Pasajero K (19 page)

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Authors: Adolfo García Ortega

BOOK: Pasajero K
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Éramos casi los únicos sentados en las filas de asientos al aire libre. Al pasar por Potsdamer Platz, observé a mamá, a quien la iniciativa de Bohdan le había parecido una solemne tontería. ¿Siempre fue así mamá, amargada? ¿Siempre tuvo esas gafas, esos ojos claros, ese peinado anticuado, esa ropa alejada de toda moda, esas uñas pintadas de perla? Creo que desde que la recuerdo la he visto con la misma ropa, las mismas uñas y la misma amargura.

Bohdan nos acompañaba radiante, orgulloso por la idea, pero iba callado, enfrascado en el
Bild Zeitung
, grandote y ausente. Como solo hablaba alemán, no solía dirigirle la palabra a K., a quien apenas saludaba al llegar y al marcharse. Para mi madre, ese dentista polaco más joven que ella era su último billete a la felicidad, la última oportunidad de vivir con un hombre. Vestía mejor cuando él estaba delante, pero aun así, siempre llevaba su habitual ropa vulgar, de cuadros o estampados. Frédéric decía que mamá no sabía vestirse femeninamente, pero en realidad no conocía a la mujer que fue el resto de su vida. Al parecer, al polaco eso no le importaba demasiado, aunque ella iba más arreglada.

Mamá era famosa por sus preguntas extravagantes y a destiempo, como, por ejemplo, cuántas cosas se llamaban Luxemburgo. Le gustaba este tipo de juegos, estas preguntas a bocajarro que todos tratábamos de responder pese a saber que encerraban alguna trampa. ¿Cuántas cosas se llamaban Luxemburgo?

Luxemburgo: el país, el jardín, la comunista, el entrenador. No había más.

Observaba a mi madre sonreír victoriosa mientras navegábamos por el Spree, rizado por el viento frío del este que se levantó en la Isla de los Museos. Deseaba hablar con ella de madres, solo de madres, lo deseaba mucho, hablar con mi madre de ser madres, de aprender a serlo. Por eso le había cogido de la mano. Yo no sabré serlo, como quizá ella tampoco había sabido. Dijo eso. Mi cuerpo registró con dolor su seca sentencia. Fin de la conversación sobre madres.

También estaba el pastel. El pastel Luxemburgo. Solo ella lo conocía.

En ese momento le hablé de Yuri. Era ruso. Yuri era ruso.

¿Yuri, qué Yuri? El padre, así era como se llamaba. ¿Ruso de verdad? Asentí.

Mamá, sin mirarme, me explicó que tuviera cuidado porque ya no había rusos de verdad, rusos auténticos; todos eran ucranianos impostados. ¿Yuri qué más? Mostró de pronto un inusitado interés por saber los nombres y apellidos de sus padres, de sus abuelos, lo que hicieron o dejaron de hacer en las guerras, qué pensaban de Brezhnev o Andrópov, cuál era su ciudad natal, su grado de comunismo (ella siempre decía «alto comunismo» o «bajo comunismo» para catalogar a las personas), qué opinaban de Gorbachov o Pasternak. Preguntaba por el mundo de Yuri como antes preguntaba por las cosas que se llamaban Luxemburgo. Pero yo no sabía nada de la familia de Yuri, salvo que se apellidaba Sízov. Me había dicho que su padre era toda su familia, que su madre había muerto, que su padre vivía lejos de Moscú y que ni él ni su padre se esforzaban demasiado en verse. Probablemente, «bajo comunismo» en cualquier escala de comunismos. No le dije que ahora se hallaba en Zurich. Algún secreto tenía que pertenecerme solo a mí.

Mientras permanecimos allí, al lado una de la otra, me dieron ganas de pedirle perdón a mi madre, un perdón profundo y deslumbrante. Un perdón enorme por haber arruinado su vida al nacer yo.

Aquella noche, en la casa de Mühlenstrasse, bailamos los cuatro, como en un fin de fiesta improvisado. Por la mañana partiríamos para Zurich. Jergovic, Yuri, las ciento cincuenta mujeres de Pale, sus asesinos y todos los demás nos esperaban ahí delante, en el tiempo y en el espacio, en la tierra como en el cielo. Pero ahora bailábamos. Porque, nada más llegar del crucero fluvial, Bohdan fue directo hasta el armario del dormitorio, cogió una silla, se subió en ella y sacó del altillo el viejo tocadiscos Pioneer gris y la caja de cartón repleta de vinilos.

