya patético y la explotación recurrente de los Grandes Logros: el esplendor prehispánico, Sor Juana Inés de la Cruz, el churrigueresco la poesía modernista, la Escuela Mexicana de Pintura, la gran literatura «para minorías»… y las instituciones que exigen —y merecen— gratitud, del Seguro Social a la enseñanza primaria obligatoria. La demanda de modernización es muy de otra índole, y se concentra en el deseo de legitimar y hacer muy explícita la sensibilidad ya presente en las actitudes, pero no todavía en el lenguaje público. Si la modernidad se identifica con el crecimiento de la libre empresa, los conjuntos habitacionales de lujo, el ritmo de internacionalización de la clase dirigente y las
joint ventures
que atraen a los empresarios de fuera, la modernidad concede ventajas atmosféricas a la nueva sensibilidad, se aburre con la función estatal de guardián de las conciencias, y ve en la americanización no a una imposición externa, sino —en el orden de la tecnología y el comportamiento— una exigencia interna.

Si se revisan los documentos que en 1968 producen el Movimiento Estudiantil y sus aliados, se observará la debilidad por las parrafadas interminables, las translaciones mecánicas del habla de asamblea y partido, la cursilería para nada ocasional, el autoritarismo de un cúmulo de planteamientos, los rescoldos de luchas de los años cuarenta. Por eso, no es tan provechoso el análisis del Movimiento centrado en sus textos de coyuntura. Es más fructífero el examen de las actitudes.

«¡San Baltazar contra los traidores!»

Una sola chispa puede encender una pradera.

De 1968 a 1998 se ha publicado un número infinito, o si se es menos modesto, jamás cuantificable, de artículos, ensayos, libros, entrevistas, declaraciones, sobre las causas del 68 mexicano. En la descripción del Movimiento varias de las explicaciones son convincentes, pero sigue haciendo falta un análisis del espíritu de resistencia del 23 y del 26 de julio. A los preparatorianos que afrontaron a la policía no los impulsó ciertamente el conjunto de factores que incluye el Mayo francés, las lecturas de Herbert Marcuse, los razonamientos del Che Guevara sobre el Hombre Nuevo, las lecciones de los estudiantes de Norteamérica (el Free Speech Movement de Berkeley, con su batalla por el derecho a decir «Fuck You»), y las repercusiones de la doctrina marxista. Influye en ellos, pero no de modo doctrinario, el hartazgo ante la monumentalidad de la corrupción y la represión priístas. Nadie dudó nunca: esas contiendas son asunto del contagio del ánimo o de la decisión simultánea del no dejarse, esa furia de persona, de grupo, de pequeña muchedumbre que, con audacia asombrosa, renuncian a uno de los rasgos constitutivos de la sociedad, la paciencia histórica ante la represión. De allí una hipótesis: lo que llamamos el 68 surge al chocar frontalmente la gana de no admitir el abuso y la consigna de extirpar la subversión. El miedo a la transgresión organizada cree ubicado al enemigo urdido por su inventiva, y al golpear con saña desata la transgresión espontánea. Emitida la profecía («Quieren boicotear los Juegos Olímpicos para dañar a México y a su Presidente»), se buscan con ahínco las evidencias de su materialización, y se les ubica en un grupo de jóvenes sorprendidos y airados. Y en respuesta a la barbarie que surge de los infiernos mentales, el «¡Ya Basta!» se representa con piedras y palos y cocteles molotov.

Al cabo de treinta años, es tal el impacto de la matanza de Tlatelolco que traslada el énfasis de la resistencia a la victimización, y relega a lo que, sin el fulgor de la tragedia, también fue primordial. A quienes poseen una información vaga o vaguísima del 68 (la gran mayoría, mientras no se demuestre lo contrario), no les es fácil asomarse a ese

«incendio de la pradera» que en unas horas convierte a la masa dócil y arrinconada en las multitudes contestatarias en las calles. ¿Cómo explicar en una sociedad totalmente apaciguada el éxito súbito de la toma de conciencia?

Las dos fuerzas estructurales del Movimiento son la convicción del rector Barros Sierra al declarar el luto universitario y poner la Bandera Nacional a media asta (acto que el gobierno y la sociedad traducen de inmediato: «El rector dice que los estudiantes tuvieron razón al no dejarse»), y la gran energía anti-autoritaria que estalla por doquier, encauzada hasta donde es posible por el Consejo Nacional de Huelga. Sin un discurso propiamente democrático (pesa demasiado la retórica de la izquierda política), el Movimiento sí suscribe la crítica al «Hágase lo que yo digo, porque si ya lo dije es irrevocable», y esto determina el espíritu a la vez festivo, desconcertado, épico, frustrado y sacudido por la tragedia, que enorgullece a quienes se proclaman «de la generación del 68». La sucesión de acciones «de la desobediencia», y el hecho mismo de emprenderlas, corresponde al gozo de discrepar, fenómeno hasta entonces efímero en la experiencia estudiantil, de un día o dos de duración por lo general. En los meses del Movimiento se vive con ritmos inesperados en el ámbito de la nueva responsabilidad o, si se quiere, del compromiso generacional. Treinta años más tarde me permito traducir un tanto burdamente el mensaje de estas actitudes: «Nosotros tenemos la oportunidad jamás concedida a nuestros antecesores. Podremos liberarnos y liberar al país entero del yugo de los acatamientos feudales sin recurrir a las armas. Desde el minuto en que no se nos dio la gana arrodillarnos, hicimos Historia.»

