Pasiones romanas (35 page)

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Authors: María de la Pau Janer

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Pasiones romanas
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Un instante antes de que desapareciera de su radio de visión, cuando casi iba a perderla entre la gente, fue tras ella. Se apresuró a encontrar a la mujer que robaba libros y que estaba a punto de perder entre la multitud. Necesitaba hablar con ella, saber cómo se llamaba. Se movió guiado por un impulso que no se paró a analizar. Antonia estaba ya en la salida cuando notó una mano en el hombro. Sin perder la calma, se volvió. Frente a ella, había un hombre que le sonreía. Era alto, atractivo. Tenía los cabellos castaños y una expresión despistada que le hizo pensar que la confundía con alguien. No pensó que formara parte del personal de seguridad de los almacenes, que la hubieran pillado a través de una cámara oculta. Sólo al mirarle lo supo. El desconocido le inspiraba confianza. Él le dijo:

—Creo que tenemos las mismas aficiones.

—¿A qué te refieres?

—Te he observado. —Sonrió con complicidad—. Creo que te gusta leer.

—Mucho.

—Me llamo Marcos. Estaba pensando en la posibilidad de tomar un café. ¿Me acompañas?

—Tengo prisa.

—Casi todo puede esperar, ¿no crees…?

—Me llamo Antonia. De acuerdo. —Y le sonrió también, atraída por su encanto—. Me apetece tomar algo caliente. Hace frío.

Iniciaron una relación que fue intensa desde el principio. Los dos tenían un carácter fuerte, aunque Marcos sabía dominar mejor los impulsos. Pronto descubrieron el placer de las palabras: como arma de seducción, de convencimiento, de aproximación o de lejanía; convertidas en un acto de amor o de combate. Antonia era arisca, crítica, divertida. Tenía las dosis de mordacidad necesarias para mantenerle siempre en ascuas, en una curiosa tensión que le hacía sentirse vivo. Marcos era un hombre lúcido, que analizaba los hechos antes de juzgarlos, que sabía responder con habilidad a los juegos de Antonia. Había un fondo de acritud en el carácter de la mujer, sus reacciones obedecían a una cierta agresividad hacia el mundo. Marcos actuaba como si no se diera cuenta. Estaba dispuesto a divertirse con ella, pero no a dejarse contagiar sus frustraciones. Su historia siempre tenía espacios sin escribir, como si cada cual reservara un lugar para la propia individualidad, estableciendo fronteras que el otro no podía cruzar. Tampoco lo pretendían.

«No hace falta compartirlo todo para estar bien con alguien», pensaba Marcos. Había espacios íntimos que no habría querido perder. Vivir le había enseñado que nada es fácil. Las relaciones están hechas de matices que pueden crear abismos. La soledad en compañía es buena, si hay un entendimiento tácito. No hacían falta explicaciones excesivas, ni era necesario justificar sensaciones momentáneas. Antonia resultaba gratificante, cómoda. Él agradecía aquella gimnasia mental a que le obligaba siempre; cuando hablaban del trabajo, de la gente, del mundo. Agradecía también la prudencia con que trataban sus propios sentimientos, como si estuvieran hechos de una materia quebradiza. Procuraban ser leales el uno con el otro, sinceros hasta un cierto límite, comprensivos con las flaquezas que intuían. Cada uno tenía sus propias debilidades: él se encerraba a menudo en un mundo íntimo, del cual ella no le pedía explicaciones. Antonia era posesiva, un poco celosa, pero sabía tomárselo a risa. Guasearse de sí misma le resultaba una buena terapia. Marcos lo valoraba como una manifestación de inteligencia.

Vivían juntos y estaban satisfechos de la vida.

—¿Eres feliz? —le había preguntado Dana, poco después de que Antonia se instalara en su casa.

—Estoy contento —le había contestado él; no habían vuelto a hablar más de ello.

Alguna noche, las voces subidas de tono de la pareja llegaban hasta la habitación de Gabriele y Dana. La distancia amortiguaba las frases. Iba atenuándolas, de modo que Dana y Gabriele no seguían el hilo de las discusiones. Al principio, ella se preocupó. Habría querido saber si tenían problemas.

