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Authors: María de la Pau Janer

Tags: #Drama, Romántico

Pasiones romanas (18 page)

BOOK: Pasiones romanas
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Se repetía que el amor tiene algo de ridículo. Esa dependencia le daba una cierta vergüenza que superó deprisa, porque se sentía demasiado feliz para no vencer cualquier dificultad. El amor la fortalecía. Lo habría jurado: la mejor versión de sí misma recorría las calles de Palma, iba a trabajar a la radio, se encontraba con Ignacio en casa. Su carácter iluminaba la vida. Cuando se contemplaba en el espejo, se veía atractiva. Los cabellos le sombreaban los hombros, la expresión se dulcificaba, los ojos se hacían enormes. Tenía el rostro de una mujer enamorada, que tiene ganas de vivir. El amor permitía que fuera indulgente con las debilidades, que se riera a menudo, porque el mundo era un lugar amable y la vida sabía ser pródiga. Como en una especie de espontáneo contagio, ella también era mejor, generosa con los demás. No pasaba de largo, sino que se paraba a escuchar a la gente, a saludar a los conocidos. A menudo construía castillos en el aire: imaginaba un día, quizá no muy lejano, en que los hijos de Ignacio consentirían en conocerla. Se esforzaría en entenderlos, sería capaz de meterse en la piel de aquellos adolescentes, que vivían convencidos de que era una ladrona. Intentaría que comprendieran lo que sentía por su padre. No les complicaría la existencia, sino que respetaría sus ritmos, sus voluntades. Ocuparía el lugar que ellos quisieran: podía ser la amiga, la cómplice, la confidente. Tal vez sólo la conocida discreta, dispuesta a ayudarlos cuando hiciera falta. Nunca usurparía espacios que no le eran propios, pero no sería difícil aprender a quererlos, porque eran los hijos de él.

Continuaban las constantes llamadas al móvil. No renunciaban a comunicarse con frecuencia. Eran conversaciones breves que interrumpían visitas profesionales, comidas con conocidos o sesiones de trabajo. No importaba: tenían suficiente con algunas palabras. Necesitaban repetirse que se amaban, decirlo hasta que el eco de la voz del otro quedaba grabada en el cerebro. No había la urgencia apresurada, ni la angustia de encontrar el aparato desconectado. Se acostumbraron a vivir con una cierta calma. Cuando las mentiras no son imprescindibles, la vida es un logro. No tenían que inventar excusas para encontrarse, ni sentían la necesidad de disimular las citas. Muchas tardes, antes de subir al ático que compartían, Ignacio pasaba por las Ramblas. Las floristas se acostumbraron a la presencia del hombre educado, que tenía la sonrisa de un adolescente cuando les pedía un ramo de rosas. Quería que olieran bien, que tuviesen la humedad de las flores frescas. Con mirada crítica, seleccionaba los tallos largos, medía la abertura de cada capullo. Se iba satisfecho, impaciente por encontrarse con ella.

Dana se apresuraba para llegar puntual. Terminaba los guiones, cerraba el ordenador con una sonrisa; volvía a casa. Cuando alguien nos espera, lo único que importa es acudir a la cita. Si durante el día lo pensamos a menudo, nada nos detiene. No hay motivos para retrasar el regreso, ni deseos de aplazarlo. Solía abrir la puerta con una cálida sensación. Le esperaba preparando un pescado al horno o una tortilla de patatas. No era demasiado buena en la cocina, pero tenía una habilidad prodigiosa para aderezar carne con sabor a hierbas. Él le decía que era como si se comiera un bosque lleno de aromas. Se reían de la sensación de devorar la arboleda. Creían que todo era posible, que todo estaba permitido, mientras escuchaban una canción de Moustaki. Bajo la bata, se ponía un camisón casi transparente. Él elegía con cuidado la botella de vino para la cena. La noche era una fiesta.

