Dana hace el gesto de levantarse para ir a abrir. En ese momento, Gabriele reacciona. Con rapidez, le intercepta el paso. Lo hace de una forma pretendidamente natural que resulta forzada. Avanza el cuerpo y camina hacia el pasillo. Ella no se da cuenta. No sabe si volver al sofá o seguirle hasta la puerta. Se decide por la segunda opción, aun cuando él insiste en decirle que no hace falta que se mueva, que debe de estar agotada. Las palabras actúan como acicate de la voluntad de la mujer. Piensa que quien está cansado de verdad es él, que es su abuelo quien se muere, que ella no puede quedarse en el salón. Hay frases pronunciadas con intención que consiguen el efecto contrario de lo que pretendían. Gabriele habría querido que ella no estuviera en el momento de abrir. Dana está convencida de que es un detalle por su parte acompañarle a recibir a quien sea. El estado de ánimo de Gabriele no está para cortesías. «Menos mal —se dice— que está dispuesta a no moverse de mi lado.» Con ternura, le coge la mano; la nota húmeda, y se pregunta si tendrá fiebre.
Una figura que les cuesta reconocer. Respira con dificultad, a consecuencia de la rapidez con que ha culminado el trayecto desde la plaza hasta el piso. Da la impresión de que está agotada, sin aire en los pulmones. El cuerpo le tiembla, las piernas le flaquean. Si hubiera visto al demonio, su expresión no sería distinta. Es una Matilde que tiene poco que ver con la amiga que quieren. El maquillaje se le ha corrido por la cara, transformándosela en una máscara grotesca. Intenta hablar, pero no le salen las palabras. Aliviado, Gabriele la abraza con un afecto quizá excesivo. Dana la acompaña al sofá y le sirve un vaso de agua con unas gotas de limón para que recupere el aliento. Se le va regularizando la respiración. Mira al hombre que todavía tiene un brazo alrededor de sus hombros y exclama:
—¡Te dije que no teníais que regresar de Ferrara! ¿Por qué no me has hecho caso?
—¿Que le dijiste qué? —pregunta Dana sin entender lo que pasa.
—Mi abuelo se está muriendo. ¿No lo puedes entender? Además, no tenemos por qué huir. Lo he pensado, y lo mejor es enfrentarse a las situaciones.
—¿También a los fantasmas o a los hijos de puta que llegan como si no hubiera pasado nada, dispuestos a destruir la vida de los demás? —Matilde parece poseída por la furia.
—¿Queréis hacer el favor de decirme de qué estáis hablando? Hacéis que me sienta como una auténtica estúpida. —Dana se esfuerza por no perder la calma—. Decidme por qué teníamos que quedarnos en Ferrara. Aclaradme a qué tenemos que enfrentarnos.
Los dos responden a la vez:
—Quiero lo mejor para vosotros. Te puedo asegurar que es un mal hombre. Hace años que lo descubrí —dice Matilde.
—Es muy sencillo. Discúlpame por no habértelo dicho antes. Te aseguro que pensaba hacerlo, pero los acontecimientos se han precipitado. Hay alguien en Roma que te busca —dice Gabriele.
—¿A mí?
—No lo digas así —salta Matilde—. Hay alguien que te persigue, querida. Antes se ha dedicado a seguirme a mí. Quería encontrar pistas tuyas y me ha utilizado. He sido su cebo. ¡Pobre de mí! Estaba convencida de que se marcharía, que había conseguido despistarle, pero me acosa. Puedo intuir su sombra en la esquina de una calle. Le veo sentado en un banco de cualquier plaza. Se aloja en la pensión, y me acecha por los rincones. Quiere adivinar en mi cara dónde puede encontrarte. No se lo he dicho. Os lo puedo jurar. A veces, tengo la sensación de que se multiplica.
—Me haréis enloquecer. —Dana no está dispuesta a prolongar la duda—. ¿De quién habláis?
