Pasiones romanas (23 page)

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Authors: María de la Pau Janer

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Pasiones romanas
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—¿Son los familiares de Mónica Coll?

—Sí —respondió Marcos—. Es mi mujer.

—Ha padecido un derrame cerebral como consecuencia de un golpe muy fuerte. Está en la UCI, donde tiene las constantes controladas. Le tendremos que hacer algunas pruebas radiológicas. Está en coma.

—¿Qué quiere decir? ¿Puede ser irreversible? —Habría querido ahogar por siempre jamás aquella voz fría, portadora de malas noticias.

—¿Está muerta? —le preguntó el padre de Mónica, que no había entendido nada, que quería una explicación sencilla, definitiva.

El médico habló de nuevo:

—No está muerta, señor. Tiene una hemorragia en el cerebro, pero todavía no podemos saber cómo evolucionará. Tendremos que estar pendientes de las pruebas que le haremos. No podemos hacer un pronóstico definitivo hasta que pasen unos días. Lo siento.

—¿Es grave? —El padre insistía para tener respuestas claras.

—Sí, es grave.

—¿Puedo verla? —Marcos necesitaba ver a Mónica desesperadamente.

—Tendrán que respetar el horario de visitas para los familiares. Media hora por la mañana y media por la tarde. Ahora pueden ir. Entren de uno en uno, por favor. La enfermera los acompañará y les indicará la bata y la mascarilla que tienen que utilizar durante la visita.

El hombre se inclinó hacia la mujer vestida de negro. Le habló como si fuera una niña o alguien que tiene perdida la razón:

—Nuestra hija no está muerta.

—¿Se salvará? —La madre murmuró la interrogación. A sus pies había nacido un lago.

Marcos subió la escalera, porque no tenía paciencia para esperar el ascensor. Cruzó la puerta de la UCI. Entró en una sala acristalada: Mónica estaba medio cubierta con una bata verde. Dormía. Pensó que no habría querido ponerse un camisón de aquel color. Siempre había dicho que no le favorecía. Recordó telas de melocotón, de cereza, de caramelo. Estaban en un cajón de su armario. Conservaban el perfume de Mónica. De su cuerpo salían los tubos. Estaba inmóvil, pero tenía la piel tibia. Le acarició los párpados cerrados, la frente. Intentó acercarse a ella, a pesar de los aparatos que le recordaban las zarpas de un dragón, para percibir su aliento. Tuvo la impresión de que no respiraba. Le tomó una mano, pero estaba demasiado inerte. No respondía a ningún estímulo: trató de acariciarle un brazo, de besarle los dedos, de pellizcarle la mejilla. El único signo de vida era la temperatura del cuerpo. Aquel cuerpo que había vibrado con el suyo, que él recordaba latiendo, lleno de vida. Ahora, esa vida estaba muy quieta. Le pidió que no se marchara, que no huyera del cuerpo que amaba. Se inclinó hasta el rostro de Mónica, medio cubierto por un mechón de cabellos castaños. Se lo dijo en voz queda, pero con toda la fuerza del mundo:

—Vive, amor mío. Quiero que vivas. Hazlo por ti y por mí. Piensa en todo lo que nos queda en el futuro, en aquellos viajes que nos imaginábamos, en los libros que todavía no has leído, en las noches de amor que la muerte no tiene derecho a robarnos. Sé que no has decidido morirte. No lo quieres, porque tienes que hacer muchas cosas. ¿Qué será de mí, si te vas? Haz un esfuerzo, y vuelve a abrir los ojos. Háblame. Aunque sea una palabra. Tan sólo una: dímela despacio, tú, que amas las palabras y sabes que tienen tanta fuerza. Vendré todos los días a verte. Todas las mañanas, todas las tardes. Esperaré en un rincón de este hospital, hasta que sea la hora de visitarte. A escondidas, te traeré versos que te harán compañía. Te los recitaré bajito para que no te sientas sola. Hasta que podamos volver a casa, mi vida serán las paredes que te rodean. Desde que tú no estás, no tengo casa, ni amigos, ni parientes. Tú eres mi corazón y la vida que me falta.

