Read Paseo surreal (y otros delirios menos breves) Online
Authors: Nico Rotstein
Tags: #Fiction & Literature
“Me voy a dar una vuelta” —dije, y subí. ¿Cómo lo hice?, no sé, uno se locomotea de forma tan intuitiva que no se plantea cómo lo hace, y tampoco lo recuerda. Explicar lo que es muy fácil es muy difícil; está tan cerca que uno no llega a describirlo, uno se lo lleva por delante, se lo choca y lo destruye y no cualquiera reconstruye lo trivial.
Finalmente, salí. Afuera no me sentía un punto de vista, sino una opinión, y bien fundamentada.
Todo había cambiado. O yo había cambiado. Si se diesen las dos cosas a la vez, ¿lo notaría?, si cambiara mi percepción, tal vez no. No sé. Creo que el carnicero me contagió la
senseless parlarum
.
Afuera. Bajo a la altura del césped, que está desparejamente cortado, y avanzo a toda velocidad. Un árbol. Otro árbol. Un perro. El perro me mira. Los árboles no. De repente, choco contra la nada, contra una pared invisible, contra un campo de fuerza, contra algo. Dolió, de alguna manera, aunque no podría decir qué es lo que dolió.
Se me suman dos confusiones: si el tiempo estaba detenido, ¿cómo se abrieron el techo y el piso? Debe haber sido obra de La Terna. Entonces, que el perro me viera fue por la misma razón. No objeto el hecho de que efectivamente me vea, sino que se haya movido. El sentido de la ironía me toma por asalto e imagino que es el pelado recorporizado caniformemente. ¿Qué significado tendrá ese animal?, ¿y el perro?
Cuando recupero un poco la motricidad mental, miro a mi alrededor (¿qué es lo que gira alrededor de un punto de vista?, ¿críticas...? Tal vez...) y todo es horizonte. No hay nada: a tres metros, horizonte.
Daría la vuelta al mundo en diez pasos, si tuviera pies. Daría esa vuelta en 10 segundos, si el tiempo transcurriera. Intento avanzar y asomarme, para llegar a ver esa tortuga que sostiene al mundo parada sobre cuatro elefantes; pero no puedo, avanzo y el horizonte se mantiene a la misma distancia todo el tiempo. Suena como si fuese una ilusión mía, pero no lo es, miro hacia atrás y veo-me alejando del perro. De todas formas, ¿qué percepción no es una ilusión nuestra? Es un tema sobre el cual no estoy en condiciones de ahondar.
No sé qué hacer. Acá afuera no hay nada, sólo horizonte, un perro y dos árboles, en ese orden. No es buena esta libertad. Vuelvo a la cárcel,
I couldn’t break free
, pero, al menos, lo intenté. Por otra parte, sé que no es algo a lo que podré recurrir siempre, aún sabiendo que es una libertad que no es que no me guste, sino que me entretendrá sólo por un rato. Puedo andar kilómetros y kilómetros y sólo me ofrecerá más horizonte. ¿Querrá que me quede cerca de los árboles y el perro, al lado de la cárcel?
El panorama que se me presenta es una verdadera lástima: tengo que elegir entre dos mundos distintos, cada uno con tres protagonistas. En uno, me llama la atención el entorno; en el otro, quienes pueden ser llamados ‘quienes’. Si el subdestino que elegí va a valer la pena, la Terna me va a tener que aclarar varias dudas.
En el momento en el que estoy por entrar a la prisión tengo un
déjà vu
muy extraño, ya que es una mezcla de dos: el subir surfeando por la pared me es familiar: mi juego preferido en la plaza: la hamaca: ese mecanismo mediante el cual solía desafiar a la gravedad no sin cierto miedo de alcanzar el piso mientras ella se encontrara en pleno apogeo. Las cadenas y los eslabones de metal no hacen que la sensación de “ya visto” se disipe. Menos aún el sonido que emiten cuando se los exige más allá de lo que cualquier padre permitiría (aunque eso ya caería en la categoría de “ya oído”). El segundo sabor que me resulta familiar es resumible en verano / playa / médano / tabla / pendiente / merienda de arena pre-satisfacción por una bajada exitosa post-pulida de tabla para lograrlo.