—El único problema somos nosotros mismos —le decía Marcos con una sonrisa—. No tienes que angustiarte; nosotros, así, nos divertimos.

Era una relación con pocas dosis de ternura, pero con un grado significativo de complicidad. Poco tranquila, pero muy estimulante. Con el tiempo, todos se acostumbraron a las excentricidades de Antonia, a aquella manera suya de ir por la vida que no admitía actitudes inseguras.

—A mí me gustaría que fuera más vulnerable, más real —le comentaba Dana a Gabriele.

—No eres tú quien tiene que quererlo —le respondía él, que nunca sintió demasiada simpatía por la nueva vecina.

Hoy cenan las dos parejas en el piso. Han traído quesos y vino francés. Han improvisado algunas ensaladas y una carne fría. El ambiente es forzadamente distendido. Carece de la naturalidad de movimientos de otras ocasiones. Como si sus invitados ocultaran un hecho importante, manteniendo un rictus de sonrisa en el rostro. Hacen gestos exagerados que no encajan con la calma jovial de los demás. Antonia siempre ha tenido tendencia a teatralizar sus propios comportamientos. Esta noche se supera; actúa con total falta de sincronía entre los gestos y las palabras. Se percibe un nerviosismo que Dana no acaba de entender. El aire está enrarecido, y la conversación no fluye con facilidad. Gabriele no parece darse cuenta. No es tan suspicaz como ella. Tiene el pensamiento distraído. Está orgulloso de las compras realizadas, de las últimas adquisiciones. Piensa en los detalles de los hallazgos que acaba de encontrar, y se felicita por el éxito. Con una copa de vino en la mano, mira a los vecinos desde una cierta distancia. Hace tiempo, decidió no someterse a los cambios de humor de la mujer que, incomprensiblemente, Marcos eligió para vivir.

Dana percibe la tensión en el ambiente. Le resulta incómodo captarla con absoluta precisión. Contribuye a ponerla nerviosa. Se da cuenta de que Antonia está al acecho. Su actitud le recuerda la de un lebrel que recorre el territorio, que husmea el aire. Marcos tiene la expresión contenida, de hombre ausente. No es capaz de sostener la mirada interrogante de Dana, que busca sus ojos para saber qué sucede. La rehúye. Ella repite el intento, pero se le escapa de nuevo. ¿Dónde está el amigo? Intuye una desconfianza que le recuerda los primeros tiempos romanos. Está desorientada. No encuentra palabras que los distraigan sin descubrir intimidades, sin desvelar secretos. Se imagina una botella que alguien está llenando sin mesura. Meten el vino a chorro. Pronto el líquido rojizo se irá esparciendo por la mesa, manchará los manteles y formará un charco en el suelo. Es una situación que se puede intuir, pero que tiene consecuencias imprevisibles. ¿La bebida que se derrama es un signo de fortuna o de desdicha? No sabría decirlo. Mira las expresiones de sus rostros y respira hondo, sin saber cómo tiene que reaccionar. La única certeza es que, esa noche, Marcos y Antonia ocultan una historia que les preocupa, que podría hacer que aparecieran antiguos pesares.

Mantienen la prudencia hasta que llegan a los postres. Mientras Gabriele cuenta las últimas peripecias para conseguir una colección de broches esmaltados de Masriera, todos actúan como si no hubiera en el mundo nada más importante. Se esfuerzan por escucharle con interés. Dana interrumpe la explicación con comentarios puntuales sobre el vino. Como Marcos presume de ser un experto, le gusta que los demás valoren su buen gusto, la capacidad para depurar la cata. Decidida a ponerle de buen humor, hace apreciaciones entusiastas sobre la bebida, alaba el aroma. Las palabras, dichas con la mejor voluntad, no modifican el aire de ausencia de su rostro. Antonia habla con nerviosismo: pasa de una anécdota a otra con una agilidad prodigiosa. Parece una acróbata de las palabras, capaz de dejar a los demás aturdidos, saturados de frases algo inconexas, enlazadas con una rapidez que, de no ser por la práctica ejercitada durante años, podría dejarla sin aliento.