Cuando le obligaron a salir de la UCI, sentía un peso en la cabeza. Miró sin ver un largo pasillo. Se dio cuenta de que la puerta se cerraba tras él. Oyó la voz del padre de Mónica:

—Eres un hombre malvado. Casi se ha acabado el tiempo y todavía no hemos podido entrar. ¿Cómo puedes tratarnos así?

La mujer vestida de negro lanzó un gemido. Era un sonido angustioso, primitivo, que le despertó cierta repulsión. La enfermera intentó ayudar a la pareja a vestirse para poder entrar. Quedaban pocos minutos de visita. Marcos se sentía ávido de todos los segundos para estar junto a su mujer. Tenía la sensación de que se los robaban. No pudo evitar mirarlos con odio antes de perderse por las salas.

Pasaron los días. Transcurrían con la torpeza de los viejos que se han roto una pierna y vuelven a poner el pie en el suelo. Se alargaban como los días de verano, cuando somos niños. Aquellos agostos eternos le salían al encuentro. Volvía al piso cada dos o tres días. Iba el tiempo justo para ducharse. Evitaba las preguntas de las vecinas, que se interesaban por el estado de Mónica. Tenía el móvil desconectado. Se refugiaba en los pasillos del hospital. Las horas transcurrían sin demasiados cambios. Sólo merecían la pena los minutos que podía pasar junto a ella. Le recitaba poemas de amor, esperando que hiciera un mínimo gesto de complacencia. Nunca había un solo indicio, ninguna reacción de su cuerpo inerte. Los informes médicos repetían las mismas palabras: «No reacciona. Tenemos que esperar.»

A las tres semanas la sacaron de la UCI. Los padres, con quienes no mantenía demasiadas conversaciones, lo interpretaron como un signo de esperanza. Él intuyó que no había nada que hacer. Nunca se cansaba de recitarle poemas. Con las palabras, le dibujaba los paisajes y los rostros que no podía ver. Cuatro semanas después del accidente, el médico quiso hablar con él. Fue tajante:

—Prácticamente no hay actividad cerebral. La familia se tiene que convencer de que lo mejor sería desentubarla y dejarla morir.

Le escuchó sin decir nada. Repitió las mismas palabras a los padres de Mónica con una voz incolora, sin modulación. Le miraron como si fuera un enemigo, como si lucharan en bandos contrarios.

Entender que se moría no fue sencillo. La simple comprensión de un hecho puede superarnos. Se sentía vencido por una situación que habría sido incapaz de prever. Hacerse a la idea de una realidad es el estadio previo para poder asumirla. Pero entre un estadio y el otro hay kilómetros de días y de noches. No se despediría de Mónica. No quería estar presente en el momento en que desconectaran los aparatos. Cuando el médico le dijo que era cuestión de horas, fue a verla. En la cabecera de la cama, le besó la mano inmóvil. Estuvo un rato buscando, inútilmente, un último verso. Cuando mantenía la esperanza de que volviera a la vida había recitado muchos. Ahora no encontraba ninguno, convertida la memoria en un pozo sin agua. Contempló su rostro. Le dijo que la amaba. Sin mirar atrás, salió del hospital donde había vivido cuatro semanas. No sabía qué caminos recorrer. En un rincón, vio a sus padres. Le miraron como si esperaran que hiciera algo. No sabía muy bien qué. ¿Unas palabras, un gesto? Pero ¿cuáles? Bajó en el ascensor hasta la primera planta. Dos enfermeras hablaban cerca de la escalera. Una tenía los cabellos muy rubios. Parecía feliz. El cielo era azul, de una intensidad que le hacía daño. La vida continuaba como si nada. Se puso a andar por una calle cualquiera. En su rostro se reflejaba la palidez de los días pasados entre cuatro paredes. En el alma, el deseo de alejarse. Vio a unas mujeres que paseaban. No se parecían a ella. Nadie era como Mónica. Si quería sobrevivir a aquel infierno, tendría que cambiar de ciudad.