Personajes del 68: Un brigadista (1978)

—Claro que participé en el 68. Era una experiencia generacional. Lo hice por convicción y por no dejar solos a los cuates. Me metí en las manifestaciones, salí varias veces con las brigadas, repartí volantes a lo bestia y no me quedé con ninguno, qué lástima. Cuando vino lo de Tlatelolco, me quise ir de México para siempre. Este país no se merece a nadie, me dije, aquí sólo pasan chingaderas… Tardé en asimilar el fregadazo.

Y luego, no he rectificado, ni transado, ni claudicado, ni entrado en razón, pero las oportunidades surgen y si se es competente, las oportunidades lo forman y lo reforman a uno. Para nosotros, los de la generación del 68, la experiencia de ese año fue amarga, pero al fin y al cabo fue experiencia de gobierno. Por lo menos, así lo veo en mi caso. De no haber participado en el Movimiento, me la habría pasado domando sillas en las antesalas, preocupado por la sobriedad de mis trajes. Gracias al 68 entendí la mecánica del poder desde afuera, en las calles y las manifestaciones, en el miedo, en la joda.

¿De qué me sirvió el 68? Aprendí por contraste a ser flexible, a negociar, a incorporar demandas, a no caer en provocaciones. He madurado en estos años. Ya creo ver todos los lados de la moneda, que siempre son más de dos. Cuando me metí al movimiento estudiantil ni me daba cuenta de las cosas. Vivía como dentro de una película de rock mexicano, preocupado por las tardeadas. Ahora mido la profundidad de nuestra crisis y la amplitud de nuestra capacidad de respuesta a nivel vivencia, y a nivel análisis y a nivel decisión administrativa y a nivel informática. Y sí, sí me siento orgulloso de ser miembro de la generación del 68 y por eso para que no se repita Tlatelolco, gente como nosotros debe participar en las decisiones de gobierno.

Los «medios de comunicación» del Movimiento

El Movimiento dispone de sus «medios masivos»: las marchas, las asambleas, los mítines, los manifiestos y las brigadas. Por decirlo pronto, las marchas son espectaculares, anticipos notables de la vida ciudadana, la oportunidad para ejercitarse en el civismo recién descubierto. Si a estas alturas tantos recuerdan y con tal enjundia esas marchas, no es nada más por la necesidad de ennoblecer el pasado (inevitable y legítima), sino porque en verdad son una aportación del Movimiento, la mezcla logradísima de responsabilidad y relajamiento. Las marchas son exploraciones de la ciudad, exhibiciones de fuerza numérica, concursos discretos entre escuelas y facultades de Records de asistencia, prácticas políticas que se expresan como teatro de masas. Si la rigidez del gobierno se exacerba gracias a las marchas, los estudiantes instauran el diálogo consigo mismos (el reparto de lo colectivo en lo individual). Y lo que le otorga su dimensión especial a estas demandas actuadas, es la confianza en el poder de convocatoria. No son las manifestaciones simbólicas o sintomáticas que el tamaño de la ciudad ahoga, y por eso gran parte de la emoción, como suele suceder, se desprende del júbilo demográfico.

Si somos tantos, nuestra causa no es ni marginal ni reprimible ni alegórica. Por lo menos en el capítulo de las marchas, el Movimiento no conoce el declive.

Si las asambleas, tan repetitivas, son un pregusto del fastidio de la eternidad, y si en los mítines sólo en contadas ocasiones se oyen en su integridad los discursos, en las marchas el Movimiento se desarrolla al otorgarse a sí mismo disciplina, vehemencia, sentido lúdico y orgullo por la persistencia y el crecimiento. Sin que jamás se olvide el maltrato a la UNAM y el Politécnico, se reafirma la indignación ante quienes, al cerrarse a cualquier posibilidad de diálogo, los tratan como niños regañables o incluso suprimibles. Y las declaraciones de autonomía o de mayoría de edad súbita, se expresan a través del frenesí multitudinario, ordenado por el temor a las provocaciones, asido a las consignas básicas, y de humor ya un tanto alejado de las tradiciones de izquierda. Cada contingente sella compromisos de grupo, de escuela, de actitud. Son, por ejemplo, combativos y homogéneos los de Ciencias, Economía, Filosofía y Letras, Ciencias Políticas, la ESIME, la ESIA, la ESIQUIE, las Normales. De otras facultades de historial más «despolitizado» se reciben sorpresas, por la cantidad y el entusiasmo de los participantes. Los que estrenan disidencia se felicitan por hacerlo y se radicalizan por un tiempo o hasta el día de hoy. Lo más probable es que sea su única experiencia política, lo seguro es que la seguirán contando hasta el fin de sus días o de sus oyentes. Si en un comienzo no entienden la regla de oro de estas marchas, cifrada en el anhelo de un «relajo escultórico», si tal cosa es posible, la aprenden al instante.

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