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Authors: María de la Pau Janer

Tags: #Drama, Romántico

Pasiones romanas (20 page)

BOOK: Pasiones romanas
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—La vida nos escatima las horas para vivirla, querida –le decía su amiga—. No llores, porque, si tú lloras, el cielo se nubla y llueve. —La mecía como si fuera una niña—. ¿Te acuerdas de cuando éramos pequeñas? Cada vez que llorabas, caían gotas de lluvia por la fachada de la escuela. Los compañeros querían hacerte llorar para que se formaran charcos. Te incordiaban, y te sacaban la lengua. Alguno intentaba empujarte, porque eras menuda, fácil de derribar. Pero yo era el gigante de la clase: nunca permití que te hicieran daño. Tampoco lo consentiré ahora.

Cada pérdida de Matilde hacía reaccionar a María agradeciendo la fortuna de tener a Antonio a su lado. El solo hecho de imaginar su ausencia la estremecía. Perdía el color del rostro, se le transformaban las facciones. Entonces observaba a su marido de reojo: el color de la piel, la fuerza de los brazos, la barriga que dibujaba la curva de la felicidad y de la que se enorgullecía, porque era producto de su sabia mano en los fogones. Respiraba tranquila. Era fuerte, tenía una salud de hierro. Nada tenía que temer, porque, si Dios era misericordioso, envejecerían juntos.

Lo único que preocupaba a María eran los cambios de humor de Antonio. Habitualmente era un hombre que no manifestaba grandes alegrías, pero que tampoco se quejaba demasiado. Le habría gustado que fuera más expresivo para no tener que adivinar cada uno de sus deseos, pero se acostumbró a leerle el pensamiento. Si estaba alegre, tenían veladas plácidas. Cuando el negocio no daba un número considerable de monedas, se le fruncía el ceño en un gesto adusto. Le gustaba hacer sonar la calderilla en los bolsillos. El tintineo le producía una alegría pueril, que le transformaba la expresión en la de un animalito contento. Llevarlos vacíos equivalía a pocas palabras, a gestos que la culpabilizaban sin decírselo. Antonio se tumbaba en el sofá del comedor, ponía en marcha la televisión y se olvidaba de su mujer y del mundo.

Finalmente lo descubrió. En casa tenía un enemigo terrible. Una presencia inoportuna que alejaba a Antonio. Era la televisión. Los partidos de fútbol, las repeticiones de los partidos de fútbol, los comentarios sobre el fútbol reclamaban como un imán la atención del marido. Los concursos en los que se podían ganar de una forma estúpida algunos cientos de euros le llenaban de chispitas los ojos. Los espectáculos con bailarinas ligeras de ropa hacían que un hilo de saliva le saliera por la comisura izquierda del labio inferior. Los anuncios de coches o cerveza le fascinaban. Las emisiones en directo de un sorteo de lotería le paralizaban la respiración. Después de la cena, se dormía viendo cualquier programa. Las voces de la pantalla le acunaban los sueños. María le observaba, paciente, hasta que comprendió que no había vuelta atrás. Tenía que recuperar la atención de Antonio, y dispuso una buena estrategia para conseguirlo.

En el mercado había puestos de venta de ropa. Vendían camisetas, faldas cosidas con poca maña, ropa interior. Había montañas de bragas y sujetadores colgados de un hilo. El viento hinchaba las copas, convertido en las manos de un amante sin rostro. Era una mañana de verano. Una pátina de sudor impregnaba la frente y las axilas de María. Había pasado la noche inquieta. Se durmió tarde, cuando Antonio decidió abandonar el sofá para irse a la cama. Había controlado sus pasos. La respiración regular, los ronquidos intermitentes. Por la mañana se levantó decidida. Fue a trabajar como siempre. Puso energía, sentido común, capacidad de organización. Era un día distinto. No se concentraba en el trabajo. Cuando hemos tomado una decisión que queremos ejecutar deprisa, el mundo se transforma en una sucesión de obstáculos. Acudían muchos clientes al puesto de venta. Tenía la impresión de que no dispondría de unos minutos para escaparse. Antonio, que habitualmente era un ir y venir constante, no se movía de su lado. Pasaron las horas con una lentitud insoportable. A mediodía, la tensión se impuso. Sin mirarle a la cara, murmuró una excusa y se fue. Andaba como si la persiguieran.

