Pasajero K (26 page)

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Authors: Adolfo García Ortega

BOOK: Pasajero K
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Una lucecita roja le decía que eso era anómalo, inhumano.

¿Por qué le había dicho lo de la acidez del limón? ¿Por el gesto de la cara de Judit?

El cuadro.

Judit, la viuda intachable, sujeta el alfanje con una mano y el pelo del confiado general asirio con la otra. La espada va por la mitad de su trabajo, la carne aflora. El rostro de la criada, vieja y marchita, es de expectación y de deseo por lo que está viendo, aunque le cuesta dar crédito a sus ojos muy abiertos. Por mucho que hubiera desesperado, por fin ha llegado lo que tanto ansiaba: la disolución de Holofernes en las brumas de los muertos. Es una hora alegre, de revancha por todo el daño que el asirio ha infligido, pero antes Judit ha de acabar lo que ha empezado. Un chorro de sangre a presión brota de la herida. La mirada perdida de Holofernes, que no puede gritar ya, revela que es consciente de su final. El gesto de Judit es de repugnancia y determinación, transmitidas a la fortaleza de sus brazos extendidos. Hay una distancia entre Judit y la cabeza de Holofernes, una distancia amplia para maniobrar mejor con la hoja y también para sentirse lejos, fuera. La resolución de Judit es la resolución de las mujeres violadas de Bosnia.

Sidonie asistía en primera fila a una decapitación. Pero lo que veía en ese cuadro era la revelación de una venganza. Comprendía fríamente cuál era el papel que le había tocado en esta historia: interpretarla.

No hubo más citas con Goran Jergovic durante los siguientes días. Ni él se puso en contacto con ellos, ni Zana cogía el teléfono cuando Sidonie llamaba al número habitual. Una y otra vez, saltaba el buzón de voz.

Acerca de Radovan Karadzic, Balmori le había oído decir a Jergovic que siempre recordará sus trajes de color gris azulado, de impecable corte, algo demodés. Eran trajes de psiquiatra, decía, y así trataba a los musulmanes, como pacientes psiquiátricos en su consultorio. Solo que su consultorio era un país. Se compadecía de lo que él consideraba su error, como si padecieran una enfermedad. No era un loco sanguinario, ni un psicópata, ni siquiera un político ebrio de poder. En realidad, Karadzic se limitaba a aplicar sus conocimientos, consistentes en ejercer una terapia extrema contra un trauma, el trauma de esos musulmanes por haberse convertido al islam en los tiempos del imperio otomano, sin duda a su pesar y sin poder evitarlo, ya que habían sucumbido al devenir de la historia. Eran, en consecuencia, víctimas necesitadas de ayuda. En la historia, por tanto, era donde había que actuar como si se operase una mente humana. Para él, todo se reducía a que había que ayudarlos a superar ese trauma del que no eran conscientes y a salir de él aunque no quisieran. La guerra era, lisa y llanamente, una terapia. Su plan respondía a la aplicación de prácticas psiquiátricas en la política. Al fin y al cabo, Karadzic era freudiano militante.

Naturalmente, entró en el departamento de psiquiatría del Hospital Kosovo de Sarajevo seducido por sus lecturas de Freud. Lo hizo gracias a su jefe, el bosnio musulmán Ismet Ceric, por quien siempre demostró un gran respeto y afecto. Nunca habló mal de los musulmanes a título personal, su rencor no era hacia ellos uno por uno. Incluso una vez fue a Belgrado por un tiempo y cuando regresó a los pocos meses, le dijo a su jefe Ceric que no comprendía a los serbios, tan engreídos, que él se sentía únicamente montenegrino. Desde los tiempos en que iba con mujeres cuya existencia ocultaba a Delilija, se había hecho un consumado mentiroso. De eso lo acusaban siempre sus rivales políticos. Lo suyo no eran embustes temporales. Él tallaba la falsedad hasta convertirla en un tupido bosque de incertidumbres. Había aprendido el arte de la mentira compulsiva en los enfermos esquizofrénicos que trató en los años que ejerció de psiquiatra. En 1968, por ejemplo, estuvo con su amigo Zdravko Grebo en las manifestaciones juveniles en Sarajevo. Luego, a las pocas semanas, acudía a reuniones etílicas con la policía secreta y delataba a los promotores de esas manifestaciones. Un poco más adelante, como había pedido inexplicablemente una beca para ir a estudiar a los Estados Unidos, esa misma policía secreta empezaba a sospechar que era un espía de Occidente. Todos los malentendidos terminaban tapados por otra mentira mayor o excesivamente confusa y desalentadora.