—De Ignacio. —La voz de Gabriele no tiembla a la hora de decir la verdad—. Ha venido a verte después de diez años.
Los tres callan. Se miran, pero no dicen nada. Sienten una mezcla demasiado contradictoria de sentimientos como para poder expresarlos con palabras. Las palabras ordenan las ideas, pero no nos sirven de nada cuando hemos recibido un estremecimiento emocional y la vida se nos convierte en un caos. Podríamos refugiarnos en un balbuceo que nos haría sentir absurdos. Sería posible intentar repetir algunos tópicos, expresiones que no significan nada, pero que nos acompañan. Se dicen para que notemos la presencia de alguien a nuestro lado. Son bienintencionadas, pero a menudo nos estorban. Interceptan los pensamientos que se persiguen, que se superponen, en un curioso juego de desequilibrios. Matilde se queda muda, porque vuelve a vencerla el agotamiento. Está viviendo una historia que no le corresponde, pero que siente como propia. Nadie, si ella puede evitarlo, hará daño a Dana. Sentirse perseguida no es agradable. Saber los motivos de la persecución todavía lo ha sido menos. Intuir que somos el hilo que conducirá al adversario hacia el tesoro que queremos ocultarle puede ser una dura experiencia. Los mira con los ojos llorosos, mientras espera una reacción que no llega. Gabriele vive una mezcla de alivio, de impotencia y de rabia que se esfuerza por controlar. Le gusta que ya no haya secretos. Cuando le negaba la información, tenía la certeza de estar robándole algo a la mujer que ama. Querría que se produjera un milagro que sabe imposible, que la escena fuese una pesadilla. Sabe que tiene que actuar como un hombre civilizado, pero siente el impulso de matar a Ignacio. Finalmente se impondrán las formas, el espíritu refinado, la bondad, aunque la batalla sea dura.
Dana no es capaz de reaccionar. Repite la frase sólo para sí: «Ignacio está en Roma.» No siente frío ni calor, alegría ni tristeza. Constatar su proximidad no le despierta emociones. No es una cuestión de indiferencia. No significa que el hombre a quien amó más que a su propia vida no represente nada para ella. Los años le han ido arrinconando en un olvido que la salvaba, pero no le han convertido en anodino como motas de polvo. Su reacción significa que la sorpresa es profunda, que nunca podría haberlo imaginado. No logra encajarlo en Roma, la ciudad que eligió para escapar. Se pregunta si tendría que sentirse indignada por una intromisión que no desea. Ni rabia ni ganas de verle. Siente el alma robotizada. Se halla en un estado cercano a la estupidez. Es incapaz de reconocerse en una actitud tan pasiva. Querría contárselo a Gabriele y a Matilde, que están sufriendo, pero no sabe cómo hacerlo. ¿Dónde está la fluidez de las palabras con las que se entretenía en dibujar la existencia? Se han secado como un río, en el que no quedan restos de vida. En el fondo, no se lo cree. Tiene el convencimiento de que es mentira. No duda de las palabras de los otros, pero está convencida de que debe de ser un error. Hay gente que se parece a otra gente. Conoce historias de personas que se han hecho pasar por alguien. Han usurpado su personalidad, empujadas por motivos secretos. Se producen coincidencias insólitas porque el azar juega con nuestras vidas. Pensarlo la hace sentirse mejor. Respira, mientras pretende sonreír, aunque el intento se transforme en una mueca. Intenta tranquilizarlos:
—Es imposible. Debe de ser una confusión.
—¿Una confusión? —Matilde rompe el silencio, indignada—. Haz el favor de asumir la realidad. Si quieres que os dé un consejo, lo tengo muy claro: no salgas de casa en algunos días. No abras la puerta a nadie. Mientras tanto, que Gabriele arregle los papeles y los pasajes. Os vais una temporada al extranjero. Ya se cansará.
