Pasiones romanas (34 page)

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Authors: María de la Pau Janer

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Pasiones romanas
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El
Pasquino
es una escultura. Desde el siglo
XVII
ocupa un lugar en la plaza que lleva su nombre. Está situado en una esquina donde los peatones dejan aparcados los coches y las bicicletas. Es de piedra oscura y reposa en un pedestal forrado de papeles. Hace siglos que los romanos acuden allí. Van a cualquier hora: apuntan en una hoja sus quejas contra el gobierno, el mundo, la vida. Dejan los escritos pegados en la base de la estatua. Hay textos de gente que ha perdido el coraje pero quiere levantar la voz. Otros son frases airadas de protesta altiva. Algunos tienen la tinta borrosa, a causa de la lluvia. Los hay que están a punto de levantar el vuelo con el viento. Marcos sacó un bloc y unos bolígrafos. Le dio una hoja a Dana para que escribiera. Él cogió otra. Dijo que era bueno visitar aquel lugar. Todo lo que es difícil de contar, pero que está metido en la mente, se tiene que escribir. Cada frase nos libera de un secreto que nos hacía daño. El
Pasquino
guarda las palabras. Hace que las acaricie el sol. Cuando el papel esté hecho trizas, cuando no se pueda leer, habrá pasado suficiente tiempo para el olvido.

Dana escribió un listado de frases inconexas. Al principio, pensó que era un simple juego. Marcos era divertido, ocurrente. Pretendía distraerla de las historias que la obsesionaban. Pero luego se dio cuenta de que quería convertir aquella salida en un símbolo. Estaba concentrado en la escritura: la frente fruncida indicaba el grado de atención que ponía en lo que hacía. Serio, con una expresión grave en el rostro, escribía. Hay contagios que son inmediatos, espontáneos. Dana comprendió que no era una broma, ni un juego para una noche insomne. Se trataba de un pacto para borrar el pasado. Miró el papel mientras intentaba poner en orden sus ideas. Entonces se dejó llevar por el ansia de sacar todos los miedos. Con una escritura pausada, se sucedían las frases. No había una ilación lógica, ni ponía demasiado esmero en la redacción. Sólo escribía: anotaba el agravio y la indignación, las mentiras, el miedo a la soledad, la desconfianza. Cada pensamiento quedaba reflejado allí. Habló de los meses vividos, de los viajes sin rumbo, de la llegada al Trastevere, de las personas que había encontrado, de la presencia del otro, que la había perseguido hasta aquella noche. Cuando alguien que hemos dejado atrás se niega a abandonar el espacio que ocupaba en nuestra vida, es preciso desterrarlo. Lo comprendió junto al
Pasquino
.

Hacía frío cuando regresaron a casa. Un aire ligero se metía a través de la ropa. Cogidos de la mano, desanduvieron las calles. Caminaban sin decirse nada, con una sensación de descanso que les daba alas. El día nacía en Roma. Una luz incipiente se posaba sobre todas las cosas; era un alegre amanecer. Marcos la miraba con una sonrisa. Ella sonreía también. No tenía la sensación de haberse pasado la noche sin dormir. No estaba cansada, ni tenía ninguna prisa. Como todavía faltaban unas horas para ir a la librería, se sentaron en un café y pidieron un capuchino. Dana le dijo:

—Gracias, nunca lo olvidaré.

—Mal hecho. —Sonreía—. Quiero que lo olvides. El
Pasquino
será un pacto entre los dos. No volveremos a hablar de ello nunca más.

—Aunque no lo mencionemos, sabremos que nos ha cambiado la vida.

—Nos ha servido para poner en claro ciertas ideas. Sobre todo a ti, que te sentías muy perdida. Vivir desconcertado siempre es un mal negocio.

—Mi vida ha cambiado: una ciudad nueva, un piso al que he tenido que adaptarme, un trabajo que no tiene nada que ver con el que hacía antes. Quizá son demasiados cambios.

—Recuerda que tú los buscaste.