No solo les decía a los bosnios que menospreciaba a los serbios por ser rusos de segunda clase, sino que a los montenegrinos los adulaba tildándolos de serbios auténticos y puros, y a los ultranacionalistas —de la misma ideología que Vuko, su padre, su sombra— los engañaba con los socialistas, y a estos con los partidarios del movimiento verde, y a estos con los ultraortodoxos, y a estos, ya al final, convertido en Dragan Dabic, con los chinos budistas de Novi Beograd. Sería una estrategia cuyo objetivo solo él conocía. Cuando registraron el despacho de Dabic, encontraron muchos folletos del Partido Verde Europeo, y se descubrió que en los artículos que colgaba en un portal naturista de Internet había plagiado partes enteras de los programas de diversos partidos verdes y ecologistas. Sus propios textos sobre medicina natural y fitoterapia estaban sacados de algunos libros chinos traducidos al serbio. Para Jergovic, no cabía duda de que Radovan no había dicho la verdad en toda su vida.

4

Me grabó muchas veces más de las que yo imaginaba.

Lo descubrí cuando entré en la habitación de K. mientras él dormía. No lo hice a propósito ni tampoco sé si realmente dormía, pero no se movió mientras estuve allí. Llamé a la puerta, volví a hacerlo, no hubo respuesta. La empujé porque estaba entreabierta, quizá él quisiera que entrara. El caso es que lo hice, pasé y K. parecía dormir de lado sobre la cama, vestido.

En la mesa frente al balcón que daba al Barberini estaba el portátil encendido y mi rostro llenaba toda la pantalla, bien grande. Alcé las cejas. No pude evitar sentir curiosidad. Me acerqué y de nuevo me hipnotizaron las imágenes, pero esta vez no eran de trenes, esta vez eran de mí. Ahí estaba yo en decenas de fotos y de breves grabaciones que acababan inesperadamente, como en las películas de aficionado. Me veía filmada en todas las posturas y situaciones, en primeros planos, en planos medios, de cuerpo entero, sola o en mitad de la muchedumbre, despierta, dormida, asustada, risueña, mirando a la cámara y ajena a la cámara, acariciando a mi loro, cogiendo del brazo a Bruna, besando en la frente a Frédéric, pegada a un envarado Madi, abrazada a
Sisi
en la
pick-up
de mi padre, sentada en el fondo de un taxi. En muchos de esos momentos no me había percatado de que K. me estuviera filmando o fotografiando. Entre todas esas imágenes, no había ninguna de Yuri, claro. Y menos aún de Jergovic. Eso prohibido.

Vi también la foto de ayer, de cuando deambulábamos por Prati sin decir ni una palabra, aún con el impacto frío de las revelaciones de Jergovic de los días pasados. K. se había encaminado intencionadamente hacia un bar, el Antonini, en via Sabotino, en cuya puerta insistió en hacerme esa foto. ¿Por qué ahí?, pregunté. Porque daba la casualidad de que ahí, precisamente ahí, Lea lo había dejado, nueve años atrás. Los dos habían discutido bajo la lluvia de marzo y ella le dijo que no quería volver a verlo. K. le replicó con algo parecido, agriamente. Se insultaron. Se dijeron adiós. En medio de la calle y en medio de la lluvia Lea se fue para siempre. Él entró esa vez en el Antonini, el primer bar que vio. Entonces solo salió de allí cuando se supo verdaderamente borracho y fue a dar a un jardín donde se quedó dormido como un vagabundo. Pero, ¿por qué me hacía ahora una foto a mí, allí, en la puerta de ese bar? K. alzó los hombros. Para él era algo irrelevante, lo que importaba era poner una imagen nueva sobre una imagen vieja; avanzar, de eso se trataba. Era su método particular de progresión, por así decir. Y yo era lo que ahora progresaba en su vida.