Salían de casa. Caminaban por la calle Sant Jaume, mientras se dirigían al Born. Si era una mañana soleada, compraban el periódico y lo leían en un banco, la cabeza de Dana apoyada en el hombro de Ignacio. Si hacía frío, entraban en un café. Reían por cualquier tontería, inventaban proyectos de viajes, se proponían leer la misma novela o discutían por la película que irían a ver. Ella confiaba plenamente en él, con esa sencillez que nos hace fiarnos de las personas que amamos. No le hacía falta ser cautelosa. Tenía la percepción de haber encontrado a quien buscaba. Antes, no había sabido qué significaba estar enamorada. Todos los amores fueron frívolos o fugaces. Historias sin importancia que la memoria borraba porque no tenía espacio para otros recuerdos. Anécdotas que formaban parte de una etapa que había dejado atrás. No renegaba de lo que había vivido, se alejaba sin ningún pesar.

Les gustaba ir por el paseo Marítimo, leyendo los nombres de cada barca. Los había sonoros, como un eco. Otros eran como un murmullo junto al oído. Algunos daban risa. En algún caso, los consideraban absurdos, por lo excesivos que eran. Les gustaba el mar desde la costa. Observar las barcas cuando descansan en el puerto, lejos de los oleajes. Eran marineros de arena y de roca, poco valientes en un mar embravecido. El agua de todos los puertos se calma en la solidez de la ensenada. La idea les resultaba placentera. Se sentaban contemplándola en silencio. No decían nada, cautivados por el lugar. Dana pensaba que aquélla era la vida que deseaban. Una existencia que escribían con trazo firme. Agradecía al destino haber encontrado a Ignacio. Entre las barcas, creía que se adivinaban los pensamientos. Habría hablado de una curiosa comunión de deseos, de ideas. Cuesta entender el mecanismo que regula las emociones, el misterio de lo que no puede describirse. Él le dijo:

—He empezado a tramitar los papeles de la separación.

—¿Cómo ha reaccionado Marta?

Marta era un personaje incómodo en su mente y no le era sencillo situarla en unos parámetros concretos. Le resultaba la gran desconocida.

—Regular. —El tono era neutro. No había ninguna modulación que permitiera interpretarlo. Le extrañó, porque estaba acostumbrada a entenderle sin necesidad de hablar. Una sola palabra, en esta ocasión, no desvelaba su estado de ánimo.

—¿Te pondrá muchas pegas?

—No me facilitará las cosas.

—Es una situación que te preocupa. Estoy segura.

—No lo sé. Acabo de separarme, tengo la sensación de que no controlo la vida como antes. Necesito acostumbrarme.

—Claro. Si te lo pusiera más sencillo, vivirías mejor. Los cambios no te han angustiado nunca.

—Estoy acostumbrado a los cambios. Desde pequeño, mi vida ha sido un movimiento continuo. No me afecta mucho.

—¿Qué es lo que te preocupa?

—Mi separación es un hecho casi público. La gente habla y hablará todavía más. No quiero que mis hijos sufran.

—Saben que pueden contar contigo. Son casi adultos. Tendrías que intentar tratarlos como a adultos. Los proteges demasiado.

—Lo sé.

—Y a la gente, ¿qué le importa? Lo comentarán algunas semanas, hasta que se olviden. Tienen tantas historias para entretenerse… No somos muy originales, amor mío, no sufras.

—Tengo una reputación en Palma. Un reconocimiento como jurista que se asocia con un comportamiento respetable. Vivimos todavía en una sociedad cerrada, pese a sus ínfulas cosmopolitas. No quiero poner en juego el prestigio del bufete. Tengo que hacer las cosas bien.

—Creo que exageras. No eres un personaje extraño. Una separación no es ningún desprestigio.

—Estoy cansado. He tenido una semana dura. ¿Por qué no cambiamos de tema?

—De acuerdo. ¿Qué quieres que te cuente? —Había una tierna burla en la pregunta.

—Quiero que digas que me amas, como yo a ti.

