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Authors: Leonardo Padura

Tags: #Policial

Pasado Perfecto (28 page)

BOOK: Pasado Perfecto
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—Vamos a pasar por la funeraria de Santa Catalina. Ya debe de estar ahí el cadáver de Rafael Morín.

—¿Para qué, Conde? —saltó Manolo, siempre había detestado los velorios y no quería anotarse uno adicional.

—No sé para qué. Todo no tiene que tener un para qué, ¿no? Quiero pasar un minuto por ese velorio.

—Está bien, compadre —aceptó el sargento—. Pero no es trabajo, ¿verdad? Pues te dejo ahí y sigo. Y mañana a las seis.

El auto avanzaba por la Calzada de Santa Catalina y el Conde vio una cola para comprar refrescos; la posada recién restaurada, con un lumínico de dos corazones rojos atravesados por una flecha verde como la esperanza, y una pareja de jovencitos que entraban buscando la carpeta; vio la parada de la guagua copada de gente, ansiosa, apurada; los anuncios del cine y el chófer que le gritaba hijoeputa al que lo adelantó por la derecha, y se dijo que nadie pensaba en la muerte, y por eso podían seguir viviendo, amando, corriendo, trabajando, ofendiendo, comiendo, incluso matando y pensando, y vio entonces la casa de las jimaguas, oscura entre sus crotos y esculturas, brillante por sus largos paños de cristales y sus paredes blancas, y su destino momentáneamente alterado. De allí también salió Rafael Morín, para jugársela a todo o nada, y perder, para siempre, la sonrisa deslumbrante y segura.

—A las seis entonces —dijo cuando vio la funeraria, el portal estaba vacío y pensó que quizás la morgue no hubiera remitido todavía el cadáver de su antiguo condiscípulo—. Y ten cuidado no la preñes.

—No, no, no toques esa tecla que no quiero complicarme la vida —sonrió Manolo y estrechó la que le brindaba su jefe.

—Vamos, no te hagas el bárbaro, que de verdad la Vilma te tiene bien cogidito.

—Bueno, compadre, ¿y qué? —rió otra vez el sargento Manuel Palacios, metió la velocidad y el Conde pensó, se mata un día.

Subió las breves escaleras de la funeraria y leyó en la pizarra un solo nombre: Rafael Morín Rodríguez, sala D. No era un buen día para estar muñéndose y la funeraria estaba poco solicitada. Caminó hacia la sala D, pero no se atrevió a entrar. El perfume dulzón de las flores de muerto impregnado en las paredes del edificio lo golpeó en el estómago y decidió sentarse en una de las butacas del pasillo, junto al cenicero de pie y el teléfono público. Encendió un cigarro y le supo a hierba mojada. Dentro estaba muerto y listo para el olvido Rafael Morín, y aquél sería un entierro muy triste: no vendría ninguno de sus amigos de fin de año y consejos de dirección y viajes al extranjero. Aquel hombre era un apestado en más de un sentido y quizás ni su propia esposa deseaba estar allí. Sus viejos amigos del Pre habían quedado tan lejos en el camino, que se enterarían meses después de todo aquello y tal vez dudarían, no lo creerían. Imaginó lo que hubiera sido aquel velorio en otras condiciones, las coronas de flores amontonadas en toda la sala, los lamentos por la pérdida de aquel cuadro excepcional, tan joven, el discurso de despedida de duelo, tan emocionante y cargado de adjetivos generosos, adoloridos. Dejó caer el cigarro en el cenicero y caminó hasta la puerta de la sala D. Como un cazador furtivo, acercó lentamente la cara al cristal de la puerta y observó la sala casi vacía que había adivinado: la madre de Rafael, un pañuelo contra la nariz, lloraba rodeada de un grupo de vecinas; allí estaban las dos que lavaban el domingo por la mañana, una de ellas tenía entre las suyas la mano de la anciana y le hablaba al oído: para todas ellas el fracaso de Rafael era de algún modo su propio fracaso y el desenlace de un destino trágico que el muchacho trató de burlar. Tamara estaba frente a su suegra, y el Conde apenas le veía la mitad de la espalda y los crespos artificiales e indomables de su pelo. Tenía los hombros tranquilos, quizás dejaba caer un par de lágrimas silenciosas. A dos sillas de ella, también de espaldas a la puerta, había otra mujer que el Conde trataba de identificar. Parecía joven, el corte de pelo mostraba la nuca, los hombros altos, la piel del brazo visible era tersa, y entonces la mujer miró hacia Tamara y le ofreció su perfil: Zaida, la reconoció, y admitió su decidida fidelidad. Siete mujeres, una sola compañera de trabajo. Y, al fondo, el ataúd tapiado, forrado de tela gris, insólitamente desnudo mientras esperaba las flores que siempre demoraban para un velorio común. Iba a ser un entierro muy triste, pensó otra vez y salió a la calle.