—¿Has perdido la cabeza? —Dana no se lo puede creer—. ¿De qué quieres convencernos? Nuestra vida está en Roma. Aquí tenemos el trabajo, los amigos, la casa. ¿De qué tengo que escapar? El hombre de quien me hablas me hizo huir de mi mundo una vez. Lo abandoné todo y empecé de cero. Te aseguro que eso no se repetirá de nuevo.
—Tranquilízate. —Gabriele habla lentamente—. Matilde quiere protegerte. Lo hace como puede, pero se equivoca. No iremos a ninguna parte. Si ese hombre tiene algo que decir, tú sabrás si quieres escucharle.
—No me esconderé de nadie. Podéis estar seguros. Caminaré por las calles y haré la vida de siempre. Si es Ignacio, no le buscaré, pero tampoco pienso esconderme.
—¿Todavía lo dudas? —exclama Matilde, que ha recuperado la energía.
De golpe, se levanta del sofá. Con el impulso, tira el vaso que había en la mesita. El agua con limón se derrama sobre la alfombra, pero ni se dan cuenta. La lámpara de pie se tambalea, como si vacilara ante la decisión de la mujer. Va hasta el balcón que da a la plaza. Está segura de sus movimientos. Hay también un punto de indignación ante la incredulidad de su amiga. ¿Cómo puede pensar que ha vivido todos esos días una historia de persecuciones imaginarias? Refugiada tras las cortinas, mira a la calle. Es un escrutinio lento, que no deja ningún rincón por revisar. Su rostro, congestionado por la fatiga, se concentra en la búsqueda. Los ojos recorren la piazza della Pigna, hasta que le encuentra. Cuando le ve, no hace ningún gesto de triunfo. A veces, constatar que teníamos razón no nos alegra. Se da cuenta de que habría preferido que fuera un malentendido, una fábula de los sentidos. El hombre de la pensión está allí de pie, apoyado en una farola. Tiene la actitud de quienes esperan, una paciencia infinita, y una sombra de victoria en el rostro. Ha visto luz en el piso, después de muchos días. Sabe que Dana vuelve a estar en Roma.
Matilde se vuelve hacia ellos, que están unos pasos más atrás y la observan, impresionados por su desazón. Con la mano, les hace una señal para que se acerquen. Las cortinas son un buen refugio para mirar. Detrás de la tela de seda, con los cuerpos de Matilde y de Gabriele haciéndole de escudo, Dana se asoma a la calle. No necesita recorrer la plaza. Tiene la impresión de que Ignacio la llena por completo. Es el mismo hombre que le destrozó la vida hace diez años. Apoyado, con la mirada hacia su ventana, descubre la silueta. Reconoce el rostro.
Se producen cambios en las actitudes de los tres. El silencio de Dana no es incrédulo. Ha perdido el escepticismo que la redimía de tomar decisiones. Gabriele no reconoce al hombre con quien coincidió en el aeropuerto de Barcelona, pero experimenta una vaga sensación de familiaridad, circunstancia que le incomoda. Matilde está expectante. Como los otros dos no hablan, se decide a tomar la iniciativa:
—Podríamos llamar a la policía. Tengo pruebas de que me ha perseguido por todas partes.
—No seas absurda. —En la voz de Gabriele hay inquietud—. No haremos nada ni tú ni yo. Quien tiene que tomar una decisión es Dana.
—Sí, yo soy la que tiene que actuar. Esta vez no permitiré que nadie decida por mí.
—Recordad, hijos míos, que Dios propone y el hombre sólo dispone —se atreve a insinuar Matilde.
—¿Qué quieres decir? —Dana la mira con una expresión decidida que le asusta.
—Quiero pedirte que vayas con cuidado.