XVII

A veces, el mañana no llega nunca. Mañana quiere decir futuro inmediato, lo que sucederá cuando nos despertemos, pasada la noche. Significa pocas horas de espera. Tenemos que tener paciencia hasta que nace un nuevo día. Al día siguiente, Ignacio no volvió a Mallorca. Le dio a Dana una excusa de última hora. Le dijo que los médicos le retenían, que estaba pendiente de unos informes, que no sufriera. Como la pilló por sorpresa, se quedó muda. Vivía una situación que no se habría imaginado. Era el hombre al que amaba, ¿cómo podía actuar de aquella forma, indiferente a la angustia de la espera, como si su dolor no existiese? No hay nada más terrible que lo que no podemos comprender. Una situación nos desborda si no la entendemos, aunque pongamos toda la capacidad de concentración posible en ello. Murmuró media docena de frases balbuceantes. Se habría abofeteado por no ser capaz de reaccionar disimulando su angustia. No se reconocía en el tono vacilante, en la voz de una niña que suplica al adulto que no le abandone en la oscuridad.

Tampoco regresó al día siguiente. Ni al otro. Los días se fueron sucediendo con una sarta de excusas increíbles que aplazaban la verdad. Dana vivía en un estado de tensión continuo. El pensamiento inventaba confusas historias. Estaba en una contradicción permanente. Se decía que tenía que tranquilizarse. Seguro que había motivos reales que impedían el regreso de Ignacio. Era desconfiada por naturaleza. Ella tenía la culpa, porque no sabía ponerse en la piel del otro, estar a la altura de las circunstancias. Una voz interior le replicaba que no era cierto. La situación era lo anómalo, no sus reacciones. Él le despertaba dudas. Estuvo a punto de tomar un avión para ir a Barcelona y presentarse en el hotel por sorpresa, dispuesta a aclarar lo que sucedía. No lo hizo porque era incapaz. Se sentía prisionera de una espiral de sospechas. La fatiga mental puede llegar a convertirse en dolor físico. Como un náufrago que se agarra a un trozo de madera, se abrazaba a cada hilo de esperanza. Se imaginaba el sonido de la llave en la cerradura, su rostro que le sonreía desde la puerta, el abrazo que aleja los fantasmas. Y en aquel momento pensaba que tenía que ir a comprar comida, porque tenía el frigorífico vacío.

Habían pasado muchas mañanas desde aquella en que Ignacio tenía que regresar. Dana no habría sabido decir cuántas, porque percibía el ritmo del tiempo alterado. Los crepúsculos se unían con el alba. Dormía poco; comía menos y a destiempo. Había días en que se alimentaba de chocolate; a veces tomaba un par de yogures. Los límites de la resistencia humana son mucho más amplios de lo que nos habríamos imaginado. Pero, un día, se acaban. Inesperadamente, sabemos que hemos llegado al final. Somos incapaces de resistir un instante más.

Era otra mañana gris. Sonó el teléfono. Volvía a ser Ignacio, para que empezara la jornada con una nueva dosis de falsas esperanzas. Ella le preguntó:

—¿Has vuelto con Marta?

No habría querido preguntarlo. Era duro tener que escuchar la confirmación de lo que se imaginaba, pero ya no le quedaba paciencia, ni comprensión, ni ganas. Le habló bajito, en un tono inocuo, como si le preguntara qué tiempo hacía, si se había levantado temprano, si estaba bueno el desayuno. La respuesta surgió de una voz inusualmente incolora:

—He tenido que volver con ella. He tenido que hacerlo.

—No. No puedes volver con ella. —Pese al agotamiento, todavía le quedaban fuerzas para la última rebelión, para aquella revuelta que sabía condenada al fracaso.

—Mis hijos me necesitan.

—¿Y yo? ¿No te necesito yo? —Se hizo un silencio.

—Dana… —la interrumpió.

—Hijo de puta. Eres un hijo de puta.