Se paró en el puesto de venta donde vendían ropa interior. Miró a ambos lados, asegurándose de que nadie la observaba. El sudor se había transformado en un pequeño torrente. Buscó a la vendedora. Se conocían, pero María estaba avergonzada. Le dijo en voz baja lo que buscaba. La otra hizo un gesto de complicidad innecesario. Eligió el modelo que consideró más provocativo. Era de color rojo, con encaje negro. La tela, que pretendía imitar el satén, no estaba bien cortada. Tenía unas arrugas involuntarias, cierta rigidez. Pensó que podría haber formado parte del equipaje de una cantante de cabaret. Sintió orgullo por su osadía. La estridencia del color era seductora. El rojo intenso le recordaba la sangre. Aquella sangre que, en Antonio, empezaba a perder ímpetu. Color de vino, de crepúsculo, de flor encendida. Estaba contenta. Tenía que concretar los pasos, definir las líneas de actuación. Quería parecer segura. No podía permitirse vacilaciones. Tenía que moverse como una mujer de mundo.

Escogió el vino para la cena. Preparó la mesa con el mantel de encaje y una tímida flor en un extremo. Se vistió con un vestido negro de dos piezas, que —según ella— le estilizaba la figura. Se puso medio frasco de colonia. A medida que andaba, iba dejando un poderoso rastro de aroma que la aturdía. Cargaba el aire de un olor penetrante. Antes de que Antonio llegara, llamó a Matilde. Tenía que contarle sus planes. La otra la escuchó en silencio, asombrada por la capacidad de entusiasmo que aquel hombre despertaba en su amiga. Se rio, con una ternura que no podía ofenderla, porque era la manifestación de un afecto incondicional. Le dijo:

—Nunca habría creído que fueras capaz de sorprenderme. Después de muchos años, lo has conseguido.

—Me da vergüenza, pero estoy decidida. No puedo soportar su indiferencia. Sé que me quiere, pero es poco expresivo.

—¿Crees que te ama?

—¡No lo dudes! —Había indignación en la voz—. Cada uno quiere como sabe o como puede. Tendrías que comprenderlo.

—Quizá sí.

—Llega a casa cansado. Es lógico, porque se mata trabajando. Entonces sólo tiene hambre. La televisión es un entretenimiento inofensivo. Me lo he dicho mil veces. Tengo mucha suerte: me casé con un hombre honrado. Nunca va al café. Él, del trabajo a casa.

—¿Lo has pensado bien? Mira que tú no has tenido nunca mucha gracia para el baile.

—No me has entendido. No es un simple baile. Además, hace una semana que lo estoy ensayando. ¡Me tendrías que ver!

—Me encantaría. Puedes estar segura. De todas formas, querría saber qué pretendes.

—Nadie diría que eres una mujer tan lista. Quiero seducir a Antonio. ¿No es una buena idea?

—Claro. Tienes que seducirle y te esfuerzas. Él no hace falta que lo intente. Te tiene absolutamente fascinada. Dime, ¿qué te ha dado ese cabrón?

—No le insultes. No es un cabrón, es una magnífica persona. Algo distraído, nada más.

—De acuerdo. Esta noche rogaré a los ángeles que sean benévolos contigo.

—¿Qué quieres decir?

—Les pediré que den vacaciones a tu ángel de la guarda. Quién sabe si no le seducirías a él, en lugar de a Antonio. —Se rio.