Dana y Gabriele sirven una bandeja de pasteles de crema. La colocan sobre la mesa, con un gesto que pretende ser natural, pero que resulta artificioso. Como si, sin quererlo, estuvieran participando en ese ridículo espectáculo que no pueden entender. Tienen que reprimir las ganas de indagar qué pasa. En un tono de voz amable, Dana les pregunta cuántas porciones quieren. El postre tiene un color amarillo que, de pronto, le resulta molesto. Piensa que tendría que haber comprado otra cosa, una tarta de nata, o unos profiteroles de chocolate. La vida, esa noche, es una cadena de errores; lo constata con desilusión. De pronto, Antonia se dirige a Marcos. Le habla con dureza, como si las palabras formaran un bloque de cemento sin rendijas de aire para respirar:

—¿Cuándo te decidirás a contarles lo que nos pasa?

—¿Cómo? —Marcos vuelve de muy lejos y la mira.

—Habíamos quedado que esta noche hablaríamos de las llamadas telefónicas. No has dicho ni una sola palabra. Querría saber interpretarlo.

—No tienes que esforzarte. Si no digo nada, es porque no me apetece. ¿Lo habías pensado?

—¿Pensar? Hace días que no hago otra cosa. Esa historia nos hace daño. ¿Te das cuenta?

—¿Podrías servirme un whisky, Gabriele? —Marcos se dirige a él haciendo un gesto de cansancio.

—Naturalmente —contesta el otro, que parece haberse despertado en ese instante. Pone cara de extrañeza y mira a Dana, preguntándole con la mirada de qué están hablando. Tiene la sensación de haberse perdido una parte de la película.

—No cambies de tema. Sabes que no puedo soportar las evasivas —dice Antonia.

—Creo que estás muy tensa. ¿Te apetece una infusión? ¿Tila, quizá? —Dana pretende ser conciliadora.

—No quiero tomar nada. Mis nervios están perfectamente, gracias. No… no estoy bien. —La voz le flaquea—. Queríamos contaros lo que nos pasa. La verdad es que no vivimos un buen momento. Ha sucedido algo que me desborda. Marcos no quiere hablar de ello. Se pasa las horas ausente, sin reaccionar. Querría ayudarle, pero no me lo permite.

—¿Qué os pasa? —Dana intenta mantener la serenidad—. Creía que estabais bien.

—Lo estábamos —se apresura a responder Antonia—, hasta que Marcos recibió esa llamada. Hará unos quince días. No lo sé con exactitud, porque no me lo contó. ¿Cómo se puede esconder un descubrimiento así a tu pareja?

—¿Qué descubrió? —pregunta Gabriele, interesado en la historia.

—Le llamó una psicóloga. Le dijo su nombre y le contó que estaba tratando de ayudar a una persona a reconstruir su vida. —Hace una pausa—. ¡Como si eso fuera tan sencillo! Le dijo que necesitaba su ayuda. Él la escuchó y no me dijo ni una palabra.

—No acabo de entender qué significado tiene esa llamada. Si no te habló de ello, no sería muy importante. —Dana se esfuerza en poner paz.

—¿Era importante? —Hay rabia en la voz de Antonia—. ¡Respóndeme! ¿Lo veis? Calla como un muerto. La segunda vez que llamó, yo estaba en casa. La escuché, sin imaginarme qué iba a decirme.

—¿Y qué te dijo? ¿Qué puede ser tan terrible? —En la voz de Gabriele, harto de las estridencias de la mujer, se esconde un toque de ironía.

—Me dijo que era la psicóloga de Mónica.

—¿De quién? —Dana cree que no ha entendido bien el nombre. O, en todo caso, que se refiere a otra persona.

—Mónica está viva. Él lo sabía y no me había dicho nada.

—¿Viva? —Dana pronuncia la palabra en un tono balbuceante, como el de un niño que no entiende las cosas, que se siente perdido—. ¿Cómo es posible? —se pregunta.