Luego, como K. seguía sin moverse, vi en una esquina de la pantalla el archivo AVSDC, donde estaban todas las fotos que hacía a los objetos de su cajita metálica. Yo ya conocía algunas de las fotos. El propio K. me las había enseñado. Pero ahora, al abrir más carpetas de ese archivo, lo que me disponía a hacer era una flagrante invasión de su mundo. Ante mí se desplegó una sucesión vertiginosa de lugares irreconocibles, de absurdos montajes en los más insospechados escenarios europeos. ¿Era posible que aquella cúpula fuera de Moscú? ¿Ese callejón era de Atenas? ¿Aquel tren iba a Oslo? ¿Esa nieve era de Bucarest? ¿Esa playa estaba cerca de Oporto? ¿El reloj borroso pertenecía a Madrid? ¿El río que batía contra el puente era el Óder? Transmitían riesgo y derrota, no sé por qué.

De repente, cuando ya me había propuesto dejar de husmear, vi un archivo con el nombre de «Nur». Me quedé inmóvil, con el índice apoyado sobre la tecla sin atreverme a pulsarla. Sabía que no debía hacerlo. Eché otro vistazo hacia la cama, donde nada había cambiado. Quizá estuviera yendo yo demasiado lejos, no tenía ningún derecho de mirar las fotos de aquella albanesa con la que K. pasó la noche en Berlín. Me estaba entrometiendo en su intimidad. Pero la pulsé.

Inusitadamente, apareció una imagen que me era familiar. Era la foto de una de las vacas que los braceros de Frédéric subieron al camión del matadero, aquella mañana en Auvers. Y luego, al pasar a la siguiente foto, esta también era de otra vaca, o quizá de la misma. Pasé más fotos y en adelante todas las imágenes eran de vacas fotografiadas durante aquellos días, similares unas a otras. Un rebaño de fotos de vacas idénticas. Había también de otros animales. Las había de perros, por ejemplo. Reconocí a los de la granja Maudan, pero otros eran callejeros. Había algunas de ovejas y corderos. Luego las fotos empezaron a ser solo imágenes de cabezas de animales, cabezas vivas. De cabezas de vacas y de corderos. Y más adelante aún, lo que había, de manera sistemática, eran únicamente fotos de los ojos húmedos de las vacas. Ni rastro de la mujer que pudiera ser esa Nur. Cerré el archivo de inmediato y salí de la habitación sin que K. se diera cuenta de mi presencia, a menos que estuviera fingiendo.

Prati era uno de esos barrios estériles, de clase media, con casas altas y elegantes, alejado de los turistas. Era un buen sitio para caminar a solas, sin demasiado ruido, incluso para sentarse en alguna terraza con poca gente. En el Antonini, la tarde anterior, yo había querido hablar con K. de Jergovic, después de su abrupta desaparición. Lo que él nos había referido seguía oprimiendo mi pecho con una angustia de la que ya no podía escapar. Desde la última vez que lo vimos en el Da Nino, K. y yo no habíamos intercambiado entre nosotros ni una palabra sobre el asunto. Era demasiado brutal, había que asimilarlo en silencio y a solas. Pero de eso hacía ya dos días. Dos días en los que el teléfono no había vuelto a sonar proponiendo una nueva cita.

No comprendía por qué el serbio había dejado su revelación inconclusa. Me daba mala espina.

Cierto que Jergovic no me parecía en absoluto un charlatán; si acaso, podía parecerme un hombre consciente de tener una bomba en las manos que estaba pidiendo a gritos que se la quitasen, pero también tenía algo de esos apostadores locos al todo o nada, y no iba a venderse a cualquier precio. Quizá jugaba con nosotros a un juego cuyo sentido se me escapaba. Si era así, era obvio que pretendía sacar alguna ventaja.

No volver a tener noticias de Jergovic ni de Zana convertía en humo todo lo que nos había relatado. Cero. Sin el informe ni la cinta (solo contaba con la transcripción en aquel papel doblado), en realidad, todo lo que tenía era ficción. No había pruebas. Empezaba a inquietarme el hecho de haber sabido lo del tráfico de órganos y sus implicaciones políticas y no poder demostrarlo de ninguna manera. Cero también como periodista. Desde esta perspectiva, el atroz relato de Jergovic parecía más una hipótesis fantasiosa, tremendista incluso, pero de escaso valor en el juicio de La Haya. Al hacerlo público, tan solo serviría para hacer justicia a las mujeres violadas, solo a ellas, y solo moralmente. Un reconocimiento sentimental, una palmada en la espalda y luego nada, la vida seguía su curso. Me sentía una inútil al pensar que no podría hacer nada más por ellas.