Pulsó el mando de la televisión. La apagó sin previo aviso. Eran las once de la noche. Hacía un rato que su marido estaba instalado en el sofá: la camisa del pijama abierta, la atención puesta en la pantalla. Esbozó una expresión de sorpresa. Un intento de preguntarle qué hacía, si se había vuelto loca. No tuvo tiempo de reaccionar. María puso en marcha el tocadiscos que ya casi nunca usaban. Sonó una música insinuante, que le había prestado la vecina. Tenía una vivacidad adecuada a sus curvas, a la sonrisa que le iluminaba el rostro. Un movimiento de cintura, una ligera inclinación. El balanceo de las caderas que seguían el ritmo de la canción. Con la mano derecha, las uñas pintadas de rojo, fue subiéndose la manga izquierda del vestido. Lo hacía con gracia, sin olvidarse de iniciar la danza del vientre, que pretendía evocar a las bailarinas de
Las mil y una noches
. El brazo exhibía una blancura tornasolada. Se acordó de Gilda, espléndida con un guante en la mano. Se desabrochó los botones del escote. Primero uno, después el otro. Cada trozo de piel descubierta era un tesoro. La ropa se deslizó hacia atrás, descubriendo la rotundidad de los hombros: redondos, compactos. Al mismo tiempo, la nuca, el inicio de su abundante escote.

Se quitó la blusa. La palidez de la piel contrastaba con el rojo del sujetador, incapaz de retener los pechos. Saltaban aquel muro de contención hecho de falso satén. Un pezón rebelde apuntaba al cielo desde su refugio de encaje. Fue bajándose la falda mientras contoneaba la cintura. Con un pie la lanzó a unos metros de distancia. Las bragas le cubrían el pubis, pero no bastaban para ocultar sus nalgas. De un quiebro, quedó de espaldas a su marido. Mientras hacía un movimiento circular de caderas, le miraba de reojo. Se puso las manos en la cintura. Su cuerpo combinaba movimientos circulares y pasos de baile. Los muslos eran como troncos de árboles jóvenes. Tenía un pliegue en la barriga que le ocultaba el ombligo.

Era un desbordamiento de carne, un desenfreno de pechos, de nalgas. Una abundancia que los gestos subrayaban, porque ella nada pretendía ocultar. Bailaba sin pudor. Las prevenciones anteriores habían desaparecido. Se sentía una mujer bella. Nunca había experimentado una sensación parecida. Tenía la frente llena de sudor, mientras dibujaba sus labios con la lengua. Dobló los brazos, mientras se desabrochaba el sujetador. Los pechos aparecieron con una rotundidad casi dolorosa. Se quitó las bragas, piernas abajo hasta los tobillos, flexionó las rodillas, abriendo el arco de los muslos. Antonio no decía nada. Habría querido detenerla. Era extraño: por primera vez en mucho tiempo, María no pensaba en él. Le había olvidado. Estaba sola consigo misma. Se acarició la piel. Se pellizcó el pezón rebelde. Se mordió los labios. Con una expresión de sorpresa, el marido se preguntaba qué debía hacer él. La situación le desbordaba. Esbozó un gesto vago, pero fue inútil. Pensó que a la mañana siguiente tenía que madrugar, que aquello no eran bromas propias de una esposa como es debido, que qué putada, a aquellas horas. María notaba el cuerpo a punto de estallar como una fruta madura.

XV

Hay indicios que nos negamos a reconocer. Son signos minúsculos que percibimos aunque no queremos prestarles atención. No nos conviene o no nos interesa fijarnos. Activamos un mecanismo de defensa que nos ayuda a sobrevivir. Consiste en actuar obviando una parte de la realidad. Nos quedamos con la cara amable de las cosas. Cuando las historias se complican, hurgar excesivamente no es demasiado tranquilizador.

Dana no fue una excepción. Pasar de la gloria al ocaso es una vivencia poco recomendable. Durante semanas, no quiso darse cuenta. Se querían y eran felices. Se reafirmaba en aquella certeza con toda la fuerza que da el miedo, el temor a comprobar que el mundo se hunde. Habían vivido una relación que había sido un juego de equilibrios hasta que empezaron las confusiones. No era una mujer que viviera con serenidad el desconcierto; necesitaba certezas: saber que nada amenazaba lo que había construido. La transformación de Ignacio fue lenta. No hubo una metamorfosis, sino una suma de minúsculos cambios. Primero no quiso percibirlos. Más tarde los intuyó con sorpresa, pensando que eran un engaño de la mente. No podía ser. Las ambigüedades, las excusas, las mentiras eran imaginaciones surgidas del miedo a perderle.