Con un gesto enérgico, Dana abre las cortinas. No ha sido un impulso, sino un acto premeditado, consciente. Sabe que la habitación iluminada se ve desde la plaza. Da dos pasos y hace una señal al hombre de la calle. Es un gesto casi imperceptible, pero que el otro capta inmediatamente, porque no ha dejado de mirar a la ventana. Le dice sin hablar que la espere. Después, mira a Gabriele. Le besa los labios con suavidad. Es un beso leve, como si le hablara al oído. Aprieta la mano de la amiga, mientras susurra una sola palabra dirigida a ambos:
—Volveré.
Se viste con unos pantalones de lino y una camisa azul. Se pone un abrigo primaveral, de tela ligera, que se le mueve en torno al cuerpo, como si no quisiera envolverlo por completo. Lo ha cogido porque tiene frío. No es el abrigo que llevaba cuando llegó a Roma, que la acompañó por un itinerario de estaciones. Aquél estaba sucio de polvo y de tristeza; éste habla de una vida fácil. Coge el bolso y abre la puerta de la calle. Se vuelve antes de salir, y les sonríe. Querría decirles que los quiere, que no puede quedarse quieta, que tiene que hablar con el intruso no sabe muy bien de qué. No encuentra las palabras, y cierra la puerta. Gabriele no ha hecho ningún intento por retenerla. Con los puños cerrados y la mirada firme, observa cómo se marcha. No hay comentarios ni reproches. Escalera abajo, ella reflexiona sobre su circunstancia: la de hace unas horas, cuando volvía con Gabriele de Ferrara, la de este momento, en que el pasado ha irrumpido en la vida cotidiana. Todo ha sucedido muy deprisa, piensa, mientras se pregunta qué hacen los sentimientos. ¿Duermen o callan?
Sale por la puerta principal del edificio y se dirige hacia el hombre de la farola. Es Ignacio, que le sale al encuentro. Predomina una sensación de irrealidad. El mundo le parece surgido de un sueño. Como si una neblina opaca ocultara el sol cuando ya es mediodía. Hace el recorrido convencida de que habita un espacio imaginario. Se repite que no puede ser cierto. Los sentidos perciben su presencia; el corazón se niega a reconocerla. Cuesta describir un reencuentro después de diez años. Han pasado muchos días. Ha aprendido a vivir sin el hombre que consideraba imprescindible para poder respirar. Le mira a la cara, fijamente. El otro parece conmovido, pero no le importa. Constata que tiene arrugas alrededor de los ojos, que hay signos de fatiga en el rostro afilado. Los años le han robado jirones de la cara, como cuando la luna mengua. Están uno frente al otro. Dana se pregunta qué pueden decirse. Le observa sin hablar, hasta que le oye murmurar:
—Tenía un deseo inmenso de encontrarte. Tengo que contarte muchas cosas.
—Son unas explicaciones que llegan con un cierto retraso, ¿no crees? —La frase es un reproche, pero pronunciado con indiferencia, como si todo lo que viven no estuviera sucediendo realmente.
—Tienes que perdonarme.
—¿Perdonarte? ¿Por qué? ¿Tengo que perdonarte que me juraras un amor eterno que duró pocos meses, que me mintieras mil veces, que eligieras entre los otros y yo, naturalmente a favor de ellos, que no tuvieses la dignidad de decírmelo a la cara, que me despacharas por teléfono, como se manda a rodar un asunto sin importancia que nos ha ocupado demasiado tiempo? ¿Es todo eso lo que tengo que perdonarte? ¿O todavía quieres que añada más cosas? —Hay un contraste terrible entre lo que dice y cómo lo dice. Las frases son hirientes, pero las pronuncia sin ninguna entonación, con una cadencia de letanía que va encadenando una palabra tras otra.
—Tendría que hacerte entender cómo he padecido, hasta qué punto he llegado a añorarte. Me pusieron entre la espada y la pared.
—Es tarde para las explicaciones. ¿Quieres que te perdone? Estás perdonado, ya puedes marcharte. Has dejado pasar demasiado tiempo para que algo tenga sentido. No lo tienen ni las explicaciones ni los perdones.