Pasajero K (28 page)

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Authors: Adolfo García Ortega

BOOK: Pasajero K
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Había algo insondable en Dabic, pero su voluntad de disolución le llevaba a hacer una vida normal, pese a su apariencia llamativa. En ciertas cosas se mantenía incorregible. Se sabe que había tenido más escarceos con otras alumnas del centro naturista de medicina alternativa donde él impartía sus cursillos y sus conferencias. A menudo lo veían ligar con mujeres de la misma edad que M. S., las mayores. Siempre les caía simpático, ninguna hablaba mal de él.

La primera vez que contactó con M. S. fue en un picnic que dieron en el centro. A veces su propia hija Sonia se hacía pasar por alumna para ver a su padre. Con el aspecto que él tenía, nadie que estuviera vigilándola sospecharía de él, de tan irreconocible como estaba. Sonia, de ese modo, hacía de portavoz del resto de la familia, quizá también de sus correligionarios. Fue precisamente Sonia quien se la presentó.

Dabic acudió a la parada del autobús a las 12:35 con el tiempo justo y el aire rutinario.

Alguien diría luego que lo oyó tararear una canción de los ochenta. Pero solo él podía saber que también rumiaba un artículo para
Healthy Life
sobre el karma y las hierbas que llaman de la risa, como los hongos hilarantes de Chengdu.

Unas horas antes, las dotaciones del BIA implicadas en el operativo del asalto tomaban posiciones. Hacía casi medio año que venían siguiéndolo como sospechoso número uno. La operación requería un día como ese, en que todo estuviera suficientemente maduro, aunque si fallaban no sería la primera vez en todos esos trece años de búsqueda. La orden salió del presidente serbio en persona. Tenía que ser ese 18 de julio, tenía que actuarse de inmediato, él estaba confiado, contaban con que no podría escapar de un autobús rodeado de coches en medio de una carretera secundaria y en el que penetrasen por sorpresa cinco agentes armados. Así que lo que hicieron fue manipular los semáforos para que el autobús llegara a tiempo al punto elegido. Y llegó. Fue detenido a las 13:04.

No lo delató nadie. Él mismo se había confiado en exceso. Los servicios secretos dieron con su rastro por culpa de su propia vanidad. La pista que siguieron fue un pago mediante transferencia cuya cuenta bancaria correspondía a SSSS, empresa o persona que figuraba en una dirección de Novi Beograd. Cuando fueron a investigarla, los agentes comprobaron que eran las señas del naturópata Dragan Dabic, bastante conocido en círculos alternativos.

La clave de su detención estuvo en esas famosas cuatro SSSS que él, siendo Radovan Karadzic, había puesto de moda muchos años atrás. Alguien perspicaz en el BIA lo dedujo. Las palabras salvación y salvar formaban parte del lenguaje bélico del 93, porque la obsesión de Karadzic en esa época consistía en «la salvación de los serbobosnios» por encima de todo. Se inventó una consigna que se repetía sin cesar por aquel entonces, hasta que pasó a estar proscrita:
Samo Sloga Srbina Spasava
(Solo la unidad puede salvar a los serbios). Dragan Dabic las escribió en el remite de sus cartas y en la cartela del buzón de su casa. Un error demasiado sutil, demasiado soberbio. Esa persona perspicaz que trabajaba en el BIA, presionada por la falta de resultados, acabó por reparar en ello, quizá porque fue capaz de pensar que si ella misma tuviera que disfrazarse para que no lo reconociera nadie, lo haría también debajo de una montaña de pelo blanco.

Esto era todo. Zana se fue apresuradamente, espantando a las gaviotas. Se le hacía tarde.

Volvimos al hotel y me encerré en mí misma.

No vi a K. hasta la noche. Quizá no salió de su habitación o quizá buscara los escenarios de su amor con Lea. Yo pasé el resto de la mañana en la bañera. Me di un largo baño de dos horas. No tenía que sentir miedo y sin embargo lo sentía. Miedo por el hijo que llevaba en mi vientre. A todas las madres les pasaba, pero yo, además, no podía eludir que la amenaza era real. Y hacía más de un mes que se había instalado a mi alrededor. Había que salir de allí, había que dejar Roma. Inmersa en un mar de espuma de jabón, me planteé abandonar aquel asunto de las violaciones y de Karadzic. Sin embargo, el juicio se iba a reanudar en los próximos días y eso tampoco lo podía eludir. Era real. Desde FrancePresse estaban tratando de ponerse en contacto conmigo, pero no quise responder a sus llamadas hasta tener noticias más concluyentes de Jergovic. Finalmente, cuando me sequé y me vestí, hablé con mi redactor jefe, un hombre paternal. Le dije que contara con que estaría allí el día del juicio. No se preocupó, solo me preguntó si lo tenía todo cubierto en cuanto a lo económico. Sí, sí, lo tenía. ¿Cómo pude hablar de dinero, si me invadía la ansiedad? Además, esos días habían vuelto las náuseas y los mareos. Si cerraba los ojos era peor.