Me asomo a la brecha que se formó en el techo y veo a la Terna discutiendo algo, pero en voz baja; no logro escuchar el argumento de su
argument
, así que subo el volumen del Mundo. Ahora sí. Puedo escuchar. A pesar de ello, no sé qué están diciendo, ni cómo.
Interrumpo la discusión casi sin pensarlo; al verme, el pelado desaparece de la escena... literalmente.
El carnicero no se me acerca pero me dice: “uno no siempre sabe la finalidad de algunas pruebas, pero quiere estar a la altura”. Me estaba arrepintiendo de haber vuelto, ¿no necesitaba? esas pseudo-lecciones que el carnicero se empeñaba en propinarme. Pero ya no podía moverme. No intenté comprender el porqué, pero mi motricidad no estaba disponible para ser utilizada. Ahí me quedo, pues.
“Volví” —le dije— “porque lo que hay allá afuera es una mentira”. En el momento en que la letra ‘a’ se despide de mí, el tercero se esfuma... sin dejar estela. Ahora somos sólo el carnicero y yo.
—Bueno, acá estamos —me dijo.
—Así es, ¿cómo sigue esto? —le respondí.
—¿Tiene que seguir?
—Sí
—¿Qué es lo que tiene que seguir?
—Lo que sea necesario para que termine esta lección
—¿Lección?
—Sí, ‘lección’
—¿Qué lección?
—Me fui dando cuenta de varios detalles, debo decir...
—¿Por ejemplo?
—El perro, muy, pero muy obvio
—Jeje... —se sonrió el carnicero.
—Tiene 4 patas y nosotros éramos 4
—Antes de que sigas dando muestras de agonía en tu sentido del humor, voy a aclararte una cosa: se me acaba el tiempo, se NOS acaba el tiempo
—¿Qué pasa cuando se acabe el tiempo?
—Ya te lo responderás; de mientras,
carpe diem
—Bueno, no voy a preguntar qué significa eso
—Hacés bien, mi paciencia fue muerta a duelo por tus bromas
—Por mi sentido del humor agonizante...
—Sí, porque mi paciencia peleó hasta el final
—...
—Te vas a arrepentir por haber desperdiciado estos minutos...
Una persiana negra y opaca se cerró frente a mí, anulando por completo mi visión. Siento que me muevo con mucha rapidez, casi me mareo, casi llego a oír algo, casi llego a distinguir qué, lo logro, casi me lo olvido. De alguna manera, fue como poder ver las ondas sonoras, pero al revés. Lo que es evidente es la falta de riqueza diccionárica para explicarlo. Fue un fenómeno singular... porque fue uno solo. La vorágine sensorial continúa y, aún sin recobrar la vista, siento que tengo mi cuerpo físico de vuelta, es como tirarse por un tobogán de 2 km de largo: alegría, vértigo e imposibilidad en balance.
Finalmente, la persiana negra y opaca se abre y me muestra el final del pasillo (“gracias, persiana, ha sido un gusto”) a través de las rejas. Puedo ver (por fin) que se acerca el carcelero. Diez minutos después hacía ya nueve minutos que había comenzado el protocolo de semi-liberación correspondiente a los días de visita y yo estaba sentado frente a un algo grueso hecho de un material transparente: ‘acrílico’, se le suele decir. Tras ello, mi amigo [...]. Bastante triste, lo noto a mi amigo [...]. Lo saludo y mi amigo [...] me es recíproco. Mi amigo [...] me comenta que [...] murió este mediodía, en un accidente de tránsito; [...] no lo conocía a [...], pero esto no impidió que [...] estuviese al mando del otro vehículo, el colectivo. [...] y [...] eran muy buenos conocidos de mi amigo [...] y yo. Pero, a diferencia de mi amigo [...], mi sentido de la tristeza había sido extirpado por el encierro, sin anestesia y con el bisturí oxidado y desafilado y sin anestesia.