—Sí, tenía que encontrar un lugar donde poder empezar de nuevo. Los espacios de toda la vida pueden convertirse en enemigos.

—Nuestros peores enemigos somos nosotros mismos.

—Es cierto. Creía estar escapando de los viejos fantasmas, pero los llevaba conmigo.

—Arrastrabas su carga.

—Los tenía pegados a mi piel. Ahora me siento más ligera.


Pasquino
se los quedó. Es lo que tienes que recordar siempre.

—Sí.

—¿Qué harás? ¿Has tomado alguna decisión?

—Hay decisiones que hace tiempo que tendría que haber tomado. He ido retrasándolas, como se aplaza la vida cuando nos resulta incómoda. No sé si ya es demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde para la conversación que tienes pendiente?

—No sé si Gabriele querrá escucharme.

—Tienes que intentar hablar con él.

—Lo sé.

Aquella misma mañana marcó el número de su teléfono. Le dijo que tenía ganas de verle, que hacía un tímido sol en la piazza della Pigna. Le habló con voz insegura, porque hay reencuentros difíciles. Aunque no se habían dejado de ver, era como si se descubrieran de nuevo. Recuperar a quien hemos tenido siempre a nuestro lado resulta extraño: quiere decir mirarle con otros ojos. Significa permitir que el otro nos mire de forma distinta. Es ofrecernos sin excusas ni antifaces.

Dana se puso un vestido rojo. Lo había comprado en una tienda que anunciaba el buen tiempo. Tenía las mangas anchas y un escote de barco. Se pintó los labios con un toque de luz. En el espejo, veía reflejada la imagen de una mujer joven. Preparó una cena de pasta fresca y vino tinto. Puso un mantel de hilo blanco en la mesa del comedor. Colocó con esmero las copas, los platos con las cenefas de color dorado viejo, los cubiertos. En el centro de la mesa, dos rosas del mercado de las flores. Le recordaban los primeros paseos romanos, la sonrisa de Matilde, la vida que se estrena. A pesar de la noche en vela, se encontraba bien. Una serenidad nueva le hacía observarlo todo sin impaciencia.

Gabriele la miraba con curiosidad desde el umbral de la puerta. Se abrazaron. Desaparecieron los recelos antes de que pronunciasen una sola palabra. Los viejos fantasmas, que habían poblado el mundo, se marchaban lejos. Las nieblas, las dudas, la incertidumbre, todo ello convertido en un rastro imperceptible de polvo. Cuando la besó, ella fue consciente por primera vez de la intensidad del beso. No había las comparaciones absurdas que se imponen en la mente y que borran el instante convirtiéndolo en un calco de lo que se vivió en otro lugar y con otra piel. Ella se rio, mientras él recorría su cuerpo. Exploraba las cumbres y los valles. Hizo volar la camisa y los pantalones de Gabriele, mientras se sumergía en el descubrimiento de su cuerpo. Respiró su olor, y no apareció el de ningún otro interponiéndose. Rodaron por la cama, deshaciéndola, olvidada la cena sobre la mesa. Se amaron sin prisas, más allá del tiempo. A partir de esa noche, nunca hubo relojes en aquella casa. Intuían que les esperaban días felices. Él le dijo:

—Creía que nunca regresarías.

—¿Regresar? ¿De dónde?

—No lo sé. Estabas cerca de mí, pero leía la ausencia en tus ojos.

—Nunca me marcharé, si tú no lo quieres.

—Te quiero. Te quise desde el momento en que te vi. Más que a nadie, más que a nada.

—Yo también te quiero.