Pero debía estar en La Haya, no podía faltar, iba a ser mi oportunidad. No me había atrevido a contarle a mi jefe lo que sabía, podría ocurrírsele la idea de mandar a otro periodista más avezado en mi lugar, o podría tomarme por loca, por una de esas periodistas que exageran las cosas para darse luego más protagonismo, había demasiada competencia en la profesión. Eso, si no les daba por considerarlo un secreto de Estado. Al fin y al cabo, se mire como se mire, Francia estaba implicada.

El miedo ascendía. Sabía que K. quería protegerme, acompañarme, cuidarme; era muy noble su sentimiento, me daba confianza. Pero K. todavía seguía magullado a causa de la paliza de Yuri y los moratones en la cara y en el brazo aún eran evidentes. Desde cierto punto de vista, hacíamos una pareja razonablemente vulnerable.

Al pensar en mi hijo caí en la cuenta de que Zana podría haberse quedado embarazada de cualquiera de los soldados del deshuesadero. ¿Había tenido un hijo? ¿Viviría ese hijo ahora con otra familia? ¿Habría abortado ese hijo que odiaría y amaría por igual? Me pregunté cómo habría sido su embarazo. Qué miedo se puede tener cuando ya se ha pasado por todo el miedo posible. Saber eso se convirtió en algo crucial para mí.

Traté de imaginar qué sentiría alguien que decía «Hay que aferrarse a un día más con vida», como me dijo una de aquellas mujeres violadas supervivientes de Pale a las que entrevisté. Algunas, ojos brillantes y media sonrisa resignada, cogidas de la mano entre sí, me explicaron que abortaron para sobrevivir, conscientes de que para ellas era como amputarse un miembro gangrenado. Eran tus hijos y no lo eran, decían. Una madre normal no podría entender eso. Pero, añadían, te invadía esa desolación que quedaba cuando algo muy valioso se te había escurrido de las manos, algo que tenías que haber sujetado con todas tus fuerzas y de pronto se te había ido para siempre. Nadie podría comprenderlas jamás, se lamentaban en torno a una mesa con fruta, en Sarajevo, reunidas por mí casi en clandestinidad. Estaban arrinconadas, aquellas mujeres, ocultas a la vista de los demás, repudiadas por los hombres de su familia. Otras muchas no. Pero todas eran inocentes.

Esa tarde llamé de nuevo a Zana. Sorprendentemente, se puso al teléfono.

Me dijo que Goran Jergovic seguía mal, por desgracia nada había cambiado, ella estaba en vilo a los pies de su cama. Había pedido la custodia de un policía, pero no lograba justificarlo muy bien; aludió tímidamente a que eran refugiados políticos. Lo consideraron una reivindicación poco creíble. Se exponían demasiado.

¿Por qué la llamaba? ¿Había novedades?

No por mi parte. En realidad, solo quería despedirme.

Ella se mostró decepcionada. Si había descolgado el teléfono, me dijo, había sido porque creía que yo le ofrecería algo, que había hablado con el fiscal.

No, no se trataba de eso. Quería decirle otra cosa, algo personal, quería decirle que estaba embarazada.

No se inmutó. No dijo nada. Respiraba al otro lado. No esperaba que yo le saliera con esas.

También lo estuvo, ¿verdad?, aventuré al cabo de un rato.

Qué importaba eso ahora. La voz se le debilitó de golpe.

A mí me importaba, dije.

Fue en el pasado. Mejor así. Dios lo quiso.

Al decir Dios, parecía que estuviera escuchando al bueno de Madi.

¿De qué seguía teniendo miedo Zana?

De los soldados. Aunque no recordaba la cara de ninguno. Siempre creía que iban a volver. Y, de hecho, habían vuelto: los que golpearon a Goran eran también una especie de soldados.

Tuve que asumirlo. Seguro que eran los mismos que me seguían a mí. Ahora, de repente, eso me unía mucho más a Zana. La comprendía. Aunque yo nunca había pasado por su dolor, por ese «un día más con vida». Yo también era campesina, aunque mimada, quizá burguesa, una niña con carrera, y no sabía lo que era tener miedo, le confesé, pero ahora lo tenía por mi hijo, que empezaba a existir en mi cuerpo, pero sobre todo en mi mente.

Su silencio era un modo de asentir. Quién sabe si de despreciarme.

Solo quería decirle que no me iré muy lejos, si me necesitaba. Tenía mi móvil. Esperaré su llamada.

Gracias.

Recogimos el equipaje cuando atardecía y partimos hacia la estación. No tenía sentido permanecer en Roma por más tiempo. Un tren nos llevará a París de nuevo, camino de La Haya. Mi cuerpo experimentaba el agotamiento de ese viaje infinito de hacía varias semanas. Tenía la sensación de que siempre había estado viajando camino de La Haya, como K., aunque por motivos opuestos.

Caían algunos copos de nieve sobre Roma, eso hacía más tristes la hora, la luz, las ideas. Rudo invierno en Europa, decían los meteorólogos.