—¿Otra vez hablando solo? —me dijo el guardia; esta vez, yo no lo entendí a él.
—... —lo miré.
—Ahí están viniendo sus hijos; por favor, no haga que se asusten de nuevo.
En efecto, giro la cabeza (me suena el cuello) y puedo verlos a los tres caminando hacia acá. Los saludo, los saludo y los saludo; aunque siempre hablo con uno solo de ellos:
—¿Qué tal? —digo no sin poca expresividad.
—¿Viste lo que le pasó a tu amigo [...]?
—No, pero me imagino... ¿un accidente?
—¿¡Eh, un qué!?, no, no, mirá, te cuento...
Ya no estaba escuchando, la confusión, el tedio, el encierro, por separado y todo junto, hicieron que mi foco de atención se desviara, se descentrara y cesara. Perdí la concentración y la recuperé en un instante, pero aplicada en otro plano: una introspección mal hecha que me hizo dar cuenta de ciertas cuestiones. Al parecer, ya no estaban conmigo la sensatez, la discreción ni la sanidad mental.
—La próxima vez que me digas ‘guardia’ voy a hacer que lo lamentes —me dijo el enfermero.
—La próxima vez que lo lamente vas a necesitar un guardia —le respondí, con más velocidad de la que mi salud necesita.
Siempre me atacaban. El enfermero (quien insistía con que yo lo llamaba ‘guardia’), el enfermero (quien no necesitaba de una ofensa mía para golpearme) y el enfermero (quien se reía de todo). Me gustaba cuando se excedían con los sedantes porque la silla de ruedas era nueva. Sobre todo cuando es otoño porque prefiero leer con luz natural. ¿Dónde estaba el libro que dejé sin terminar la semana pasada?
—Lo siento, señor, si quiere se lo reservo —me dijo la bibliotecaria.
—¿Otra vez?, bueno, gracias... vuelvo a pasar en unos tres días —fingí que no me molestaba.
Dos líneas de diálogo de despedida de compromiso después estaba caminando por la calle. Treinta metros de caminata en vano después estaba volviendo a la biblioteca. Si a la mitad de dicha distancia los dos libros que llevaba en la mochila hubiesen levantado vuelo (a pesar de lo pesado de sus tapas), diría que la lectura simultánea de ambos me había llegado a afectar profundamente. Por suerte no pude agregarle al cóctel ese tercero.
Llego a la biblioteca, realizando aquello para lo cual está hecha la sala de espera: espero. Siempre espero mi turno: tengo toda la vida para descubrir por qué esta sala tiene seis paredes.
♣
Juampi tiene dieciocho (18) años y dos (2) amigos: el amigo del barrio y el amigo de la escuela. Así no se aburre nunca, porque cuando no está en el barrio, está en la escuela. Y viceversa. Aparentemente, habría un tercer (3°) amigo: él mismo. Podría decirse que su amigo del barrio es más (+) amigo que su amigo de la escuela: con él tuvieron trescientas cuarenta y dos (342) conversaciones, durante las cuales charlaron mil dos (1002) minutos, con un promedio de dos minutos y cincuenta y siete segundos (2:57) cada una; por otro lado, con su amigo de la escuela mantuvieron cuatrocientas ocho conversaciones (408), pero éstas totalizaron setecientos catorce minutos (714), lo cual promedia un minuto con cuarenta y cinco segundos (1:45) por charla. Fácilmente puede verse que con su amigo del barrio tienen una amistad más (+) significativa. No, no. Espejismo. Lo que importa es el contenido.