Mira a Marcos buscando respuesta, pero no la hay. Parece concentrado en la copa que sostiene entre las manos. «No puede ser —se dice—. Hace muchos años que murió, me lo contó él mismo, cuando compartíamos la desesperanza. ¡Qué broma más absurda!»

En ese momento, siente rabia contra Antonia, un sentimiento que sube del estómago hasta la boca. Está segura de que delira. Es una mujer exagerada, capaz de mentir para llamar la atención. Piensa que tiene que decir alguna frase contundente que sirva para poner las cosas en su lugar, que cierre el tema. Respira honda y exclama:

—Eso es imposible: los muertos están muertos. No quieras hacernos creer historias absurdas. —Hay un punto de terquedad en sus palabras, una voluntad inconsciente de proteger a Marcos, de salvarle de la posibilidad de que el pasado vuelva a abrirse como un abismo.

En ese momento, Gabriele interviene en la conversación. Es el único que no ha perdido la calma:

—¿Es cierto? ¿Mónica no está muerta?

Los minutos transcurren con lentitud. Dana se da cuenta de que le tiemblan las manos. Hacía años que no percibía ese temblor, leve como el aleteo de un pájaro, imperceptible a los ojos de los demás, presente para recordarle su propia vulnerabilidad.

—Sí, es cierto. —La respuesta de Marcos es un murmullo.

—¿Y qué piensas hacer? —Gabriele pregunta con suavidad, mientras Dana tiene la impresión de que el mundo se tambalea.

—Nada. No haré nada. Para mí, todo continúa como antes: hace nueve años, ocho meses y siete días que mi mujer se murió.

Se hace el silencio, pero hay muchas maneras de callar. Alguien puede enmudecer debido a la sorpresa. Es el caso de Gabriele, que no sabe qué puede decir, pero que mantiene las ideas claras, el pensamiento frío. También nos puede acallar el pánico. Dana tiene miedo. El miedo que creía vencido, abandonado en un papel en el
Pasquino
, vuelve para demostrarle que todo es incierto. La rabia a menudo deja sin palabras: Antonia siente que cien diablos le golpean el pecho. La ausencia va de la mano de la mudez. Como Marcos está lejos, no dice ni una palabra.

Podría haber sido una noche como otra cualquiera, una cena con vino y conversaciones. Se habrían divertido con los comentarios inteligentes de Marcos, con la mordacidad algo malévola de Antonia. Se habrían reído con las anécdotas de Gabriele y los chismes de Dana. Hubiera habido un breve espacio para las confidencias, cuando el alcohol les hubiera hecho efecto, porque ninguno de ellos es demasiado aficionado a confesar las debilidades del corazón. La sobremesa habría sido plácida. Una repetición de otras muchas escenas que constituían la vida cotidiana, la existencia alejada de inesperados sobresaltos. Se miran sin decir una sola frase que les sirva de consuelo. Cada uno interroga a los demás con la mirada, como si esperase unas palabras para aligerar el ambiente de tensión, pero no son capaces de mantener la compostura. El silencio es una forma de protección. Si hablaran, las emociones podrían desbordarse. Temen los llantos, los gritos, los reproches.

Cuando suena el teléfono, respiran casi al unísono. El sonido del timbre, que les resulta familiar, aporta un aire de normalidad. Gabriele se apresura a contestar. Satisfecho de tener una excusa para abandonar la compañía de los otros, sale al pasillo. Sus palabras, pronunciadas en un tono discreto, no los distraen. Están demasiado concentrados en sus propias obsesiones. Antonia mantiene el rostro oculto entre los brazos, incapaz de resistir los nervios. Dana pone una mano sobre el hombro de Marcos, que no reacciona. No se dan cuenta del cambio de actitud de Gabriele. Se ha apoyado en la pared, como si las piernas le fallaran. El rostro que no ven está lívido; tiene una tonalidad grisácea. Las palabras le salen entrecortadas; hace preguntas rápidas que alguien responde desde el otro extremo del hilo telefónico. Él tampoco cuenta nada cuando entra en el salón. Los mira. No son necesarias las explicaciones, porque no hay preguntas. No les dice que era Matilde, que los llama desde la pensión para advertirles de que Ignacio está en Roma.

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