Sí, sí. A diferencia de otros días, en que me parecía lo contrario, mamá rejuvenecía de pronto. Sí, sí, qué buena idea, la de Bohdan. Siempre decía que ella había bailado mucho y muy bien, aunque yo no recordaba la última vez que la vi hacerlo. Con Frédéric nunca.

Bohdan, en lo alto de la silla, oscilaba como un junco, con los brazos tan cargados. Todos temimos que se rompiera algún disco, eran casi reliquias. K. se apresuró a ayudarlo, pero no fue necesario, bajó de un brinco, un poco congestionado por los esfuerzos. Con el salto, sucedió lo inevitable: la caja se volcó y los discos se precipitaron al suelo. Diez o doce discos se partieron en varios pedazos, otros se mellaron en el borde, alguno se rayó. Mamá se quedó unos instantes desolada, con los ojos como platos, pero enseguida se echó a reír. Ya era hora, llevaba años esperando este momento.

Pusimos sobre la mesa del comedor los discos que se salvaron. Para mamá aquel estropicio equivalía a una selección natural, porque más de una vez pensó deshacerse de ellos: tiró los rotos a la basura sin dedicarles ni una mirada, Sinatra, Brel, The Doors, todos fuera. Limpió con mimo los restantes. Y nada más sonar la primera canción de Dalila, nos transportamos a otra época, ella la primera.

¿Es que nadie iba a ir a la cocina a por bebidas? Fui yo, en un acto simbólico de aceptación de aquel nuevo orden familiar.

Poco después, mamá bailaba con Bohdan y K. bailaba conmigo. Luego, intercambio, por turnos. La música salía de discos de Adamo, Sacha Distel, Johnny Hallyday, Sandie Shaw, Aznavour y otros por el estilo. Llevaban todavía la firma entrelazada de Bruna-y-Frédéric-78. No había discos de Mina ni de Lea Minardi, pero sí de Gigliola Cinquetti y Paolo Conte. K. comentó que nunca había bailado con una embarazada ni con una farmacéutica. Yo tampoco con un director de cine ni con un dentista, repliqué. De vez en cuando, nos reíamos a carcajadas porque Bohdan contaba chistes verdes muy graciosos sobre dentistas y pacientes, que yo le traducía a K.

Tuve el presentimiento entonces.

Sabía que cuando bailaba tal vez pensara en Nur, la albanesa de pechos pequeños y espalda elegante, de la que, incomprensiblemente, estaba celosa desde que me habló de ella. Lo intuí cuando me cogió por la cintura delicadamente aunque con firmeza. Noté la presión de cada uno de sus dedos, y por el brillo de sus ojos imaginé que imaginaba que yo era Nur. O que tal vez era Lea. En ese momento experimenté el estremecimiento que solo experimentamos las mujeres cuando un hombre nos estrecha hacia él al bailar, algo instintivo que no sabría definir con exactitud, pero que distaba mucho de serme desagradable. Al contrario, era ese brusco ímpetu de K., su seguridad en el movimiento, lo que me seducía. Era un hombre inesperado, incluso bailando.

Transcurrido un rato juntos, de repente le musité al oído:
Danke schön.
Empecemos de cero, ahora mismo. Estamos en un tren, es la hora de cenar, en el vagón-restaurante hay una mesa libre, una sola mesa libre, y la noche se abre camino…

Tuve el presentimiento entonces de que K. haría lo que hizo.

Sentí que una ola de calor me envolvía en otra vida cuando me desmayé.

3

Hoy, 15 de febrero, Sidonie le había hablado a Balmori de la foto que estaba entre las pertenencias de Dragan Dabic, y que ahora permanecía bajo la custodia del Tribunal Internacional de La Haya. Ella la vio una vez. Era la foto de un hombre con bigote y pelo engominado sosteniendo a un bebé en brazos. Parecía un acto ritual, la ofrenda de un sacrificio. No cabía duda de que el rostro de ese hombre era un rostro de circunstancias, como el que todo actor aficionado sabría adoptar, y él había sido un actor aficionado. Adquiría un gesto a medio camino entre la sonrisa rota y el vacío absoluto, porque ese junio de 1945 (la fecha de la foto) vivía en el epicentro de una derrota.

Cuando Balmori se lo imaginaba —solo contaba con las palabras de Sidonie, porque no lo podía ver—, se figuraba ese gesto como un íntimo desconcierto de suicida frustrado, ligeramente insólito.