Empezaron días venturosos. Un tiempo de complicidad, de vida intensa junto al otro. Gabriele se trasladó al piso. Llevó su ropa y sus libros, los cuadros, algunos muebles antiguos. Se repartieron el espacio mientras compartían la existencia. Todo el mundo se alegró: Marcos y Matilde, los compañeros de la librería, los amigos de él. Ella no se preguntó qué pensaría el hombre de la camisa amarilla. Desde lejos, oía su música. La fiesta de las marionetas se había transformado en un simple decorado de la piazza Navona. La vida real era otra cosa. Se levantaban temprano todas las mañanas. A veces, iban al mercado. Compraban fruta y verduras de muchos colores, porque Gabriele decía que la comida tiene que entrar por los ojos, además de por la boca. Trabajaban con energía. Él entre antigüedades, y ella rodeada de libros, cada vez más vinculada a las actividades literarias del Instituto Cervantes. Cuando volvían a encontrarse al atardecer, se contaban historias. Le telefoneaba para decirle que la amaba. Recorrían las calles de siempre. Se perdían por las plazas. Comían pasta y bebían vino en un restaurante que les gustara. Se dormían junto al cuerpo del otro. Notaban su respiración, se acariciaban la piel, guardaban los sueños. Fueron pasando los años. Hubo días de sol, días de lluvia. Proyectos que se cumplieron; otros que les enseñaron a vivir la derrota. Se amaron mil y una veces, lo que, según ciertas creencias, quiere decir hasta el infinito.

QUINTA PARTE
XXV

Han transcurrido diez años desde que llegó al Trastevere. El abrigo que llevaba cuando recorría las calles con una maleta es hoy un andrajo que no se pone nunca. Todavía debe de tener los bajos manchados de aquel barro que ningún producto podía limpiar por completo; un rastro de lluvia y de tristeza que se niega a recordar. Pertenece a otra vida e ignora por dónde anda. No sabe a quién se lo regaló en un momento que queda muy lejano. El piso ha perdido el aire de provisionalidad de los primeros tiempos. Se ha convertido en la casa que comparte una pareja que tiene buen gusto y ganas de vivir. Los muebles del salón muestran la solidez de las piezas escogidas con esmero. Hay buenos cuadros en las paredes, esculturas situadas en puntos estratégicos. El encanto que nace de la improvisación se ha transformado en armonía de formas. El conjunto es un reflejo de sus personalidades. Se respira el afán de orden de ella y el gusto por las proporciones de él. Comparten la devoción por los objetos antiguos, que han sabido combinar con acierto. Es una casa confortable. El diseño está presente en la cocina, en los complementos, en las luces. Se sienten bien, contentos de vivir en ese refugio romano. Ella ya no trabaja en la Librería Española. Se dedica a coordinar las actividades culturales que organiza el Instituto Cervantes de Roma. Es un trabajo intenso, que realiza con entusiasmo. El esfuerzo y la creatividad son las herramientas que usa para llevar adelante los proyectos que imagina.

Esta noche, Gabriele acaba de volver de un viaje de negocios a Barcelona. Está cansado, pero tiene el mismo aspecto jovial que a ella tanto le gusta. Ha tenido que estar mucho tiempo en el aeropuerto antes de coger el avión. Aunque está acostumbrado, las esperas cansan. Los aeropuertos le dan una impresión de inútil puente que se apresura en dejar atrás. Nunca le ha interesado observar el trasiego, de modo que se centra en sus pensamientos. En el momento en que termina las gestiones, le gusta volver a casa para encontrarse con ella. Cuando bajó del coche, descubrió que había perdido la cartera. Se lo tomó con sentido del humor, porque es difícil que algo pueda ponerle nervioso. Está acostumbrado a los imprevistos, a salir airoso de situaciones que parecen complicadas, a dar a las dificultades su justa medida. Se divirtió cuando ella le instó a que anulase las tarjetas de crédito, a que llamara por teléfono. Ha tomado las medidas oportunas, con esa sensación de calma que sabe transmitir, de confianza en sí mismo.