No se paró a reflexionar sobre los temores de Ignacio. La conversación no volvió a repetirse, e hizo como si se hubiera olvidado de ella. Simular la desmemoria es un recurso fácil, cuando algo puede enturbiarnos el presente. Dana vivía en un mundo limpio de nubes. Preservarlo no era un acto de voluntad, sino una reacción instintiva. No se trataba de cerrar los ojos a los miedos, sino de evitarlos. Ser valiente no significaba entrar sin reservas en la boca del lobo. Las precauciones eran un signo de inteligencia. Él era el hombre de siempre, preocupado por que ella fuera feliz. Si, en alguna ocasión, parecía ausente, era porque trabajaba demasiado. El exceso de trabajo se unía a la obsesión por los hijos.

Le habría gustado hablar. Creía en las palabras, estaba convencida de su poder persuasivo. Habría sido capaz de defender aquella historia ante cualquiera. Tenía argumentos que surgían de la razón, poseía razones que nacían del corazón. De la suma podía resultar un instrumento magnífico. Se imaginaba encuentros con los dos adolescentes que habrían querido que desapareciera del mapa. Era una intrusa en sus vidas. Sin embargo, lo normal sería que desearan la felicidad del hombre que les había dedicado toda su energía; Ignacio había sido un buen padre. Era el turno de los demás, la hora de demostrar que la generosidad nos hace ser generosos también. La esplendidez actúa como un imán. Lo había pensado muchas veces: la gente miserable a menudo surge de ambientes míseros. Las personas que saben querer han sido queridas profundamente. Era una simple ley de equivalencias, una cuestión de reciprocidad. Se trataba de un sencillo aprendizaje. Aprendemos a ser buenos desde la bondad, lúcidos desde la lucidez. Se lo repetía a menudo, porque ese pensamiento la consolaba. No tenían que preocuparse demasiado, puesto que el tiempo pone siempre las cosas en su lugar.

Cuando hacía tres meses que vivían en la calle Sant Jaume, salieron a cenar para celebrarlo. Habían reservado mesa en un restaurante que les gustaba. Dana se compró un vestido largo. Le marcaba la forma de los hombros, la cintura, las caderas. Se ceñía ligeramente a las piernas, subrayando los movimientos. Fue a la peluquería y le lavaron el pelo con un champú de frutas. Mientras la espuma se esparcía por su pelo, ella se dejaba ir con una sensación de embriaguez. Se maquilló. Una sombra suave en los párpados, el perfil de los ojos definido con un lápiz negro; en los labios, un toque de luz. En el espejo vio un rostro de una belleza serena y rotunda a la vez. Tenía el aplomo que da sentirse segura. A ello se añadía la fuerza de la mirada, la sensualidad de la boca. Ignacio acudió puntual a recogerla. Había terminado su trabajo un poco antes de la hora habitual, porque tenía toda la prisa del mundo. Llevaba un traje oscuro y una rosa en la mano.

Ocuparon una mesa junto a la ventana que daba al jardín. Una estratégica iluminación ofrecía la visión de un escenario de verdes. Eligieron un vino que coloreaba las mejillas. Pidieron una ensalada de bogavante, carpaccio de gambas, trufas heladas. Tenían una mano sobre el mantel y enlazaban los dedos, que parecían adquirir vida propia, en el afán de encontrarse. Habían empezado con una copa de champán como aperitivo. Brindaron por la fortuna que les era propicia, por los dioses que habían escuchado sus plegarias. «Los deseos —pensaba ella— pueden convertirse en oraciones, cuando se repiten como una letanía.» Los dioses habían sido amables, les habían concedido lo que más deseaban: una vida para vivirla los dos. Tenían que aprovecharla. Saborearla como quien disfruta de un bien muy preciado. Ignoraba si las cosas que nos cuesta conseguir son más queridas. Estaba segura, en cambio, de que nuestra percepción se agudiza en relación con lo que surge de un intenso deseo. Somos conscientes de la buena suerte cuando hemos tenido que esperarla.

