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Authors: Adolfo García Ortega

Pasajero K (23 page)

BOOK: Pasajero K
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¿Así veía él a Renata? ¿Representaba Lea a su madre como una puta? Verdaderamente, eso era lo que le atrajo de ella, la mayor edad, la promiscuidad, el exhibicionismo físico, el sexo. Ahora, al regresar a Roma después de tantos años, desaparecida ya Lea, lo veía más claro que nunca. Una fuerza interior se lo mostraba. Pero cómo hablarle de estas cosas a Sidonie, tan joven, cómo pretender su indulgencia. Y para qué. Tardaba uno tanto en comprenderse a sí mismo…

Dejaron previamente el equipaje en la consigna. Desde la misma Stazione Termini, aún sin respirar el aire de la ciudad, Sidonie había telefoneado al número que figuraba dentro del sobre que le pasó el filatélico en Zurich. La voz italiana del otro lado era la de una mujer que no era italiana:

Pronto.

¿Zana, por favor? Silencio.

¿Zana? Silencio de nuevo.

Luego, en francés: ¿Quién llamaba?

Sidonie le dijo que era periodista, que estuvo en Buddenbrook (citó así el lugar), que recogió el sobre.

Si la estaba llamando era porque lo hizo, respondió la mujer, dando a entender que todo estaba preparado para llegar a este momento.

Sidonie agregó de inmediato que conocía a Heinz.

¿Mucho?

Bueno, solo su voz.

Su voz ya es mucho.

Heinz había prevenido a los Jergovic, así que la esperaban. La cita sería en la terraza del bar Tre Scalini, en piazza Navona, dentro de unas dos horas. Un sitio público, abarrotado, famoso, adecuado para salir corriendo, si era necesario. ¿Será necesario? Quién sabe. En la terraza, entre el anonimato de los turistas, estarán mejor.

¿Cómo se reconocerán?

La voz de la mujer pareció enojarse. Verá: Sidonie tendría que poner una silla tumbada sobre el borde de la mesa como señal de que el asiento estaba ocupado. A partir de ese momento, paciencia. Se presentará.

Llegaron con tiempo. La piazza Navona, a esas horas de la tarde, era como siempre un hervidero de gente caminando a paso de tortuga de un lado para otro entre los puestos de pintores y vendedores ambulantes. Aquello le resultaba tediosamente familiar a Balmori. Las terrazas, todas con calefactores, estaban abarrotadas de gente. Sería difícil hallar una mesa libre en el Tre Scalini. Cuando por fin se hicieron con una, siguieron las instrucciones que dio Zana.

La silla estuvo en la posición inclinada durante tres cuartos de hora, hasta que apareció de la nada un hombre que la enderezó y se sentó en ella: era Goran Jergovic, por fin.

El hombre que había surgido como por arte de magia era un individuo caucásico demasiado corriente, de estatura media, moreno, bien parecido pero de rostro vulgar, poco memorable, hasta tosco, con la cejas arqueadas hacia abajo por la parte exterior, lo que le daba un aire de ambigua ingenuidad o desvalimiento. Si bien tenía cuarenta y tres años, su aspecto era el de alguien bastante mayor. Vestía con una camisa de cuadros azul y blanca, cazadora marrón crema, vaqueros oscuros y unas tenis negras. Podría ser un disfraz de los ochenta. Lucía barba de dos días y llevaba el pelo muy corto, casi rapado por la nuca y en la zona de las orejas. Su extravagante peculiaridad distintiva consistía en que la mitad de su cráneo era canosa y la otra mitad no. Debía teñirse de vez en cuando, para pasar más desapercibido. Aparte de eso, parecía un trabajador cualquiera, un obrero, un conductor de autobús, un camarero, un taxista, un hombre que había acabado su jornada laboral y se sentaba a tomar una cerveza para aparcar unos minutos sus problemas con la mente en blanco.

Al verlo, nadie diría que de joven fue actor de cine y que pudo haber llegado más lejos en ese mundo. Menos aún podría decir nadie que ese hombre estuvo inmerso en el horror de la guerra de Bosnia. Balmori reconocía que camuflarse en un trabajador corriente era un buen camuflaje. Sidonie se percató de que llevaba una pulsera dorada de estabones gruesos en la muñeca izquierda y que debajo de la camisa se transparentaba una especie de medallón colgado del cuello, involuntarias concesiones al narcisismo. Su gesto era serio, casi ligeramente torturado, y desde que abrió la boca, su voz, apagada y escasa aunque enérgica, indicaba que las cosas se harían como él había decidido.

No saludó. Fue directo al grano. Antes que nada dijo que, para empezar, Zana quedaría fuera de toda sospecha. Era inocente y siempre lo había sido. Luego añadió, volcándose hacia ellos, que había acabado el tránsito y ahora tocaba la verdad. Esperaba que tomasen buena nota de sus palabras, porque no quería grabaciones. Lo contará todo y lo contará una vez. Por cierto, ella era la periodista, pero, ¿y él, tan magullado?

