Pasillo oculto (19 page)

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Authors: Arno Strobel

BOOK: Pasillo oculto
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—Muy bien.

Rössler se levantó y se acercó a la bolsa que se encontraba al lado de Sibylle, sobre la cama. Abrió la cremallera y estuvo rebuscando en su interior hasta que finalmente sacó algo que Sibylle no reconoció de inmediato. Fue cuando puso el objeto a su lado sobre la cama y pulsó un botón cuando vio que se trataba de una grabadora.

—¿A qué viene eso? —le preguntó, algo irritada.

—Quiero evitar que se me pase algo importante. La mayoría de las veces sólo se reconocen los detalles significativos después de escucharlos repetidas veces.

No se sentía cómoda con la idea de que se grabara todo lo que dijera, pero, por otra parte, tenía que conceder que era poco probable que le produjera perjuicio alguno. Tampoco es que estuviera a punto de revelar secretos de estado.

—Creo que lo que me vas a decir es demasiado... —comenzó Rössler, completando su justificación anterior, pero Sibylle le hizo un gesto, indicando que no era necesario que continuara.

—De acuerdo. A mí también me conviene.

—Bien. Dime, fecha de nacimiento: ¿cuándo y dónde?

Ella reflexionó, sorprendiéndose, pues no comprendía cómo podría estar relacionada su fecha de nacimiento con su secuestro, pero contestó obedientemente.

—El once de diciembre de 1973, en Ratisbona. Mi madre fue Margarete Selzer, de nacimiento se llamaba Zimmermann, el nombre de mi padre era Josef Selzer. No tengo hermanos. —Hizo una pausa, porque, de algún modo, le resultó extraño decir que no tenía hermanos. Quizá por primera vez en su vida sintió aflicción por no poder contar con un hermano mayor que la protegiera o una hermana con quien compartir sus desdichas. Una aflicción muy profunda, casi un duelo. Como si esos hermanos que tampoco habían existido jamás acabaran de fallecer en aquel mismo instante.

Sibylle sintió cómo sus ojos se anegaban en lágrimas. De nuevo el puño del terror descargaba sobre ella sus crueles golpes, el profundo horror a caer en las garras de la locura, de la demencia más absoluta, y ya no pudo seguir controlándose. Sepultó el rostro entre las manos, permitiendo al fin a sus reprimidas emociones liberarse y transitar el sendero que conducía al exterior. Aulló con toda la fuerza de su ser, gritó su desesperación, intentando ahogar aquel poderoso sonido en las palmas de sus manos. Chilló y gritó sin poder ponerle fin a aquello. Apretó sus brazos fuertemente contra su pecho, como intentando exprimir hasta el último soplo de aire que contuvieran sus pulmones para obligarle a formar parte de aquel magnífico lamento que ya se había transformado de potente alarido en lastimoso y ronco estertor. Pero continuó, inspiró, ávida, más aire, para volver a ahogar aquel fuerte clamor en sus manos alzadas.

No fue hasta que sintió cómo un brazo rodeaba sus convulsionantes hombros, arrastrándola, y una mano empujó su cabeza en dirección a la cálida protección de un ancho pecho, comenzando a acariciarle delicada e incesantemente su cabello, cuando oyó a una voz pronunciar palabras tranquilizadoras que, sin embargo, no llegaba a comprender, sólo entonces, en aquel momento, pudieron cesar sus gritos. También las palabras de Rössler se interrumpieron, y un silencio repentino y absoluto se posó sobre Sibylle, cubriéndola como una manta mullida y acogedora.

Mantuvo fuertemente cerrados los ojos, concentrándose en aquella mano que de forma incansable acariciaba una y otra vez su nuca, y fue consciente también de cuánto había añorado la proximidad física de una persona. Se apretó más contra él y disfrutó de aquella placentera sensación.

No supo cuánto tiempo había permanecido así, recostada sobre él, cuando Rössler la apartó un poco para poder contemplar su rostro. ¿Fueron minutos o sólo segundos? En los ojos de él descubrió curiosidad, pero también una mirada escrutadora que parecía buscar respuestas. Por vez primera fue consciente de lo infrecuente del color de sus ojos, un gris azulado. Sibylle alejó su cabeza un poco más para examinar aquel rostro, no bello, aunque sí muy masculino, con aquellos pómulos tan marcados.

Tan sola... Me han dejado sola, me han traicionado, todos aquellos que alguna vez me importaron...

Y allí se encontraba aquel hombre, alguien que deseaba ayudarla, a su lado, en la cama, abrazándola. Sólo un segundo después, y sin saber cómo ocurrió, sus rostros se aproximaron y sus labios se encontraron en un beso que fue primero simplemente un delicado tanteo, más tarde un explorar lleno de curiosidad, y finalmente derivó en una caricia decidida y exigente. Aquello parecía correcto y bueno. Y, durante unos segundos, lo fue.

Después, dejó de parecérselo.

Ella retiró la cabeza ante la sorprendida mirada de él, alejándose repentinamente de su lado.

—No, lo siento, pero esto... Esto no está bien. Estoy casada. Por favor, sigamos con lo que estábamos haciendo antes —dijo, señalando la grabadora.