Tenían la sensación de que estaban solos en el restaurante. El resto de las personas que cenaban quedaba lejos, en un segundo plano casi ficticio. La realidad eran ellos, capaces de convertir cualquier espacio en un paraíso. Hablaban en voz baja. Hacían proyectos que habrían querido concretar ya, porque los vencía la impaciencia de los amantes. Repetían que se amaban. Las palabras sonaban como si fueran nuevas, aunque las dijeran mil veces. Se miraban a los ojos. Ignacio pensaba que todo se solucionaría, que el desasosiego por los hijos no tenía que preocuparla. Se sentía optimista, brillante. Habría sido capaz de ganar cien mil juicios. Dana tenía una risa mágica. Había un resto de chocolate en sus labios; era una sombra casi imperceptible. Ignacio se inclinó un poco. Con la punta de la lengua percibió el sabor. Tenía un gusto amargo, de cacao. Le cogió las manos y depositó en ellas un paquete envuelto con esmero. Llevaba un lazo azul, dorado en el borde. Dana se entretuvo en deshacerlo. Abrir un regalo era casi un ritual. En un fondo de terciopelo estaba la joya. Un anillo de oro y rubíes rodeados de brillantes. Era una pieza de buen gusto, diseñada con exquisitez. Le dijo:

—Es muy bello. Gracias.

—¿Te gusta?

—Nunca había visto un anillo tan delicado.

—Lo escogí con mucha ilusión. He visto muchos, antes de decidirme. He tenido serias dificultades para elegirlo.

—Has acertado, amor mío.

—Es nuestro anillo de compromiso.

—¿Cómo?

—¿Te casarás conmigo, cuando mi infierno se calme?

—Sí, me casaré contigo. No importa el tiempo que tenga que esperar.

—¿Tendrás suficiente paciencia?

—Lo único que quiero es estar a tu lado. No hables de infiernos, cuando nosotros hemos tocado el cielo.

—Tienes razón. No tendría que quejarme, pero quiero que seas mi mujer.

—Ya lo soy.

—¿Sabes por qué opté por los rubíes?

—No.

—Me recuerdan a tus ojos. Hay fuego en ellos.

—Los dos estamos hechos de fuego.

Era cierto. Las llamas los empujaban a amarse. Aquella noche recorrieron cada centímetro de la piel del otro. Probaron el sabor de la sal, del cacao, de las rosas. Ella se echó sobre él mientras la penetraba. Marcaron los ritmos del placer, y no les fue difícil imaginarse respirando para siempre un único aliento.

Pasaron las semanas, con la precipitación que lleva la vida vivida con intensidad. Los buenos momentos se le escapaban de las manos. Dana habría querido eternizarlos, poder parar las horas como si cada instante se convirtiera en una fotografía. Miles de fotografías de la historia que protagonizaban, cada una reproducida en un papel, para que pudieran mirarlas de nuevo. Habría sido una forma de impedir que se escaparan. Le gustaba ir al trabajo a pie. Desayunaban juntos, café y zumo de naranja, tostadas con mermelada. En la puerta de la casa se decían adiós hasta la noche. Ignacio se iba al despacho; Dana se encaminaba hacia la radio. Una mañana, se cruzó con Marta en la calle Sant Jaume. No fue un encuentro casual. Cuando estuvieron frente a frente, supo quién era sin preguntárselo. Nunca se habían visto de cerca. Ni tampoco bajo la luz inclemente de una mañana que subrayaba la dura expresión de la otra. Dana lo adivinó sin proponérselo, porque no quería pensar. Se quedaron inmóviles. Parecían incapaces de hablar. Marta, muda por la ira; ella, sin posibilidad de reaccionar. Le resultaba extraño tener frente a sí a la mujer que había vivido tantos años con Ignacio, que era la madre de sus hijos. Eran fuertes y se miraron sin parpadear. Dana rompió el silencio:

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