Buscó un cigarro en el bolsillo del jacket, tenía una sed profunda y vio, en la acera de enfrente, mientras buscaba una brecha en el tráfico, a Miki Cara de Jeva, y deseó saber por qué venía al velorio. Pero sintió que ya era demasiado para él y apretó el paso para subir por la calle lateral, mientras, sin quererlo, se puso a cantar
Strawberry fields, for ever, dan, dan, dan

El Flaco Carlos miró el vaso como si no entendiera por qué estaba vacío. A partir del cuarto o quinto trago solía sucederle eso, y el Conde sonrió. Habían despachado ya media botella de ron y no podían espantarse la tristeza. El Flaco había pedido ir al velorio y el Conde se negó a llevarlo, qué tienes que buscar tú allí, no seas morboso, lo acusó, y su amigo le prohibió entonces que pusiera música en la grabadora. El Flaco sentía el respeto por la muerte de los que saben que pronto van a morir, y decidieron ahogar en ron los malos recuerdos, los pensamientos fatales, las ideas funestas. Pero las muy cabronas saben nadar, pensó el Conde.

—¿Y qué vas a hacer con Tamara, tú? —preguntó el Flaco cuando el vaso recuperó el peso adecuado.

—No sé, bestia, no sé. Eso no va a funcionar y tengo miedo de enamorarme.

—¿Por qué, tú?, ¿por qué?

—Por lo que puede venir después. No me gusta sufrir por gusto, así que sufro por adelantado y ya.

—Siempre te lo dije, eres un sufridor.

—No es tan fácil, de verdad que no —dijo, y terminó su trago. Dejó el vaso sobre la mesita de centro—. Tengo que irme, mañana hay que hacer el informe.

—¿Y me vas a dejar casi medio litro? ¿Y no vas a comer? ¿Tú quieres que a la vieja Josefina le dé un berrinche? No, salvaje, no, que después soy yo el que la tiene que aguantar diciendo que si tú no te alimentas, que qué flaco estás y que yo soy el malo que te pone a tomar ron, y que tienes que cuidarte más, y que cuándo vas a casarte con una muchacha buena, oye eso, y a tener un hijo. Y hoy yo no estoy para eso, tú, ya tengo bastante cabrón el día.

El Conde sonrió, pero tenía deseos de llorar. Miró por encima de la cabeza de su amigo y vio la pared, y vio el
affiche
descolorido de Rolling Stones y Mig Jagger con sus dientes de caballo; la foto tomada en los quince de la hermana del Conejo, Pancho sonriendo, el Conejo tratando de no reír y el Flaco peinado especialmente para la fiesta, el cerquillo que escondía en el Pre tirado sobre las cejas y los ojos casi cerrados, pasándole un brazo sobre los hombros a Mario Conde, con aquella cara de susto, hermanos desde siempre; las medallas leves y de colores falsos que el Flaco acumuló cuando era muy flaco y pelotero; la ya casi invisible etiqueta de Havana Club que alguien, muchos años atrás, había pegado en el espejo en el curso de una torrencial borrachera y que el Flaco decidió conservar para siempre en el mismo sitio. Aquélla era también una pared triste.

—¿Has pensado alguna vez, Flaco, por qué tú y yo somos socios…?

—Porque un día en el Pre te presté una cuchilla. Oye, no le des más vueltas a la vida, es así y pal carajo.

—Pero también podía ser distinta.

—Mentira, salvaje, mentira. Eso es cuento de caminos. No me hagas hablar más, coño, pero te voy a decir una cosa: el que nace pa tarrú del cielo le caen los tarros y la bala que está pa uno le parte la vida. No quieras cambiar lo que no se puede cambiar. No jodas más. Dame un poco de ron, anda.

—Alguna vez voy a escribir sobre eso, te lo juro —dijo el Conde y sirvió dos líneas abundantes en el vaso de su amigo.

—Eso es lo que tienes que hacer, ponerte a rayar y no pensarlo más. La próxima vez que quieras hablar del tema me lo das por escrito, ¿está bien?

—Cualquier día te mando a templar, Flaco.

—Vaya, ¿a qué viene ahora eso?

Mario Conde miró su vaso y puso la cara del Flaco de cómo es que está vacío, pero no se atrevió.

—Nada, no me hagas caso —dijo, porque pensó que algún día no podría conversar con el Flaco, decirle mi hermano, bestia, asere, y comentarle que vivir era la profesión más difícil del mundo.

—Oye, tú, ¿y por fin dónde metió el otro la maleta con la plata?

—Se acobardó y la tiró al mar.

—¿Con tantos billetes?

—Dice que con todos los billetes.

—Qué mierda, ¿no?

—Qué mierda, sí. Me siento rarísimo. Quería encontrar a Rafael, ya casi me daba igual vivo que muerto, y ahora que apareció es como si quisiera desaparecerlo de nuevo. No quiero pensar en él, pero no me lo puedo quitar de la cabeza y tengo miedo de que esto dure mucho. ¿Cómo se sentirá Tamara?, ¿eh?