La foto se la había tomado un fotógrafo también llamado Dabic a finales de ese mes de junio en la cárcel de Maribor, donde los nacionalistas serbios estaban de paso. Dabic, solo Dabic, era la escueta firma de ese fotógrafo, del que no se sabía nada hoy en día, ni siquiera si fue un amigo o no de la familia, o si fue contratado para esa labor por los partisanos y los Aliados, o si lo aportó Jovanka, la esposa de aquel hombre, cuando acudió a verlo desde Montenegro para llevarle a su hijo recién nacido, quizá poseída por el temor de que lo fueran a fusilar de un momento a otro, dada la situación del país. No se sabía tampoco si Dabic era su nombre auténtico, pero poco importaba, porque poco importaba el fotógrafo. Lo que importaba en realidad era que había una gran carga simbólica en aquella foto: aquel hombre ante la cámara mostraba la derrota, preludiaba la venganza, mediante la pequeña persona de su hijo. La foto remitía, en cierto modo, a una inmolación.

Era obvio que el apellido en el que Radovan Karadzic transmutó su personaje procedía del de aquel Dabic fotógrafo, verdadero o falso, importante o no, incluso tal vez lo usurpara como sutil homenaje a su padre encarcelado. ¿Adoptaba así la óptica de los ojos de quien estaba viendo a su padre entre rejas sosteniéndolo a él, a Radovan, en brazos, con apenas unos días de vida? Indudablemente sí. Padre e hijo estaban unidos por primera vez, inmortalizados por ese fotógrafo hoy olvidado. Pero, de ser un homenaje, se trataba, en opinión de Balmori, de un homenaje muy arriesgado: si lo atrapaban, Radovan sabía que alguien acabaría preguntándose por qué ese curandero de barba blanca y mirada apacible llevaba una foto del padre de Karadzic en su cartera.

Si la hubiera tenido en su poder solo unos minutos, Balmori habría deseado hacer una foto de aquella foto, fagocitarla como hacía con todo lo demás. Sin embargo, Sidonie no entendía esa obsesión suya por poseer imágenes más que personas y solo podía ponerlo al corriente de algunos aspectos de la vida de Karadzic que Balmori desconocía. Se diría que, mediante el relato de Sidonie, él fuera perfilando el trazado de un mapa que acabara de descubrir. En el fondo, ella no podía saber cómo funcionaba la mente de Balmori y por tanto ignoraba que, a esas alturas, con todo lo acumulado y después de su extravío por Berlín, hablarle de Karadzic era como echar leña al fuego o aplicar gasolina para apagar una hoguera: un error.

Le dijo, por ejemplo, dónde había nacido, algo que Karadzic siempre había ocultado. Eso tuvo lugar en el enclave de Petujika, a las afueras de Savnik, en el centro de Montenegro, donde no llegaba el tren. Le dijo también el día: Jovanka dio a luz el 19 de junio de 1945. Curiosamente, por esas mismas fechas abandonaba la Yugoslavia vencedora el actor Sterling Hayden, quien con el nombre de John Hamilton había sido enviado por los Aliados como oficial de enlace con los partisanos de Tito, hecho que Frédéric Maudan les habría contado, para mayor sorpresa de Balmori y de Sidonie, de haber habido ocasión en los días que pasaron en Auvers, cuando los tres veían juntos por las noches sus películas y Frédéric rememoraba en silencio la época en que el actor norteamericano vivía en una
péniche
del Sena, donde él lo conoció.

Lo relevante era que el hombre de la foto, Vuko Karadzic, formaba parte de los
chetniks
, los ultranacionalistas serbios. Entre sus aficiones figuraba la poesía y antologaba por patriotismo poemas serbios de los siglos
XVII
y
XVIII
encontrados en los monasterios. Entre sus principios destacaba el odio a los turcos, a los musulmanes y a todo lo islámico desde que estos invadieron el sagrado suelo serbio. Los odiaba quizá más aún que a los comunistas. Los Karadzic, padre e hijo, siempre amaron la poesía y odiaron más a los musulmanes que a los comunistas. Veían en el comunismo una contingencia temporal; en el islamismo, en cambio, veían un cáncer que devoraba poco a poco la carne serbia. Y Bosnia era el centro de ese cáncer maligno. Había que extirparlo como fuera. En eso radicó el afán oculto de toda su vida, la herencia que Vuko le legó a su hijo, como un cometido sagrado. Y contra esos
chetniks
luchó en la Segunda Guerra Mundial John Hamilton. Quién sabe si tal vez tuviera algo que ver con la detención de Vuko, ese Hamilton.