Al menos esperaba una copia del informe que Jergovic redactó, de un puñado de fotos, de los datos concretos, de las listas que él dijo haber elaborado con las entregas de los órganos y con los médicos que habían actuado. Etcétera.

Pero no llegaba ese etcétera. Jergovic, las pruebas, Zana, todo parecía un espejismo. ¿Lo habríamos soñado, K. y yo? Eso me desesperaba. Creo que recorríamos juntos aquellas calles vacías de Prati arriba y abajo solo para engañar a la desesperación.

Por su parte, K., como ausente, me hablaba de Lea mientras nos perdíamos sin rumbo por el barrio. Me confesó que hubo muchos hombres en la vida de Lea, a unos los descubrió con ella y a otros los imaginó. A unos pocos los conoció cara a cara, de otros muchos solo supo de oídas. Los ciertos y los inventados. Porque los hombres inventados daban más miedo, decía, se adueñaban de los celos. Entonces, por alguna extraña asociación de ideas a raíz de hablarme de los hombres, en plural, empezó a hablarme de su madre. De Lea pasó a Renata.

¿Cuántos hombres había habido en la vida de Renata?

Muchos también. De golpe los recordó claramente. Y eso lo paralizó. Era un recuerdo profundo, difuso, muy lejano, que afloraba con la nitidez temible de un sonido que crecía. Había comprendido de pronto que Lea había sido en su vida el recambio de su madre: de una había pasado a la otra simbólicamente, sin transición. K. me hablaba de ello parado en la acera, mirando hacia delante, hacia el vacío, estupefacto y ensimismado, como quien había caído en la cuenta de algo fundamental que lo cambiaba todo en la arquitectura de su biografía. Y aunque me hablaba a mí, a veces tenía la sensación de que K. creía que estaba solo.

Sí, lo recordaba, lo recordaba por fin.

Había hombres en su infancia, sí, había hombres que entraban y salían de su casa cuando él era muy pequeño. Veía sus sombras. Comía melón en la cocina, oía ruidos de puertas, había silencio y aroma a colonia en el pasillo y él, K., veía de vez en cuando su silueta. Ese era su recuerdo más hondo. Luego, siendo un adolescente, algunas personas malintencionadas decían que Renata se había ganado la vida como prostituta cuando vino del extranjero, cuando regresó con un niño en brazos. K. había olvidado esas comidillas, esos cuchicheos a media voz que se extinguían cuando él aparecía o volvía la cabeza para escuchar los rumores sin alcanzar a distinguir las palabras exactas. Nunca les dio crédito.

Llegó a fabular, en cambio, una versión propia de la historia que le contaba su madre, pero sin embargo muy distinta de la que aventuraban las voces maledicentes: a saber, que ese Kuiper, cuyo apellido sin duda llevaba, era en realidad un alemán que se había cambiado el nombre (¿no había unos relojeros alemanes en La Casa Fantástica?), un huido de la guerra, un impostor como era el propio Karadzic, alias Dragan Dabic, alguien que embarazó a Renata para tener una identidad legal nueva, una tapadera. Más tarde, algo salió mal, el alemán desapareció o murió realmente, qué más daba, y Renata, que se resistiría a aceptarlo, falsificó de algún modo, pagando un alto precio tal vez, los papeles para legalizar a su hijo en el registro civil. Por eso, para K. su familia holandesa fue siempre un misterio al que nunca se había enfrentado, porque nunca se había sentido urgido por ello. Además, no eran de la misma rama familiar que el ciclista Hennie Kuiper y por tanto a él ya todo le daba igual. Pero, claro, aquella no era más que otra versión de las muchas posibles.