Juampi desayuna y va a la escuela usualmente a la mañana; cuando esto ocurre a la tarde, se invierte (
-1
) el orden y se los denomina ‘educación física’ y ‘merienda’, irrespectivamente. También asiste a clases de inglés (yes), lo cual le deja tiempo libre en la tarde sólo el viernes, día durante el cual hace valer a su amistad del barrio y realiza actividades de tipo recreativo con dicho amigo. Hace doce (12) años que va a la escuela y asistió a mil ochocientas dieciocho (1818) clases. De este total, ciento cuarenta y siete (147) le fueron realmente productivas: en quince (15) clases aprendió a sumar (+) y restar (-); en veintisiete (27), a multiplicar (x) y dividir (/). Tipo lento, Juampi. En el resto de las clases, aprendió, entre otras cosas, a analizar oraciones sin entenderlas y a entenderlas sin analizarlas sintácticamente; a veces, entenderlas mal, pero, bueno, en la vida no hay verdades absolutas sino una colección de coloridas excusas, ¿no? Por ejemplo:
—“Seré curiosa, ¿y ésta, amarilla, de dónde es?”
—“Ésta la traje de mi viaje a Europa...”
—“Ah, pero qué bonita... acá no se le habría ocurrido a nadie”
—“Pues claro...”
Casi siempre era Juampi el que iniciaba los encuentros con su amigo del barrio: salía de su casa y llegaba a la de él con mucha menos ambigüedad de lo que la oración lo sugiere. Las veces que Juampi no iniciaba estos encuentros era porque el azar tomaba la posta; a él no le importaba... claro, no se daba cuenta. “Ah, ¿qué hacés?”, era el saludo cada vez. “Hola, che” y “vení, pasá”, generalmente, seguido de un suspiro acompañado de pesadez y cierto decaimiento. Tres (3) amigos transitivos tenía Juampi a través de su amigo del barrio. Tres (3). Libros y libros de
La Vida Imposible
le destinaban en cada oportunidad (que la falta de detalle de las travesuras aquí implícitas no confunda la magnitud de los hechos; gracias). Pero él seguía “me voy a lo de mis amigos”.
Cuando le contaba esas anécdotas a su amigo de la escuela siempre “no seas estúpido, Juampi” y “pero no me molesta” en respuesta. No todos manejan bien las proporciones de la cuestión agridulce. Y este protagonista en particular gozaba de un paladar nauseabundo (puaj).
Lo que abunda no daña y tipos como Juampi escaseaban. Falaz es suponer que Juampi es dañino. Caíste. No te preocupes, Juampi se enfrentó a treinta y nueve (39) desafíos de índole lógica en su vida y sólo tres (3) sorteó (en realidad los esquivó, ya que es fóbico (¡argh!) a los talonarios).
Juampi era un tipo bastante introvertido. Tan introvertido que no era extrovertido en lo absoluto. Por ejemplo, le costaba participar en clase. Tanto le costaba que no participaba jamás. Además, era sumamente
X
, tan
X
que nunca no
X
. Sólo dos (2) veces oyose su voz en el aula y en ambas ocasiones se trató de una cuestión de fuerza mayor (>). “No estudié, señorita” y “la suma de los ángulos interiores de un triángulo suma ciento ochenta (180) grados (°)”. Todo un éxito. En términos relativos. Como cuando corrió el colectivo y tropezose, cayose y lo perdió, pero una niña dirigiole la palabra. Él intentó llevar la conversación por el lado del clima, pero ella se empecinó en hacerla interesante. Por supuesto, Juampi enmudeció y corrió. El antemencionado había sido el último colectivo; y cabe aclarar que no fue lo único ni lo último que fue ultimado en esa oportunidad.
La vida de Juampi era, por sobre todas las cosas, entrecortada; sin ir más (+) lejos, cuando el suspenso (...) sobrevenía, cada uno de sus puntos era un punto y aparte (.) Asistió a veintiún (21) entrenamientos de básquet y abandonó; fue al doble (x2) de clases de karate, pero también abandonó. El deporte no era lo suyo o el abandono lo era. En cualquier caso, el mayor damnificado resultaba ser el estado físico de Juampi.