Colgó el teléfono. La había dejado desde el otro extremo de un cable. No había podido ir, mirarla a los ojos, pedirle disculpas por tantas mentiras, por todos los días de inútil espera. Se encogió con la sensación de que le habían dado un puñetazo en el estómago. Le dolían los brazos, las piernas. Empezó a llorar. Su llanto se parecía a algunas lluvias de invierno. Primero caía despacio, como si tuviera que aprender. Después tomaba fuerza, porque la vida era un triste paisaje.

Se levantó del sofá haciendo un esfuerzo. Con pasos vacilantes fue al baño. La agitación nerviosa la había dejado con una sensación de fatiga absoluta. El llanto se había convertido en sollozos que le sacudían el cuerpo. Se recogió los cabellos con una mano, liberando el rostro. Abrió la boca y se metió los dedos dentro. Los movió en la garganta como si fueran títeres. Inclinada sobre la taza del váter, sólo veía un tubo blanco con agua al fondo. Vomitó la comida del día anterior, el chocolate y los yogures de los días de espera. El agua se iba tiñendo de un amarillo espeso, con rastros irreconocibles. Las contracciones del vómito resultaban desagradables, pero, si se concentraba, el rostro de Ignacio perdía intensidad. Suponía un cierto consuelo. Repitió la acción, hasta que el estómago empezó a dolerle. Era el dolor del vacío que intentamos exprimir cuando ya no queda nada. Tiró de la cadena, y el agua volvió a ser limpia. Se lavó la cara bajo el grifo del lavabo. El agua borraba la sal, pero no ocultaba las huellas de la pena.

Pensó que tenía que llamar a su madre. Hablaban a menudo, y debía de estar preguntándose si él había regresado. Tenía que decirle que sí, que había vuelto, pero con la persona equivocada, que era la otra mujer, aquella a quien decía que no amaba. A ella no quería verla. Había tardado en reconocerlo no sabía por qué. Olvidó preguntarle si fue por cobardía, o por una piedad extraña que le resultaba un insulto, o porque no se decidía a romper el último hilo que los unía. Aquella aproximación telefónica a través de la cual tuvo que aceptar, después de muchos días, que no estaba loca, que las sospechas eran ciertas, que las mentiras habían sido realmente mentiras. A pesar de todo, había intentado justificarle hasta el último momento. Era probable que justificar a Ignacio no hubiera sido un acto de amor, sino de supervivencia. Si era una exagerada, una víctima de su imaginación, todavía había alguna posibilidad de regreso. Levantó el auricular. Estaba a punto de marcar el número de la casa de sus padres, porque tenían que entender que estaba perdida, sin saber qué hacer ni adónde ir, cuando comprendió que era incapaz de mantener una conversación. ¿Qué les diría? ¿Cómo podía no hacerlos partícipes del drama, si habían compartido con ella una espera que se había hecho eterna? Le temblaba todo el cuerpo. Tenía frío y el vientre dolorido. No le hubiera importado morirse lentamente, si la muerte le hubiera calentado los huesos.

Salió de la casa. La calle Sant Jaume era un espacio de sombras y luces. La recorrió sin prisa, pero con un aire de ausencia que no se parecía a su vitalidad de antes. Torció a la derecha, mientras caminaba bajo los arcos. Andaba con la mirada fija en el suelo, sin ver a las personas con quienes se cruzaba. La mayoría eran peatones desconocidos, a los que no prestaba atención. Se encontró con un compañero de trabajo que, más tarde y frente al televisor, comentaría a su mujer que la había notado extraña. En una esquina se topó con una vecina que le preguntó cómo estaba. Le respondió con un gesto de asentimiento de la cabeza, confirmándole no sabía qué. Probablemente aquella terrible derrota le impedía actuar con normalidad. La mujer se interesó por Ignacio, porque hacía días que no le veía. Quería saber si estaba enfermo. Dana no tuvo fuerzas para decirle la verdad, ni ánimo para improvisar una mentira creíble. Su mirada perdida venía de muy lejos. No contestó, porque no tenía nada que decir. Repitió el gesto de antes, y continuó el recorrido sin volverse para mirar hacia atrás.

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