Read Paseo surreal (y otros delirios menos breves) Online
Authors: Nico Rotstein
Tags: #Fiction & Literature
Después de la cueva son pocos los metros que faltan para llegar a la parte de la cima de la montaña que contiene el secreto de las montañas, así que imagínense la cantidad de kilómetros: poquísimos. Pero eso sería adelantar el final, sobre todo si les cuento que en la cima de esta montaña hay siete niños tejiendo. No se preocupen, no se me va a escapar el secreto, me guardo la tinta para el final.
Todavía no escribí nada sobre el tercer punto difícil (no fue la cueva, dije que su dificultad no lo fue tanto, ¿no?) Disculpen el desorden, recién vengo de viaje. Paciencia. Antes de zambullirnos en dicho punto, quiero compartir con Uds. un texto que cayó en mis diezmadas manos (irónicamente, mis dedos ya no son diez) al día siguiente de la ida de donde los enanos:
Al entrar pueblo a través de su calle principal se veían muestras de ingenio: decoraciones, formas y mobiliario exterior impensado y, a la vez (y sin embargo), funcional, rodeaban el camino, componiendo las casas de una forma tan sorpresiva como original. Porque son casi sinónimos. El viento en la región se tomaba a sí mismo demasiado en serio y se hacía notar
muchamente
, más que nada debido a su habla entrecortada. La geografía y la flora locales no podían evitar ser cómplices en esa característica vocal de este fenómeno un tanto más intenso que una brisa. Porque son la causa.
Creyó haber caminado lo suficiente, luego se dio cuenta del auto-engaño y siguió caminando, porque le faltaba. Mueca de insatisfacción. Típico de mal turista. Porque lo era. Buen turista es el que se maravilla hasta con la forma en la que el tiempo transcurre. Decididamente, él no era un turista, no estaba en el pueblo para admirar sus muestras de ingenio. Tenía un objetivo. Y la décima casa a la derecha lo acercaba a él: estaba totalmente espejada
{2}
. A la derecha de la décima casa a la derecha se encontraba la undécima casa a la derecha, la que lo acercaba a su objetivo. En realidad, no era la casa en sí, sino la persona que usualmente estaba contenida en ella.
(Los protagonistas en cuestión serán mantenidos en casi total anonimato: se utilizará la letra inicial de cada nombre para toda referencia: H y K.)
H tenía un objetivo y un problema; y el objetivo era solucionarlo, aunque más no sea parcialmente. Este problema muchas veces lo hizo pasar por loco; no sólo ante los demás, sino ante sí mismo. No es que veía cosas que no existían, no tenía visiones; tampoco tenía audiciones, es decir, no oía cosas que no existían. Casi exactamente al revés: dejaba de ver cosas que formaban parte del mundo de todos. A veces momentáneamente, como aquella vez en la que el gato de su vecino titilaba ante la estupefacción de H. El gato ni se mosqueó; y el vecino, menos.
Hubo otras oportunidades en las que esto le afectó profundamente. H estaba de novio con H2. Había tomadura de manos. Todo muy romántico. Los pajaritos se regalaban flores entre ellos ante tan asombrosa
bellitud
en el momento, ambiente y en el alrededor de esta pareja. Ojo, los pajaritos más chiquitos, ¿eh?, los más grandes miraban con desdén. Y los cucúes daban la hora. Y ella empezó a titilar. Sí. Él disimulaba, miraba al frente y seguía caminando. Pero hasta podía sentir que la mano se le vaciaba al son del titilar. A los
treintaiún
minutos, esto se hizo insoportable. La longitud de los intervalos de desaparición se tornaba cada vez mayor. Caminando siete minutos solo por el parque mientras los pajaritos (los más chiquitos, ¿eh?) se regalaban flores era una imagen muy triste. “¿Por qué no titilan ellos [por los pajaritos]?”, “dejala en paz, condición mental” —se repetía él, mentalmente. Lo que empeoraba la situación era el destino del paseo: la casa de H2. Llegaron a ella, finalmente; o “llegó a ella”, porque H hacía catorce minutos que ya no podía ver a H2. Miró la puerta. Miró al suelo. Dejó caer algo de agua de sus ojos. Siguió caminando. En unos metros su caminar se tornó correr y el agua, imposible de contener. Algo de esa agua se metía en la nariz y molestaba a la respiración. También se mezclaba con más agua que provenía de allí y bajaba un poco más hasta molestar por el gusto que adquiría. Pero gran parte terminaba sobre la ropa, al igual que otra agua, cuyo origen yacía en la unión entre brazo y hombro. Estas aguas gobernaban distintas zonas de la vestimenta y sus territorios no se intersectaban. Era la mañana y todo parecía indicar que iba a haber chubascos aislados durante toda la tarde.
Finalmente, se encontró en la undécima casa a la derecha frente a K y un diálogo precedido de un cordial saludo (como suele serlo cuando entre desconocidos) se hizo lugar y cobró vida de la siguiente manera:
(el saludo no forma parte del diálogo, no lo comienza, es sólo un preludio obligado que no modifica ni incita al significado ni al desarrollo de lo que le sigue; por lo menos, esto se cumple en su generalidad)
H: — …tengo invisiones.