Él no era nadie, dijo Balmori, él solo la cuidaba.

Las primeras palabras de Goran Jergovic fueron un preámbulo para decir que su madre era croata y su padre serbio, que había nacido como serbio en Bosnia-Herzegovina y que él era un hombre desgraciado, sin patria y sin suerte. A Balmori le llamó la atención que comenzase hablando de su madre, pero enseguida lo entendió: la mató un musulmán. Él entonces estaba en Londres haciendo cine, mejor dicho, estudiando para hacer cine, esa su verdadera vida decapitada en seco por las circunstancias de todos conocidas. Estaba muy unido a su madre. Era la única que creyó en él pese a las adversidades, y la que lo mandó a Londres a estudiar y abrirse camino. Por eso regresó en el 92, porque le dijeron que un musulmán había matado a su madre en una calle de Sarajevo para robarle, a ella, que no tenía nada, que solo cosía ropa para las series de la televisión yugoslava. La mató porque no era musulmana. ¿Un serbio no habría hecho lo mismo? Por supuesto que no, al menos entonces.

Volvía al asunto del cine, se perdía por ahí. Hablaba de la película que estaba grabando en Londres, del papel que le habían dado, de que tenía un representante y le había prometido entrar en los Estados Unidos, le ayudarían los serbios famosos asentados en Nueva York. Sidonie le pidió que se centrase; le preguntó más sobre el asesinato de su madre, quería algunos detalles, como dónde tuvo lugar, si hubo un solo asaltante o varios, si se llevó a cabo una investigación policial. En su opinión, por lo que decía Jergovic no había pruebas concluyentes de que el asesino fuese un musulmán, de hecho ni siquiera se detuvo al asesino, se creyó que era musulmán porque alguien corrió la voz, tal vez con intención de provocar. ¿O no estaba al tanto de que en esa época ya proliferaban bandas de ultranacionalistas serbios que actuaban a su antojo? ¿No creía posible que fuera al revés, que tal vez la confundieran a ella con una musulmana? A muchas croatas les había pasado.

Jergovic frunció el ceño, no le gustaba lo que Sidonie sugería: o sea, que, según ella, quisieron matar a una musulmana y se equivocaron de víctima. ¿Es eso lo que ella quería decir? Sidonie afirmó con los ojos, consciente de lo resbaladizo del terreno. Jergovic se sintió presionado, ella no tenía ningún derecho a pensar eso, ella estaba ahí para oír lo que él tenía que contar, no para que arrojase mierda sobre la memoria de su madre ni sobre la memoria de su pueblo. No, señor, no lo iba a consentir. Sidonie se dio cuenta de que había entrado con mal pie, al ponerlo contra las cuerdas y a la defensiva; el protagonista del día era él, no ella. Tenía que cambiar de estrategia. Se disculpó.

Sidonie le preguntó entonces qué pretendía con todo este misterio. El serbio se calmó un poco, aceptó las disculpas, pidió tiempo, no será fácil para nadie.

Escuche.

Lo que pretendía era volver a nacer, les dijo. Les contará todo lo que sabía, será un escándalo, era el momento oportuno, ella podrá lucirse en sus artículos. Pero Sidonie no quería lucirse, quería saber lo que él sabía, para eso había venido.

De acuerdo, de acuerdo, se lo dirá, pero a cambio necesitaba por escrito una garantía de impunidad. Para proceder como estaba procediendo, no había más imperativo moral que su seguridad. Y la de Zana, pero ella estaba limpia.

¿Y él no lo estaba?

Los años de silencio manchaban más aún que el hecho de admitir una culpa. Lo de la impunidad era fundamental, tenían que comprenderlo así. ¿No se lo había dicho Heinz?

No, Heinz no le habló en absoluto de algo que de ninguna manera ella podría ofrecerle. Eso era cosa de la justicia internacional. No estaba en su mano, así que debería olvidarlo por ahora.

Bien, ¿qué esperaba ella que él le contase?

Se supone que tenía una revelación que hacer, ¿no era así? Por su conciencia o por dinero, a ella le daban igual los motivos.

No lo hacía por las mujeres, dijo Jergovic con sinceridad, lo hacía para salvar su propia vida, aunque en cierto modo también lo hacía por ellas, por la tragedia que les ocurrió.

Sidonie calibró la palabra tragedia en la voz de aquel hombre e intuyó que habría de negociar. Recapacitó: solo podría conseguir que su agencia lo tratara como su fuente, y en calidad de tal, por tanto, sería intocable y mantendría el anonimato. Un secreto profesional inviolable.

Jergovic se quedó unos segundos pensativo. A su alrededor había turistas asiáticos, nórdicos, españoles, todos muy cerca. Un grupo de tres matrimonios norteamericanos, ruidosos en exceso, había invertido una segunda botella de champán vacía dentro de la cubitera y se habían puesto todos a aplaudir. Jergovic los miró con indiferencia porque meditaba la propuesta de Sidonie: ser amparado por un gran medio de comunicación, y desde su protección, revelar lo que sabía, ¿no era eso? Pero no se dejó engañar, él quería más, quería ser rehabilitado.