Sin embargo, Vuko Karadzic no fue fusilado en la cárcel de Maribor, como temía Jovanka, ni en ninguna otra. Pasó varios años en prisión, y esa ausencia en el hogar se convirtió en un fervoroso mito para su hijo. En ciertos lugares muy importantes de la casa familiar de Petujika en donde debería estar el padre, como eran el respaldo de la silla en la que presidiría la mesa, la almohada donde reposaría su cabeza, el umbral por el que entraría en la sala o la chimenea donde encendería su pipa, Jovanka había conservado, cuando no aumentado, los emblemas con las águilas blancas que simbolizaban a los guerrilleros
chetniks
. Esa era su presencia en la infancia del pequeño Radovan. Pues en eso consistía ser un
chetnik
, un guerrillero monárquico y puro, un águila blanca. Y un águila blanca será el símbolo que adoptará el Partido Serbio Democrático de Radovan Karadzic unos años más tarde.

Sidonie daba aquí un salto en su relato hasta 1960 y pasaba a describirle a Balmori a un melancólico y sensible Radovan, un adolescente introvertido que a los catorce años llegó solo a Sarajevo a estudiar secundaria en un internado ortodoxo. Luego, en 1962, entró con diecisiete años, discretamente, en el Partido Comunista, es decir, en la contingencia, en la vía temporal a la venganza hasta que esta fuera posible. De los años de cárcel en cárcel que pasó su padre y de la espera de su figura en casa entre águilas blancas dibujadas, Karadzic aprendió a alimentar la paciencia con un rencoroso estoicismo. En esa época, en Sarajevo se mofaban de su aspecto, casi el de un cantante italiano o americano, porque era tan elegante como torpe, tan espigado como estúpido. Sin embargo, para todo el mundo lo inquietante debía de ser que nunca se sabía qué estaba pensando en realidad, porque empezaba a tener una alternativa para casi todo.

A los veinte estudió Medicina. Su amigo de la época en la Facultad, Marko Vesovic, lo definía ya como frío y sereno, quizá incluso indolente y enigmático. Entonces sucedió algo sexual. Algo con lo que quizá él no contaba. Algo innoble.

Al parecer, lo hizo público muchos años después el propio Marko Vesovic, quien fue el causante del desliz de Radovan. Como un juego cruel, Vesovic le presentó a una chica llamada Delilija, extremadamente gorda, extremadamente fea, quizá extremadamente inocente. «Horrible» debió de ser la expresión exacta de Vesovic, que se frotaba las manos, carcajeándose divertido, cuando después de presentársela le desafió a que se la llevara a la cama. Karadzic aceptó la apuesta y dejó embarazada a la infeliz Delilija. El padre de Delilija era el gerente del hotel Europa, muy renombrado en Sarajevo; tenía una intachable reputación, poseía un relativo patrimonio económico, era amigo de muchos musulmanes, contaba con el carné del Partido y, por supuesto, no entraba en sus planes que su hija terminase como madre soltera y hazmerreír de toda la ciudad. Los obligó a casarse, amenazó a Karadzic con llevarlo a los tribunales y exigió que vivieran con él bajo el mismo techo para poder controlarlos mejor. De aquel embarazo nació una niña, Sonia, la leal Sonia, con el tiempo el vivo retrato de Karadzic, a la que este nombrará ministra de propaganda de su gobierno durante la guerra. Marko Vesovic, un poco culpable seguramente, fue padrino del bautizo.

Radovan no tardó mucho en comprender que su vida había entrado en una vía muerta. Lo habían pescado y se agitaba infructuosamente en la red, así se veía en esa época. Desde el día de la boda, un festejo más bien vergonzante, el joven y amargado Karadzic se convirtió en un marido infiel y mujeriego, y en todo un artista a la hora de inventar mentiras delante de su mujer y de su suegro, que siempre lo detestó. Casarse con aquella joven simple y sin belleza y convivir en aquel ambiente opresivo modificó sus planes: a la venganza por su padre sumaría ahora su patológica afición a no decir nunca la verdad. Empezó a escribir siniestros poemas y a practicar la hipocresía.

Balmori anotaba escrupulosamente, como si levantara acta de un atestado, todo lo que le contaba Sidonie. Era obvio que de la vida de una persona solo se podían retener datos elementales, dejando fuera los matices. Lo anotaba así en el InterCityExpress camino de Zurich, durante un trayecto de poco más de tres horas, el que mediaba desde que el tren salió a las 12:32 de la nueva estación HBF de Berlín hasta que llegó a las 15:48 a la estación HB de Zurich.

De nuevo, los dos en un tren.