No cambiaron los gestos del amor, sino las actitudes más profundas. Le costaba describirlo. Pasaban los días e Ignacio continuaba jurándole amor eterno. Al mismo tiempo, aumentaban los espacios en blanco. Intuía que se veía con gente sin decírselo, que tenía conversaciones que no le contaba. El silencio ocupó el lugar de las palabras. Él vacilaba a la hora de contar qué había hecho, adónde había ido. Sin darse cuenta, caía en absurdas contradicciones que ella intentaba olvidar deprisa. Habría querido que aquel hombre justificara su actitud, pero le conocía demasiado. Cuando le oía hablar apresuradamente, sabía que volvía a mentir. Ignoraba el alcance del engaño, pero intuía que le ocultaba verdades.

Actuó como si nada sucediera. No le dijo a nadie que no entendía lo que pasaba. Querer racionalizar lo absurdo incrementa la angustia. Vivía con el corazón en vilo; siempre intentando creer explicaciones que resultaban increíbles, mientras ocultaba que las piezas del rompecabezas no acababan de encajar. Ignacio no cambió de la noche a la mañana. El amor a los demás y la debilidad personal le vencieron, aunque él quisiera negarlo. Se había creído fuerte, preparado para hacer entender a sus hijos que la amaba, pero no supo hacerlo. Las coacciones soterradas llegaron a convertirse en amenazas directas que no pudo soportar. No quería perderlos. No podía dejarla. Pensaba que tenía que esperar a que pasara el tiempo, proteger todos los frentes, disimular y convencer. Fingía delante de Dana, a quien no quería alarmar. El afán de persuadir a los hijos hacía que actuara con inseguridad. Se contradecía porque vivía confundido.

Llegaba tarde a casa. Volvía del trabajo con un rictus de fatiga en los labios. No se relajaba, estaba al acecho, pendiente del móvil, con las facciones tensas de quien espera siempre un imprevisto. La cena se había enfriado. Ella la calentaba de nuevo sin hacer preguntas, con un gesto de tristeza. Habría querido saber qué le pasaba, acompañarle en la duda. Ignacio no se lo permitía. Hay muchas formas de construir muros protectores, distancias que nos separan de los demás. «¿Cómo es posible?», se preguntaba. La persona a quien más quería se alejaba como un barco que desaparece de nuestra vista hasta que el horizonte lo engulle. Se refugiaba en la radio, aunque no le resultaba fácil concentrarse. Pensamientos intrusos la asaltaban de pronto. Por la noche, le oía dar vueltas. Él tampoco conciliaba el sueño, pero callaba. Hay historias que, si no se cuentan, parece que nunca han sucedido. Lo que no se cuenta quizá no sucede realmente. Dana lo pensaba mientras respiraba hondo. Sabía que se amaban. Nunca dudó de aquel amor ni creyó que todo pudiera desaparecer de pronto. Mantenía la fe ciega. Sólo debía tener paciencia. Volvería a llevarle un ramo de rosas comprado en las Ramblas y le diría que la pesadilla había acabado.

Descubrió que era un mentiroso. Compartía el techo con una persona que tenía un ingenio especial para engarzar una cadena de falsedades. Una tras otra. Surgían de sus labios con una fluidez increíble. Parecía que tuvieran alas, porque se movían con una agilidad sorprendente. Como pompas de jabón, crecían, adquirían forma y se deshacían ante sus ojos. Habría querido cogerlas al vuelo y no dejarlas escapar. Hay mentiras pequeñas que cuesta adivinar. Hay otras que se perciben nada más ser pronunciadas. Son contundentes, precisas; no admiten ni el consuelo de la duda. Hay interrogantes que nos ayudan a sobrevivir, porque son menos duros que la verdad.

BOOK: Pasiones romanas
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