En el taxi, palpé el sobre amarillo dentro de mi bolso, para cerciorarme de que seguía ahí. Intentaré hablar con el fiscal, usaré la fuerza de la agencia, hablaré con mi redactor jefe, hablaré con otros periodistas. No me callaré. Pero, ¿y las pruebas?, me dirán todos, con cara estupefacta y chasquido de dedos. Solo poseía una especie de lista de la compra.

En resumidas cuentas, no había nada que negociar con ellos. Asumí que por ahora tendría que renunciar a demostrar los hechos del deshuesadero y del tráfico de órganos de aquellas mujeres, tal como nos lo contó Jergovic. De ese modo, aunque yo lo escribiera en mil artículos, no podría inculparse a nadie.

Lo consideré un fracaso. Y una huida. Abandonaba a Zana.

Aunque existía una mínima posibilidad de que aquello no fuera verdad. ¿Cómo sabía yo que Jergovic no había mentido? Podía haber manipulado los hechos para salir exculpado de toda aquella mierda.

Entonces K. se hizo algunas preguntas que me concernían.

Uno: ¿No me había parado a pensar que tal vez me estaban utilizando en una enorme operación de cortina de humo, una planificada confusión general culpando a todo el mundo para librar a ciertos conocidos estadistas de su responsabilidad en esa turbia historia? Dos: ¿Qué me diría la antigua asesora de Asuntos Exteriores Martine Cormac si me presentase en su oficina, caso de que diera con ella, y le dijera lo que sé? Tres: ¿Vivirá ella aún? El primer ministro Pierre Bérégovoy se suicidó entonces. ¿Fue por ese motivo? Nadie lo sabrá. Sí, ya lo veía venir: Cormac me diría que, desde su punto de vista, salvaron el mundo, el buen mundo, y que si tenía algo que objetar acudiera a los tribunales. Sin pruebas, claro. Al final sería, como en las malas novelas, un asunto de banderas y naciones y señas de identidad, un asunto de patriotas. Y tenía razón. ¡Qué disparate! Y cuatro: ¿Por qué Heinz, quienquiera que fuese el que estuviera detrás de esa voz, no hablaba con su gobierno y salvaba a Jergovic no solo de los nuestros, sino sobre todo
de los suyos
? Es más, ¿por qué no lo había hecho ya?

Quizá yo no formulaba las preguntas adecuadas. Quizá yo, inútilmente, solo me compadecía de Zana.

En el último minuto traté a la desesperada de contactar con ella, preguntarle si Jergovic había recuperado la consciencia, incluso hacerle la última propuesta de que ella misma se presentase en el Tribunal como testigo. Yo la acompañaría. Pero K. me hizo ver que ella nunca haría eso, que ella nunca dejaría solo a Jergovic, en su estado. Daba igual, Zana no se puso al teléfono.

En la estación Termini me asustó verlos de nuevo allí. Eran los dos hombres habituales. Cierto que no estaban cerca, pero no cabía duda de que eran ellos. Nos seguían otra vez. ¿No cejaban nunca, esos perros de presa? Ojeaban unos horarios, mascaban chicle, observaban con indolencia los culos de las chicas, se sumían en la masa. Uno de los dos, aunque lejos, alzó la mirada y la cruzó con la mía; puede que me reconociera, sin embargo, movió la cabeza para otro lado. Eran los mismos que habían aplastado el cráneo de Jergovic, los mismos con los que hablé en el tren a Berlín, los mismos que habían destrozado mi casa. Ahora Jergovic estaba entre la vida y la muerte. Chocaba verlos entre los ejecutivos uniformados de Armani, todos jóvenes lameculos con sus trajes gris oscuro y sus corbatas rojas. Pero los dos hombres apenas si reparaban en ellos.

Eran los asesinos. Esperaban. Miraban. Parecían tranquilos, como pacientes cazadores.

¿Nos habrán visto con Zana, en el Museo del Purgatorio? Tal vez sí y tal vez no, poco importaba: ellos eran la amenaza, les bastaba con tenernos bajo su dominio y que nosotros lo supiéramos. En cualquier momento, cuando menos lo pensáramos, podían asestar el golpe. Trac, trac, trac. Con la cabeza abierta.

Cazadores, sí.

Sacamos billete para dos trenes, en el Artesia y en el Blu-Express. Era nuestra única esperanza de despistarlos. Había unos diez minutos de diferencia. En el último segundo cambiaríamos de tren. Optamos por el Blu-Express que salía a las 22:10. Pero no sabíamos si ellos también montaron en ese tren que nos sacaba de Roma hacia París, porque en ningún momento les vimos hacerlo. ¿Eligieron el otro, subieron en el anterior?

Otra vez un mismo compartimento. Lo cerramos y trancamos la puerta. No saldríamos de él en todo el trayecto. Otra vez la extraña complicidad a solas. Casi todo el tiempo estuvimos callados. Los sonidos que provenían del pasillo eran escasos y sospechosos. Nos pasamos el viaje escuchando el disco de Felix Mendelssohn, el único que llevaba K. Me acurruqué junto a él en la litera y hundí mi cabeza en su pecho. Por primera vez tenía la sensación de que a su lado nada malo nos podía pasar ni a mi hijo ni a mí.

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