Sidonie le dijo que la rehabilitación era algo incompatible con la adopción de una nueva identidad, de otro nombre, de otro pasaporte, tal vez de otro país, eso a lo que él aspiraba.

¿Podría ir a Londres? ¿Empezar allí?

No estaba en su mano, pero se podía intentar, todo dependía del alcance de las revelaciones. Sea como sea, desconocía lo que él tenía que decir, pero ella solo quería hablar de las violaciones de mujeres. Se dirigía a La Haya para cubrir el juicio desde esa perspectiva, básicamente. De las mujeres violadas en Pale.

Hubo muchas, dijo Jergovic. ¿Sabía ella que remover el asunto de las violaciones equivaldría a salpicar la mierda para todos lados, incluidas a las propias mujeres? Al decir esto, miró a su alrededor, como si de pronto temiese que los norteamericanos de la mesa contigua saltaran sobre él, y bajó la voz. Puso su mano sobre la muñeca de Sidonie y ella sintió un escalofrío ante su contacto pegajosamente húmedo.

Balmori era consciente de que el hombre estaba tenso, sudaba. Tampoco a él le gustaba ese grupo de matrimonios norteamericanos que acababa de pedir otra botella de champán y reía demasiado alto. No era un marco respetuoso para hablar de cosas tan graves. Sin embargo, optó por quedarse al margen. Inoportunamente le dolían de nuevo los oídos.

Jergovic no cejaba sobre el asunto de una nueva identidad. La necesitaba para salvarse, porque había visto mucho y su declaración podía afectar a otras personas, y esas otras personas no pararán hasta encontrarlo y deshacerse de él: él era el cabo que nunca había que dejar suelto, ¿lo comprendían?

Se dio cuenta entonces de que lo que decía sonaba demasiado egoísta y añadió que por supuesto también quería hacer justicia, a su manera. No estaba en contra de Karadzic, en realidad en el fondo creía que era alguien con un papel en la Historia, pero Karadzic ya no iba a salir de esa ratonera de La Haya, cumplirá su condena, eso si no se mataba antes, como hizo Milosevic, el auténtico líder de todos los serbios. Que quede claro que no habría hablado si no hubieran detenido a Radovan —lo llamará siempre por su nombre— en ese autobús. Pero ahora que había leído que lo negaba todo, quería contar lo que él sabía, arrimar el hombro, como quien dice. Y a cambio pedía ser otra persona. ¿Era eso tan imposible? Él no era más que un testigo. Había vías jurídicas que protegían a gente como él.

Astutamente, puso el énfasis en que su confesión tendrá mucho que ver con las violaciones. ¿Le interesaba o no? También él había leído los artículos de la famosa Sidonie Maudan, periodista de la AFP, esperaba que lo tuviera en cuenta.

Sidonie se lo quedó mirando con los ojos muy abiertos, pero antes de que reaccionase, Jergovic sentenció que no seguiría hablando en esa terraza. Deseaba cambiar de escenario. Ya llevaban demasiado tiempo en el Tre Scalini. Estaba incómodo, y para él la incomodidad equivalía a inseguridad. Emitió un suspiro.

¿En qué hotel estaban?

En ninguno aún, acababan de llegar directamente de la estación.

Jergovic les propuso un hotel que él conocía, era discreto, podían continuar la conversación allí. Al fin y al cabo, aún no había dicho nada relevante, ni ella tampoco le había ofrecido nada convincente. De nuevo: ¿qué garantías podía darle?

Sidonie pensó un momento, luego se puso de pie y exclamó que lo sentía, que no tenía sentido seguir tratando de comprar algo que aún no había visto, ni siquiera sabía si realmente tenía un precio que mereciese la pena pagar, por pequeño que fuera. Y, además, no podía darle la menor garantía. Si tenía algo que revelar, sería solo por ellas, por las mujeres violadas. Por su madre, tal vez. Por decencia, en fin.

En otro caso, ella se largaría ahora mismo.

Jergovic, sorprendido por la reacción de Sidonie, le rogó que se sentara. Por favor, suplicó. Ella accedió. Como si no hubiera ocurrido nada y estuviera entre amigos, él se limitó a decir que el hotel en cuestión era el Barberini, frente al palacio Barberini. De pronto, habló de un cuadro de ese palacio-museo como si fuese un entendido en arte. ¿Conocían el
Judit y Holofernes
que pintó Caravaggio en 1599, con su modelo de entonces haciendo ese gesto de asco al cortar la carne? Era un cuadro que a Jergovic lo paralizaba; había ido a verlo varias veces desde que él y Zana estaban en Roma. De hecho, no tenía otra cosa mejor que hacer que ver ese cuadro. Era horrible y fascinante, dijo. Siempre que estaba delante del cuadro se notaba rígido, desearía mirar para otro lado pero no podía, algo lo atrapaba morbosamente.

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