K: — ajá…
H: — agoté toda razón física junto con mi dinero… todo el mundo me dice, y casi me convencieron, de que esto es psicológico o psiquiátrico.
K: — ajá…
H: — ¿cuántos ‘ajá’ seguidos me solucionan el problema?
K: — …
H: — tiene razón, disculpe, siempre hago lo mismo...
K: — no te odies a vos mismo ni antes ni más que yo
H: — …
K: — …
H: — ¿puede ayudarme?
K: — no puedo decir que no puedo
H: — oquei, entonces hágalo, por favor
K: — hubiera apostado que ibas a decir “se lo ruego”, me sorprendiste y por eso te voy a ayudar
H: — bueno, dije “por favor”
K: — no es lo mismo que “se lo ruego”, por favor
H: — …
K: — por ejemplo, en esto último que te dije, no había nada qué rogarte y te dije “por favor”
H: — qué interesante es todo esto [ironía]; también lo es mi problema
K: — sí, lo es
H: — …
K: — …
H: — …
K: — tenemos dos formas de solucionar esto: la fácil para mí y la fácil para vos, ¿cuál elegís?
H: — la fácil para… vos
K: — ¿sí?
H: — sí
K: — ¿puedo preguntar por qué?
H: — sí
K: — ¿por qué?
El resto del texto no merece la pena tanto como esta primera parte, así es como en este punto de la lectura anticipamos un menos alegre…
- FIN -
¿Alguna vez probaron leer y caminar al mismo tiempo?, es una actividad muy recompensadora cuando uno tiene que andar y andar y ya no sabe en dónde anidar sus pensamientos. Eso sí, aumenta el número de tropiezos; es una actividad no muy recomendable cuando el terreno es poco constante. Es como andar en paracaídas con Los Tres Chiflados.
Describiría al tercer punto difícil como esencialmente religioso. Ya verán por qué no soy ningún genio. Primero, un poco de geografía: si viéramos la montaña cenitalmente (es decir, desde arriba), veríamos que podríamos trazar dos círculos concéntricos alrededor de su centroide, que es la cima. El círculo mayor de estos dos sería la línea que denota la base de la montaña; por su lado, el círculo interno marcaría la zanja que estoy intentando graficarles con palabras. Zanja que me imposibilita el paso por virtud de sus 23 metros de ancho y 107 de profundidad. A la vera de este accidente geográfico (donde un resbalón puede ocasionar otro tipo de accidentes), dos colonos con sonrisas y miradas dirigidas hacia mí. Envuelto en un rapto de ira disparado por la impotencia de no saber cómo resolver la situación, desenvaino mi espada y de un solo movimiento le arranco la cabeza al colono de la izquierda. Cuando estaba listo para repetir con el de la derecha, éste se arrodilla y me implora (si lo hubiera hecho cantando, diría que me “cantimplora” e incurriría en un muy mal chiste) que no lo mate, aduciendo que, de esa manera, nunca llegaría al otro lado, porque sólo él podía explicarme el cómo. Admito la crueldad de haber visto graciosa la velocidad con la que dijo eso.
Con el fin de evitar caer en manos del olvido, a continuación se intercala otro capítulo que así lo merece. Lejos de ser una inútil desconcentración, el capítulo que así lo merece tendrá su importancia con el acontecer de la historia. Recordadlo.
Cierto tiempo antes de encontrarme con lo que sería el tercer punto difícil recientemente interrumpido, mis tres únicas hojas de papel en blanco sin renglones se salieron de mi bolsillo, golpeando un trozo de grafito con tanta buena suerte que el siguiente texto fue escrito:
Cuando dos personas caminan en sentidos opuestos y por caminos paralelos no coincidentes, obstruidos por un algo (por ejemplo, un árbol) se dice que “caminan opuestos por el vértice”. Caminar opuesto por el vértice con otra persona nos convierte en cómplices coterráneos contemporáneos desconocidos y un enlace místico nos une con ella durante la intersección de la duración de ambas vidas. Enlace místico que, por esas cosas del Universo (oh, sí, pardiez, el arbitrio…), nos une pero nos aleja: Ud. y esa persona jamás se conocerán, ni siquiera se verán, en lo que resta de sus vidas ni en las que restan de sus vidas. Si uno reencarnará pingüino, el otro será león. Los pingüinos vuelan en el agua y los leones, por intervalos ínfimos de tiempo y distancias insignificantes; como diseñados por los hermanos Wright en su novelez.
Intentar romper este Equilibrio del que le estamos hablando es una tarea casi inútil. Más aún, es una tarea totalmente inútil. Digamos, por caso, que la oposición por el vértice se hace de Ud. y de un ciclista que navega por el asfalto. Añadamos a esto la animosidad de su parte por ver a este individuo. Allí podrá notar que esa animosidad obnubiló el auto circundante al ciclista. Auto que lo romperá a Ud. en pos del mantenimiento del Equilibrio. Esta descripción de los hechos no tiene por objeto asustarlo… en lo absoluto. Ya comenzamos.