Rápido, demasiado rápido quedaba atrás el Berlín frío de los días pasados. El Berlín de las revelaciones. A unos 300 km/h, el TGV había atravesado Hannover, Kassel-Wilhelmshöhe, Fráncfort, Heidelberg (donde existe la opción de desviarse a Karlsruhe), Baden-Baden (aquí opción de desvío a Estrasburgo), Basilea… Como había un molesto sol de invierno, las cortinillas tapaban las ventanas y solo veían trazos aleatorios de esas ciudades. ¿Por dónde iban? ¿Vagaban por Europa, corrían hasta su centro geográfico? Seguían yendo en sentido contrario a La Haya, los dos eran conscientes de ello, pero el trayecto se había curvado hacia Zurich, en dirección sur-suroeste, por lo que su viaje empezaba a convertirse en una especie de bucle forzado hacia alguna parte, y de pronto adquiría sentido. Un rizo, esa era la imagen. Exactamente como un rizo de cabello humano.

Compartieron el vagón con un centenar de pulcros ejecutivos vestidos con corbata que parloteaban y discutían en inglés, francés y alemán. Les tranquilizó no hallar nada ni a nadie sospechoso, sobre todo ni rastro de los dos tipos habituales. Pero, por si acaso, no se movieron de sus asientos tapizados de azul. Ni siquiera Balmori hizo fotos falsas (conservando el guiño de hacerlas) con su falsa cámara de tetrabrik. Tan solo, mientras Sidonie hablaba, él se ponía a tomar notas frenéticamente en el ordenador, y en su cerebro crecía la historia de Karadzic. Los datos cobraban vida en una historia que quizá ya para él era una historia
diferente
.

A veces Sidonie estuvo esperando que su madre le devolviera la llamada, porque esa mañana se despidió de ella precipitadamente con tan solo un mensaje misterioso en el móvil (Adiós, mamá. Gracias y perdón, recordaba Balmori haberla oído decir), sin embargo, Bruna no la llamó. Fuera de Berlín, todo entre ellas volvía a ser como siempre fue. Por lo demás, la transición del viaje se les había hecho demasiado corta.

Ahora, Sidonie llegaba por fin a Zurich. Pero nunca le gustó Zurich. Ni cuando veraneaba allí con su madre, a los doce años, en la época en que Bruna tenía un novio suizo del que ella ni siquiera se acordaba.

Se había resistido todo el tiempo a asumir que no había más remedio que pasar por esta ciudad. Zurich equivalía a cruzar una frontera de su vida, le había dicho a Balmori, pero la situación se le presentaba como ineludible e incierta, un cuello de botella para dejar atrás dos nombres propios: por un lado, Yuri, y por otro lado, Jergovic, las dos incógnitas que habría de despejar para seguir avanzando por el tablero de juego en que se hallaba.

Para Balmori, en cambio, Zurich era la ciudad de Lenin y del Cabaret Voltaire.

Primero, Yuri.

Esa misma noche, Sidonie decidió resolver enseguida el asunto de Yuri, la primera incógnita. No tenía mucho tiempo que perder, ya no lo amaba (quizá por eso tampoco amaba Zurich). Prefería encontrarse con Yuri cuanto antes, decirle que será el padre de un hijo que no verá nunca y pasar rápidamente al capítulo Jergovic, la cuestión profesional. Yuri era la parte privada; incluso, siendo los dos aún jóvenes, ya eran el pasado de cada uno, pero precisamente por eso mismo, para Sidonie Yuri significaba también remover recuerdos y airear emociones. ¿Se lo merecía? ¿Se merecía ese joven saber que iba a tener un hijo de ella? ¿Y qué pasado era él para Sidonie?

Antes de buscar a Yuri, tomaron dos habitaciones contiguas en un hotel barato de la calle Sihlstrasse, el Seidenhof. Luego, desde su habitación, ella hizo una llamada telefónica. Presumiblemente a Yuri. Sin poder evitarlo, Balmori oyó la conversación pared con pared desde su cuarto, sentado al borde la cama y con la mirada fija en la moqueta. El diálogo en francés fue breve.

Ella le dijo que estaba aquí.

Él le preguntó que cuándo había llegado.

Ella respondió que hoy, que ahora.

Él replicó que sabía que vendría y que cómo lo había encontrado.

Lo había encontrado porque él mismo le dijo a ella dónde estaba, aunque no le dijo dónde vivía.

La verdad era que él ni siquiera sabía con seguridad dónde vivía, unas veces aquí, otras allá.

Pero al menos sí sabría dónde trabajaba, ¿no?

Él respondió que claro que sabía dónde trabajaba.

¿Dónde?

En un local nocturno que a veces tenía striptease, aunque hoy no, se llamaba Le-Chat-qui-Pelote.

A ella no le importaba si ese local tenía o no tenía striptease, ¿la dirección?

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