—Mira, pon música —propuso el Flaco—, pon música si quieres.

—¿Qué te gustaría oír?

—¿Los Beatles?

—¿Chicago?

—¿Fórmula V?

—¿Los Pasos?

—¿Credence?

—Anjá, Credence —fue el acuerdo, y oyeron la voz compacta de Tom Foggerty y las guitarras de Credence Clearwater Revival.

—Sigue siendo la mejor versión de
Proud Mary
.

—Eso ni se discute.

—Canta como si fuera un negro, oye eso.

—Canta como Dios, qué coño.

—Arriba, muchachos, que no sólo de música vive el hombre. Vamos a comer —dijo Josefina desde la puerta, estaba quitándose el delantal y el Conde se preguntó cuántas veces en la vida iba a oír aquel llamado de la selva que los hermanaba a los tres alrededor de una mesa insólita que Josefina luchaba cada día para armar. El mundo iba a ser difícil sin ella, se dijo.

—Recite el menú, señora —pidió el Conde, ubicándose ya tras el sillón de ruedas.

—Bacalao a la vizcaína, arroz blanco, sopa polaca de champiñones mejorada por mí con acelga, menudos de pollo y salsa de tomate, los plátanos maduros fritos y ensalada de berro, lechuga y rábano.

—¿Y de dónde tú sacas todo eso, Jose?

—Mejor ni averigües, Condesito. Oye, me dejan un traguito de ron. Hoy me siento así, no sé, contenta.

—Es todo suyo —le ofreció un trago el Conde y pensó: Cómo la quiero, coño.

Esto es un cuarto vacío, dijo, y respiró el olor profundo y consistente de la soledad. Ahí está una cama vacía, pensó y vio las formas misteriosas de las sábanas revueltas que nadie se ocupaba de alisar. Encendió la luz y la soledad le golpeó los ojos.
Rufino
daba vueltas de tío-vivo en la redondez de su pecera. No te me canses,
Rufino
, le dijo y empezó a desvestirse. Dejó el
jacket
sobre la silla, lanzó la camisa hacia la cama, puso la pistola sobre el
jacket
y, después de quitarse los zapatos empujándolos con los pies, abandonó el jean en el piso.

Caminó hacia la cocina y preparó la cafetera con los últimos restos de polvo que encontró en un sobre. Lavó el termo, después de botar el café blanco y fétido que olvidara allí la mañana de un día anterior que le resultaba decididamente remoto. Aprovechó el reflejo de su rostro en la ventana para comprobar otra vez su anunciada calvicie, y luego abrió la hoja hacia la tranquilidad nocturna del barrio y pensó que también podía ser una noche inmejorable para sentarse bajo el farol de la esquina a jugar unas datas de dominó, protegidos por un buen abrigo de aguardiente. Sólo que hacía ya mucho tiempo que nadie se reunía allí, ni siquiera una noche como ésa, para jugar dominó y tragar alcoholes baratos. Ya no nos parecemos ni a nosotros mismos, porque nosotros, los de entonces, nunca volveremos a ser los mismos, se dijo y se preguntó cuándo llamaría a Tamara. Me mata la soledad, y endulzó el café y se sirvió una taza gigante de amanecer mientras le daba fuego al inevitable cigarro.

Regresó al cuarto y desde la cama miró a Rufino. El pez peleador se había detenido y parecía mirarlo a él también.

—Mañana te echo comida —le dijo.

Abandonó la taza vacía sobre la mesa de noche marcada por otras tazas abandonadas, y fue hasta la montaña de libros que esperaban su turno de lectura sobre una banqueta. Recorrió los lomos con el dedo, buscando un título o autor que lo entusiasmara y desistió a mitad de camino. Estiró la mano hacia el librero y escogió el único libro que nunca había acumulado polvo. «Que sea muy escuálido y conmovedor», repitió en voz alta, y leyó la historia del hombre que conoce todos los secretos del pez plátano y quizás por eso se mata, y se durmió pensando que, por la genialidad apacible de aquel suicidio, aquella historia era pura escualidez.

Mantilla, julio 1990 - enero 1991

Leonardo Padura Fuentes
(La Habana, 1955) es un novelista y periodista cubano, conocido especialmente por sus novelas policiacas del detective Mario Conde. El Gobierno de España concedió en 2011 la ciudadanía de ese país a Padura, quien sigue viviendo en Cuba

Nacido en el barrio de Mantilla, hizo sus estudios preuniversitarios en el de La Víbora, de donde es su esposa Lucía; naturalmente, estas zonas de La Habana, muy ligadas espiritualmente a Padura, se verán reflejadas más tarde en sus novelas. Padura estudió Literatura Latinoamericana en la Universidad de la Habana y comenzó su carrera como periodista en 1980 en la revista literaria
El Caimán Barbudo
; también escribía para el periódico
Juventud Rebelde
. Más tarde se dio a conocer como ensayista y escritor de guiones audiovisuales y novelista.

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