Están en el comedor con Marcos y Antonia. Dana y Marcos mantienen la amistad de siempre. No olvidan cómo se ayudaron cuando vivían solos. Ahora la situación es muy distinta. Cada uno ha construido su propio espacio. Tienen una relación de vecinos que acuden a la casa del otro, que comparten a menudo el vino y los manteles. Nunca hablan del pasado, aunque ni se lo propusieron, ni responde a una consigna. ¿Por qué tendrían que esforzarse en recordar? Desde la noche del
Pasquino
, decidieron escribir de nuevo su historia. Cada uno empleó una caligrafía distinta, pero con idéntica firmeza. Las horas vividas a la intemperie, junto a la estatua de piedra, les sirvieron para ahuyentar a los fantasmas. El presente los arrastra con una intensidad que no admite paréntesis. A esas alturas de la vida, no se permiten momentos para viejas nostalgias. Los momentos vividos se mantienen ocultos en el fondo de un armario, en un ropero de madera que conserva el olor a lo que guarda. No hace falta abrirlo con demasiada frecuencia, porque hay aromas de otras épocas que, fuera de su contexto, resultan incómodos.

Marcos y Antonia tienen una curiosa relación, hecha de altibajos, de oscilaciones anímicas que Dana no acaba de entender. A ella le resultaría duro vivir una historia en la que no hubiera lugar para la confianza absoluta, en la que los protagonistas vivieran constantes duelos de palabras. Ella agradece la seguridad que le inspira Gabriele, la certeza que sabe comunicarle. Hace tiempo que las dudas se han borrado del mapa. Ha aprendido que la vida puede ser grata y sencilla, si nos proponemos no complicarla. La voluntad de no crear conflictos, de vivir una felicidad basada en hechos minúsculos, le calma la desazón. Piensa que Marcos no ha tenido su suerte. Se merecería un juego limpio, sin cartas en la manga, lejos de ese tira y afloja que es la convivencia con Antonia. Se pregunta cómo puede permanecer tranquilo, casi indiferente, frente a las salidas de tono, los ataques soterrados, la sonrisa que evita dar explicaciones.

Recuerda cómo se conocieron porque Marcos se lo contó con detalle. Hablaba con el entusiasmo de una persona que ha sido rescatada del aislamiento en que vivía. No había una ilusión desbordante en sus palabras, sino la chispa de la curiosidad que se despierta al descubrir a alguien. Eran las ganas de saber, el deseo de verla de nuevo; sentimientos que hacía tiempo que no experimentaba, que sorprendían al hombre escéptico en que se había convertido. Cuando supo las circunstancias del encuentro con Antonia, Dana disimuló su sorpresa. «Es increíble —pensó— cómo la vida juega a repetir las mismas escenas con actores y decorados distintos.» No hizo ningún comentario, porque él no parecía darse cuenta del evidente paralelismo. Si lo veía, actuaba como si fuera una casualidad sin importancia. No se entretenía en analizar ningún hecho que pudiera vincularse con el pasado. Dana se preguntaba qué era lo le había fascinado: ¿la mujer o la situación que estaba viviendo con ella? Pese a la duda, se esforzó por ignorar una posible coincidencia, mientras ejercía de corazón el papel de amiga fiel, que está contenta con la alegría del otro.

Antonia estaba en la sección de libros de unos grandes almacenes. Entre las estanterías, leía las páginas de un volumen, la contracubierta. Marcos se encontraba junto a ella. Inmerso en la búsqueda de un libro, no se fijó en aquella mujer de pelo corto. El rostro era una mezcla entre la gracia de unos rasgos regulares y la insolencia de su expresión. Ella parecía concentrada en la lectura; él estaba buscando un volumen concreto. No le molestaban el ruido de la tienda ni sus propios pensamientos, concentrados en un único objetivo. Le distrajo un hecho. Lo vio sin querer. La intuición nos hace captar escenas que hemos protagonizado nosotros mismos, en otro lugar, en otro tiempo. Ella abrió el bolso con un movimiento rápido. Sin interrumpir la lectura del libro que tenía en la mano izquierda, con la otra mano metió en el bolso algunos volúmenes. Echó a andar sin inmutarse. Se alejó de la sección de libros mientras Marcos la observaba desde lejos.

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