Se sintió aliviada cuando él no protestó, sino simplemente se levantó de la cama y volvió a tomar asiento en la silla.

Sibylle pensó, algo incómoda, que también sus gritos habrían quedado registrados allí, pero se consoló recordando que las grabaciones sólo servirían para uso personal de Christian, y el hombre había vivido aquella situación tan denigrante en directo.

—Christian, yo... No sé qué más puedo contarte —comenzó en voz baja—. Quizá sea mejor que me preguntes lo que creas que necesites saber.

—¿Te sientes mejor? —preguntó él.

—Sí, me siento mejor —confirmó ella, y, tras una pausa, añadió algo más—: Gracias.

—Bien, entonces... ¿Por qué no me cuentas cuándo y dónde conociste a tu marido?

Sibylle no tuvo que pensar demasiado, pues tenía perfectamente presente la escena.

—Su coche chocó con el mío —sonrió—. Yo estaba esperando a que quedara un hueco libre en el aparcamiento de un supermercado. Hannes venía de frente. Intentó esquivar un vehículo que salía marcha atrás de otro hueco y de pronto me lo encontré justo de frente. Nos miramos breves instantes a través de nuestros parabrisas; aún veo aquella mirada incrédula. Y entonces su coche dio un salto y se empotró contra el mío. Primero me dijo que sus zapatos estaban mojados y se le había escapado el embrague. Después me confesó que había soltado el embrague sin ser consciente de ello por lo impresionado que se quedó cuando me vio.

—Vaya.

—Sí, fue algo así como amor a primera vista.

—¿Para ti también?

—Yo tardé un poco más, pero después de que nos viéramos un par de veces... Hannes no es muy guapo, y tampoco el típico héroe de las novelas románticas, pero es un hombre en quien se puede confiar, siempre. Es honesto y... —vaciló, pero antes de que el pensamiento que pugnaba por salir al exterior se materializara del todo, Christian la interrumpió.

—¿Y a qué te dedicas profesionalmente?

Parece que la honestidad de mi marido no es tema de su agrado.

—Trabajo para una compañía de seguros.

Fue consciente de repente que hasta entonces no había pensado en llamar por teléfono a su jefe, Armin Braunsfeld.

Christian pareció adivinar sus pensamientos, pues sacudió la cabeza.

—Yo en tu lugar no iría a verle. Ni tu marido ni tu mejor amiga dicen haberte reconocido, ¿qué razón hay para pensar que tu jefe sí lo hará?

—Tal vez porque dudo que, a diferencia de Hannes y Elke, él esté implicado en este asunto.

Christian inclinó la cabeza a un lado.

—¿Y qué crees que será lo primero que haga tu jefe cuando lo llames? Es bastante probable que haya recibido alguna llamada de tu marido, en el día de ayer o incluso hoy mismo. O tal vez le haya advertido la policía.

Sibylle comprendió de inmediato a dónde quería llegar.

Hannes habrá llamado a Braunsfeld, es demasiado concienzudo. Así que sólo existe un camino posible.

—Tienes razón —concedió ella—. No le llamaré, pues. Iré a verle sin anunciarme previamente. Tiene que verme. Si me ve, todo estará bien. Me reconocerá aunque mi aspecto haya sido modificado de alguna manera.

Con un par de movimientos rápidos se calzó los mocasines y se levantó. Le resultaba difícil conectar entre sí las ideas que iban surcando su mente hasta formar un cuadro lógico y coherente, pues los fragmentos que deseaba encajar quedaban impedidos en su unión por la aparición, en primer plano, de una imagen recurrente: la de un niño pequeño, una quimera.

Sin embargo, poder contar con una posibilidad, aunque remota, de que alguien de su entorno habitual pudiera reconocerla y creer en ella, le proporcionó nuevas fuerzas.

También Christian se levantó de su asiento. Ambos se encontraron frente a frente. Sibylle notó que a él no le entusiasmaba su propuesta, pero a ella le resultaba imposible permanecer allí sentada explicando tranquilamente la historia de su vida, cuando tal vez al otro lado de la ciudad existía un hombre capaz de volver a introducirla en ella.

—Christian, no puedo quedarme aquí sentada, ¿es que no lo entiendes? —le explicó, apoyando su mano sobre el brazo de él—. He de ver a ese hombre para descubrir si él también me rechaza. ¿Quieres acompañarme?

Capítulo 24

—Lo mejor que podemos hacer es acercarnos a una calle principal y subir a un taxi —le propuso Christian—. No tiene sentido retroceder para ir a buscar mi coche. Quién sabe si no nos encontraríamos con Grohe por el camino.

Sibylle estuvo de acuerdo. En aquellos instantes hubiera consentido cualquier cosa que la hubiera conducido hasta su jefe por el camino más corto. Sus pensamientos se centraron en Armin Braunsfeld; vio ante sí a aquel hombre alto, de cabello casi totalmente gris, sentado tras aquel escritorio suyo de diseño, con el vientre presionando el borde de la mesa. Él lo llamaba su pequeño flotador, y lo decía con una sonrisa avergonzada. Era un hedonista, siempre se encontraba de buen humor, y ella sabía que la apreciaba, y mucho. Si había alguien que estuviera de su parte, que la apoyaría, que estaría dispuesto ayudarla con todos los medios que tuviera a su alcance, ese era sin duda Armin Braunsfeld.