Especulaciones al margen, lo único cierto para K. era que su madre se había casado con alguien que se apellidaba Kuiper, como figuraba en los documentos oficiales, y que luego su fallecimiento lo borraba definitivamente de las vidas de ella y de su hijo sin dejar rastro. Tal vez esa K de su apellido fuera la huella de una enorme contrariedad, la de ser madre soltera en un mal momento. Pero ahora, el recuerdo de esas figuras masculinas, altas y oscuras, con sombrero, que entraban y salían de vez en cuando de su casa cuando era un niño venía a incrementar la confusión. Se preguntaba quién era él como hijo, y quién era ella como madre, y también quiénes eran esos hombres que nunca se quedaban y siempre vio de espaldas.

Pero, maldita sea, para mí la pregunta era otra: ¿dónde estaba Jergovic, qué lo había asustado? Vivíamos en el presente, la historia nunca se detiene, nadie mira para atrás, joder.

En esos días en blanco, K. averiguó por su cuenta que Karadzic adoraba la poesía. La poesía movía el mundo, solía decir él, más que el dinero. En una de las entrevistas para una televisión extranjera que concedió durante la guerra, cuando era presidente de su ficticia República Srpska, se definió como un «alma poética». ¿
Qué quería decir con eso de «alma poética»
?, replicó el periodista. El otro contestó, enigmáticamente, que era lo mismo que decir «restitución». Él escribía para restituir; actuaba con alma poética porque de ese modo restituía lo que faltaba, lo que debía existir y ya no existía. ¿
De qué coño estaba hablando
?, parecía preguntarse el periodista por el gesto que debió poner, ya que Karadzic se vio obligado a añadir a su respuesta que la restitución no era extraña al pueblo serbio, sino una característica de su identidad. Eran, efectivamente, un pueblo de poetas.

Yo sabía que Dragan Dabic también se había definido en uno de sus artículos como un alma en comunión poética con la naturaleza.

El periodista no soltaba su presa: en Montenegro era de todos conocido que la familia de Karadzic había sido reprimida durante la guerra por los partisanos comunistas de Tito. ¿
Estaba restituyendo el rencor, con sus poemas?
No, no, respondía Karadzic, un poeta restituye valores perdidos. La patria es un valor, el rencor no. Pero nadie se libra de los sentimientos, ¿no cree usted?

Sentimientos… En 1975, el mismo año en que Hennie Kuiper ganaba el Campeonato del Mundo de Ciclismo en Yvoire, Karadzic estudiaba poesía en la Universidad de Columbia. Se las apañaba bien con el inglés. Amaba a Walt Whitman «con sentimiento». Decía a sus amigos, al regresar orgulloso a Yugoslavia, que de todos los poetas del mundo prefería a Whitman, pero que él solo estaba capacitado para copiar a Trakl. Sin embargo, su verdadero escritor de referencia era Dobrica Cosic, un político nacionalista. Quiso imitarlo en política y en literatura. Podía ser su padre. Lo reverenciaba.

Dragan Dabic, en sus cursos de medicina natural, también acostumbraba a citar versos de Whitman, Trakl y Cosic.

Karadzic nunca pasó de ser un poeta bastante mediocre. En realidad, sus amigos Marko Vesovic y Nikola Koljevic le corregían los poemas, casi siempre oscuros y mal escritos. Su primer libro de poemas se titulaba
El arpón colérico
y era de 1968. En el tercero, de 1990,
La Fábula Negra
, había un poema titulado «Una granada de mano matutina».

Granadas que terminó por hacer explotar, consideró K. para sí, muy seriamente. Por lo menos una granada de mano cada día como desayuno.

Se inscribió en el Sindicato de Escritores. Pero todo el mundo comentaba lo mal poeta que era, incluso se reían a su paso y aludían a él como «el Psicopoeta», lo que agudizaba su resentimiento. Se compadecía de sí mismo por incomprendido.
Entonces, ¿no hay rencor en sus poemas
?, había insistido una vez más aquel periodista. No, no, eso jamás, jamás. Pero naturalmente Karadzic mentía. A menudo escribía poemas en inglés con este único verso:
«I am misunderstood / I am misunderstood / I am misunderstood.»
En 1994 acariciaba la restitución de un orden en el que él sería un gran poeta, el mayor, y en el que todos lo proclamarían como tal, enormemente admirado, ya sin ningún malentendido.

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