Ésta, verá y leerá (es decir, ‘veerá’) Ud., es la historia de Alberto y Carlos, dos personas que intentaron romper este balance cósmico. Alberto anduvo, en su vida y en bicicleta, la misma cantidad de kilómetros que Carlos leyó sin necesidad de la segunda. Carlos llevaba lentes permanentemente y Alberto no: su oculista le recetó lentes para siempre que quiera ver realmente mal. Iban, pues, uno caminando y el otro en biciclo (quién iba en qué… una obviedad) cuando cruzáronse e interpuesto entre sus visuales un cactus de los grandes habíase. Si bien la velocidad de ambos disimilaba, el ancho del cacto (de aquí en adelante, “cactus”) hacía que esto inimportara. Eso.
Un elemento sombrío se hizo presente para que ambas atenciones sean llamadas. La sombra de cada uno hizo que el cada otro se sorprendiera con el fenómeno: era la primera vez en sus vidas que vivían una experiencia de este tipo de encuentro cercano. Lo nuevo asusta e intriga, así que ambos detuvieron su marcha. A su ritmo. Luego, revirtieron su andar y comenzaron a continuar con dicha reversión. Después, siguieron con dicha continuación para, momentos más tarde, finalizarla, comenzando con la terminación. Una vez terminada la finalización, se encontraban parecidísimosmente a la posición inicial (cuando primereó la intersección con cactus) pero, por supuesto, en un punto anterior a la trayectoria de cada. Y aún sin verse. No conformes con su estado actual (ya que su curiosidad no había sido saciada), volvieron a avanzar, y a retroceder, y a avanzar, y a retroceder, y a etc., y a etc. Su andar, asemejó mucho a un péndulo ideal: pendulando y pendulando non-stop. Siempre que un Humano repite varias veces una acción sin resultados mejores a medida que se suceden las iteraciones, entonces el Humano en cuestión aumenta la velocidad como un intento por lograr resultados. Imagínese que estamos hablando de la infinitud del pendular de un ideolopéndulo, así que los incrementos velocísticos no lograrán otra cosa que infinitud velocidal
{3}
. Por razones de gusto autoral, ambos personajes están ciertos a entrar en combustión en algún punto de su pendular. Luego, ahorrada la cremación, y como suele hacerse siempre, se rellenan unos muñecos de apariencia homínida y se los entierra siguiendo alguna tradición preestablecida (no es momento para ponerse a inventar, ¿vio?). Como Ud. puede leer y prever (o sea, ‘preveer’), ambos ataúdes yacerán siempre con, por ejemplo, un mausoleo de por medio. Así es, lector, Carlos y Alberto seguirán, por siempre, opuestos por el vértice.
- FIN -
¿Fin? Mejor no. Intente olvidarse de lo trágico del semi-párrafo anterior al final tentativo y continuemos con la historia como si las consecuencias del fanatismo por ver lo que el Cosmos no permite no hubiesen afectado la vida y la muerte de estas dos personas. Entonces:
—“…nalcancé a ver quién era… bah, nomporta…”
—“maldito cacto… ¡pero sé que iba en bicicleta!”
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Alberto fue hasta su casa en bici, a un par de cuadras del lugar donde la oposición por el vértice. Carlos, por su lado, fue a otro lado: a su casa. La forma en que Alberto (de aquí en adelante, ‘Alberto’) saludaba a su familia era ritual, monótona y sugería cierto desorden obsesivo-compulsivo: primero a su esposa, después a su hijo y, por último, a su hijita. Tal vez por orden cronológico (39, 13 y 11, respectivamente), aunque también se respetaban el alfabético (Anabella, Rosendo y Yamila, respectivamente) y el de estatura (1.65, 1.59 y 1.49 mts., respectivamente). Incluso las fechas de cumpleaños se sucedían con esa disciplina (3-Mar, 29-Jul y 27-Oct, respectivamente) y también el largo de los cabellos, debido a que la más pequeña alojaba piojos. Por supuesto, sólo un narrador (semi-dios literario que todos escuchan al leer) podría estar al tanto de todas esas cuestiones y el desarrollo de la historia continuará, desapegándose de su jactancia (la del semi-dios… perdón, “narrador”).
Carlos apenas saludaba a los suyos aduciendo la cotidianeidad de la cual gozaba dicho acto. Puntualizaba el cobro de significación del saludo cuando el mismo se realizaba espaciadamente en el tiempo. “Es como un ‘sí’ entre muchos ‘no’”. Jamás se cansaba de repetirlo. El esfuerzo que invertía en la justificación excedía en un porcentaje considerable al que demanda el saludo en sí mismo, lo cual era siempre comentado por su hijo mayor. Carlos era un fanático de las efemérides por partida doble: se emocionaba profundamente ante cada aniversario y arqueaba la ceja cuando pronunciaba esa palabra, porque lo hacía sentir importante; lo cual ocurría en no-pocas oportunidades.