Su imagen desapareció sin previo aviso, huyó de ella y cedió su lugar a un par de ojos de color gris azulado, situados muy cerca de su propio rostro, escrutándolo con curiosidad. Los ojos de Christian Rössler. Así la había mirado tras besarla.

Ese beso... Como si su vida no fuese ya lo suficientemente complicada. 0 tal vez debido a ello. Su proximidad... Una persona comprensiva que sabe, aunque sea en parte, qué cosas inenarrables me han ocurrido.

Cruzaron Bismarckplatz, pasaron por delante de la impresionante fachada del teatro y alcanzaron Jakobstrasse.

—Aquí será fácil encontrar un taxi —dijo Christian.

—Sí —contestó ella, y no añadió nada más. Pensó en Rosemarie Wengler, la mujer del cabello intensamente rojo. Rosie, que primero la había ayudado y después traicionado entregándola a la policía.

¿Por qué?

—Christian, ¿por qué crees que llamó Rosie a la policía después de llevarme hasta casa de Elke? Si realmente pertenece al grupo de los que me han hecho esto, es imposible que desee que me detengan e interroguen. Temería, en ese caso, que pudiera revelarle algo a la policía, aunque fuese inconscientemente. Y aunque yo no pudiese revelar nada, no le veo el sentido a esa llamada.

Christian la miró sorprendido.

—Buena pregunta. Quizá pretendía... Mira, ahí hay un taxi.

Un Mercedes color crema con un cartelito en el techo que lo identificaba como taxi se acercaba por la izquierda. Christian puso un pie en la calzada y levantó un brazo, el taxista le vio y paró el coche a un lado, justo delante de él.

Unos altavoces ocultos a la vista reproducían suave música popular alemana. El taxista se volvió hacia ellos y sonrió a Sibylle. Por un momento pensó que jamás había visto a una persona con tantas arrugas en torno a los ojos. Miles de arruguitas partían de sus ojos castaños dirigiéndose a las sienes, formando una especie de abanico de pequeños rayos. Su cabello, enteramente gris, era abundante, y contaría con unos sesenta años de edad, quizá incluso llegaba a los sesenta y cinco.

—Bueno, jovencita, ¿a qué dirección de Prüfening nos dirigimos exactamente?

Ella le facilitó la dirección. Cuando arrancó el vehículo, Sibylle interpeló a Christian.

—Bien —le preguntó en voz baja—. ¿Qué piensas entonces acerca de Rosie? Quiero decir que, si estás tan seguro de que fue ella la que llamó a la policía, también tienes que tener alguna idea de por qué lo hizo, ¿o no?

Christian se encogió de hombros.

—La verdad es que no tengo ninguna. Ignoro por qué lo habrá hecho, pero tendrás que estar de acuerdo en que no puede haber sido nadie más. Si incluso la po...

Se interrumpió y lanzó una rápida mirada hacia delante, pero el taxista parecía estar plenamente concentrado en el tráfico y además había subido el volumen de la música.

—Si incluso Wittschorek afirma que fue Rosie... —continuó, bajando la voz.

—¡Pero si no ha dicho nada de eso! Simplemente comentó que llamó una mujer que no facilitó su nombre. Sólo estaba seguro de que no había sido Elke.

—¿Y quién más queda?

—Nadie —contestó ella abatida, y miró por la ventanilla sin contemplar verdaderamente el paisaje.

Nadie.
El eco repitió aquella palabra en su mente. Una palabra que debía servir de respuesta a todos sus anhelos, y constituía el origen de su desesperación.

¿Quién permanecía a su lado de aquéllos que conformaban su vida habitual?
Nadie.

¿A quién podía dirigirse, a quién podía acudir en busca de ayuda?
A nadie.

¿Quién, en toda esta pesadilla, en esta realidad extraña, seguía creyendo que era ella misma?
Nadie.

Tal vez Achim Braunsfeld.

Parpadeó para hacer desaparecer el húmedo velo que empañaba sus ojos y buscó algo que pudiera reconocer en las hileras de casas, pero no encontró nada.

Y si incluso la policía... He dejado que se marche, conscientemente. ¿Cree que haría algo así sin saber hacia dónde se dirige?

Se volvió y constató que eran varios los vehículos que les seguían. ¿Se encontraba en alguno de ellos él, o los, policías que informaban a Wittschorek de dónde se encontraba a cada momento?

¿Qué importa? ¿Qué otras opciones tengo?

Ninguno de los dos habló durante el último kilómetro de trayecto. Cuando el taxi se detuvo y Sibylle pudo ver la placa de metacrilato situada al lado de la puerta de entrada de la agencia de seguros donde trabajaba, se relajó. Christian le tendió al taxista un billete y lo detuvo con un gesto cuando éste comenzó a rebuscar en un enorme bolso negro algo de cambio.

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